Itzamna Reyes:
Más Allá de la Utopía
Por Alberto
Espinosa Orozco
I
La primera exposición individual del artista
Itzamna Reyes, titulada “No Lugares” se presenta como una radiografía plástica
de la postmodernidad, expresiva de los sentimientos de desolación y melancolía
causados por un mundo despersonalizado, puramente técnico, mecanizado y
oprímente, en el que propiamente hablando no hay lugar para la persona o donde
no existe. Sobre todo, donde no cabe la interioridad y la intimidad humana.
Paisajes efectivamente intimidantes son los suyos, paisajes de la
periferia urbana impregnados de desolación y de fatiga, donde a la vez se
realiza una especie de prueba de fuego a la utopía moderna. El topos, la urbe,
lugar de la cultura y de la civilización, donde otrora se llamara al acuerdo en
el ágora o se convocara a la poesía en los jardines, convertido en pesadas
moles granito, en inexpugnables murallas de cemento, en frías cuevas que bajo
la forma del puesto de alimento o del estanquillo de publicidad revelan la presión histórica de nuestra época,
que aplasta los valores humanos y al ser humano mismo por mor del incontenible vértigo
de la producción en serie del aparato industrial, modelador de un mundo hecho a
su imagen y semejanza.
Lugares, pues, donde la utopía del hombre moderno, en los que el sueño
de dominación de la naturaleza y de encontrar la felicidad y la satisfacción de
las necesidades del hombre en las aplicaciones de la ciencia a través del
progreso de la técnica, de pronto cambian de signo, dejándonos ver una de los
rostros, acaso el más patente y despótico, de su apabullante poderío y de su monstruosidad
totalitaria. Sueño que se desvanece como las ilusiones juveniles o como la nube
llevado por el furor del viento y que se convierte, de pronto, en el reverso de
la pesadilla, volviéndonos las víctimas pasivas, inermes e incrédulas, de un
gigantesco engaño.
Paisajes que dejan una sensación de vacío, de pasmo y de estancamiento,
en donde no hay nada de donde asirse o en que descasar la mirada, como si las
escenas reproducidas por el artista tuvieran la concavidad de una superficie
por donde la mirada resbala, al estar hechas con los materiales fugaces del instante.
Donde no hay nada que decir, donde no hay nada, emblemas ambos de lo que es
meramente contingente, del río del devenir, cuyas aguas corren hacia abajo, sin
trascendencia metafísica alguna, y cuya sola existencia es pasar, es ser en
fuga.
Sus figuras urbanas delatan de tal forma la motivación radical urdida detrás
del tejido de la modernidad: la aplicación de la ciencia de la naturaleza para
hacer más eficientes y acelerar los movimientos del hombre, logrando con ello
ganar tiempo, en el sentido de poder hacer más cosas en los mismos módulos
temporales, y cuya mística, si no su metafísica, no es otra que la del afán de
poder y dominación del mundo en torno por medio de la máquina, de los
artefactos, de los útiles y procedimientos, ya no sólo de la naturaleza
inanimada, sino de la naturaleza animada y del hombre mismo, afectando incluso
a grandes bloques urbanos, convertidos ya en vertiginosos corredores al
servicio de las máquinas, ya en desolados parajes momentáneos, donde las
personas apenas se estacionan, reducidas a su mínima expresión, para seguir de
prisa, engranándose de nuevo, al siguiente paso, con la marcha del despótico ritmo
productivo.
Paisajes sin vida, monocromos, reveladores de la angustia del hombre
postmoderno y contemporáneo, abrumado por los productos de la técnica moderna y
sus aparatos administrativos, usados no en función de la ciencia, de la saber y
de las humanidades, sino en la relación inversa, usada la ciencia, ya sin las
humanidades, en función de la técnica y del aparto administrativo.
Repetida alegoría, pues, de un sueño que se esfuma, que encalla en las
olas del devenir para herrumbrarse hasta volverse cárcel, o de hundirse en la
inconsciencia de las sombras y ser ceguera
de caverna: lugar que no da lugar al hombre si no es en función de degradarlo,
convirtiendo al tiempo, y al hombre con él, en algo puramente inmanente y
pasajero.
II
La obra del artista Itzamna Reyes constituye así una visión vertiginosa
de los nuevos objetos plásticos del mundo en torno, y que al retratar los
grandes volúmenes de la realidad objetiva e inmediata, productos de la sofistica
industria y tecnología moderna, nos hace sentir la insensibilidad de un mundo
que pasa por arriba del hombre, de un mundo inhumano quiero decir, a tal grado
impersonal que pareciera gobernado por las máquinas –o por una voluntad tiránica,
demoniaca, que maquina el dominio absoluto y la perdición del hombre.
