La
Cifra de las Horas y el Puente de los Años
Ricardo Milla: el Río de la Temporalidad
Por
Alberto Espinosa Orozco
(8tava
de 13 Partes)
VIII.- El Río de la Temporalidad
I
Unidad cronológica de la vida humana es la naranja blanqui-negra,
dividida en veinticuatro gajos, que el día con sus cambiantes horas. Por más
que estemos moldeados por recuerdo y afectados por la prospectiva de lo futuro,
el hombre vive, en realidad, día por día.
Enseñanza central de los Evangelistas Mateo y Lucas es esa conciencia de
vivir al día y no caer en la preocupación por el día de mañana, por la ansiedad
del futuro o el engaño de las riquezas, pues al igual que aquel que se afana
por su tamaño, no por ello podrá añadir a su estatura un codo, del mismo modo que
nadie por preocuparse por el mañana podrá añadir un día más a su existencia.
Por lo que tampoco vale caer en ansiedad por lo que comeremos o vestiremos el
día de mañana, pues la vida es más que el alimento y el cuerpo es más que el
vestido, y si Dios alimenta las aves, que no siembran ni cosechan, y vestido a
los lirios, cuya vida es efímera, ¿qué no hará por nosotros, que somos para Él
más importantes? Por lo que hay que
aprender a echar en Dios toda ansiedad sobre el futuro, aprender a confiar en
Él, a reconocerlo como único rey y hacer el bien, a hacer lo que nos pide, sin
exaltarse por el que prospera en su camino haciendo maldades, reconociéndolo en
todos los caminos para que enderece nuestros senderos, confiando en Dios mejor
que en la propia inteligencia, pues Dios concederá al justo, a su debido tiempo,
los anhelos del corazón y dará, a su tiempo, todo lo que necesita. Idea
cronoteolótgica de la vida humana inscrita en la tradición, o vista sub especie aeternitis, sintetizada en
la idea de que no se puede servir a Dios y a las riquezas a un tiempo, sino que
hay que buscar primero el reino de Dios y su justicia y todo lo demás nos será
dado por añadidura.
Porque meditación esencial sobre el tiempo, sobre el mismo día humano,
minuto a minuto, por decirlo así, es la que presenta Ricardo Milla como un
horizonte de sentido que hay que recuperar minuto a minuto y palmo a palmo,
pues la superación de la congestionada modernidad, viciada por sus propios
cambios fluctuantes y sus fulgurantes novedades efímeras, nos invita a tomar en
serio la propuesta del por definir nuestro tiempo contemporáneo. Reflexión, en
efecto, que tiene como trasfondo la pregunta por nuestra era, siglo o mundo,
que es la era moderno-contemporánea, entendida no tanto por lo que es coetáneo,
sino por la universalidad de la estructura misma del tiempo humano, detectada
tanto en el arte clásico como en la tradición, y que resulta por ello siempre
vigente, actual, proyectando sus valores inamovibles como contemporáneos de todos
los hombres –pues son ellos el horizonte y la guía de la verdadera modernidad:
la búsqueda de una época que ya no se
mide tanto por o en relación a la fluctuación del tiempo y la historia, o por
las infaustas mutaciones que produce la aceleración o el movimiento infatigable
y hacia adelante de la modernidad mecánica y tecnológica y sus temibles
aparatos, administrativos o productivos, sino justamente por lo contrario: por
estar atravesada y hasta fundada por una serie de capas histórico culturales
que no han dejado nunca de hablarnos al oído, y que todavía nos forman, modelan
y corresponden.
La obra de Milla nos invita así a realizar una meditación sobre el valor
de la vida que se vive cada día, día con día, y que es dividido por la
procesión de las horas, para darle un horizonte de sentido al tiempo –el cual,
a fin de cuentas, y nosotros con él, desemboca, como el río que desemboca en el
mar, en lo eterno, horizonte ya último del sentido o de la totalidad que no nos
podemos representar sino onto-teológicamente.
