La Casa del Conde del Valle de Súchil
Por Alberto Espinosa Orozco
A Don Alejandro Rivadeneira
I.-
La Historia de José Ignacio del Campo Soberón y Larrea
José Ignacio del Campo Soberón y Larrea (1726-1782) nació
el 30 de julio de de 1726, hijo de Gregorio del Campo Castaños y María Soberón
y Larrea, todos ellos naturales de San Pedro de Galdames, en la provincia de
Vizcaya, España. Siendo pequeño trabó amistad con Pedro de la Torre y Barco,
con quien soñaba en aventuras novelescas, viajar al Nuevo Mundo para hacer
fortuna, dados los relatos que escuchaban, pues habitantes de su pueblo habían viajado al nuevo
continente regresando con inéditas fortunas. Viajó en su mocedad al puerto de
Cádiz, en el año de 1738, a los 12 años de edad, trabajando duro por un lustro,
embarcándose hacia Veracruz en el año de 1745 para dar alcance a su amigo Pedro
de la Torre que había partido dos años antes, llegando a la Nueva España a los
17 años de edad.
La figura del Conde del Valle de Súchil es propiamente
la de un personaje novelesco y aun legendario: portador de un título
nobiliario, conquistador de tierras y de una de las damas socialmente más
encumbradas de la época en el norte de la Nueva España, forjador de una
acrecentada fortuna que linda con las regiones de lo fabuloso, iniciando su
actividad económica como un modesto proveedor de bastimentos, armas y
municiones al Presidio de la población de Santiago Mapimí, al norte de la Nueva Vizcaya, en el
hoy estado de Durango. Se cuenta que ahí participó destacadamente, por sus
servicios de reconocida valentía y desinteresados, en la campaña contra los
indios Cocoyomes, apostado en el Presidio del Real de Minas de Santiago de
Mapimí, en la región fronteriza del reino. En sangrientos combates comandó las
campañas de avance en la frontera del reino, haciendo intermitentes incursiones
en tierra adentro, llegando incluso a fundar las poblaciones de Nueva Bilbao y
de Nuestra Señora de Begoña, con 50 familias españolas, caracterizándose por su
celo en su actividad en las armas.
Antes de convertirse en el acaudalado minero,
empresario y terrateniente que llegaría a ser, Larrea, nombre por el que le
conocían sus contemporáneos y posteriores historiadores, casó a los 26 años de
edad con la encumbrada dama de sociedad, Isabel Erauzo Ruiz, en la capilla de San
José, en la Hacienda de Real de Avino, el 15 de agosto de 1752 –capilla que aun
existe en el Municipio de Pánuco de Coronado, al norte del poblado de Francisco
I. Madero, rumbo a la carretera de Gómez Palacio. Isabel era la hija del
acaudalado minero de origen vasco Esteban de Erauzo y Leogarda Ruiz de
Somosurco, quien a su vez era originario de Guipúzcoa y dueño de las ricas
minas de Texamen, San José de Avino y de Nuestra Señora de Aránzazu de Gamón.
Al óbito de Don Esteban de Erauzo, en el año de 1759, los principales
beneficiarios de su inmensa fortuna fueron su hija Isabel y su yerno Don José
del Campo, ya que su hijo Pedro Erauzo, debido a sus órdenes sacerdotales, se
había alejado definitivamente de todos los negocios de su padre. Con Doña Isabel el afortunado capitán Larrea
procreó seis hijos: Ana María, maría del Carmen, José maría, Isabel, María
Josefa y Teresa del Campo y Erauzo. De acuerdo a las costumbres de la época,
logro que dos de sus hijas, Ana María e Isabel, casaran con dos de sus
sobrinos, fórmula de los tiempos para conservar la posición social, el poder y
la riqueza dentro de una misma familia. Novel aristocracia que se desempañaba
en una sociedad dominada por figuras como la del Obispo de Durango, Don Pedro
Anselmo Sánchez de Tagle (quien presidió la Iglesia de 1748-1758, para ser
luego Inquisidor en la Nueva España), el mismo gobernador de la región, José
Carlos de Agüero, que llegaría a la región en 1761, y frecuentada por artistas de la talla del
ensamblador y artista estípite Felipe de Ureña, discípulo directo del escultor
y escenógrafo Jerónimo de Balbás, el increíble alarife Pedro de Huertas, el
compositor Miguel de Sumaya (1678-1755) y el “Vivaldi” de Durango, Santiago
Biloni (1700-1763), cuando Durango se erigía como uno de los centros musicales
más importantes de toda América.
