Educación y Reforma del Entendimiento: del Pensamiento Rebelde
al Sentimiento del Respeto
al Sentimiento del Respeto
Por Alberto Espinosa Orozco
(7a Parte)
(7a Parte)
El hombre puede falsificarlo todo. A través
del tiempo a falsificado prácticamente cualquier cosa: el oro, la amistad, el
amor, la ciencia, la filosofía, la religión y recientemente el agua, pues ya
han inventado el agua en polvo. También puede falsificar sectores enteros de la
vida, como la cultura (dando a colación lo que algunos llaman con buen tino la
“culturita”). Sus expresiones más cabales han creado todo un paradojario que no
deja de producir inevitable asombro: la disidencia unánime del rebelde
agasajado y la originalidad uniformada y en masa del disidente aplaudido no son sino dos de sus expresiones más
chirriantes.
Nada más común en nuestro tiempo que la
Frase ; “Ya no hay respeto” -que a sucedió al punzante sentimiento de la
pérdida de los valores, conducente a esa nostalgia de ver que todo tiempo
pasado fue mejor. Degradación entrópica del sistema de la cultura que tiene
como clave el olvido de nuestras nobles figuras tutelares no menos que de
tradiciones, sobre cuyas ruinas se yergue sin majestad alguna la figura del
rebelde –algunas veces ostentando ya no el clavel, sino el vede gargajo en la
solapa.
Negligencia axiológica a favor de lo
genético, de lo biológico, de lo económico y finalmente del naturalismo del
stau quo, cuya estructura, perfectamente
reaccionaria, sirviéndose del los más abstrusos lenguajes y procedimientos,
encumbra al falsario, al farsante, al macana y al simulador –a toda una caterva
de cínicos y rebeldes, pues, que de manera muy postmoderna y con un lenguaje
ininteligible sostienen abierta o solapadamente una guerra contra la calidad
incluso, viviendo por decirlo así con la virgen de espaldas, esperando a la
menor oportunidad trasgredir algún límite de las normas o del sentido para, si
es posible, despojar incluso a los descalzos.
Imponente fenómeno, el cual no es en el fondo
sino el de una parálisis moral derivada de una pérdida del sentimiento del
respeto. La pérdida de tal sentimiento, en efecto, lleva tarde o temprano a una
evasión de la misma realidad y a una soterrada o explícita rebelión contra las
cosas elevadas, contra las cosas del espíritu y de la libertad, que son la raíz
del bien.
Todo lo cual impide constitutivamente al
hombre tanto a escuchar, que es la luz de los ojos, cuando a mirar lo elevado,
que es lo que no tiene forma. Constitutivamente, porque la rebeldía no puede
sino derivarse de la abolición del sentimiento del respeto, que es la
negligencia, donde hay un olvido real de los seres, de las jerarquías y de las
personas, debido a una especie de oscurecimiento del espíritu, a una oscuridad
sin forma donde no existe el sentimiento y reina la desatención, pues el
espíritu se encuentra como vagando, aferrado a las presencias que se apegan, y
donde la mente tiene a escapar y la persona a evadirse, donde se dispersa o
distrae para ser lleva de aquí para allá, como las olas fluctuantes, sin tener
un punto fijo. Las negligencia, en efecto, no puede sino conducir a la pérdida
del sentimiento del respeto y al achatamiento general de los afectos, a una
mente nublada, que facilita el vivir con todo tipo de fantasmas, con presencias
del pasado que se apegan, resultando así una personalidad doble, dubitativa,
cortante y evasiva que alegremente arroja la responsabilidad a un lado por una
especie de olvido del ser. Especie de esclavitud sentimental que al ensancharse
a escala social crea un estado de cosas donde todos, a fin de cuentas, se
encuentran mortalmente insatisfechos.
La figura del
rebelde (de “bellum”, el que hace la guerra), no es ora que la del bellaco, la
del espíritu insidioso que busca como dañar al prójimo, ya sea sacando ventaja
de él o engañándolo, ya por la simple alegría del mal ajeno (envidia).