Las horas empezaron por ser, en la figuración poética, diosas griegas,
ministros de Zeus, que impartían el orden y la justicia, siendo así guardianas
de la naturaleza y de las estaciones. Divinidades del clima, de las fasces
regulares en que la naturaleza se manifiesta y que, por tanto, son dadoras de
las diversas estaciones del año, especialmente de la Primavera y del Otoño
(Carites), anunciando la prosperidad de todo aquello que nace, por lo que se
presentan como protectoras de la juventud bajo el aspecto de bellas y
saludables doncellas.
En otro plano, sin embargo, la idea de las horas se sublima y aparecen
como divinidades del mundo moral, de la ley y el orden, ejerciendo su
influencia también en la vida humana, cuidando así de la estabilidad en el
mundo social. Hijas de Zeus y de Tetis, las horas están entonces destinadas a
crean las buenas leyes para la patria, trayendo con ello la justicia y la paz.
Se les representa entonces bajo la forma de una triada, como las Moiras y otras
deidades semejantes, formando primero, bajo su aspecto juvenil, parte del
séquito de Afrodita: son las Gracias, que responden al nombre de Aglaya,
Eufrosine y Talía, teniendo su correlato moral y normativo en las figuras de Eunomia,
Dice e Irene, personificaciones de la ley.
Luego de su institución mítica, la hora vino a significar, ya con los romanos
y la cultura de la latinidad, más que nada, un límite en el tiempo –como la
orilla, que es un límite en el mar, como la orilla en el río, o la orilla en el
vestido. La hora, en efecto, es la orilla de una unidad cronológica, de un
momento de duración determinada, más bien ancho o espacioso, en el que el
hombre realiza sus actividades cotidianas.
Los egipcios vieron en la procesión de las horas el viaje diurno del
sol, que se traslada de horizonte a horizonte, donde quedaban asociados los
dioses Horus y Ra. Así, el gnomon, o reloj de sol, de procedencia egipcia,
empezó a dividir al tiempo diurno en horas. Aparato de medición analógico,
donde cabe la ambigüedad, por lo que para los egipcios y los romanos de la
antigüedad las horas duraban de 75 a 45 minutos, pues atendían a la división
por doce del transcurso del día, siendo más cortas y enjutas en los inviernos y
más largas y esponjadas en los veranos, siendo de 60 minutos sólo en los dos
periodos de los equinoccios –estabilizándose las horas, o haciéndolas todas
iguales, por virtud del celo árabe por las matemáticas, hasta la llegada del
siglo XVI, haciéndose extensiva tal homologación en la medición del tiempo
hasta el siglo XVIII.
A los primeros romanos debemos también la división del día en grupos de
tres horas, costumbre que fue heredada por el mundo medieval, adornada en
algunos monasterios benedictinos por la liturgia de las horas, siendo sus nombres
Prima (6 am); Tercia (9 am); Sexta (12 pm); Nona (3 pm); Vísperas ( 6 pm);
Completas (9 pm); Laudes (12 am), y; Maitines (3 am) –reuniéndose los monjes
para orar en la hora Tercia, Vísperas y Maitines. A los egipcios, en cambio,
debemos la idea del peligro que conllevan las horas crepusculares, de los
umbrales que se abren antes de que anochezca y antes de que amanezca, llamadas
por ellos “las horas de Neftis”, por ser la diosa quien gobierna las horas
anteriores a la noche, que no son la noche misma, y anteriores al día, que no
son el mismo día, por ser aquellas donde asaltan con mayor poder los demonios
de la lubricidad y se es propenso a resbalar y caer.
II
La vertiginosa pendiente del día y la lenta caída de la noche
representa, así, el mundo del más acá, de lo limitado y por tanto de la
finitud. Es el tiempo de abajo, del siglo, del mundo, de la era: el tiempo del
tiempo finito, el reino de lo sucesivo, análogo a un río que pasa: el
territorio de lo que ocurre, y a lo que le sigue otra ocurrencia que,
igualmente, pasa y se desvanece. Pues es el mundo el lugar de lo que dura por
un momento, de lo trascurre y pasa.