A la llegada de
Juan Carlos de Agüero como gobernador del Reino de la Nueva Vizcaya, Larrea no
demoró en trabar amistad con él, siendo
al poco tiempo nombrado Teniente del Gobernador y Capitán General del Reino. A
partir de ahí Joseph del Campo Soberón comenzó a cumplir con un papel
protagónico en la política del reino, llegando incluso a cubrir el puesto de
gobernador en dos ocasiones, la primera de ellas de 1762 a 1764, gobernando la
región por 19 meses, cuando el gobernador se ausentó para atender las diversas
comarcas, y de 1767 a 1768, cuando Agüero fue en defensa del Castillo de San
Juan de Ulúa contra los ingleses, en Veracruz, en la llamada Guerra de Siete
Años (1756-1763).
Personaje distinguido de la sociedad y de la clase
política, José Ignacio del Campo Soberón y Larrea dio lustre, realce y
jerarquía cultural a la región, combinando su espíritu de empresa, nobleza y
magnificencia con un carácter alegre, optimista, y la personalidad de un
visionario. Ganó el título de Vizconde
de Juan de las Barcas y posteriormente se le concedió el título de Conde del
Valle de Súchil, debido tanto a sus méritos en el campo de batalla como a sus
exploraciones de tierra adentro, otorgado por el Rey Carlos III, expedido en el
Palacio de Aranjuez, el 11 de julio de 1776, enviando al flamante Conde un
árbol de olmo en una garrafa, el cual fue sembrado en patio de su hacienda –lance por el que el ambicioso minero y
fabuloso terrateniente pagó el impuesto correspondiente, llamado “Servicio de
Media Annata”.[1]
Cabe aclarar que "Súchil" es el nombre de
una población, que fuera antiguo señorío del primer Conde del Valle de Súchil,
en los límites del Estado de Durango con el de Zacatecas. El término proviene
del náhuatl que quiere decir "Flor". El Diccionario de la Real
Academia de la Lengua define el vocablo como el usado para designar un pequeño
árbol de la familia de las apocináceas, de ramas tortuosas, hojas lustrosas con
largos peciolos lechosos y flores de cinco pétalos blancos con listas
encarnadas, cuya madera es usada para las construcciones. Acerca de la misma
palabra, "Súchil", el Diccionario de Aztequismos, de Luis Cabrera,
refiere que es el nombre por antonomasia que se le da al
"Yoloxóchitl" y considera dos especies: el arbusto ornamental de las
malváceas y el arbusto lechoso también ornamental de las apocináceas. Aparte
del significado botánico, "Súchil" se denomina en algunos lugares, el
final de una fiesta nocturna que termina al amanecer. [2]
Además de la
extravagante mansión en la ciudad de Durango, Don José del Campo, el Conde Larrea,
fue propietario de grandes extensiones de tierra en el sur de la provincia de
Nueva Vizcaya: de la Hacienda de Muleros y de la populosa Hacienda de San José
de Avino, en San Juan del Río, donde se beneficiaba la plata extraída de la
mina del Tajo de Avino y la cual contaba, a decir del Padre Morfi, con dos mil
operarios, caballos, una profusa producción de trigo que abastecía a toda la
región de Real de Sombrerete, y una capilla con capellán, habiendo realizado en
ella costosas obras de acondicionamiento.[3] En el
año de 1769 encontraron en su mineral de Avino una riquísima veta de oro y
plata, por lo que contrató a 200 trabajadores para su explotación intensiva,
extrayendo de ella una colosal fortuna a juzgar por el “Quinto Real” enviado a
la corona española, equivalente a 200 mil pesos oro, sin contar con los 80 mil
pesos de azogue que mandó comprar para beneficiar los metales.
Se cuenta que las grandes extensiones de sus tierras
se perdían en el horizonte. A sus posesiones hay que sumar siete haciendas
contiguas que contaban con 103 sitios de ganado, habiendo sido dueño de una
gran parte del sur del actual estado de Durango, comprendiendo su extenso
caudal en 1771 la región de Poanas, el valle de Nombre de Dios y de Súchil. La
Hacienda de Muleros (hoy Guadalupe Victoria) comprendía los ranchos de San
Julián, Chinacates, San Antonio, Santa Teresa, San Rafael, Toboso del Norte y
Toboso del Sur, Calera, San Ignacio, Mortero y San Juan, que topa con el Cerro
del Escritorio y colinda con Sombrerete, Zacatecas.
