Educación
y Reforma del Entendimiento: la Crisis: Decadencia de la Conciencia Moral
Por
Alberto Espinosa Orozco
(12a
Parte)
Vivimos
una época caracterizada por su decadencia moral, la cual se deriva de la
pérdida del sentimiento religioso profundo y de la corrupción del sentimiento
de la vida (“una vida más vida”, cuyo biologisismo ha sido preconizado
paralelamente al dictum de la estética de “el arte por el arte”). Por el
abstracto principio rector de la pseudofilosofía del triunfo, del éxito
personal a toda costa y de la eficacia competitiva, concebidos como una lucha
implacable a costa del prójimo y como algo que nace íntimamente ya de la
ambición personal ya del temor al rechazo o a ser excluidos.
El
predominio del egoísmo, la predación de la agresión, la competencia innoble, la
manipulación de las conciencias y la cosificación del otro en directo
detrimento de la dignidad de la persona se postulan así como situaciones
derivadas a la naturaleza inherente a los seres humanos (psicología evolutiva)
–sosteniendo por tanto indirectamente que la religión y sus constantes
principios morales no son más que una serie de ideales utópicos no aptos para
orientar el destino humano y desechando por tanto la formación y el desarrollo de
los sentimientos de cooperación y fraternidad (sirviéndose muchas para ello de
las bárbaras doctrinas políticas contemporáneas, en boga desde hace un siglo,
que exaltan la violencia entre los hombres).
Así, lo que se busca, es lograr imponerse
por la fuerza, ya sea mediante la manipulación del individuo (mediante la
presión social y los prejuicios convencionales), ya sea de las masas (mediante
el adoctrinamiento y el falso comunitarismo apelmasador de masas). Su primer
objetivo: ensordecer los imperativos de la conciencia moral y el sentido de la
responsabilidad del individuo, de independencia en materia política, menguando
así el sentido de justicia del ciudadano (a quien cualquier atropello de pronto
le parece “bien”, siempre y cuando o fortaleza o no debilite sus muy
particulares intereses egoístas, adoptando por tanto la riesgosísima posición
subjetivista del el relativismo moral, que tácitamente declara; “sólo es justo
aquello que me conviene”). Actitudes todas ellas reforzadas por el temor del ciudadano
de ser eliminado del ciclo económico, teniendo que sobrevivir así con la
carencia de todo (exclusión), y condicionadas por la anárquica producción y
distribución de bienes de consumo material. Actitudes que también apuntar a
matar el espíritu de libertad y del pensamiento crítico; también la el
sentimiento de solidaridad y cooperación en que se basa toda la vida de la
cultura; minando por tanto el ennoblecimiento del individuo por medio de la
extensión de la moral, del arte y la cultura; el imperativo de renunciar al uso
de la fuerza bruta para conseguir un objetivo (principio democrático del
diálogo); y finalmente socavando el ideal religioso de liberar al hombre de las
cadenas meramente existenciales físico-biológicas para guiarle hacia la esfera de
la libertad.
Error
garrafal de la educación ha sido dirigir las potencias intelectuales solamente
hacia la eficacia de la técnica y hacia lo práctico utilitario, creando con
ello una serie de hábitos, propios del pensamiento materialista, que forman una
atmósfera asfixiante, extendiéndose como una terrible helada sobre la
consideración mutua entre los hombres, por erosionar profundamente el sentimiento
moral entre los hombres.[1]
Hay que destacar aquí lo que se ha llamado
la “barbarie del especialista”, Se trata del producto propio de una educación
orientada hacia la especialización, ya en materia técnica, ya en materia
filosófica, psicológica o literaria, etc. Consiste básicamente en enseñar al
hombre una sola capacidad mediante la instrucción o el adiestramiento. Pero
instruir o adiestrar no son propiamente educar. Bajo tales condiciones el
producto humano resultante no puede diferenciarse de una máquina útil –carente
por tanto del sentimiento de intimidad de la persona, sin la menor compresión
por tanto y sin la menor afinidad con los valores fundamentales de la persona,
dando por tanto a colación personalidad o desequilibradas e inarmónicas o bien
no desarrolladas.
Es aquí donde resultan más dañinas las
“doctrinas tecnológicas”, con su venenoso carácter ambiguo, pues apelan: por un
lado, a la neutralidad y objetividad de la ciencia, que estudia al mundo sin
valorarlo, de manera asentimental, presentándose así como doctrinas
desprovistas de todo aspecto moral o ideológico; pero, por el otro, están
prestas a influir en las decisiones morales.
El
desequilibrio o la falta de desarrollo en la personalidad de hombre
contemporáneo se debe básicamente al predominio de los impulsos egoístas sobre
los sentimientos y valores sociales –de por sí más débiles, más delicados en
proceso de constante deterioro, que dejan la impresión de espíritus cada vez
más vacíos y enfermos. En formula de Max Scheler: el instinto es lo menos
valioso, pero lo más fuerte (strum und drang); mientras que el espíritu es lo
más valioso, pero lo de menor poder.