Todo en nuestro tiempo está marcado por su
presencia; puede decirse incluso que vivimos en un tiempo revuelto, de rebeldes
agasajados, donde hasta el pensamiento mismo ha dado por estar siempre más allá
de si mismo, a la vez fingiendo una realidad e inaprensible a la razón: es la
razón histórica, la razón dialéctica, a la vez una y consustancialmente
cambiante (¿??), la cual intenta el enorme proyecto hegeliano de la
legitimación del tiempo por la historia –es decir, la legitimación del la
historia por la historia misma y del hombre por la existencia en sí, ajenos a
todo logos, a toda esencia o a toda naturaleza, que sería el gran propósito y
corona de todo el inmanentismo contemporáneo. Ambición claramente totalitaria
de apropiación del tiempo y la historia que no puede lograrse sin la
apropiación de la superestructura espiritual de una sociedad (arte, moral ,
religión, filosofía) para heredarlo todo –a si misma. Intento, pues, de tomar
el cielo por asalto fundándose en la postmodernidad tecnológica del progreso
material la cual, sin embargo, al resultar ciega para los valores, no puede
sino redundar en una decadencia y degeneración moral destinada a enfermar y
empobrecer el espíritu, al estar guiados sus resortes de acción por la lógica del egoísmo inconsciente y la
orfandad, siendo imantada por oscuros faros de las ambiciones chaparras propias
del inmanentismo: las ambiciones del placer, del poder voluntarista y del
consumo –ligadas a su vez a la competencia feroz, a la predación competitiva, y
a la lucha por los privilegios, cualidades que por definición son enemigas de
la equidad y de la verdad y amiga de la intensidad, pero también de las
tensiones, la ocultación y la irresponsabilidad. Imposible desconocer esas dos
notas de la rebeldía, consistentes en la irresponsabilidad y el ocultamiento,
redundantes en el desconocimiento estimativo y práctico de las personas y en el
olvido de los valores.
El desarmónico desarrollo social del hombre
contemporáneo se cifra así en una
fijación por los valores económicos, por lo que es del orden de lo que nos dan
o podemos tomar o costear, o que ponen el acento de la voluntad en el querer la
posesión de cosas o de personas (dominio), confundiendo todo ello con la
felicidad, en detrimento de los valores morales, que ponen el acento del
corazón, de la voluntad, no en las cosas que tiene el yo, no en sí, sino en los
lugares en los que entra o las que pertenece. Así cuando el yo no deposita su
querer en aquello a lo que pertenece o aquello en lo entra se despoja a la vez
del alma, quedando desamparado y en la orfandad espiritual –porque todo aquello
que se posee está muerto, porque sólo al entrar a un lugar espiritual podemos
tener propiamente un alma, hermanarnos en el reconocimiento del otro y de
nosotros mismos y estar vivos. Porque la identidad no se determina por las
cosas que poseemos, sino por las cosas a las cuales pertenecemos, de las que
somos y a las que nos debemos.
El sentimiento
del respeto, efectivamente, es reconocimiento del querer, de la voluntad, en
estado puro.
El respeto es un sentimiento, propiamente
moral, exclusivo del hombre. Puede caracterizarse por ser un sentimiento
sublime, dirigido a lo más elevado: al espíritu. Su primera forma es el
sentimiento de veneración a los antepasados y ancestros, pues directamente se
refiere a la grandeza, a la dignidad de la persona. A los ancestros y
antepasados por asegurar ellos la continuidad de la tradición, esa herencia de
lo huma que se trasmite por medio de los órganos propios de la educación: el
ejemplo y la trasmisión oral.
Reconocimiento de la persona en estado puro,
el respeto se aplica en seguida a las mujeres y a los niños; a las mujeres por
ser ellas las depositarias de la moral, las custodias de la morada, estando el
respeto entonces relacionado con la honra y con el orden del parentesco,
estando cifrado en sus brazos la continuidad de la especie como tal (como
especie humana, siendo también ellas las encargadas de la primera educación o
de la crianza). A los niños, porque de ellos depende la paternidad, el paso de
la cría al hijo propiamente dicho, pero también el orden de la herencia
propiamente humana; es decir, por ser ellos el puente quienes las puertas del
futuro, que unen o suturan el tiempo pasado con el tiempo por venir.
