domingo, 24 de julio de 2016

Educación y Reforma del Entendimiento: Figuras de la Mala Educación: sobre el Libertino (10a Parte) Por Alberto Espinosa Orozco (10a Parte)

Educación y Reforma del Entendimiento:
Figuras de la Mala Educación: sobre el Libertino
Por Alberto Espinosa Orozco
(10a Parte)

“Tengo mis vicios y mis virtudes en equilibrio perfecto:
un vicio más y me inclinaría definitivamente por los vicios.”
Julio Torri




Antes de despedirnos del tipo inmoral del descarado hay que agregar, a manera de repaso o de recapitulación, que se trata del hombre que ha optado por borrar su rostro para escabullirse de cualquier situación que lo comprometa, no queriendo así dar nunca la cara. Ser despersonalizado que propiamente carece de identidad, que no es ni puede entrar a ningún lugar, a ningún ámbito del espíritu, manteniéndose siempre a considerable distancia, fuera, a la manera de un lejano espectador; que a nada pertenece tampoco, siendo la suya un alma débil, propiamente pusilánime, que prefiere la inacción a quedar avergonzado delante de los otros por la somera penetración de sus tareas, siempre más o menos superficiales, incompletas, dispersas y, sobre todo, roídas por la fantasía de un delirante y extremo subjetivismo –que sin embargo, está vacío, pues todo se reduce al mundo del deseo, imantado en su querer por la feroz urgencia de la materia y por el mundo de las apariencias y las ilusiones, es decir, por la vanidad -la cual al resultar sobreabundante quisiera hacer pasar como mérito, como orgullo, exhibiendo por tanto en su trato una apariencia jactanciosa, arrogante, hinchada, pero que al carecer de toda consistencia pronto se desinfla de nuevo en la niebla de la pusilanimidad.
Hombre sin principios, ni nobleza, ni moral alguna, carente por tanto de todo sentimiento auténticamente social, su fingida filantropía no atiende sino a un esquema primario de acción, pues sólo sabe moverse instintivamente por mor de su mera conveniencia, tocando entonces un caso vergonzante del egoísmo: el del convenenciero –por más que se gusto lo lleve en incontables ocasiones a hacer lo que no conviene, lo que no es de provecho. Es por ello también y todo el tiempo el tipo psicológico del volteado, el del hombre fraudulento que quiera vernos la cara al pasarse de listo, fingiendo así todo el tiempo una cara que propiamente hablando no tiene a la vez que quiere hacer pasar el gato por liebre. Se trata así también del hombre que expide u otorga licencias, que invita a trasgredir los límites, entablando con ello una guerra soterrada contra las normas, contra la ley, contra la moral, deseando íntimamente la máxima impunidad por sus fechorías: que es la del vicio premiado, triunfante. Hombre que no sólo no tiene principios, sino que quisiera o borrarlos del mapa o invertirlos, voltearlos en una especie de consenso socialmente admitido, para ganar así el fervor del público, de los adeptos, a los que desea embaucar para que sigan la corriente de sus bizarras locuras insaciables, por lo que no es infrecuente que termine trabando alianza en asociaciones delictuosas que se regodean en las conductas moralmente ilícitas del adulterio, de la fornicación, de la orgía, por lo que esencialmente es también el hombre de la impudicia: el libertino.
Porque la desvergüenza del descarado estriba, en efecto, en no tener cara con que hablar ni de estética ni de moral, por ser sus acciones invertidas, por sus feas maneras, no sólo de mal gusto sino incluso volteadas: corruptoras del sentimiento de la sensibilidad. Aún así el descarado habla… y no sólo, sino que quisiera adoctrinar: llenar con su pobre palabra y su alma envilecida un espacio vacío; y a la vez queriendo irrefrenablemente comandar, dictar normas, dirigir… pontificar –llevándose por supuesto entre las patas a los inocentes cretinos que le siguen haciéndole de tal modo el caldo gordo, por carentes a fin de cuentas de personalidad, de posición, de valor, de especias, y muy precisamente de rectitud moral, de verticalidad.