Mundo del tiempo pasajero, y nosotros con él, o que nos hace pasajeros a
nosotros mismos, en el que, sin embargo, todo tiene su tiempo y donde para todo
hay tiempo, pues, como recuerda el Eclesiastés: hay tiempo de nacer y
otro morir; uno de plantar y otro de arrancar; un tiempo de matar y otro de
curar; un tiempo para destruir y otro para edificar; un tiempo para esparcir y
otro para juntar; un tiempo para abrazar y otro para abstenerse de abrazar; un
tiempo de buscar y otro de perder; uno de guardar y otro de desechar lo
guardado; un tiempo de romper y otro de coser; un tiempo de hablar y otro de
callar; un tiempo para amar y otro para aborrecer; un tiempo de guerra y otro
tiempo de paz.
El mismo Dios todo lo hizo hermoso en su tiempo, poniendo también así la
eternidad en el corazón de los hombres, la cual se vislumbra en la eternidad de
la ley y que reposa dentro del corazón del hombre. Tiempos, pues, que cumplen
sus leyes fijas, ya que “No hay nada nuevo bajo el Sol” –pues lo que una vez
fue es ya, y lo que alguna vez ha de ser fue ya.
En un primer sentido puede decirse que es temporal todo lo que viene a
ser y deja de ser, o lo que es con principio y fin en el tiempo. Si menos
perceptible en los seres de la naturaleza inanimada, relativamente más
intemporales cuanto más puramente materiales, más perceptible con los seres de
la naturaleza animada, desde la hierba hasta el hombre, de duración más o menos
efímera, por lo se les ha comparado mutuamente, pues en definitiva son seres
pasajeros, que pasan, que tienen un fin. Hermosa metáfora la que nos recuerda
que el hombre es tanto como la humilde yerba, que pronto se acaba, y que nos
insta a considerar, en lo alto, la ley y el tiempo eterno, que están en
consonancia con el alma del hombre latente en su corazón.
En un segundo sentido la temporalidad puede verse como una duración
propia del ser humano, como un tiempo exclusivo suyo, no sólo por vivir su
tiempo como algo propio, como un tiempo suyo, objetivo, natural, real, sino
también por saber de éste y reflexionar por tanto sobre él. Temporalidad humana
y reflexión sobre ella que al estar montada sobre el tiempo mismo, sin consideración
del factor eterno, metafísico, no puede sino resultar una reflexión meramente
histórica, existencial, que define al hombre mismo no sólo como un ser
histórico, sin esencia propia que no sea otra que la de su historicidad, sino
incluso como un ser para la muerte.
Por un lado, la temporalidad del tiempo humano remite a la del cuerpo
humano, que es finito, es decir mortal. Por lo que pesa sobre el hombre, a
pesar de ser espíritu, alma inmortal, la condena de la muerte. Por la otra,
finitud de la temporalidad que ha de buscar su razón de ser, ya sea con la
tradición en razón de la sanción y la condena por el pecado original, ya sea
modernamente, en razón de causas meramente inmanentes del sujeto, a sus
desequilibrios internos o puramente biológicos. La muerte, la finitud humana, que
es la pena por haber nacido: el no poder ser inmorales e indisolubles –lo que entraña
el riesgo de no poder ser simples mortales y disolverse, no ya según sea el uso
de nuestra libertad de la concepción tradicional sino de modo irrevocable o
absoluto.
Paradoja esencial de lo humano, pues, porque el hombre es una naturaleza
no simple sino compuesta, dual, o una síntesis entre alma y cuerpo unidos por
el espíritu; naturaleza buena al ser su autor Dios, pero corrompida por el mal
uso del libre albedrío, por la depravación de su voluntad, que no persevera en
el bien común a todos, sino que por gustar del suyo propio y con desprecio de
la voluntad divina, amoldándose a sí misma a sí misma se premia, con el pecado,
y…. se castiga, corrompiendo de tal forma la naturaleza seminal, viciada por
causa del pecado, turbando al alma por el mal con temores y tristezas en el
alma, y sufriendo en el cuerpo graves pesadumbres y molestias, hasta morir éste
y disolverse aquella.
III
Del misterioso tiempo nos hacemos múltiples
representaciones y además contradictorias.
