Educación
y Reforma del Entendimiento: Educación y Cultura
Por
Alberto Espinosa Orozco
(2ª
Parte)
I.
La Crisis
Al entrar en el tercer milenio los anuncios
del fin de toda una época histórica se hacen patentes, con sus signos ominosos,
por todas partes. En efecto, estamos asistiendo al fin de la modernidad como
concepción, figura e imagen del mundo. puesto que la postmodernidad no ha alterado, sino más bien ha exasperado, sus módulos egológicos fundamentales y su ya de por sí diezmada ética del voluntarismo. Los dolores intensa y extensamente
concentrados y derramados de la Humanidad entra, expresados tanto en las obras
artísticas y literarias como en las expresiones de la vida cotidiana, ponen de manifiesto la imposibilidad práctica y moral de seguir por el mismo
camino, anunciando a la vez el parto, el alumbramiento de una nueva cultura de
la libertad por venir.
Como nos recuerda Octavio Paz, la época
moderna, periodo de la historia humana que se inicia en el siglo XVII y que
ahora llega a su ocaso, es la primera conformación histórica que exalta el
cambio y la heterogeneidad del tiempo convirtiéndolos en su fundamento. Pero el
cambio, sin embargo, es la región de lo contingente: de la separación, de la
diferencia y heterogeneidad, de la novedad y pluralidad, de la evolución y el
desarrollo, de la revolución y el progreso, de la historia. Nombres que se
condensan en uno: futuro –no el tiempo que es, sino el que todavía no es y está
siempre a punto de ser. La modernidad se constituye así privilegiando el tiempo
del futuro sobre el del pasado de las sociedades tradicionalistas, pero también
sobre el presente –que es la única realidad realmente existente que tenemos,
pues el pasado es una realidad petrificada y ausente, extinta, y el futura es
una realidad en proyecto de ser, fantasmal e inatrapable, que propiamente
todavía no es, que no es. Habría que agregar, sin embargo, que la cultura
moderna ha tenido como su creación característica la nueva ciencia de la
naturaleza física y el desarrollo de la tecnología –siendo en sus inicios
post-renacentistas una cultura de la libertad hacia el bien, que liberó a la
razón de la sumisión a autoridades de amplitud injustificada, permitiendo
incuso una dilatación de la caridad.
El proyecto ilustrado de constituir una tradición
moderna, una tradición de lo nuevo, ha resultado no sólo paradójico,
contradictorio lógicamente, sino que en muchos casos ha desembocado
abiertamente en una cultura de la perdición y el extravío espiritual, educativo
y cultural. La tradición moderna se cifra en una crítica del pasado y de la
tradición. Crítica disolvente cuyo intento es el fundar su tradición en la
historia, en el cambio, en la heterogeneidad del tiempo. Su resultado: la
contingencia y la arbitrariedad que hace al hombre un ser excéntrico de su
propia naturaleza y esencia, desorbitándolo de los centros orientadores que le
darían su plenitud y completo desarrollo, llevándolo a la cumbre de su posición
intermediaria en el cosmos como el animal racional.
En efecto, la condición dramática de la
civilización occidental moderna radica en buscar su fundamento, no en el pasado
ni en ningún principio inconmovible filosófico o religioso, sino en el cambio,
en la heterogeneidad del tiempo histórico. La idea de un tiempo heterogéneo,
finito e irreversible, a la vez siempre nuevo y a punto de formarse,
indefectiblemente lo hace romper consigo mismo, dividiéndose y separándose,
siendo siempre otro distinto –como si se tratara del festival carnavalesco de
las máscaras o de las capas de una cebolla metafísica cuyas cortezas
superpuestas no tienen en si mismas una sustancia central, un corazón o núcleo
esencial. Así, resulta que cada minuto se presenta como único, como distinto y
escindido de los demás, porque está separado de la unidad, constituyéndose el
tiempo en una entidad del todo frágil, bautizada por el mismo Paz como
“tradición de la ruptura“.
Se trata de una tradición
ambigua destinada a negarse a sí misma, constituyéndose a la larga como una
cultura de la desorientación, de la zozobra y procelocidad: de una cultura
insustancial y de la perdición extraviada en la angustia del devenir. Como
recuerda el filósofo José Gaos, la sinrazón de la crisis actual radica así en
el hecho de que los bienes culturales del pasado han dejado en parte de ser
auténticamente presentes, verazmente atractivos, creídos con fe viva o
solicitados en forma eficiente, mientras que los llamados a sustituirlos en esa
parte aún no se perfilan con nitidez rotunda.
Es por ello imperativamente necesario pensar, concebir y
objetivar esos bienes y valores, rescatarlos del pasado para actualizarlos y
hacerlos realmente presentes, sirviéndonos de ellos como faros marinos que nos
orienten en la tormenta, como sitios sustantes, sustanciales y salvadores para
el perdido, como tierra firme en que el náufrago de la modernidad pueda hincar
la rodilla para descansar y salvarse. Articular, pues, una cultura de la
salvación de las circunstancias moderno-contemporáneas que conservando su
producto más puro, la libertad y los derechos individuales, pueda arribar a la
libertad de realización del hombre en un sentido socialmente benéfico y
favorable. En otro escorzo del mismo problema, la crisis de la sociedad moderna
se concentra en su individualismo feroz, en cuyo furor fáustico o desmesura
(hibris) se expande el radio de la propia libertad, a costa de romper los lazos
de fraternidad con la comunidad, pero también con el prójimo, próximo y
cercano. No queda entonces sino pensar en una cultura nueva, que fortifique los
lazos de fraternidad entre los hombres y las comunidades, guiándose para ello
en el rescate de las sustancias y las esencias del mundo del hombre y del mundo
natural, correspondiendo esta tarea sobre todo al órgano cultural de las
humanidades, pues a ellas compete específica y eminentemente el conocimiento y
la realización de la libertad hacia el bien.
II. La Cultura
La cultura mexicana logró durante el pasado siglo XX constituir
un nacionalismo poderoso. Nuestro nacionalismo cultural tuvo un sello peculiar
que lo diferencia de los otros: no consistió tanto en un retorno romántico a un
haber pasado o en un vuelta a doctrinas y formas culturales ya constituidas,
sino que al ser impulsado por la negativa a todo falso valor, rechazó tanto la enajenación en una cultura
exterior como la enajenación en una herencia. Su principal logro tiene, pues,
un carácter crítico y negativo: el descubrimiento de que una cultura que no
responde a la vida es una cultura inauténtica. Desligada de la vida comunitaria
que la produjo, la cultura inauténtica pretende imponerle a la sociedad sus
propias exigencias, como un sistema de ideas que pretenden dominar a su
productor, enajenando, dejando de expresar al hombre, para sojuzgarlo. El
estado de enajenación se revela como ceguera ante los valores de personas y
comunidades, donde se divorcia la vida espiritual de la cultura que se ha
vuelto ajena. Sus signos son los de la imitación a crítica de culturas
extranjeras, el paulatino olvido de la propia tradición, la moral convencional
ciega a la injusticia, el culto externo a una ciencia inexistente, o el arte
cursi o chabacano evocador de sentimientos imaginarios.
La lucha contra el positivismo llevada a
cabo por la generación del centenario rompió la cáscara asfixiante de tal
cultura que impedía el brote de la nueva vida, que no correspondía a la
realidad vivida del país, ni la reflejaba. Las doctrinas educativas y la
producción cultural formaba una armadura que no se amoldaba a las necesidades
espirituales de la sociedad, convirtiéndose en formas enajenantes. El
movimiento espiritual que entonces se inicia se ahonda a lo largo de los
cincuenta años posteriores (1910-1960), siendo en su fondo radical un intento
de desenajenación espiritual, de descubrimiento del ser auténtico y de búsqueda
de los orígenes (más que el indigenismo hipostasiado, el fecundo
hispanoamericanismo de la unidad de las culturas), siguiendo etapas de
interiorización crecientes.