En efecto, en el año de 1771, el capitán Larrea compró
a Don Joseph Gregorio Robles un inmenso
latifundio al sur del estado de Durango, el cual comprendía prácticamente la
totalidad del valle de Poanas y el valle de Suchil, justamente cuando la
minería de la Nueva España se consolidaba como la mayor veta económica del
reino, bajo cuya sobra se desarrollaba la ganadería, la agricultura y el
comercio. El feudo rural se extendía por miles y miles de hectáreas,
conteniendo las haciendas de: Cieneguillla, Concepción, Chachacuastle,
Guadalupe del Salto (El Saltito), La Tinaja, La Galeta, La Rachia, Gomara, Ojos
de Santa Ana, San Diego de los Corrales, San Pedro mártir, San Quintín, San
Gregorio Magno, San Diego Mancha, San Miguel de Laborcilla, San Juan Bautista,
El Tapil, San Amador del Mortero y San Antonio de Muleros (hoy Vicente
Guerrero). Costumbre de la época era que la nueva aristocracia de la plata
levantara suntuosos cascos de hacienda en sus propiedades, para evidenciar su
poderío económico, a la vez concentrando la riqueza en unas pocas manos y
desarrollando el modelo económico de la ganadería y la agricultura en las
regiones. Así fue con Larrea, quien en su hacienda de San Antonio del Mortero,
que fue su estancia preferida, encargó al fantástico alarife Pedro de Huertas
la erección de una gran casona de dos plantas, amplios corredores, arquería de
cantera y gran patio al centro con una hermosa fuente, así como la capilla dedicada a San Antonio
con una torre de columnas salomónicas. El casco de la hacienda exhibe una
fachada magnífica, en cuya señorial portada puede verse el día de hoy el escudo
de la familia De la Parra, que compraría el inmueble, y arriba el escudo de la
casa condal, que aún se conservan. Se trata de uno de los cascos de hacienda
más atractivos del norte del país.
Destaca entre sus posesiones la gran casa
en la Hacienda de San Amador del Mortero, donde vivía, la cual se encuentra a 8
km del actual poblado de Vicente Guerrero, en el municipio de Súchil, Durango.
El 19 de agosto de 1849 la hacienda fue rematada por los descendientes del
Conde, por adeudos al fisco y al Señor Bastarrechea, pasando a propiedad del
capitán Vicente Saldívar y, posteriormente, a manos de Juan Manuel Asúnsolo
Alcalde, para finalmente ser adquirida por Gregorio de la Parra, viviendo por
temporadas en ella con su esposa, la famosa escritora de la revista Lágrimas, Risas y Amor, creadora de Memín Pinguin, y de numerosos dramas
telenovelescos, Yolanda Vargas Dulché (1926-1999), quien se ocupó de
restaurarla para que recobrara su antiguo esplendor. A la muerte de la “reina
de las historietas” la inmensa casona de la Hacienda de San Amador del Mortero
fue heredada por su hijo Iddar de la Parra Dulché, hermano del músico Mane de
la Parra y de la directora de orquesta, Alondra de la Parra.
El Conde del Valle de Suchil, Capitán Joseph Ignacio
del Campo Soberón y Larrea, falleció en su casa de la hacienda de San Amador
del Mortero el 21 de diciembre de 1782, a los 56 años de edad, siendo uno de
los empresarios, mineros, negociantes y terratenientes más grandes de la Nueva
España y habiendo disfrutado de título nobiliario por escasos seis años. Sus restos fúnebres fueron trasladados a la
ciudad de Durango, siendo sepultados en el Templo de San Francisco, enfrente de
su soberbio palacete, bajo el amparo de la Virgen de Begoña, patrona de
Vizcaya. En los tiempos recientes la iglesia de San Francisco, junto con la
plaza de San Antonio de Padua, junto con otras fincas virreinales vecinas,
sufrieron los embates de la modernidad, siendo destruidos en el año de 1916 por
órdenes del ocurrente gobernador liberal Gabriel Gaviria de Castro, dando con
ello paso a la posterior construcción del horrendo conjunto funcionalista Multifamiliar
Francisco Zarco Mateos, debajo del cual descansan, probablemente, las reliquias
mortales de nuestro héroe.