Como una entidad diferente de las cosas temporales, como un continente o
recipiente cuyo contenido son las cosas, relacionadas e integradas al tiempo junto
al lugar que ocupan las cosas en el espacio. También como una cualidad, como
algo que es de las cosas o en las cosas: como un vacío homogéneo en sí, de
consistencia o estructura eterna, hecho de momentos instantáneos, absolutamente
homogéneos entre sí, pero afectados de una múltiple heterogeneidad. Estructura,
pues, cuyo núcleo es el momento presente, que es una especie de puente, único
real o que realmente es. Porque el momento presente tiene o goza de una cierta
extensión, menor o mayor, que es lo único realmente existente, pleno, ya que
las cosas pasan al pasado, donde ya no son, dejando de ser, viniendo del
futuro, donde todavía no son, adviniendo al ser –por lo que no dejan de tener
cierta realidad en el presente. O el presente como algo roído por el no ser,
pues adviene al ser habiendo sido futuro, y deja de ser habiendo de ser pasado.
El misterioso tiempo, que por la aceleración de la velocidad creciente
puede llegar a vivirse bajo la especie de la reducción máxima de la unidad del
tiempo, ya no digamos del que vive minuto a minuto, sino por instantes, a la manera de la puntualidad del
tiempo, que deja también con la sensación de la máxima superficialidad del
tiempo, que es el de su fragilidad y fragmentación, donde se pone a prueba la irracionalidad
máxima de la vivencia del tiempo como algo en sí mismo dado pero sin razón de
ser: que arroja a bailar sobre el abismo en medio de la fragilidad del tiempo
distorsionado por la deslealtad de los sentidos, que es el tiempo vivido como
esencialmente modificado por la heterogeneidad de los instantes, vueltos por lo
mismo discontinuos, que dan lugar a la irregularidad del azar y a equivocidad
de la contingencia.
Por otro lado, los hombres han visto en el tiempo un río, pues el tiempo
se siente como algo de suyo fluido, que corre, que pasa, que cambia y que es el
mismo río naciente de fluyente fuente. El tiempo, visto, pues, como una entidad
de existencia cinética o dinámica, en donde los momentos aparecen, sin embargo,
con una estructura más bien estática, en una posición o actitud determinada –como
reflejaría mejor que nada el arte de la pintura, pero también de la memoria,
que se presenta o donde se representa al
tiempo como una serie de estampas fijas, inmóviles.
Representación del tiempo, pues, como algo unidimensional y lineal, como
algo rectilíneo, longitudinal, de velocidad uniforme, y a la vez infinito o sin
principio ni fin –o como un movimiento viniendo y yendo desde o hacia lo
infinito. Representación espacial del tiempo también, ligada por tanto al movimiento
que transcurre, a la mudanza y a la mutación, al que le da su coloración propia el movimiento de la luz entre las
horas, determinantes del clima y a otros de los caprichos del tiempo que de
ello se derivan, como la temperatura, sequedad o la humedad, etc.
Por lo que al movimiento del tiempo, de velocidad uniforme, las cosas le
comunican su propia velocidad, acelerándolo, o haciéndolo más lento,
retardándolo. Y así, en las horas del hastío o del tedio, el tiempo tarda en
pasar; en otras horas, en cambio, pasa velozmente, como las ilusiones, que no
podemos sujetar. Porque, de hecho, las cosas son en el tiempo, en una relación
espacial, material, de las cosas al tiempo. No las cosas en el tiempo, sino el
tiempo que es en las cosas. Es el tiempo real, inevitable, que se individualiza
con la persona: pues el tiempo soy yo –pero si el yo es una estructura abierta
a los otros, el tiempo no sólo soy yo sino que, más bien, somos nosotros,
comunicándole al tiempo también su cualidad, pues cuando somos buenos, los
tiempos son buenos con nosotros, y que si malos, entonces son los malos
tiempos.
En las cosas finitas el tiempo es su movimiento finito. De ahí el
sentimiento de fragilidad, de caducidad del tiempo, de brevedad e inmanencia de
la vida: de vanidad. Porque en la representación que vuelve estrecha la
correlación del tiempo con las cosas, sin tomar al tiempo en su eternidad como
un continente e entidad infinita, diferente de las cosas, nos arroja a la playa
estéril de su mero pasar, volviendo a las cosas o vagamente espectrales, o meramente
mecánicas. Porque si el tiempo es en las cosas, no puede ser en las cosas
finitas sino su movimiento finito, único real: el tiempo concreto con las
cosas, que no puede ser otro que el movimiento de las cosas, de los seres
móviles, que el ser mismo de estos seres, reducibles a su vez a sus movimientos
mecánicos.