En el orden de
la cultura es el maestro figura de respeto, por asegurar la continuidad de una
tradición, de una cultura, la herencia cultural que da un sentido orientado al
todo de lo social.
Así, el sentimiento de respeto resulta vital
al ser humano, inscribiéndose muy claramente en el orden de lo temporal, de lo
temporal humano, es decir, de la memoria. Todas sus figuras son representantes
de la cultura y lejos de las liviandades del tiempo que se va, inmanente,
agotado en sí mismo, sin trascendencia alguna, obedece al tiempo o de la
continuidad o al tiempo que se queda –pues la cultura es un castillo construido
con pilares inmutables de roca, siendo su tiempo otro tiempo, el tiempo de
imperecedero o de lo que se construye salvado del diente roedor del tiempo, del
tiempo que se va, del que es pasto del olvido.
El sentimiento de
respeto se dirige así específicamente al valor de las personas en sí; pero
inmediatamente se relaciona con la autoridad, con la jerarquía, y
simultáneamente con la herencia –con un orden temporal de la memoria donde se
establece, por un lado, un orden jerárquico de predecesión y de sucesión y, por
otro, de autoridad, de mando o gobierno para asegurar la continuidad de una
tradición y la subsistencia de una comunidad.
En efecto, el sentimiento del respeto esta
directametne vinculado con el mandato, y por tanto con la obediencia. Su forma
verbal es justamente la del imperativo: la de la orden, la del mandato. Se
respeta a quien ejerce el mando con apego a la ley moral, por su coherencia a
su vez en la obediencia a un imperativo moral supremo (normas over raiding). Me
refiero así al manda más, como se dice en mi pueblito, al jerarca, a la figura
autorizada para mandar a otros y ser obedecido por ellos.
Se trata por tanto del reino del “deber ser”
–que no se puede encontrar en los hechos, sino que es una creación propiamente
humana, que da a colación una serie de enunciados de valor que en definitiva no
puede reducirse a enunciados de hecho, sobre los cuales se impone, ante los
cuales media un abismo, por referirse a fines. Pero los fines humanas pueden ser
operativos, meros medios para alcanzar un fin utilitario, sin calificación
moral –se puede querer hacer un puente para comprar mercaderías a los amigos de
la tribu vecina o para destruirlos, etc. El sentimiento del respeto, por lo
contrario, sólo deriva de aquellos deberes, de aquellas normas de conducta, de
aquellas órdenes y mandatos que apuntan a fines propiamente morales.
Se refiere entonces a lo que debemos hacer o
no hacer moralmente, o a fines últimos de la conducta. Relacionándose así
negativamente con todo el mundo de las prohibiciones morales –siendo su
desacato un error moral, y la omisión del cumplimiento del mandato y la
aplicación del consecuente deber juzgado a la vez como un desacato a la
autoridad y como una desviación del deber hacer o no hacer, ya sea por
desatención o por negligencia. Así, son los rebeldes los que emprenden una
batalla contra las normas morales del deber y contra sus autoridades
correspondientes, no haciendo lo deben o haciendo lo que no deben, estando en
ambos en deuda moral, en falta, exponiéndose por tanto a exhibirse en su
rebeldía o a ser reprobados por la autoridad y consecuentemente por comunidad a
la que se deben.
El sentimiento
de respeto implica por tanto sumisión, o aceptación de la relación de mando o
poder de un superior a un inferior, y por tanto humildad –sin la cual no puede
eclosionar el sentimiento sublime del respeto en toda su magnitud, pues implica
un tipo de identificación con la ley moral de la cual dimana tal poder y tal
mandato. El rebelde hecha por tierra esa relación, en razón proporcional a la
distancia que toma respecto de la figura del la ley, es decir separándose de
tal figura justamente por rebeldía, alejándose así a tal grado que no puede ver
la grandeza del sabio, la pureza del santo, el valor del héroe, y aplanando al
mundo entero de la persona al intentar juzgarlo todo de hecho, sin razón de
ser, por la mera existencia –porque en el fondo el rebelde no es otro que el
hombre de la libertad descendente, inesencial, que es el hombre del
existencialismo.
