sábado, 20 de mayo de 2017

Un Individuo: Un Libro (La Desesperación en Sören Kierkegaard) Por Alberto Espinosa Orozco

Un Individuo: Un Libro
(La Desesperación en Sören Kierkegaard
Por Alberto Espinosa Orozco 

“Verum est index sui et falsis.”
Baruch Spinoza
"Uno para mi diezmil, si es el mejor."
Heráclito de Éfeso 
“Mil son menos que uno” 
Sören Kierkegaard



I
Cuando se piensa el “El Libro”, ecuménicamente solíamos referirnos a La Biblia: libro de todos los libros, portentoso, inconmensurable, eterno, surcado no sólo por hechos históricos determinantes, de la increíble epopeya del pueblo elegido y elegido por Dios, sino también poblado por profetas inspirados, dotados de maravillosas potencias, visionarias, sobrenaturales y milagrosas, donde se afina el fiel de la balanza de nuestras acciones morales, que es la ley moral. El Libro, a la vez, es una compleja composición de muchos libros, por lo que es también los libros. 
La Biblia (del latín “biblión”, libro, royo, pergamino; “biblos”, los libros; evocación tanto de la planta de papiro como de Biblos, el más importante mercado de libros de la antigüedad), se divide en dos partes: los libros canónicos del judaísmo, que es el Tanaj o Antiguo Testamento (cuyo número varía de 29 a 36, pues los protestantes rechazan 7 libros) y del cristianismo, que es el Nuevo Testamento (27 libros, aunque la Iglesia Siria sólo aceptaba 22), resulta particularmente sorprendente, pues en él se expone la naturaleza, el carácter y los atributos de Dios, por lo que es considerando un libro santo. Escrito durante un largo periodo de tiempo (de 1400 a. de C. a 90 d. de C. aproximadamente, en un lapso de más de 1500 años), la Biblia goza del privilegio de haber sido traducido a más de 2 500 lenguas, pues su misión profética es llegar, antes del final del tiempo, a todos los rincones de la tierra, siendo su teología monoteísta y su ética postulada como universal.



II
Todo libro es, de alguna manera, muchos libros, los libros, pues la lectura es subjetiva, personal, y va cambiando como sus lectores, siendo esencialmente interpretación, pues su método es el hermenéutico, desciframiento de las expresiones verbales escritas, guiado en no pocos casos por el arma refulgente de la analogía. La Biblia magnifica este efecto, pues, a través de “la palabra”, medio por el cual Dios se comunica, en acto, y en el acto de la lectura, con sus hijos. El Libro es, así, doblemente, infinitamente, los libros. Análogamente al hombre, que a lo largo de sus trabajos y sus días va siendo muchos hombres, los hombres.  
Al margen de la Biblia, entre la infinidad de libros que se han escrito, habría que pensar en un libro, tan sólo uno, que nos diera idea de la moral de nuestro tiempo moderno. Los literatos, a coro, propondrían probablemente El Quijote, de Miguel de Cervantes –que en realidad es también dos libros, o que tiene dos partes. Libro extraño, de sabiduría de la vida y de crítica, escrito tal vez por dos hombres: por el manco de Lepanto y por, por… Don Quijote de la Mancha, engendrado a su vez por la activa imaginación del pequeño terrateniente Don Alonso Quijano –engendro que simultáneamente terminaría por inventar a Miguel de Cervantes. 
   Los filósofos en cambio se inclinarían, no puede decirse que en masa dado lo flaco que es su número, pero cuando menos, más o menos unísonamente, por la Ética del judío sefaradí Baruch Spinoza –libro de filosofía moderna si los hay, sólo comparable con El Discurso del Método cartesiano, cuyo contradictorio e inconsistente mecanicismo  hace menguar su arenga moral tradicional, que por tanto ocupa poca masa muscular en su tratado. A su zga la ilustrada Crítica de la Razón Práctica del implacable racionalista Emanuel Kant. Algunos postmodernos se inclinarían en cambio por el Tractatus Lógicus Filosóficus de Ludwig Wittgenstein, escrito en medio de las trincheras de la Primera Guerra Mundial, que es un libro de lógica, aunque en él se habla mucho de ética que, según el propio heredero del acero vienes, es algo de lo que no se puede hablar. Un residuo de la ortodoxia liberal preferirá en cambio la Principia Éthica, de George Edward Moore, mientas que un pequeño resto, entre los más enterados, el libro catastrofista de Adaslair MacIntyre que más que ir tras el indefinible bien va, de nuevo, Tras la Virtud. De elegir entre los libros de ética que podríamos llamar “clásicos de la modernidad”, sin embargo, habría que elegir un libro: sustancial, elemental, macizo. El mío: La Enfermedad Mortal: Tratado sobre la Desesperación, del filósofo decimonónico danés Sören Kierkegaard. Pequeño volumen que no es el libro, pues de serlo haría volar por los aires todos los tratados filosóficos de ética existentes, pero que es un libro, un libro más tan solo, y que refleja el carácter de su autor, no ser más que un hombre, un hombre peculiar, individualizado al extremo, enemigo del número en materia social; o, como lo llamaban en su pueblo: “ese individuo”.