Vale la pena agregar aquí su variante más patética: la del “risotas”, la del hombre que sustituye su rostro perdió por una perenne risotada idiota, que esgrime en toda ocasión a cambio de la palabra, haciéndose pasar así si no por un ser feliz, jocundo, creativo, pleno, realizado, al menos por ligero, pero siendo su insoportable ligereza en realidad no tanto materia de frivolidad, sino de una total carencia de espíritu (perdida neumática de la liberad). Su expresión mímica de la risa, sin embargo, al no tener objeto propio, al no apuntar a nada que sea cómico, ingenioso o risible, resulta ambigua por ser a su vez doble, hablándonos más bien del estado emocional propio de la caída que, por su fuerza descendente, produce sensaciones de explícito cosquilleo y temor interno, los cuales traduce el sujeto en términos de visibles temblores estomacales y en toda ocasión bajo la forma compulsiva de la risa -que, por decirlo así, lo deja sin cara, con menos que una máscara o una careta por rostro, sino apenas con una figura sonora de risa, desencarnada, paupérrima, que flota abstracta, al modo del Gato de Chesseare, fantasmalmente en el aire.
En cifra y resumen: el descarado toca un extremo de lo subhumano, pues no lleva propiamente nada dentro que no sea su ampulosa vanidad, que no sea su gusto particularísimo: el impulso de su vientre a seguir creciendo, queriendo hacer siempre su capricho, su gana, su soberana y regalada gana. Su vida se resuelve así en una mascarada inútil pues detrás de su cremosa cara no habita en realidad nadie, identificándose así con ninguno –cosa que al llenarlo de pavor quisiera volcar sobre los otros, siendo por antonomasia el hombre del ninguneo, del desprecio y de la exclusión del prójimo. Ser evasivo y amorfo, políticamente anárquico, agnóstico en materia de religión, el descarado va por la vida zozobrando, primero hundiéndose abyectamente al amoldarse, sobajarse, rebajarse e incuso arrastrarse ante otros para lograr sus propósitos, recuperando después el tono vital perdido en tal desequilibrios mediante intermitentes expresiones de soberbia, estando siempre necesitados de reclutar socios al su alrededor…  para negarles luego la sociedad. Así el descarado, oscilante entre el desmayo y la dominación, es no sólo el libertino, sino también el disoluto, el ser que se disuelve en un magma amorfo al no estar determinado en lo absoluto por su razón, sino por los móviles más bajos del alma humana, por el deseo o por el mundo – siendo sus conductas (que van del prometer en vano y el dorar la píldora a otros agravios y crímenes de mayor fuste: asechanzas, fraudes, adulterios, incitación al comunismo de salón, y demás lindezas) disolventes finalmente de la sociedad misma.
Nada hay más adverso no ya digamos que al hombre del recato, de la continencia, del pudor, del respeto, del decoro, de la santidad, sino a toda sociedad de fe trascendente que el descarado –detrás de cuya sonrisa raída, de su espolvoreada careta, de su troquelado gesto amable, se encuentra el nihilismo activo del libertino, del licencioso que, al regalar permisos a diestra y valiéndose de la indignación de la izquierda, manifiesta una urgencia por la temporalidad, por la fuga del tiempo, que irremediablemente pierde, que lo condena también no sólo a la finitud, sino al vacío; pues lo que se va en el tiempo a él mismo se lo lleva, quedando en nada como la arena que no puede ser retenida entre las manos, disimulando con su cara de nadie, con su rostro vacío, su insoportable, indesprendible, constitutiva angustia, ya que dentro de sí tan sólo se debaten la desesperación y la nada.
Su ruptura con la tradición, su carecer por tanto de ella, lo lanza así a la barbarie moderna de las místicas inferiores, orgiásticas, negras, pues al romper con la ley y con el pueblo que hace lo que  la ley prescribe, no puede sino trabar una alianza de contrario signo: con las naderías del tiempo, con la cultura histórica, con los hombres dormidos,  pues, o con la muerte que tales instancias del ciego devenir representan –corrompiendo así el gusto y a los mismos jóvenes del grupo, por su agónico afán por invertir las jerarquías e introducir en sus consciencias el degradado culto de un oscuro paganismo que sólo puede conducir al sufrimiento.