Concentración, en efecto, en una serie de objetos modernos, nuevos, que
sin embargo aparecen afectados de masividad y gigantismo, en los que hay algo
del vértigo y del automatismo de su producción en serie, ininterrumpida, de la
industria pesada. Símbolos, más que cosas mudas, de poder; pero de un poder
peculiar, marcado con el estigma de lo inhospitalario, de lo es hostil al
hombre, donde no se encuentra un remanso de verdura donde poder descansar la
mirada. Estética de los objetos prefabricados, de láminas y lonas ensambladas,
de moles tectónicas apostadas en las zonas periféricas urbanas, cuya
deslumbrante novedad se ve de pronto ensombrecida, maculada por el mismo peso
de su prisa en fuga. La luz inerte y sobra renegrida; luz enceguecida por el
fulgor efímero de su propio resplandor que hace invisible al hombre mismo, vuelto
carne de cañón o anémico bagazo desechado.
Imagen de un mundo no sólo desalmado, en cierto modo inanimado o muerto,
sino en el cual la técnica misma acusa un desenfreno que, al romper sus objetos
técnicos toda unidad o coherencia interna, amenaza llevarlo todo la caos.
Sensación, pues de irrealidad, de visitar un mundo abstracto donde las cosas
apenas toleran un residuo mínimo de significación, o significan cualquier cosa.
Mundo sin alma, es cierto, al que propiamente no es posible pertenecer. Donde
la relampagueante novedad, en un principio deslumbrante y bello, se convierte
al otro día en charco maloliente, en mancha de aceite revuelta con el fango, en pútrido rincón abandonado o en sombra esquiva.
Espacio vacío, desalojado a fuerza del silencio estruendoso de la mudez. Mundo
falto de alma, abstraído de lo habitable, donde propiamente no hay posibilidad de
identificación alguna, homologable a cualquier ciudad, y al que no se puede, propiamente,
pertenecer. Mundo del exilio y la orfandad del hombre, cuya pretendida
neutralidad es la de una indiferencia hiriente, mundo de espaldas, maquinal,
cuyos aparatos vehiculares maquilan la automatización y mecanización misma del
ser humano o su deshumanización.
Paisajes pues de los objetos hiperrealistas, que se elevan sobre el
hombre hasta el grado de hacer desaparecer a la persona para volverla objeto, bólido
o móvil en espacio, confinando en sí mismo al punto de lo incomunicable. Mirada
que penetra a tientas expresando una realidad densa e impenetrable, donde la
materia toma el sentido de resistencia pura, trazando de tal suerte la visión
de un mundo interior , donde reina, en medio del confinamiento, la desolación y
la agonía mortal del alma. En medio, el cuerpo, la carne humana, marcada con
los estigmas del desgaste y la fatiga. Mundo humano, pues, sin verdadera
intimidad, desfoliado hasta el extremo de la desforestación, en medio de cuyo
vacío crecen las sombras de la malignidad y del nihilismo.
III
Ir tan lejos como se pueda en una de las direcciones de lo humano, con
el propósito de trascender su ser, ha sido la tentación de las diversas eras históricas
de la humanidad. Revuelta contra la
tradición, reguladora de las costumbres, por el atractivo de la novedad y el
cambio en el sentido de la velocidad, de
la aceleración de los movimientos del hombre,
que tal ha sido la ambición de la modernidad. Movimiento, novedad,
cambio que, sin embargo, al intentar ir más allá de lo que no es el centro
estable de lo humano, ha terminado por trasgredir los límites, identificándose incuso
con lo excéntrico, con lo extremista, con lo excesivo, sujetándose por tanto al
riesgo de la mutación y el hibridismo de
las formas, estilizadas al grado de perder su consistencia, sustantividad o
esencia propia.
Las imágenes monocromas de Itzamna Reyes, discípulo del maestro Luis Argudín, dan cuenta en la masividad de
sus espátulas del espacio masivo de las pesadas construcciones urbanas,
anuladoras de la persona en cuanto tal. A la manera de “La estación de gasolina”
de Edward Hopper, lo que retrata el artista es lo que hay detrás de los
inventos de la técnica moderna de dominación de la naturaleza inanimada: la
sombra o el fantasma que acompaña a los sueños de la razón instrumental,
creadora de aparatos, útiles, artefactos, máquinas y procedimientos: la
dominación del hombre mismo, arroja a un mundo donde lo reina es la fatiga, el
vacío y la desolación. Visión, pues, de
los límites ya últimos del ideal del desarrollo y el progreso en su etapa
tardomoderna de decadencia, si no de ruina final, pues, absorbido el ideal,
junto con el hombre mismo, por la abrasiva tolvanera muda que deja a su paso,
en la periferia de la urbe, con todo el peso de su paso y su sordera. Retrato
de la ciudad amortajada, es cierto, que al poner de relieve los caracteres de
la edad contemporánea, como son la tecnocracia y su publicismo, nos muestra
también un aspecto del hombre, sacado de su centro o excéntrico y extremista
por la anulación de su propia personalidad, porqué al ser usado o ingurgitado por
las obras de la publicidad o de la propaganda queda reducido no sólo a sus
aspectos puramente exteriores de lo mecánico, de lo maquinal y automatizado,
por el trabajo manual del obrerismo, sino anulado también en su vida interior o
ya sin ella, siendo presa fácil de los instintos, impulsos y tendencias
inmediatas de los deseos, modelados en el sentido de satisfacer las necesidades
inmediatas, prácticamente animales, de la sexualidad y la alimentación, o inmerso
en un proceso de proletarización creciente, tendiente a la anulación de la vida
íntima, privada y personal de la persona.