Sin embargo, después de la destrucción de
las concepciones del mundo anteriores, no llegó a imponerse una nueva visión
–las filosofías de Caso y Vasconcelos carecían del rigor necesario para
llevarlo a cabo y, por tanto, carecieron de escuela. Al no lograr edificar una
concepción del mundo adaptable a nuestra circunstancia, no pudo establecer una
tabla de valores común, dejando a la educación pública sin una sólida
orientación espiritual. Crisis que no es sólo nuestra, sino común a la cultura occidental, enfrentar la cual no
es tarea, no ya digamos de un hombre, sino de varias generaciones. La tarea de
la cultura ha sido desde entonces así las del intento por incardinar nuestra
cultura en las corrientes universales del pensamiento, pues nuestro
nacionalismo claramente no se perfiló como un fin en sí mismo, sino como un
medio para acceder a la universalidad sin imitaciones. Sólo tales doctrinas de
carácter universalista podrían ofrecer sistemas racionales capaces de
comprender con unidad el mundo, dado con ello sentido a la acción y de guiar
con firmeza la educación colectiva. El nacionalismo cultural nos proveyó así de
las herramientas que hacen posible la apropiación de una cultura universal, sin
perder autenticidad.
No queda pues sino repensar los marcos de
una cultura de libertad hacia el bien. Imposible ver meramente en la cultura un
haber heredado de signo positivo en todos los casos –por razón de la esencial
dualidad de la naturaleza humana, susceptible de la dualidad del bien y del
mal. Lo humano está partido desde la raíz de su ser en las posibilidades de lo
bueno y de lo malo, escenificándose en él una lucha. La cultura, como todo lo
humano, esta marcada también por este doble signo, que impregna toda acción y
obra colectiva, toda gesta y creación de la Humanidad. La cultura puede ser, es
de hecho en su inspiración y en su espíritu bondadosa, pero también puede
cambiar de signo y pervertirse cuando mana de la voluntad de poder, de las
soberbia y la codicia, del impulso de dominación. La escuela y la universidad,
que va adoptando sus doctrinas rectoras y visiones del mundo de la cultura y
sus obras, puede también volverse cárcel de la libertad de espíritu.
Sin una dualidad de posibilidades no es
concebible la libertad. De la cultura pasada sólo podemos rescatar aquello que
consideremos bueno desde el punto de vista de los bienes que nos propongamos
realizar en el futuro –pues valores y bienes tienen la peculiaridad de
solidificarse en el presente como realizaciones acabadas en vista de alzarse
potenciados sobre el horizonte futuro como ideales –que a su vez se encuentran
en una renovación incesante. Tal renovación tiene como línea de continuidad y
articuladora la unidad de lo que entendemos por hombre y por humano. Tal es la
realidad de la naturaleza humana, constituida por una dualidad, dentro de cuya
posibilidad la cultura debe entenderse en el sentido del ideal y de la
realización de la libertad hacia el bien. Dentro del cuerpo de la cultura las
ciencias llamadas humanidades tienen como competencia específica y eminente el
conocimiento y realización de la libertad hacia el bien. A ellas compete
encontrar los ideales, valores y bienes auténticamente presentes que escuchen
el latido de las razones del corazón contemporáneo. Se requiere, pues, de
institutos de cultura y de educación superior humanística que permitan a sus
miembros consagrarse exclusivamente a su vocación en la dirección de la
libertad hacia el bien, que permitan no sólo la investigación e instrucción de
sus miembros, sino el ser plenamente educativas de sus participantes y, por
acción de ellos, extenderse a todos los planos de la sociedad.