El descarado, al igual que el caradura, pertenece por derecho propio, junto con el pendejo, el culero, el pelado, el crápula y el lépero, a la nutrida jauría de lo que se podría denominar “la escuela de los cínicos”. Se trata, así, de una serie de subformas de la rebeldía que entrañan una peculiar ceguera para los valores (al igual que el positivismo, el abstraccionismo y el cientificismo), empezando por el valor de la persona, ya sea ello fruto de la ignorancia, del desconocimiento o de la locura controlada. Porque el rebelde al no distinguir entre el bien y el mal, y lo que es más radical entre el ser y la nada, termina tarde o temprano, por ser llevado a la huerta, para ser un tonto coptado más, por ser esclavo de su propia subjetividad, del alma inferior o de los instintos –estando por tanto sordo a los imperativos de la ley moral, permitiendo y aún exaltando el inmoralismo contemporáneo, que quiera ver triunfante al vicio y, como consecuencia lógica, castigada la virtud. De tal modo que hay una brincadera de chapulines de uno a otro lado, aprovechando el espíritu reaccionario para aparentar, con sus constantes desplazamientos, estar del lado correcto, premiando al rebelde y haciendo pasar la resistencia y aún la mera buena fe como si ésta fuese la rebeldía, para de tal forma socavarla, deslegitimarla, descarrilarla o llanamente par reprimirla. Es por ello que su máxima añagaza estriba en un engaño: infectar de rebeldía a la resistencia, levantándola volviéndola rebelde, para así trabar alianzas con ella o para luego de desactivarla descartarla.  
La caracterización del alma rebelde es así también la del existencialismo contemporáneo: del hombre mortalmente hostil  las esencias, para el cual toda naturaleza le es extraña, donde sin embargo se da la petrificación y el olvido real del ser, tan propio de la los desmemoriados vanguardistas postmodernos que si bien pueden existir, en cambio no pueden filosofar al ser pura y simplemente de hecho, hundidos en la pura existencia y sin razón de ser, sin interesarles realmente que razones dar, sin importarles un comino tener razón –hasta llegar al extremo de definir al hombre sólo por su historicidad, sólo por su temporalidad, renegando de toda otra naturaleza, de toda esencia, y al ser el único ser sin naturaleza, sin esencia, quedar preso del inmoralismo, del irracionalismo y del inmanentismo contemporáneo donde se postula al hombre como un mero mercenario del cosmos que intentará a partir de su vulgaridad o su extravío postular una cultura inferior, por contradictoria, apelando para ello a las doctrinas de la violencia y de la guerra (haciendo paradójicamente con ello de la reacción un dogma y hasta una revolución; terminando su espectacular pero endeble castillo de naipes al hacer de la revolución social una institución y de ésta un burocratismo).
    Hombres de lenguaje impuro, de lengua impura, que es también la lengua impúdica, la lengua de la impudicia, que exhibe lo que más valdría esconder, lo que es material de la escoria, y que en circunstancias normales es más bien causa de vergüenza –vuelto a tal grado sólito que muestra a las claras la convivencia diaria con la impudicia, con la desvergüenza, vindicando con ello ese naturalismo repugnante al que hemos llegado, tan de cínicos, tan de vivir a raíz, tan exhibicionista, tan despojado de todo símbolo, en el que sólo pululan fragmentos deshilachados de inconsciente bajo la forma de signos fragmentados, los cuales hacen alusión a su vez a sentimientos cada vez más ápticos, más toscos, más vulgares, más torales, más primitivos o meramente sensaciones, entrañables, más viscerales y por tanto también más dolorosos -donde puede verse claramente la sintomatología de una interioridad roída por el dolor, acosada por el sufrimiento, en medio de la cual late la yaga pútrida del error o de la estulticia. 