La vida de
único hijo varón, José María del Campo y Erauzo (1787-1823), 2º Conde del valle
de Súchil, tuvo un trágico desenlace. Heredando
la cultura del esfuerzo y el instinto visionario de su padre, compró la
Hacienda de San Miguel de Guatimapé, enorme latifundio que a su vez incluía las
haciendas menores de Chinacates (actual José María Morelos), Boca de San
Julián, San Antonio, Santa teresa de Pinos, San Rafael, Toboso del Norte y
Toboso del Sur, la Magdalena, Aliños, Torreón, Molino, Santiaguillo, Los Sauces
y La Soledad. Había casado con Isabel Roig de Cevallos Villegas, no habiendo
tenido con ella descendencia. A la muerte de ésta contrajo nuevas nupcias con
Guadalupe Bravo, con quien tuvo ocho hijos: Esteban, Luisa, Isabel, Manuel,
Juan, María del Carmen, Dominga y María Salomé del Campo Bravo. Un mal día el 2º Conde del valle de Súchil
salió de caza acompañado de algunos de sus caporales y trabajadores, sin
sospechar siquiera la mala disposición para él de los arcanos. Cuando llegaron
al cañón de “El Molino”, una gran osa, furiosa por la pérdida de sus cachorras,
lo sorprendió desprevenido, alzándose en dos patas se arrojó sobre el
desafortunado conde, mordiéndolo con sus afilados colmillos y rasgándolo la
cara y el pecho con sus afiladas zarpas. Las heridas, a las que no sobrevivió por
mucho tiempo, fueron de tal gravedad que llamaban al horror, pues le habían
destrozado la garganta, al tal punto en que se le veía pasar la comida cuando
ingurgitaba los alimentos. Murió en su hacienda de San Miguel de Guatimapé,
según cuentan algunas leyendas luego de perder la razón pues, trastocada su
conducta por tan horrible contingencia, vagaba de noche por sus habitaciones como
un fantasma, hablando no más que puras incoherencias.
II.-
La Casa del Conde del Valle de Súchil
El palacete del Conde del Valle de Súchil destaca entre todas las
construcciones de Durango por su imponente extravagancia ornamental, máximo lujo,
deslumbrante belleza y refinamiento. Fue proyectada y construida por el
arquitecto Pedro de Huertas, mulato procedente de la capital de la Nueva
España. Al maravillo alarife Pedro de
Huertas se debe la conclusión de las portadas de Catedral Basílica Menor
de la ciudad de Durango (en las calles de Constitución y Juárez), asombrosas
por el equilibrio de sus partes y armonía de conjunto, que dan la impresión de
una especie de robusta gravedad alada. Realizó también la edificación de otra
importante casona, ubicada en la esquina de 20 de Noviembre y Zaragoza (en lo
que ahora son oficinas del ITD), así como la imponente casona regularmente
habitada por el Conde, en la Hacienda de San Amador del Mortero, la cual cuenta
también con una capilla, consagrada a San José y el Niño y en la que existieron
dos hermosos retablos labrados en oro bruñido, probablemente debidos al taller
familiar artesanal de Felipe de Ureña
El Conde de Súchil, según se cuenta, poseía otra casona en la ciudad de Durango, de mala habitación, llamada irónicamente “El Escorial”, la cual, sin embargo, contaba con un gran viñedo y una bodega no menor para el vino que en su propia huerta se elaboraba, detalles que aluden al carácter, a la vez emprendedor, irónico y jovial, de su propietario.
La robusta mansión de Durango se construyó en terrenos
heredados al Conde de Súchil por la familia Erauzo, y a media cuadra de la
residencia de su cuñado, Pedro de Erauzo, entre la calle Real (hoy 5 de
Febrero) y la calle de San Francisco (hoy Francisco I. Madero), teniendo su
vista al convento de San Francisco y a la plaza de San Antonio de Padua, hoy en
día ya desaparecidos. En 1763 su edificación estaba muy avanzada, habiendo sido
comenzada en 1759, sirviendo para 1778 como Caja Real de la ciudad, al ser en
ese tiempo el Conde del Valle de Súchil el encargado de administrarla. Se
cuenta que al ver su magnificencia el gobernador José Carlos de Agüero la
codició, sin ninguna consecuencia, deseando infructuosamente convertirla en
Casa de los Gobernadores. A diferencia de otros aristócratas que construían sus
palacios en la ciudad de México, Larrea decidió arraigase en la capital de la
Nueva Vizcaya y construir en la ciudad de Durango su fastuosa residencia, gesto
que no carece de espíritu visionario y de amor por la tierra que lo había
acogido arrojado con singular magnificencia, siendo arrojado así al azar de las
vicisitudes del tiempo o del olvido.