III
Se trata de un libro sobre la enfermedad menos visible pero más corrosiva de nuestro tiempo  moderno, agravada en la etapa tardo-moderna que vivimos: enfermedad radical, extrema, crítica, de necesidad mortal. Enfermedad no sólo del cuerpo, sino esencialmente del alma, como repito, y especialmente del alma moderna despreocupada del mundo sobrenatural: es la desesperación. Enfermedad del alma más que del cuerpo, en efecto, cuyo padecimiento es propiamente espiritual: sufrir el peor de los males posibles, el mal infinito, que es morir en vida y vivir la misma muerte. Mal que en su estado crítico anhela la muerte sin poderla hallar, pues se trata de una muerte viva, cuyo síntoma estriba precisamente en no poder morir –porque el pecado, causa de la desesperación, no puede destruir el alma. 
Libro religioso cuyo objeto es la educación, ser edificante. Libro cristiano, quiero decir, que ve mejor que nada la mayor miseria humana que se pueda imaginar: la enfermedad del espíritu. Se trata de un mal de consecuencias espantosas, de un peligro que por su gravedad puede considerarse único, por horrendo, frente a todos los demás peligros: el peligro de la muerte del alma, siempre latente, cuya eterna posibilidad es la desesperación. 
   La desesperación, propiamente, es una enfermedad del yo. El hombre se constituye mediante una relación compleja, porque el hombre es una síntesis del cuerpo, que es finito, y su alma, que es un álito inmortal; entre lo temporal y finito y lo eterno e infinito, entre la necesidad y la libertad. En la relación entre esos dos términos surge lo tercero: el yo, la reflexividad, que es una relación compleja que se relaciona derivadamente consigo misma. El yo, así, puede enfermar de desesperación de dos maneras fundamentalmente: por no querer ser uno mismo, por querer el yo escapar de sí, liberarse, distanciarse de sí mismo, o; por querer ser uno mismo… y no poder lograrlo por las propias fuerzas, sin alcanzar la paz y el reposo. 
   La desesperación, que es el reflejo invertido de la intimidad, puede servir para definir a la realidad y al hombre, pues el hombre se define esencialmente como espíritu, y como tal tiene dos opciones metafísicas radicales: la elevación, la verticalidad, la rectitud y la justicia o… el temor de la caída, que es la mayor de las miserias o la perdición. En ambos casos nos deja ver lo que la realidad, en su fondo último, es: no tanto la posibilidad cumplida, cuanto la posibilidad eliminada. Porque la más íntima realidad del hombre radica en su libertad, en su querer, en su voluntad, pues el yo es esencialmente reflexión y decisión. El hombre es espíritu, pues es un ser finito frente a Dios, que es infinita bondad y existencia eterna. Pero también es juicio ante el cual comparecer después de esta vida. El pecado, es, así,  la otra cara del hombre, la máscara de la persona, que propiamente lo individualiza y singulariza por su voluntad y libertad... o lo desindividualiza, se entiende, por la debilidad de su voluntad y la esclavitud del pecado: en una palabra, que lo enajena o, si se quiere, que lo singulariza negativamente, desnaturalizándolo (el vicio). 
   La desesperación es así la categoría negativa del espíritu, relativa a lo eterno en el hombre, de lo que no puede liberarse. Responsabilidad de la libertad, la desesperación no es una simple desdicha, sino una desgracia, una caída: es el síntoma en el hombre del gusano inmortal que alojado en sus entrañas lo hace desear su propia autodestrucción, ante la que resulta impotente, en un desesperado desear devorarse a sí mismo sin poder lograrlo. Íntima corrosión infinita de no ser ni llegar a ser ni poder morir, de no poder morir, por no poder distanciarse de sí ni consumirse del todo. 