El hombre rebelde es, en efecto, el hombre de cabeza de hierro que no quiere abrir sus oídos –pasando de la incredulidad a la burla, y alejándose por tanto del hombre justo, leal, honesto. Su último grado se encuentra entonces en el necio, en el siniestro, particularmente alejados de la verdad, pecador, metido en cosas torcidas, que no es recto, que termina por caracterizarse por suplicar a dioses hechos de madera (idolatría) –sucintado con ello la ira de Dios, a quien ofende al alejarse de sus caminos, y que serán por tanto arrojados a la vergüenza, a la ignominia, donde se mostrarán a todos la gravedad de sus faltas. Hombres que se encuentran también en extremo conflicto con aquellos hacedores de la ley –que aunque no tengan la ley son ley, y que serán justificados porque escucharon la ley.                                                                
Se trata en el fondo de dos tipos humanos divergentes: el hombre constitutivamente irreligioso, incrédulo, que vive sin temor de Dios, que se deshace de Dios más que en el ateísmo en la indiferencia en materia de religión, que se libera así de Dios precisamente porque la mera idea de Dios le estorba, le atormenta, que es propiamente el hombre irreligioso, que tampoco por tanto ve necesidad alguna de estar justificado pro la ley moral, a la que bien a bien tampoco reconoce; y el hombre religioso, que tiene necesidad de creer, de orar, de tener una relación de cercanía con Dios, porque necesita que su fe en Él lo salve, que por tanto tiene busca su justificación en la ley moral –que es el núcleo de la misma religión cristiana.
Por un lado, pues, en el mismo rango que el descarado o un peldaño más abajo se encuentran toda esa caterva de transgresores, infractores, culpables ante la ley, facinerosos, inicuos, inmorales, injustos, concupiscentes, mentirosos, negadores de Dios, que ni cumplen con el sentimiento de respeto, en su extremo perdiendo todo sentimiento de vergüenza, cayendo por tanto en la falta de recato, de decencia y en el exhibicionismo o en la impudicia; es decir, que habiendo conocido la aguas del Jordán que van hacia arriba, que es el espíritu, regresaron a Egipto, que es el cuerpo, para saciar sus concupiscencias –que siendo y sabiéndose espirituales prefirieron abrazar su naturaleza meramente psíquica.
Porque si el hombre es un animal metafísico que es lo es por tener un alma que puede, quemando la escoria del alma inferior y refinando el alma superior, entrar en una relación con es espíritu –o dejar de tenerla, como tantos y tantos ya no digamos individuos, sino pueblos enteros pervertidos por el paganismo. Por lo que tales individuos, no ya digamos naciones, resultan pobres, escasamente humanos, por negadores conscientes de una exclusiva humana, que resulta la máxima, por coronar el sistema de la filosofía y ser a su vez la categoría misma del ideal (que es la santidad). Porque, a fin de cuentas, el hombre es ese extraño animal, ese ángel caído, que quiere tener una relación con el espíritu, que anhela una comunicación, una relación con el espíritu de la vida, de la luz, y que por tanto piensa en Dios –o que por el contrario se rebela, niega a Dios, al ser tentado por los tenebrismos del diablo o manipulado por la bestia, esas presencias inscritas también en nuestra naturaleza (pecado original)  con loa que todos los seres humanos, de alguna manera o de otra, combatimos.
   Pero el ser metafísico que es el hombre lo es esencialmente también por ser el animal menesteroso de justificación que es, el animal que necesita justificar su trayectoria en el mundo, su ser, su propia vida –ante una instancia externa, social, moral, o incluso teológica, pero que finalmente vuelve reflexivamente sobre si mismo, para intentar mostrar ante el tribunal de la vida el poder estar justificado ante… si mismo. O dicho de otra manera: el hombre es el animal metafísico que es porque requiere justificar su vida moralmente y esencialmente ante sí mismo, ante su propio juicio.