El palacio, construido en sillera de cal y canto, comunica
sobre todo el valor de la grandeza, asociada a la fama de su dueño, pero
también los símbolos de la riqueza y el poder. En la monumental construcción
barroca puede leerse, como si de un libro se tratara, el carácter y el temple
de su dueño: sus fantasías ornamentales constituyen toda una lección de lujo y urbanidad, pero
también de galanura. Sus afamados alardes estructurales reflejan el temple
arrojado de su propietario, pero también el de toda una civilización empeñada
en colonizar las tierras norteñas y áridas del país; mientras que sus
caprichosas, aunque contenidas fantasías, el carácter jovial y desenvuelto
propio de la prosperidad. Por un lado, se trata de uno de los primeros grandes
palacios privados proyectados con magnificencia en la floreciente urbe. La
ciudad empezaba con ello a coronar su carácter, postulándose de tal manera como
un verdadero centro de cultura en el norte de la nación y de expansión de la
civilidad, de refinamiento en las costumbres y del cultivo de las cosas
propiamente pertenecientes a la mente y al espíritu. Por el otro, el palacio
representa, a través de la obra y empeños de un individuo ejemplar, los
fabulosos alcances del espíritu edificador, y aún católico, cristiano, de toda
una civilización, era y mundo: la Novohispana del Siglo XVIII. Gracias a un
censo mandado hacer por el Virrey Antonio maría Bucarelli en 1778, sabemos que
la ciudad de Durango contaba con una mayoría de edificaciones de adobe con
elementos decorativos de cantera. Junto con el pueblo de San Juan Bautista de
Analco, la ciudad contaba en ese tiempo con: 14 templos, 3 conventos, 14
ermitas o capillas de hacienda, 11 casas de piedra y 1 543 casas de adobe.[4]
La arquitectura de la gran casa, calificada incluso de
quimerária por algunos de sus alardes
arquitectónicos, constituye toda una exhibición de ingenio e inventiva, tanto por
sus soluciones estructurales originales y atrevidas como por sus
refinados adornos, siendo uno de sus mayores encantos el arco suspendido del
patio central, no menos que el salón principal que cuenta con tres balcones y
una fachada con chaflán que resultó de lo más novedosa. Se trata, en efecto, de
una excepcional casa de dos plantas y dos patios, el principal y el secundario,
en donde se encontraba la cochera y la caballeriza, las bodegas y la cocina. El
hermoso palacio contaba en su planta baja con estancias espaciosas y sitio para
las oficinas administrativas, para el despacho, el archivo de la hacienda y las
accesorias, cocina, bodega y talleres. En la planta noble, el salón de entrada,
el oratorio, el salón del dosel, el salón de asistencia, los dormitorios, el
comedor y la cocina. A pesar de que todos sus muebles se perdieron, todo al
interior del inmueble nos habla de una vida formal, la cual se enriquecía en la
sociedad con la complejidad propia de la exhibición de las galas, de los modos
refinados y de los coches –vida, por otra parte, proclive a caer en el
formalismo del lucimiento y aún en el ritualismo de las costumbres.
El palacio, de sabor afrancesado, aunque de volumen
exterior robusto, guarda en todo un cuidadoso equilibrio, destacando su
portada, de esmerado diseño mixtilíneo, y la disposición cerrada del inmueble,
de franco esteticismo barroco. La portada principal tiene una fachada ochavada,
también llamada fachada en chaflán (pancoupé)
o en esquina, la cual ostenta un tapiz
mixtilíneo del más desarrollado estilo, saturado de adornos tipográficos,
viñetas de cestas, medallones y hojas. En el marco de la puerta del balcón
central u hornacina central destaca un nicho con la figura de San José, joven,
de pie, posado sobre un globo terráqueo, el cual a su vez se asienta sobre una
casa, y sostiene en los brazos al Niño Dios, imagen que despertó una gran
devoción en el México Novohispano del siglo XVIII. En la parte inferior de la
puerta hay asimismo un escudo con un busto de la diosa Ceres.[5] Las demás puertas de la casona están hechas de ricas maderas tropicales, las cuales van del rosáceo al grisáceo verdoso hasta llegar al negro del ébano, destacando ésta última, en la cual las decoraciones fitomorfas de flores de acanto forman rostros de viejitos, todas ellas traídas de Filipinas por la Nao de Chína.
En la decoración del recinto se encuentran como
motivos recurrentes las hojas de acanto y las piñas, y también unas gárgolas.
En la puerta de salón principal se encuentra una extraña españoleta, en forma
de sirena, siendo su patio central uno de los más elegantes de todo el país.
Aunque la frugal decoración de sus muros se encuentra hoy incompleto,
destacan algunas fantasías de pintura
mural, las que todavía pueden apreciarse en el descanso de la escalera
principal, siendo su diseño el de una serie de roleos con motivos vegetales, de
color azul oscuro sobre fondo blanco, de fantástica riqueza ornamental.[6] Sobresalen
también la factura de sus puertas, todas ellas originales, algunas de ellas
esmeradamente talladas combinando diferentes tipos de maderas preciosas de
diversas partes del mundo. Suntuoso edificio en el Larrea invirtió fuertes
sumas de dinero, usando los mejores materiales, teniendo como resultado un
modelo de edificación, combinando a la perfección todas las funciones para las
que fue ideado, tanto de utilidad, como de elegancia y comodidad. Se trata de
una verdadera joya arquitectónica, de una imaginación a la vez desafiante y
perfectamente contenida, al grado de ser considerada como el edificio colonial más
hermoso de todo el norte de México.