IV
   El hombre moderno, caracterizado por su afán de dominación de la naturaleza por medio de la ciencia y de la técnica, ha intentado la reivindicación de esta vida y este mundo sólo, desechando toda idea de mundo sobrenatural, luchando pues contra la trascendencia, reivindicando en su acción misma, en la aventura y apuesta de esta vida, la inmanencia del hombre, en franca prioridad de este mundo, pues para él no hay otro. Para ello, sin embargo, tiene que postular la idea de que lo último o el fin del hombre no es ya la felicidad infinita, sino la muerte. Con ello quisiera olvidar el hecho de que el hombre está esencialmente constituido como espíritu y que el alma es indestructible. 
   La angustia moderna es así, más que nada, una miseria oculta, fruto de un amor prohibido, que engendra a un ser espantoso: la desesperación, que no es sino el íntimo temor de que la eternidad te rechace y no te reconozca como suyo. Miseria oculta y que desea ocultarse, tomando la forma de la reflexión interesada sobre la nada de la temporalidad y los goces de la finitud del cuerpo. Sin embargo, se trata de la mayor enfermedad, que no desea curar, distraída en los cuidados de la vida y en las ambiciones sin cuento de la temporalidad o en las vanaglorias, por temor a la verdad: decidirse en cuanto yo a que se existe delante de Dios, donde se haya una gracia infinita y la felicidad misma del ser humano (que es la prueba eudemonológica de la felicidad), lo que implica a su vez haberse elegido el hombre a sí mismo sobre el abismo de la nada, que es la tarea de la libertad. 
  Porque la verdadera libertad es, en cambio, la reflexividad esencial del ser humano, que nos impone, sin embargo, un deber, una tarea: el llegar, cada uno de nosotros, a sí mismo –porque lo que se verifica y nos hace concretos es relacionarse lúcidamente con Dios. Relación donde el yo encuentra su infinidad, que es querer vivir, pero que a la vez lo limita al reconocer su finitud, de aceptar tener que morir. El yo, incontaminado de desesperación, a la vez limitado y ensanchado dialécticamente por ser esencialmente una síntesis de alma y cuerpo, es así el que se funda espontáneamente en Dios. Lo decisivo, pues, para la categoría de la conciencia, es la autoconciencia o relación del yo consigo mismo. 
La desesperación, en cambio, es la enfermedad por la cual el yo no llega a ser sí mismo. Consentimiento inhumano con aquello que destruye el yo del hombre, la desesperación tiene una de sus formas más espectaculares en el fútil intento de hacerse, por propia cuenta, infinito. Infinitisación del yo que nace de un sentimiento fantástico, imaginario, y que redunda en un perderse constantemente, con una voluntad a su vez fantástica, donde el yo propiamente se evapora, convirtiéndose no en un yo, sino en un “él”, en una cosa fantásticamente proyectada por la imaginación refleja, extraviado en propósitos y pretensiones infinitas… que no se realizan. Infinitización no concreta, sino puramente abstracta, cuyo peligro estriba en ser una mera posibilidad... abstracta, que a la vez se debate en lo posible, que es cuando decimos que un hombre se ha vuelto abstracto, imaginario, puesto que aunque para tal hombre todo es posible… nada se torna real –y el abismo se ha tragado al yo. Olvido, pues, de la finitud, de la limitación humana, que es el dique de la necesidad que retiene o contiene la posibilidad. 