Así, el punto de inflexión de la vida moral y de toda la metafísica estriba enteramente en el respeto que cada uno tenga respecto de sí mismo;… o no, como es el caso de la vergüenza, y maximente en el del desvergonzado, que si le ha perdido el respeto a los otros es porque primero ha tenido que perderse el respeto a sí mismo.
Tal carácter permanece vivo en el hombre y se expresa de manera inequívoca en el deseo del hombre de ser educado: en el prestar atención, en no ser negligente, sino diligente, en tener oídos para escuchar las indicaciones, en el tomar nota y estar pronto para  obedecer -guiado exclusivamente por la tradición y el puro sentimiento del deber moral, o el criterio de la justicia. Es decir, en tener buena leche: leche de sentido, hambre de humanidad. En una palabra: dirigiendo sus obras por el bien hacer, por ser un bienhechor, buscando con ello la honra del espíritu y la gloria del bien –y al que Dios premiará con la paz y con la vida eterna. Porque, en efecto, el hombre justificado no es otro que el que obra el bien, que guarda la ley porque la ley está en inscrito en su corazón y que tiene como testimonio a su consciencia (confesándose y excusándose los hermanos unos a otros sus pecados), que son los circuncisos del espíritu.
Por el contrario, el hombre carente de justificación, es el que condena al congénere por faltas que el mismo comete; el que predica no robar y roba, no adulterar y adultera; que obra lo malo, lo hace lo que no aprovecha; que comete sacrilegios ante los ídolos, que al transgredir deshonra a Dios, o que llanamente es rebelde ante la ley –atrayendo tribulación y angustia, y por su duro corazón, finalmente en el día del juicio, la ira d Dios (Romanos, 2: 6-29).
O dicho con otra formulación: el hombre justificado es el hombre verdaderamente libre, capaz de ser responsable, de poder responder ante la vida y ante cada uno de los actos por él realizados: de acción, de pensamiento, de palabra y omisión –por más que bien a bien no hay hombre sin falta, no haya hombre enteramente recto, justo, pero que por lo mismo encuentra en la libertad responsable, en el sentimiento de la vergüenza, el valor de dar la cara, de no esconderla, para así poder afrontar la propia responsabilidad con todo su peso, para poder ser disculpado, sanado de sus yerros, y al expiar su culpa poder estar purificado, salir de la desgracia, (que es un estado ontológico), y entrar de nuevo en la gracia de Dios (que es la entrada en un ámbito, en una apertura: la puerta o la apertura del espíritu).

El oximoron de la libertad irresponsable sólo puede salvarse si se habla de  la oscura claridad, de la luz negra, producida por una libertad entendida en términos de los máximos derechos conquistados (de pensamiento, de los instintos individuales), es decir de la libertad contractual, de esa especie de derecho de paso que en nada compromete, que en nada responsabiliza, teniendo por tanto muy poco que ver con el problema de la libertad en sí -que es básicamente el ser responsable para con uno mimo. El derecho a la libertad, conquistado por la Revolución Francesa, no es sino aquella libertad exterior, automática, que funciona como un mero permiso de circulación, como algo otorgado por otro, que por tanto no compromete a la persona; mientras que la verdadera libertad significa poder responder a cada acto que uno realiza en la vida, en el sentido positivo de volverla fértil, creativa. En cambio una libertad descendente, fracasada, es la de la vida que al no aceptar cambio alguno, ni diálogo, ni verdadera pluralidad, mutila, moviéndose por exclusiones viscerales, o por inapelables automatismos, lo que viene más bien a ser la definición misma de la esclavitud. precisamente por ignorar el sentido propio de la libertad responsable, ascendente. Ignorancia que es el fondo que se intenta justificar cuando los demagogos, cuando los ideólogos, hablan de libertad: es decir, de renunciar a la libertad en beneficio de los derechos; pero del derecho de ser libre no puede sacarse provecho alguno si por ello se entiende cumplir con actos que no pueden ser sancionados -lo que se parece más al derecho a actuar impunemente, lo cual evidentemente no puede significar ser libre.




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