La solución del arco suspendido entrando por el zaguán
de la puerta principal que conduce al patio central constituye, a la vez, un
alarde técnico y una espectacular fantasía decorativa. La originalidad del arco
suspendido o pingante se repite, para
la delicia del observador, en el doble arco de la escalera, pues se encuentra
igualmente suspendido en el aire, adornado con un ensortijado motivo vegetal. Los
arcos y las columnas pendientes en el aire nos hablan así tanto del arrojo de
una civilización cuanto de su afán de singularidad, estando marcado el barroco
mexicano por un ideal que combina simultáneamente motivos locales con la
exigencia clasicista de universalidad. El patio, emplazado en diagonal, con
claves colgantes sin columnas, es único en su tipo, y está flaqueado por una
fila de columnas estriadas con llamativas líneas zigzagueantes, recorriendo los
cuatro zaguanes de la planta baja.
La magnífica mansión permaneció por algún tiempo en
manos de los descendientes del Larrea, siendo su última propietaria su nieta
Guadalupe Yandiola del Campo, ya en pleno México independiente, quien la vendió
poco antes de su muerte, donando el resto de su riqueza al la Iglesia. El
palacete pasó en 1850 a manos de un súbdito alemán, protestante, de nombre
Maximiliano Damm (1858-1928), quien se casó con una mujer española de nombre Josefa Palacio de Iglesias, abuela de Josefa Palacio Flores, cuya familia conservó el palacio por 70 años, de 1858 a
1928, usándolo como residencia y como tienda, en un tiempo en que desapareció la
capilla de la residencia. El edificio fue comprado posteriormente por diversos
hombres de negocios dándole diversos fines comerciales. Primero fue adquirido por
la firma “Calixto Burillón e Hijos”, importadores y comerciantes de telas. En
los años 30´s del siglo XX fue adquirida por el comerciante Anacleto García,
quien puso el famoso negocio “El Gran Número 11”. En 1950 la casa fue adquirida
por neoleonés Jesús H. Elizondo, quien
había hecho fortuna en Durango, padre de Rodolfo Elizondo Torres, Secretario de
Turismo por los gobiernos del PAN, quienes pusieron ahí el negocio “Centro
Comercial Plaza de los Condes”. Los señores Elizondo la vendieron en el año de
1985 al Banco Nacional de México, del
banquero Roberto Hernández Ramírez, siendo el inmueble restaurado en 1988,
formando parte hoy en día de las Casas de Cultura de Banamex.[7]
El gran empeño del Conde del Valle de Súchil, Don José
del Campo Soberón y Larrea fue, en aquellas tierras áridas del norte mexicano,
la del injerto, asimilación y aun invención de
todo un estilo de vida, ligado a las ideas, costumbres y hábitos de alta
cultura novohispana, de acuerdo al ideal de la época del refinamiento en las
costumbres, la intrincada relación entre las clases y el espíritu de empresa y
prosperidad material.
Personaje que dio realce a la jerarquía social, debido
a su temperamento, el cual combinaba a la valentía el arrojo y la audacia, el
alarde de la riqueza entendida como muestra de las refinadas manifestaciones
del gusto y del buen vivir, introduciendo como norma ideal en la Nueva Vizcaya
las reglas más estrictas de la cortesía y de la generosidad, siendo no solo un
celoso administrador de su casa sino también un reconocido anfitrión –todo lo
cual dio carácter y rumbo a la idiosincrasia caballeresca regional.
Hombre de fuerte genio, temperamental y a la vez enérgico,
educado en la escuela de la nobleza y milicia de los señores, cuyas fuertes
características eran afirmadas por las diversiones viriles de la época: la caza
de lobos del monte y el juego de apuesta en la baraja. Su mansión es así la de
una exhibición señorial donde, sin embargo, cabe la inclinación al refinamiento
y al placer estético, siendo su ostentación la de un manantial de utilidad
colectiva, que suavizaba la áspera rudeza y precariedad del medio, siendo a la
vez un tributo colectivo a la dignidad de su capacidad personal y arrojo
individual.