V
El peligro mayor de todos es perder el yo. Su estética lúgubre ha dado  en el mundo contemporáneo el mácsimo refinamiento a sus dos formas básicas; ya por carecer de infinitud, ya al volverse el yo completamente finito. La primera de ellas se refleja en el dar un valor infinito, en sacralizar incluso, lo que es indiferente. La segunda en esa dispersión del hombre moderno en la falta de necesidad, en el apremio por lo material, en no arriesgar nada guiado por una prudencia meramente mundana, lo cual mata en el hombre la plena conciencia de sí mismo. Se trata de esa multitud de egoístas convertidos en número, en uno de tantos, que han vuelto a la divina repetición monotonía, que imitan a todos, que son rebeldes y originales como todo el mundo, en una especie de singularidad uniformada –pero que no poseen ningún yo delante de Dios, estando también por tantos ausentes de la verdadera comunión con los otros, en una especie de olvido del ser. Monotonía y mediocridad, al ser un yo carente de posibilidades, desesperadamente esclavos de la necesidad y sus posibles. 
   A diferencia del yo fantástico, imposible, agujoneado por la dobles que lo ha absorbido o succionado, el yo meramente posible no es propiamente un yo. Si en la fantasía infinita el yo se evapora en la contingencia preparando fantásticamente un mundo posible, perdiendo de mil formas el camino de retorno a sí mismo, en el yo necesario el yo se pierde en la finitud de la temporalidad, en una especie de fatalismo determinista, convirtiéndose la vida en pura trivialidad cuando se ha hecho un dios de la necesidad, en el conjunto banal que va de la experiencia exitosa a la pedantería y de ésta al servilismo. La  mayoría sucumbe al ser dominados por lo anímico sensible, por lo agradable o desagradable a los sentidos, dando como producto seres infatuados y vanos, hinchados y presuntuosos, que sin embargo se dejan llevar por una pasión irracional al carecer por completo de espíritu. 
   Devenir uno mismo, en cambio, es el ser necesario que tiene que hacerse a sí mismo posible, volviéndose algo completamente determinado sometido a la necesidad, consciente a su vez de la limitación de sus fronteras interiores. Sujetándose a la vez, con la fuerza de la obediencia a la fe, a querer creer, a la seguridad que para Dios todo es posible, ganando a Dios por la voluntad libre, pues ser creyente es lo único que salva y que tiene el poder de regenerarlo a uno mismo. El antídoto contra la desesperación es, pues, lo eterno: entrar en contacto con Dios. Es el agua fresca de la posibilidad, revivir por el aire puro de la oración. Se trata, así, de respetando la necesidad tener imaginación, en un grado asensorial de la conciencia, hasta fundarse en Dios de modo trascendente, queriendo ser uno mismo delante de Él.  




VI
   El hombre es espíritu, pero el espíritu no se deja determinar estéticamente por ser una categoría propiamente ético-religiosa. La misión del arte ha sido la de elevar y ennoblecer a los placeres, como sucedió en el paganismo antiguo que sin embargo estaba orientado en dirección del espíritu. La estética contemporánea, lejos de captar la esencia del espíritu, se ha ido alejando del espíritu, llegando a los extremos del esteticismo, del arte por el el arte, del formalismo, o del mero gestualismo mórbido de las afecciones del espíritu. La más riesgosa de ellas, que es la desesperación por no tener espíritu, difícilmente puede, por tanto, encontrar una representación artística.
La desesperación de no querer ser sí mismo por falta de espíritu resulta, así, más bien, femenina: una debilidad, un desmayo que raya en la melancolía o en el autoabandono, en la entrega, en los brazos del pecado. Desesperar por querer ser sí mismo es, en cambio, la forma viril, activa, de la afección. La relación del varón con Dios resulta más clara en el hombre que en la mujer, quien se relaciona con Dios a través del varón. Pero la desesperación del querer ser si mismo puede desplazar a Dios hacia lo terrenal, deificándolo, adoptando el espíritu entonces las categorías del destino, de la dicha o de la desgracia, creyendo ilusoriamente que hay el él algo eterno. La preocupación por lo terrenal, por ahora, conduce así frecuentemente a las "aventuras", que sin  pena ni gloria aderezan la farsa del mundo. La falta espíritu es también lo corriente en el hombre común, carente de religión que, determinado por el ambiente, por la mundanidad o la temporalidad, carece de intimidad, diferenciandose con ello muy poco del bruto. 
    Enajenación o heteronomía del yo que, al extraviares en los espejos mistificantes  del ahora y de la inmediatez, revela una fragilidad: un dobles que oculta el anhelo de querer ser otro distinto, por no querer ser sí mismo. Todo lo cual manifiesta  que no tiene un conocimiento ni un reconocimiento de sí mismo. Es el caso de la melancolía, que por un excesivo amor a sí mismo, por una especie de demasía, de sobreabundancia del yo, cae en la desesperación por no poder olvidar la culpa. Se trata entonces de lo demoniaco, de la desesperación viril que es la forma negativa del yo. Es el yo atormentado por la propia debilidad, hermético, taciturno, caracterizado por el abatimiento de los pensamientos turbios y por la confesión descontrolada. Desesperación obstinada en no que ser si mismo sin poder ser sí mismo, caracterizada por el temperamento melancólico del hombre atormentado por la propia debilidad y por el abatimiento de los pensamientos turbios. 
    Otra forma de tal desesperación: enajenarse de tal modo en lo social al grado de dejar de ser individuo; espejarse mistificadamente en el historicismo construyéndose así un yo absoluto, que no es sino un yo hipotético, cuyo proceso de Infinitisación está, sin embargo, desligado de lo eterno. Querer ser sí mismo, con obstinación, con abandono de lo eterno -que es ya el motivo de la soberbia.  Forma del yo negativo, de la desesperación viril, que es ya una manifestación de lo demoniaco, caracterizado por un desmedido amor propio, que quiere ser sí mismo en la obstinación. Carácter hermético, taciturno que quiere con obstinación ser sí mismo con abandono de lo eterno. Su fragilidad: la falsa idea de poder existir sin el poder que lo fundamenta. La conciencia del yo se infinitiza entonces en la acción: ser el hombre hijo de sus obras, hijo de la técnica y de la fortuna: hijo de sí mismo, que hace del propio yo una construcción pura. Fáustico constructivismo que,   junto al non servian luciferino, levanta un yo hipotético, señor y dueño absoluto de sí mismo. Yo activo que, al cesar la reflexión de la relación consigo mismo, engendra el oscuro terror a no ser, en el fondo, nada, dejándose finalmente arrastrar por lo temporal. Querer ser sí mismo por temor a no ser nada, donde todo depende la arbitrariedad del yo. 