Al igual que otros visionarios artistas de su generación, como son Adriana
Mejía y Joaquín Flores Rodríguez, las imágenes arquitectónicas y casi abstractas del
pintor Itzamna Reyes se presentan, a la vez, como un diagnóstico o radiografía de
nuestra altura histórica y como una crítica de las apariencias, que toma distancia de su objeto
justamente por encontrarlo infectado de nihilismo y voluntad de dominio. Mundo
o era donde los productos artificiales producidos por la técnica se presentan
simultáneamente en el realismo industrial de su fuerza inhumana y la patencia de
su resistencia impenetrable, pero también en lo que tienen de símbolos de aquello que
los promueve: donde el foco más alto del arbotante urbano es a la vez el ojo
vigía del gigante, de mil ojos y mil brazos, que a la manera del monstruo de
hierro del que habla Daniel en los profetas, tritura con sus fauces al mundo
entero, pisoteando con furia los desechos. Porque la idea del hombre como ser
meramente natural, sujeto a la sola fuerza de sus recursos propios, aparejados
a las potencias fáusticas de sus desmesurados proyectos existenciales, al dejar
fuera de su esquema conceptual la guía moral y el amparo de la instancia sobrenatural
o la metafísica, lo pone a la vez de hinojos ante otras potencias, acaso
sobrenaturales también de lo inhumano; desecando en campo el campo fértil de
los símbolos más vivos y más caros del hombre mismo, y succionando su sabia
nutritiva.
Mundo de las cosas útiles a gran escala que, sin embargo, tiende a la
abstracción de lo meramente estético, que cifra su inhumanidad al estar sus
objetos, más que nada, referidos con exclusividad a sí mismos, vueltos por
tanto cosas mudas carentes de referencia o significación humana. O mundo de la
técnica que no potencia tanto al hombre como a la tecnocracia misma, en una
circularidad del sentido que, en medio de la fatiga de sus signos y del
agotamiento de las fuerzas humanas que parasita y de las que alimenta, convierte
de pronto a la misma ciudad en un lugar hostil, poblado por las sombras de los
vicios, roído de miseria y sin sentido. Mundo que horada lo habitable con sus automotrices
pistas, con el peso de sus pisos, dobles pisos y mezquinos tendejones o con sus
mercadotécnicos toldos de degradada acrópolis de circo, violentando con ello
las moradas, ya desbaratadas y relegadas a los márgenes, impresentables, que desaparecen
de la vista entre veredas cenagosas, como símbolos también de la extinción de
las costumbres, donde lo humano no sólo pierde forma sino que así se ausenta. Emblemas
de la desolación interior, pues, donde no hay el cultivo de lo humano, ni de
las cosas pertenecientes al espíritu, sino la adoración de ídolos vacíos, que en
justo pago vacían también a sus adoradores hasta volverlos nada.
Mundo de vehículos, de procedimientos en serie, de seres pasajeros
inficionados de marginalidad y temporalidad, de caducidad y de contingencia,
aplanados al extremo de lo fantasmal y meramente aparente, en cuyo ritmo de vértigo
y aceleración. Mundo de estaciones donde se estanca la utopía y se pudre la esperanza, donde se estaciona la desesperanza, en el que el artista que es Itzamna
Reyes, sin embargo, de pronto hace una pausa y toma un respiro, levantando los ojos
hacia lo alto para mirar lo que cubre como un manto al bosque petrificado por
la ausencia y la fatiga: es el cielo, cuya luz entonces se difracta en los
colores para llenar el aire de una esperanza cierta, que envuelve a la ciudad
entra entonces en sus brazos para revivificar así a los símbolos y a los
lenguajes del hombre. Acento o nota final del colorido, que es el símbolo la
poesía y la promesa, que nos recuerda la potencia inmarcesible del misterio y
la verdad eterna del camino, que viene del cielo para volver a él, dejándonos sin
embargo en el cuenco de las manos un
sorbo de agua cristalina y en el corazón una semilla de reconciliación
con la natura y con nuestros semejantes todos. A la manera de una postal o
aviso último, que por un instante rinde exaltación a la luz, imparcial y
benéfica, del medio día -antes de que el tiempo de lo propiamente humano muera
de inanición o anemia en nuestros brazos.
* Exposición de Itzamna Reyes "No Lugares". IMAC, Durango, Julio de 2016.
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