El deber ser
postulado por el sentimiento de respeto afecta así directamente la voluntad, la
propia y la ajena, en una relación imperativa, que indica por porte del uno lo
que debe hacer o no hacer (acción u omisión) del otro.
Enfocado desde la perspectiva de la
filosofía del lenguaje, corresponde a el tono de voz del imperativo, que
imprime en la expresión verbal un significado mímico, el deseo del uno de que
el otro atienda y obedezca su voluntad –siendo por tanto una expansión de la
voluntad, propiamente social, que cuando es moral, cuando se trata de un
imperativo no técnico o ingenieril sino ético, está directamente referido a la
buena voluntad, es decir, al bien.
La búsqueda del bien común es el dominio de
la moral, y es tarea de la ética mostrar sus mecanismos de acción mediante la
teoría filosófica. Puede así hablarse de una filosofía del imperativo, parte de
la ética, encargada de estudiar las relaciones establecidas por la expresión
verbal imperativa –las que van del examen de las figuras de autoridad a la
estructura misma de los imperativos, pasando por fenómenos tales como la
fidelidad, la lealtad y el rango, el poder y la investidura. pasando a los
fenómenos negativos del desacato, la disención, la traición y la defección.
En un sentido
negativo lo que vemos ante el rebelde es un complejo de fenómenos de
aplanamiento de los valores y una vulgarización de los mimos. Nuestra época
está saturada de ellos. Acaso el más notable es el del “ídolo de barro” promovidos
por la publicidad y las vanguardias contemporáneas –se trata no más que de lo
que tiempo levanta, como la cresta de la ola, para asirse por instante del
ahora para luego caer, derrumbado, sobre la espuma y arena del siguiente
instante y disolverse finalmente en nada (como la moda, que no es sino
apariencia, arena y espuma levantada por el viento y dejada caer por el tiempo
sucesivo que requiere de otro instante erigido, pues se trata del tiempo
constituido por el hora, cuya esencia es, como la angustia, fundamentalmente
pasar).
Las pseudo-filosofías actuales del
instantaneismo, así como las vanguardias de lo efímero, han querido consagrar,
no sin frivolidad, la novedad, el tiempo siempre en movimiento y cambiante del
ahora. Filosofías hedonistas, pues, del inmanentismo contemporáneo que celebran
el consumo y con ello el tiempo que se va y no vuelve, que se pierde: es decir,
el inmanentismo del ahora, de lo que se agota en sí mismo sin trascendencia
alguna.
Por lo
contario, las figuras dignas de respeto habitan otro lugar y en otro tiempo –el
lugar de la memoria donde todo es un perpetuo ahora, el lugar del deber ser
específicamente, donde será siempre presente la obligatoriedad
universalizabilizable de cumplir con las promesas, o la menos el espíritu con
el que fueron hechas, por poner tan sólo un ejemplo. Es así justamente el
respeto el que nos mueve más allá en el tiempo a la rememoración y a la
conmemoración colectiva de las figuras que nos han dado orientación, que han
dado rumbo a las promesas, esperanza a nuestras vidas, luz a la memoria
colectiva –justamente por ser o ver sido sus presencias antelación de un tiempo
nuevo por venir, promesa de futura. Asidero de la esperanza presente. También
por habitar en ese otro tiempo inamovible pero vivo de la memoria donde se
asegura la continuidad de una tradición, por haber sabido ser ejemplo,
representantes de la ley o de una herencia cultural. Se trata pues de las
figuras de las filosofías eudemonistas quienes plantean, con el testimonio y
ejemplo entero de sus vidas, una orientación para una vida buena, digna de ser
vivida, apareciendo como faros de luz en la tormenta, que día a día pareciera
encresparse en los tiempos revueltos, rebeldes, en que vivimos.
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