VII
La desesperación se presenta entonces rodeada de angustia, como esa antipatía simpática, como ese patetismo de no querer el aguijón de la angustia, de la inminencia de la nada, y a la vez no poder vivir sin su veneno. Contradicción que no hace nada por resolverse, que es querer ser sí mismo infinitamente... odiando la existencia, como en el mito de Tántalo.   
Vuelven potenciadas, así, las dos formas básicas de la desesperación. No querer ser sí mismo por debilidad, que es el yo poético o estético, de quien no quiere aceptar el sufrimiento, con el peligro de perderse en el laberinto inextricable de la reflexión. En el soñar en lugar de hacer, al relacionarse con el bien y la verdad a través de la fantasía. Tibieza, pues, que se hace una falsa idea de Dios, actuando con nostalgia de lo religioso al ver lo divino en los astros o en la naturaleza, pero no en sí mismo. Amante lacio y desdichado que no se comprende a sí mismo. 
Su segunda forma es el querer ser sí mismo, obstinadamente, del yo teológico: pecando delante de Dios con egoísmo, decididamente, no queriendo lo que Dios quiere, dando la espalda al rostro de Dios. La tragedia del empecinamiento, de la terquedad, es el rasgo más propiamente revelador de lo demoniaco, el cual puede servir para generalizar la fórmula de que todo pecado es, en el fondo, desesperación. Pérdida de la esperanza que se deja arrastrar por el espíritu no santo, que más que ser contrario a la virtud resulta  contrario a la  fe. Su emblema salvaje: los vicios espléndidos de la carne, del estómago, del sexo, de lo contrantura. Pero sobre todo: lucha contra lo extraordinario, contra lo sobrenatural, tan sólito en todo clericalismo, que en lugar de mover a admiración causa escándalo. Contradicción en la que se mueve la turbia envidia: esa admiración disminuida y a la vez desdichada, pues se enfrenta y ensaña contra todo lo que admira, por no poder ser feliz si lo aceptara, siendo en el fondo el subterfugio de una pírrica reivindicación personal. Proceso de menosprecio de una luz, de un valor, pues aquello no es nada para el envidioso o no existe, pasando a aniquilarlo, cuando menos en mente, por ser la envida madre del odio. Su pedestre lógica: volver a lo extraordinario algo lamentable, algo extraño, otro, cuando menos impertinente y, por tanto desaconsejándolo.