Por las especiales circunstancias geográficas y
económicas de la Nueva España, la ciudad de Durango había limitado su
desarrollo, el cual sufrió de innúmeros contratiempos desde su fundación, al
estar enclavada en los territorios áridos y llanos del norte mexicano, y
abruptos y quebrados de la sierra, cundidos de alacranes ponzoñosos, distante
de los centros de importancia y asediada por las tribus nómadas insumisas,
cuyas tribus salvajes de “chichimecas” recurrían a la traición y al robo para
hacer sentir su agresiva presencia. Durango, en efecto, había llevando desde su
fundación una vida aislada, siendo su crecimiento vacilante, al grado que a
finales del siglo XVII la ciudad estuvo
a punto de ser abandonada por completo, impidiendo el gobierno del virreinato
su desaparición debido a su importante posición defensiva y su estratégica
localización geográfica.
A
partir del descubrimiento de riquísimas vetas de minerales preciosos en la
región, también cambió la suerte de la ciudad, retomando su primera razón de
ser: la vocación de riqueza y prosperidad que, intermitentemente, han estado a
punto de convertirse en un mero espejismo en el desierto.
Luego de la segunda mitad del siglo XVIII empiezan a
construirse masivamente en Durango los grades palacios y a definir su imagen
urbana, constituyendo hasta el día de hoy los emblemas arquitectónicos de su indudable
grandeza arquitectónica y encanto colonial. Tiempo en el que se completan las
cúpulas de los templos que estaban inacabadas; se termina la construcción del
templo de la Compañía de Jesús, en cuyo monasterio destaca la soberbia fachada
de cantera ornamentada escultóricamente, habiendo sido la cúpula de la Iglesia
a San Juanita de los Lagos la bóveda más grande en la región,
desafortunadamente perdida; se reconstruye la Catedral Basílica Menor; se
construyen los palacios del Conde del Valle de Súchil y de Juan Joseph de
Zambrano, así como otras magníficas residencias. Obra que se completó durante
el porfiriato con la construcción del Palacio Municipal de Escárzaga, el
Palacio del Poder Judicial, la Estación de Ferrocarril, el Arzobispado, El
Hospital Nuevo (luego Internado de Primera Enseñanza #8), la Penitenciaria del
Estado y el Teatro Principal (hoy Teatro Ricardo Castro). A las que hay que sumar residencias privadas
de gran magnificencia, como el Palacio de Escárzaga, la Casona de los Gurza y
el Edificio de las Rosas (también conocida como La Casa de las Lágrimas).[8]
Símbolo arrojado al tiempo es la hermosa
casa del Conde del Valle de Súchil, enclavada en una ciudad lejana y hermosa
enclavada en las inmensas regiones del norte de México y apartada del centro,
que es la ciudad de Durango, en el extremo oeste del Camino de la Plata, a la
vez punto de avanzada y sede del Obispado. Expresión de prosperidad producto de la
cultura del esfuerzo, del franco espíritu civilizador dispuesto a resistir
todas las adversidades del medio, el palacio nos habla de un momento de
esplendor de la ciudad de Durango, en el que se desarrolló un estilo arquitectónico
único y especialmente valioso, correspondiente al barroco tardío de la Nueva España.
A partir de ahí surgirían, para finales del Siglo XVIII y principios del Siglo
XX gran número de regias edificaciones, cuyo logro es el de una síntesis de gran
riqueza, donde se amalgaman elementos e ideas italianas, francesas, inglesas y
españolas incorporándolas a las tradiciones constructivas mexicanas. Tiempo, en
efecto, en el que se erigieron “lucidísimas
fábricas” que dieron gran brillo y magnificencia a la ciudad, que luego fue
arrinconada y abandonada a su suerte. Durango
monumental que durmiendo en el pasado, sin embargo, poco a poco comienza a
despertar y a resurgir de entre el polvo y las cenizas, resurgiendo de nuevo,
ante el asombro de nuestros ojos, para volver a ponerse a la altura de otros
tiempos, donde triunfara el gusto estético y la intensidad de la vida
económicas y artística entre la población. Porque Durango ha conservado como un
agua siempre viva la semilla latente del espíritu, guardada en su seno y sus
entrañas como su más caro tesoro, por su amor constante y devoto a los trajes y
a las fiestas, a la literatura y la música, así como a las expresiones más
altas de la cultura toda universal en la que algún día habrá, con el esplendor
de su siempre pújate originalidad, de victoriosamente reinsertarse.