Por el contrario, los seres eternos aparecen como inmutables en
correspondencia con el tiempo, pero siendo estáticamente, intemporalmente,
mientras pasan las cosas pasajeras; o más allá del principio y el fin de las
cosas pasajeras, a lo largo del tiempo, en un tiempo perdurable, sin principio
ni fin. Misterio de lo eterno: que todo el tiempo tiene historia; misterio de
la historia, que puede postularse sin el principio de lo eterno o ignorando la
misteriosa historia de la eternidad actuando en el tiempo.
Así, los seres móviles serían distintos, o de diferente ser, por el
ritmo de tiempo acompasado a sus movimientos. Las cosas celestes, aparece así
como menos temporales y más duraderas, como más inmóviles en su intemporalidad.
Los seres móviles, en cambio, serían distintos por su movimiento o
temporalidad, siendo el hombre el más temporal de todos los seres por darse en
el tiempo su principio mismo de individuación. O los seres humanos están
gravados con un destino histórico en razón del su complejo proceso de
individuación, hasta llegar a su acabamiento, a su perfección, o a su fin en el
tiempo.
Flor de un día, el hombre se presenta así en el tiempo como viniendo a
ser y durando poco, como siendo y dejando de ser en el tiempo. Como ser, pues,
esencialmente pasajero, que va de paso, que se va y no vuelva, con el
consecuente sentimiento de angustia que conlleva su fragilidad, su caducidad,
su ser en el tiempo con un principio y un fin, dándose cuenta de ese principio
y de esa finitud y reflexionando sobre ella.
.
El tiempo de las cosas naturales, el tiempo objetivo de la vuelta del
sol a los mismos puntos de su trayectoria, afectan nuestra vida en cada día,
con el pasar de los días, pero como función recíproca los actos de nuestra vida
afectan también la temporalidad de las cosas naturales. Cuando el hombre vive
sin metafísica ni mística trascedente en el horizonte, el tiempo, sin embargo,
se transforma: presentándose como mero tiempo ligero y sin espíritu, como
duración nuda, es decir: como mera fugacidad, que habiendo sido futuro habrá de
ser irremediablemente pasado: esto es, como un puro movimiento, como cambio,
mudanza, mutación, de consistencia dinámica o estructura cinética… evanescente.
O bien como un mero pasar: como un abrirse ´paso, como un salir adelante, como
un avanzar hacia el futuro, con una especie de prioridad concreta del presente,
que integra al pasado y al futuro en la representación de sí.
Dinámica que contrasta con la otra dimensión del tiempo, que es la
eternidad –que ahí está, a la manera de una entidad estática, en un presente
perpetuo, donde se dan como momentos inmóviles el presente, el pasado y el
futuro o donde todo está fijo, dada la imposibilidad de que el tiempo sea de
otra manera o a la irreversibilidad del tiempo.
IV
.
El tiempo humano difiere esencialmente del tiempo eterno: porque el
hombre, al estar grabado con un destino histórico, al desarrollarse y definirse
en el tiempo, al individualizarse en él como un recurso finito, tiene siempre
que hacer algo con su tiempo. No es posible no hacer nada con el tiempo, ya que
el tiempo es mortal para el hombre, y si no hacemos algo de provecho con él nos
deshace, nos mata. Dejarlo simplemente correr, dejar pasar simplemente el
tiempo, hacer vanidades en el tiempo, sería una distracción, un no darse cuenta
cómo es que, de arrojarnos a sus brazos, nos mata el tiempo. Porque incuso
cuando se está muerto de hastío, de tedio, no es posible no hacen nada con el
tiempo, que así nos mataría, y procedemos entonces a distraerlo, a matar el
tiempo. Porque no podernos no hacer nada con el tiempo, porque no podemos dejar
que simplemente nos mate. Por el contrario, tenemos que hacer algo con el
tiempo todo el tiempo y, en todo momento, actuar, hacer algo con él, aunque
este hacer no consista en otra cosa que deshacerlo, distraerlo, matarlo. Porque
la actividad es ya una forma de concentración en uno mismo y de atención en los
otros, por lo tanto de concentración del tiempo –para que el tiempo, y nosotros
con él, no se dispersen, ni se disipen, no se disuelvan. Porque si no hacemos
nada estamos ya haciendo lo que no debemos o no siendo mejor de lo que éramos,
o empeorando, viniendo a ser peor de lo que fuimos, dejando infiltrarse en
nuestro tiempo las causas deficientes del vicio, que nos quitan, que nos vacían
de tiempo, para no hacer, en definitiva, otra cosa que entregarse al vacío de
lo deficiente, resuelto finalmente en vanidades.