VIII
Si para Sócrates el pecado es ignorancia, pues nadie hace el mal a sabiendas, para Kierkegaard el pecado no depende tanto del conocimiento cuanto de la voluntad y el sentimiento, del corazón del hombre, a partir de donde hunde sus malsanas raíces se hunden en su actividad, perturbando y oscureciendo el conocimiento que tiene el hombre de sí mismo, apartándolo del camino, extraviándolo. 
Por tanto, la definición del hombre no puede ser la solipsista fórmula cartesiana del cogito: pienso luego existo (cogito ergo sum), sino la existencialista cristiana del: según lo que crees así eres tú, pues creer es ser. Lo cual implica un rudo desafío: hacerse tu voluntad y no la mía, que es el creer puesto en práctica. 
La especulación racionalista, en efecto, oscurece  el conocimiento en el hombre, mientras que tras el velo del racionalismo la naturaleza inferior acrecienta su poder. Razón amiga de la fortuna que, obstinadamente, no quiere comprender la creencia ni cumplir su voluntad. Falta de entendimiento, de discernimiento que postula al pecado como una negación, cuando en realidad es una posición que supera la conciencia del individuo y que corrompe su voluntad. La desesperación, que es el pecado, actúa efectivamente como corrupción y debilitamiento de la voluntad. La voluntad escoge el pecado entonces, que es elegir el castigo y perder la gracia. Posición esencialmente contra la fe, pues todo estriba en querer o no querer creer: ser delante de Dios o no serlo. La posición del pecado, en cambio, es algo que tiene un espesor propio, pues fingir ignorancia de lo que es el pecado resulta un nuevo pecado. Pero sabemos del pecado por la ley, por la doctrina y la revelación, por las que también sabemos de la alegría que hay en la fe y en la reconciliación. 
Mientras que el pecado es: todo aquello que no proviene de la fe. Su obra: el hombre sin conciencia de sí ni continuidad interior, discontinuidad lo mismo de lo abstracto que de lo hipotético y absoluto en lo que se revela el gran dato de la filosofía del siglo XX: la dobles en el hombre como un doble desequilibrio, onto -axiológico, que pone en contra de sí partes enteras de la psique humana, escindiendo al hombre de sí mismo, de la comunidad y de Dios. 
A la vez vacío y cárcel interior, que se estrecha cada vez más sobre sí misma, pues el pecado crece cuando no se sale de él, adquiriendo cada vez más volumen y masa hasta caer en la inconciencia. Pues vivir en el pecado es, en su fondo último, romper relaciones consigo mismo. En su extremo el pecado es no querer tener relaciones con el bien, que es la angustia del bien (motivo de la envidia). Un sólo quererse a sí mismo encerrándose en la propia conciencia, que a la vez quiere arrancarse del bien, arrojando fuera de sí todo lo bueno, un querer ser sí mismo en la obstinación por no atreverse a creer. 
Es no querer aceptar el misterio: que Dios es santo y a la vez la medida del ser humano, que se relaciona con nosotros para el perdón de los pecados -que en cambio pide poco, una sola posición: decirle si, acepto. 



IX
La falta de espíritu sólo puede combatirse con una posición: decirles si a Dios, pues podemos y debemos creer el Él. Contra el formalismo moral puede decirse que es la creencia en Dios y la verdad personal el principio regulativo de la moralidad. Lo que lleva a la última aproximación al pecado, que es esencialmente desobediencia de la voluntad divina, el no querer oír la palabra de la ética, apoyado en una falsa seguridad propia, que es la doblez del fingimiento. La catástrofe de la moral contemporánea estriba en haber suplantado la doctrina verdadera del hombre-Dios por la doctrina económica y utilitarista del número, que desemboca en la divinización proletarizante de la multitud, o en la ideología naturalista que hace del género humano o de la especie la humanidad. No. Porque la gravedad, la seriedad del pecado radica en que todos somos pecadores, pero cada uno a su manera, porque el pecado en el fondo es lo que nos individualiza, lo que nos singulariza en el tiempo, teniendo el hombre como tiene un sino histórico. El pecado es así la determinación del individuo en relación con... la perfección de la existencia. 
La ética se presenta entonces como un salto, contrario a la lógica, y como seriedad, porque a diferencia de la lógica no se puede jugar con ella. Su fundamento radica en un hecho único: que el hombre está emparentado con Dios, impresión vivida como un peso inmenso, que provoca temor y temblor, que eleva al hombre según el orden de la rectitud, de la verticalidad o lo hunde, escindiendo al pecador e impidiéndolo de la posibilidad de amar, que es la miseria del alma: no poder ni querer entender el bien.  
Por lo mismo es el mismo hombre una paradoja, pues el individuo singular es en su perfección mayor que la especie, donde el hombre, el individuo único, es mayor que el género. Dios es algo de ese orden, pues está en todas partes y a la vez en el corazón del hombre. Dios se hace hombre, un hombre pobre e insignificante, introduciendo sin embargo una diferencia infinita, abriéndonos la posibilidad de ascender, de reconciliarnos con Él, dando con ello al hombre su significación verdadera: ser un yo sin desesperación, sintiendo la necesidad de amar y de olvidarlo todo por amor al apoyarse lúcidamente en el poder que lo fundamenta. 


Durango, 10 de mayo del 2017       
  



















 

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