Cultura y educación degenera a sus hijos
cada vez que se cierra a la libertad hacia el bien. Ni puede negar la libertad,
aunque sea en persecución del bien, ni puede imponer forzosamente un bien, ni
puede consentir una libertad maléfica o malvada. Su camino recto sólo puede ser
el de la libertad hacia el bien. Su tarea, la de rescatar, actualizar y
rearticular los valores y bienes que requiere nuestra comunidad, los ideales
auténticamente presentes que sean verazmente atractivos.
El resultado de la cultura, popular o
superior, no es sino el del hombre formado, libre y bondadoso, humilde y
fraterno. Lo que justamente en la primera enseñanza se apunta como ideal en la
expresión “hombre de bien“, "de provecho". Sin embargo, el hombre
mismo y su expresión mímica y verbal, se presenta como un ser social. La
cultura debe ser también el lugar de concierto y de armonía de una comunidad de
la libertad hacia el bien.
III. La Educación
Se han dado, y aún pueden darse, muchas
definiciones de “educación“ que giran en torno al mismo concepto ideal. Así, la
educación puede entenderse, podemos aproximarnos a su esencia, concibiéndola
como el proceso o desarrollo de las aptitudes y de predisposiciones de carácter
inscritas en la naturaleza del educando, en un sentido que sea benéfico para
esa naturaleza humana y para el conjunto de la sociedad. La educación así
entendida no sería sino el camino facilitado por la organización social para
que el educando pueda realizarse a sí mismo, de manera libre, cumpliendo así
con su destino humano. La educación se presenta así como el instrumento de la
libertad de realización.
En efecto, cada ser humano viene al llegar
al mundo con determinadas inclinaciones, predisposiciones, aptitudes de
carácter que lo predisponen para realizarse a sí mismo en los diferentes
sectores de la cultura, hacia los cuales y desde temprana edad empieza a
manifestar una tendencia o actitud favorable. Lo que en un primer momento se da
como mera curiosidad o atracción, se revela con el tiempo como un acercamiento
de familiarización con esos contenidos culturales, a los que suceden los
procesos de asimilación de tales contenidos, y posteriormente los de recreación
de los mismos –llegando incluso, para los vocados, para los llamados a ser
genios, a la creación de obras originales, inéditas.
La educación así es, en gran parte, el
proceso por el cual una cultura trasmite a sus miembros los mejores
conocimientos de una cultura, poniendo al educando en situación de
familiarizarse con ellos y asimilarlos gradual y ordenadamente. Porque la
educación es un proceso de enseñanza-aprendizaje de tales contenidos de la
cultura juzgados y apreciados como buenos por una comunidad en vistas de sus
realizaciones presentes y futuras.
En este sentido se puede definir el acto
educativo como el conjunto de todas las expresiones verbales que articulan una
situación de convivencia formativa. Nos podemos formar en diferentes contenidos
culturales, en diferentes áreas de la cultura. Sin embargo, el concepto de
formación es más amplio y a la vez más específico, pues atiende a la noción de
“formación humana“. La educación es, efectivamente, el proceso de formación del
hombre –atendiendo a sus peculiaridades de aptitudes y predisposiciones de
carácter, de acuerdo a la indispensable libertad de la naturaleza humana y a la
no menos indispensable concepción de esa naturaleza. Porque el hombre no está
ya dado. Su naturaleza, a diferencia de la naturaleza animal que esta gravada
con un destino rígido, es una naturaleza plástica que es preciso formar al
proyectarla sobre un horizonte temporal o histórico. Porque ser humano no es
hecho fáctico de la naturaleza, sino que es una tarea, es hacerse hombre en
medio de una cultura preexistente. La formación del hombre requiere así de dos
cosas. Por un lado, de la trasmisión de los contenidos culturales óptimos
articuladamente, o por medio de una tradición. Tradición, en efecto, es lo que
se entrega, es el acto de entrega a la nueva generación de las creaciones y
productos culturales que un grupo humano considera valiosas para la
supervivencia y el logro de la plenitud de la vida colectiva. No es difícil
saber cuál es la tradición auténtica de una cultura si atendemos al criterio de
la memoria preservada por los sabios y hombres nobles de alta cultura, pero
también de la cultura popular. La tradición es lo que salva del olvido, es lo
memorable, lo digno de memoria colectiva, pues lo bueno es lo que no se pierde
con el tiempo, es lo que perdura a pesar del tiempo: es el logos salvador del
tiempo y de la historia. Por el otro lado, la formación del hombre requiere de
algo más radical y necesario, dibujado en los productos y creaciones de esa
tradición: de una fundamentación filosófica: es decir, de una imagen bien
definida del hombre y una visión clara del mundo del hombre, de una visión del
mundo concreta o apegada a las circunstancias autóctonas reales. Ni más ni
menos, pues, que de toda una filosofía.
Las instituciones humanas son instrumentos y
órganos, a medias organismos de comunidades humanas, a medias artefactos
eficientes de la técnica y la inventiva. En total, sin embargo, las
instituciones están dirigidas hacia o tienen un fin, o son teleológicas. La
finalidad es lo que debe definir la institución, determinándola de hecho desde
su alumbramiento real, hasta su complexión y vida toda. La finalidad propia y autóctona de las
instituciones, requeridas e impuestas por las circunstancias de su nacimiento,
desarrollo y eventual muerte, son las primeras que hay que determinar.
El fin u objetivo de las instituciones
educativas no puede ser sino doble. Por una parte especializar o especificar
potencias radicales y generales que están en todos los hombres –como, por
ejemplo, el pedagogo no es sino la especialización, la especificación de lo que
en todo ser humano hay de maestro, de autoeducador y coeducador; el filósofo,
la especialización de lo que en todo ser humano hay de poseedor, si no de
autor, de una visión del mundo y de la vida. Por la otra, la función, el
objetivo de la institución educativa es la de formar para la vida, para
aprender a vivir. A trabajar y a vivir no se aprende pronto. Se requiere sobre
todo del caso ejemplar, del ejemplo vital. A trabajar y a vivir se aprende
solamente viendo trabajar y vivir a quien sabe hacerlo, empezando a trabajar y
vivir bajo su dirección y corrección, insistiendo en ello hasta llegar el
momento de poder seguir haciéndolo por propia cuenta, iniciativa y
responsabilidad. Tal proceso encuentra su ideal en el pequeño grupo de alumnos
alrededor del maestro, con el cual cursen la mayor parte de las materias de un
plan de estudios, recreando con ello la auténtica comunidad educativa
magistratorum et discipulorum.
IV. El Vínculo
El vínculo entre educación y cultura se
presenta así como complejo en grado sumo, por la cantidad de ingredientes
esenciales que en tal relación interviene. Sin embargo, a manera de
simplificación, puede decirse que el nexo entre cultura y educación es
justamente la tradición, lo digno de memoria que resiste al tiempo y perdura
como un bien habido, pero modificándose constantemente por vía de su
asimilación, de su recreación, incluso de la creación de un producto nuevo que
se deriva de aquellas como un nuevo fruto, como el nuevo vino que ha de ser
vaciado, otra vez, en los nuevos odres.
La cultura, entendida como un organismo de
creaciones humanas elaboradas con el tiempo que determinan un estilo, un modelo
de vida y una visión del hombre y el mundo, no es así sino el foro o la
palestra pública a partir de la cual orientar y dar cauce a la educación al
través de sus valores propuestos. No queda así sino partir de los valores
naciones que han llegado a la universalidad de lo propiamente humano para
articular, entre educación y cultura, un proyecto autóctono, en cada región y
provincia, de libertad hacia el bien.
Ello no será posible si queda interrumpida la tradición, si la escuela
mexicana se guía por la procelocidad de programas donde lo que se festina es la
discontinuidad, o si la cultura, ámbito de mayor libertad, es reducida a
condiciones de precariedad, de olvido de sus figuras clave, o ese azotada por
el dogmatismo político en turno, relegándola al valle siempre estéril de la
escabrosa sobrevivencia.
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