Así,
el deterioro de la naturaleza moral del hombre, desbalanceada hacia el
predominio de las tendencias e impulsos egoístas e individualistas sobre los
sentimientos sociales, es promovido día con día por la publicidad, que crean el
embeleco, la ilusión, de que es posible llevar una vida feliz y sin ataduras,
huyendo del dolor y buscando la sola satisfacción personal –quedando el hombre
finalmente confinado en los caprichos egoístas de sus deseos inconscientes o de
su egoísmo, indiferente e incluso hostil al grupo del que forma parte. Sin
embargo, puede replicarse, invitar abiertamente al egoísmo es también invitar
al abuso social, es decir, la maleamiento de la conciencia social, pues el
éxito y el triunfo a toda costa no tiene otro objetivo que el recibir mucho de
la sociedad, incomparablemente más de lo que le corresponde por el servicio
prestado a la comunidad –cuando la medi9da que debería imperar ería el ser
medido por lo que se es capaz de dar, no de recibir. Espíritu del egoísmo
ciego, pues, que va rindiendo finalmente los individuos al llamado de los
impulsos más elementales, vencidos por el alma inferior, para hacerlos luego
solidarios de los niveles más bajos de la creación.
Nos
encontramos así, efectivamente, ante el agotamiento de la época actual,
expresado en términos no sólo de desconocimiento de la persona en cuanto tal
(en el sentido no sólo de tener pocas nociones sobre la persona, sino sobre
todo en un desconocimiento práctico activo, estimativo, del aprecio que se
deben las personas entre sí unas a otras), sino también en los fenómenos de
excentricidad y extremismo, .en el sólito espectáculo de personas sacadas de su
centro, motivadas más que por sentimientos por impulsos y tendencias, llevadas
éstas al extremo de solidarizárselas con las formas más bajas de la creación y
donde, por tanto, hay un claro declinar de las nobles tradiciones del espíritu
y del espíritu mismo o de las humanidades.
La
época actual resulta por lo tanto extremadamente confusa y extremadamente
degenerada. Tiempos de río revuelto donde florece la semilla del mal: la
rebeldía, volviéndose más fuertes las cadenas de esclavitud y confinamiento a
las que conducen sus misceláneas actitudes. Tiempos sobre todo de invencible
sordera –porque sordera es lo que hay y sordera es desamor.
Cuando
a su vez se alcanza tal extremo suele producirse cíclicamente una inversión:
una vuelta a los valores, un regreso a la tradición, un retorno a un centro más
estable de la persona que trae a su vez aparejada la liberación.
Toca
ahora marchar por los vericuetos del camino, por la senda que lleva al país
quebrado y de los lugares ásperos, estudiando al contemplar su panorama las
figuras de la rebeldía, buscando en ellas las notas esenciales de los actos
vergonzosos y reprobables del rebelde o que tienen desde un punto de vista
moral justificación.
Vergüenza
es palabra derivada de “verecundia”, y tiene el sentido de reserva, pudor, pero
también de respeto. Se trata así de un sentimiento que mueve al hombre a no
trasgredir los límites, a no ir más allá de las normas, a contenerse
modestamente, a cumplir con el deber en una palabra, en todo y del todo.
Aspiración a la perfección y a la grandeza, la vergüenza se relaciona entonces
con el sentido de la reverencia, a inclinarse, pues, en símbolo de lealtad ante
las figuras más altas o dignas de respeto, que por proteger un valor o una
causa se encuentra precisamente al frente, presidiendo en su sede a un agrupo o estando sentado al
frente –cosa que implica cierta liturgia y cierta solemnidad que nacen
espontáneamente del sentimiento mismo de deber, las cuales puede por supuesto
falsificarse y vaciarse en el mero ritualismo inane o en el formalismo de la
palabra huera.
Nuestro
tiempo puede caracterizarse por la angustia de la inmanencia. Tiempos
inmanentistas son los nuestros, que se agotan en si mismos sin trascendencia
posible y que así se angostan, se estrechan, presionando y de deprimiendo a las
personas, las cuales reaccionan muchas veces con movimientos de fuga o de
embotamiento, en una marcha hacia los extremos y excéntricos de la propia
personalidad.
El
moderno inmanentismo es, en efecto uno de los grandes caracteres de la edad
contemporánea. Su manifestación a su vez más característica es la llamada
“Tradición de la Ruptura”, que halla su expresión más aplaudida en las
vanguardias estéticas contemporáneas, pero no sólo en ellas, sino que es un
rasgo sobresaliente y acaso predominante del pensamiento contemporáneo.