Tenemos que hacer algo con el tiempo, asimismo, porque la vida es
constante urgencia de vivirla, más no sólo por la inminencia de la muerte, de
la cesación, del fin de la vida, sino por la urgencia de definirnos, de
individualizarnos ante los otros, de adquirir nuestra propia personalidad entre
los otros… y con los otros definir también así una personalidad colectiva, en
el acabamiento de la personalidad propia en la personalidad colectiva, que a su
vez es arrojada a las reverberaciones del río del tiempo.
Imperativo de la temporalidad es así hacer algo con el tiempo, con nuestro
tiempo, puesto que dejar de hacer equivale a dejar de ser. Así, en la vida se
gana el tiempo o se pierde el tiempo; el hombre hace tiempo para matarlo, para
perderlo, o simplemente para pasa el tiempo, cuando no tiene otra cosa mejor en
que pasarlo; o se gana tiempo, acelerando sus movimientos llegado el momento de
la acción, o para recuperar el tiempo en otro tiempo perdido.
Le sobra o la falta tiempo es el estigma más
característico de nuestros tiempos extremosos, radicales, en que se desperdicia
tanto tiempo, ocioso, y en el que para todo falta tiempo, por la misma
aceleración de la civilización moderna toda, donde no parece haber tiempo
suficiente para nada y a la vez se encuentra el tiempo viciado, vaciado de sus
valores y emociones espirituales profundas.
El ser humano está, así, limitado por el no ser –puesto que no es
creador de sí mismo, sino engendrado, según la relación de generación, y a fin
de cuentas creado de la nada: pues polvo somos y en polvo nos convertiremos. Porque
el hombre tiene, en efecto, un tiempo limitado, finito, siendo su vida una vida
mortal –en donde constantemente nos desvivimos para poder vivir; o donde vivir
no es sino un morir, un ir muriendo a tientas. A diferencia del ser del animal,
que tiene un ser dado y no puede ser de otra manera, que no puede subir en la
escala del ser; y a diferencia de Dios, que al ser perfecto no puede cambiar,
ni bajar de su sitio sitial ontológico para ser como los mortales; el hombre
tiene un ser temporal, finito, mortal, que entraña el no ser. Dualidad
ontológica del hombre: el ser que es en parte y que en parte no es ser, no es.
La naturaleza doble o intermediaria del hombre, debatido entre el ser y el no ser,
roído, consumido su ser por el no ser, es el precio de nuestro ser histórico,
temporal, en que tenemos también, sin
embargo, la posibilidad de perfeccionarnos, de redimirnos de la culpa esencial,
para llegar a ser nosotros mismos y, por tanto, para llegar al Ser.
Nuestro ser, marcado por la duración de
nuestro tiempo, de nuestra vida, por tener un tiempo finito, un tiempo nuestro
e intransferible, se cifra en el hecho final último, definitorio, de tener que
morir. Por lo que hay que perseverar en todo tiempo en vistas de lo que tenemos
que hacer o haciéndolo, con conciencia del valor del tiempo, viviéndolo, para
que no se derrame, se filtre o escape de entre los dedos como arena –para no
vivir así en la muerte, en la finitud, en la mera inmanencia de la
temporalidad, que sería vivir sin
conciencia, sin darle su valor al tiempo, viviendo agónicamente en el puro
presente discontinuo, en la espuma del instante o sobre la cresta de la ola, o en
la culpa, muriendo; que sería irse viviendo fácticamente, de hecho y sin razón
de ser, cuando se vive meramente en función de la muerte –que más que un ser es
un ir siendo y un perecer, un dejarse ser para dejar de ser, o un mero irse
siendo, dejando de ser y pereciendo.
V
Hay para el hombre así el tiempo trascendente que nos mira, que es lo
eterno, pero también el mero tiempo inmanente del devenir, cuyas revueltas
aguas no conocen la dimensión metafísica del tiempo; hay los tiempos buenos, cuando
somos buenos, y hay también los tiempos malos, cuando somos malos; tiempos de abundancia
y de vacas gordas, y tiempos escasos, de vacas escuálidas y de aridez. Hay también
los tiempos futuros, los tiempos prometidos, los que vienen, corriendo, a
cumplirse. Porque además de la urgencia de la vida en el presente, por la misma
urgencia de su finitud, de la conciencia de la muerte, de la inminencia siempre
latente de su fin, la vida tiene otra orientación hacia el futuro, no hacia la
muerte del ser temporal que se reduce a ser mortal, al tener un tiempo finito, sino en su
relación, espiritual, con lo eterno, con Dios, con el borbotón natal del
tiempo, con la fuente fluyente de la vida.
Que tal es la imagen que tiene como oriente el peregrino en esta Ciudad
Terrena, que marcha en pos de la Ciudad de Dios, de la Ciudad Eterna, en donde finalmente
convivir, en el tiempo trascendente con una sola compañía, con la de las almas
y de los espíritus inmortales, cuya vida no es temporal o no es finita, no
teniendo por ello propiamente que hacer algo, porque están ya hechos,
perfectos, individualizadamente –por más que sepamos que Dios y su Hijo, junto
con el espíritu, trabajan todo el tiempo. Porque el verdadero tiempo humano no es otro, mirado incluso desde
la vertiente de su humanidad, desde el humanismo, que el anhelo de
participación final en la plenitud de las formas, que coincidiría, así con el de
su final acabamiento.
Plenitud de las formas, porque la individuación del hombre se efectúa en
el tiempo como diferencia interior, cualitativa, espiritual. El hombre es el
ser que, por el principio de individuación en el tiempo, se singulariza al
máximo de todos los demás seres, teniendo que pagar el precio de su
singularidad con su soledad ontológica y su incomunicabilidad irreductible en
su último ápice.
Sin embargo, sobre el fondo del tiempo fluido, que se escapa, lineal,
rectilíneo, pasajero, el hombre ha sentido que hay también una fuente del
tiempo de la que participa: que el tiempo emerge, surge, brota, y que es así,
en su doble corriente, dador de la muerte o de la vida. Y es el borbotón natal
del tiempo, el lugar donde el tiempo nace, donde brota, donde debemos reconocernos
también no sólo como los individuos irreductibles que somos, sino esencialmente
también como ya en relación con los demás, que es el tiempo humano de la
fidelidad filial a la memoria y a la hermandad también que ello significa.
Descubrimiento de otro tiempo que también nos constituye, que es el
tiempo donde despiértala memoria del recuerdo. Porque ser humano consiste
fundamentalmente en ir construyendo una memoria, que a la vez descubre y lo
descubre: porque la memoria es una apertura al ser, un sitio que entre la
espesura del olvido abre un claro de belleza para el encuentro, donde edifica
un lugar para el diálogo, que a su vez está hecho de tiempo y de recuerdo. Porque por la memoria el hombre, enfermo,
estragado por sus vicios, por su olvido de ser, puede volver a los orígenes, a
beber de nuevo de la fuente de la vida, en una especie sui generis de inversión del tiempo. Pues la memoria es un lugar a
donde vuelve el tiempo y donde se da el paso de lo terreno a lo celeste, al
bien eterno que nos preside y no se pierde.
Tiempo de la memoria, activo, en lucha contra el tiempo del olvido detenido,
del tiempo atorado que se estanca, que enturbia de pesadumbre al alma por la
insistencia en la inercia de la molicie del cuerpo, impidiendo recordar el
rumor de cristales y de cantos de la fuente luminosa primigenia. Lucha contra el tiempo del presente detenido,
que pasa sin huella al paso del olvido, como materia en bruto, sin poder llegar
a moldearse en el recuerdo y acuñar las esferas cristalinas de memoria. Tiempo
diluido, sin intimidad e intimidante, tiempo colmado por las sombras en las que
olvidamos nuestros nombres verdaderos y donde ya no nos reconocemos.
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