[1]
Con ello se creó prácticamente el condado y futuro municipio de Súchil, junto
con el vizcondado previo de San Juan de las Barcas, en el sur de lo que hoy es
el estado de Durango. El 2º Conde del Valle de Súchil lo ostentó su hijo José
María del Campo Erauzo. Sin embargo, el título cayó en desuso a partir del
fallecimiento del 2º Conde, en 1823, ya que ninguno de sus ocho hijos reclamó
la sucesión del título. Fue rehabilitado poco antes de un siglo más tarde, por
Alfonso XIII, quien lo otorgó en 1919 a José María de Garay y Rowart
(1869-1940). El 3er Conde, quien en 1922 y 23 fuera alcalde de Madrid, y por
quien una calle y una plaza de la metrópoli peninsular llevan el nombre del
Conde del valle de Súchil. Casó con María de Garay y Corradi, dejando al morir
en 1940 el título de 4to Conde a su hijo Eduardo Garay y Garay, quien casó con
María de la Concepción Despujol y Rocha, obteniendo el título en 1954, que pasó
a su hijo Ramón de Garay y Despujol, 5to
Conde del Valle de Súchil, el cual casó en primeras nupcias con Belén de
Aguilar Baselga y en segundas nupcias con María de las Cuevas Purón, reclamando
el título de 1986 y ostentándolo hasta
la fecha.
[2]
En el Diccionario de México, su autor Juan Palomar, afirma que en Oaxaca,
"Súchil" designa a una serpiente de cascabel.
[3]
Morfi, J. A. Viaje de Indios y Diario de
Nuevo México. México: Manuel Porrúa Ed. 1980.
[4] Alberto
Ramírez Ramírez, “Arquitectura de la Ciudad de Durango”, Cuadernos Patrimonio
Cultural y Turístico. Pág. 189.
[5]
Hay en México solamente otros cuatro palacios que cuentan con la original
solución de la fachada con chaflán: el Palacio de la Inquisición en la ciudad
de México, construido entre 1733 y 1737, del arquitecto Pedro de Arrieta; la
Real Caja de San Luis Potosí, construido de1760 a 1770 por Felipe de Cleere);
la “Casa Chata” de Tlalpan, de finales del siglo XVIII, y; el Colegio de San
Nicolás de Hidalgo en Pátzcuaro, de finales del XVIII.
[6]
María Angélica Martínez Rodríguez, Momento del Durango Barroco. Arquitectura y
Sociedad en la segunda mitad del siglo XVIII, 1996. Ed. Grafo
Empaques/Urbis Internacional. Monterrey, Nuevo León, México. 495 Pp.; “Un
Palacio en el norte de México: el Palacio del Conde del Valle de Súchil” (2007,
Octubre-Diciembre) y, de la misma autora con Lorda Iñarra, J. “La Catedral de
Durango”. Rizoma. Revista Cultural. Monterrey, Nuevo León.
[7]
La sede de Fomento Cultural de Banamex se encuentra en el Palacio de Cultura
Banamex, mejor conocido como Palacio de Iturbide, antes Palacio de Moncada,
soberbio edificio de arquitectura civil barroca del Siglo XVIII novohispano,
construido por el arquitecto Francisco Guerrero y Torres entre 1770 y 1785. La institución
cuenta además con tres casas señoriales en la provincia: en Mérida con la Casa
Montejo, edificada entre 1542 y 1549 por instrucciones de Francisco de Montejo,
siendo la única casa civil de estilo renacentista en México; en San Miguel de
Allende, con la Casa del Mayorazgo de la Canal, del siglo XVIII, siendo su
estilo barroco sanmiguelense, y; en Durango, con la Casa del Conde del Valle de
Súchil, de estilo barroco miguelangelesco.
[8]
La Casa de las Rosas se construyó en el Siglo XVIII por órdenes de su primer
propietario, el acaudalado minero Silvestre Arana, quien la vendió a Francisco
Rojas y Ayara. Fue remodelada en el porfiriato con un estilo afrancesado,
destacando su fachada ornamentada con conchas, perlas y rosas y sus columnas
corintias acanaladas. La inmensa propiedad, que abarca toda la cuadra de de 5
de Febrero, entre Juárez y Victoria, fue fraccionada con el correr del tiempo,
encontrándose hoy en día entre sus propietarios al diputado Jorge Salum del
palacio y Federico Schroeder Rama.
Hermoso
ResponderEliminarSssimplemente hermoso, cuanta historia.
ResponderEliminarMuchas Gracias por el excelente artículo, saludos.
ResponderEliminarInteresante reseña de un personaje que fundó y fortaleció la identidad de esta parte del norte del país. Este es un texto de lectura obligada por todo aquel que se precie amar a esta región.
ResponderEliminar(Como única observación: imprecisiones cronológicas y en otros casos topográficas)