Excentricidad
y extremismo propios a la extremosidad de nuestro tiempo cuya presión no sólo
histórica sino también generacional
lleva inevitablemente al abuso y a la trasgresión de límites, desechando
así o desoyendo los consejos de la moralidad tradicional –llevando por tanto
pues o a la apostasía o la indiferencia total en materia de religión, postura
que se presenta como un terreno fértil para abonar las semillas inconscientes
de un oscuro paganismo.
La
rebeldía aplaudida y agasajada de ambiciosos, oportunistas de toda laya, de los
agitadores agitados y de los adelantados de la modernidad conduce, sin embargo,
a la enajenación, a la alienación del hombre –que es precisamente el extravío
de la persona: perder la oportunidad de reconocerse. Así, si el imperativo
filosófico prescribe conocerse a uno mismo, encontrar el propio límite para
alcanzar nuestras potencialidades de universalidad, implica también respetar el
valor y a uno mismo. Por el contrario, el desconocimiento, el extravío de la
propia personalidad implican perder el respeto a lo valor, el haber sido
derrotados en la batalla por preservarlo, impotentes de resistir a las fuerzas
que intentan erosionarlo o minarlo, y
por tanto una cierta cobardía, donde se pierde el respeto debido a uno mismo.
Todo
ello da a colación el doloroso extravío del ser humano. Por más que sea humano
revolcarse el propio error ello no constituye sino un callejón sin salida, del
que no cabe salir sino echando marcha atrás.
El
rebelde contemporáneo da la impresión de querer tomar el cielo por asalto –ya
sea para tomar un lugar, usurpar el poder o imponer jerarquías o falsas o
arbitrarias, corrompiendo por tanto o anulando de alguna manera el sentimiento
de respeto. Pues se encuentra siempre latente el intento de la rebelión de los
abajo, de los moralmente inferiores, de los subnormales e infradotados –cuyo
espacio topológico es precisamente el infierno, es decir, lo que se haya más
abajo. Mundo, pues, donde el infierno sube pero el cielo no baja, cuya
manifestación más notable es el autoritarismo y la prohibición –por un lado, el
abuso de autoridad debido a la usurpación del comando, por el otro el miedo que
inmediatamente engendra reglas para lograr un espacio protector cerrado y
amurallado.
Su
figura es la del dictador, y paralelamente la del adoctrinador, que por un
mandato meramente formal obliga, si no al respeto de su figura (cosa muchas
veces imposible) al menos si a su obediencia, es decir, o al servilismo de la
abyección o la manipulación técnica de los automatismos psicológicos. Porque si
bien es cierto no puede haber mando sin obediencia, puede sin embargo haberlo
sin sentimiento de respeto
La
rebeldía puede caracterizarse por principio como una especie de subjetivismo
extremo, donde se confunde la autonomía de la voluntad (consistente en la no
cohersión exterior de nuestros actos, que han de ser voluntarios y libres), con
el capricho personal, con el hacer la “gana”, la propia conveniencia, que es
una especie de anarquía de la conducta moral.
Voluntad
al garete, el rebelde niega una tradición, guiada sólo o por la conformidad de
la convención social y sus lugares comunes asociados de cómoda complicidad
(presiones históricas y generacionales) o por la conveniencia personal dictada
por el egoísmo. En ambos casos dando como resultado almas esquivas, evasivas de
la realidad objetiva, en un subjetivismo tendiente a escabullirse de la propia
responsabilidad moral –sumiéndose ya en la mas de lo subpersonal, ya en el
aislamiento del confinamiento existencial. Mundo de automatizados robots, de
existencialistas anárquicos, de enajenados, de excéntricos vanguardistas o de
cabezas… de ganado en los que se delata un hoyo en la conciencia moral: vivir
en ausencia del sentimiento de respeto –dado también por ello mismo el cuadro
tanto del hombre de doble ánimo o dubitativo, como del inconstante o del franco
ausentismo.
Nada
más característico del rebelde que el intento de abolir una jerarquía para
inmediatamente reclamar a todas luces la autoridad y tomar su lugar, diciendo
perder lo que ha todas luces intentan ganar o confiscar –ejemplos, la
vanguardia que se alza contra la tradición y la academia para acabar siendo un
academicismo más, reclamando incluso un lugar en la tradición; otro, el del
rebelde agasajado que termina por no hacer sino una carrera política;
finalmente, el del hereje metido a redentor.
Sin
embargo, vale la pena recordar la estructura del infierno, ese lugar destinado
a los rebeldes, donde cada demonio le dice al otro: “Non serviam” –es decir, no
seré siervo.
[1]
Albert Einstein,
“Decadencia moral”, en Mi Vida y mi Pensamiento. Ed. Dante, Mérida, Yucatán.
México, 1987. Pág. 14. Ver también la nota “Ciencia y Religión”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario