Educación
y Reforma del Entendimiento:
Figuras
de la Mala Educación: sobre el Libertino
Por
Alberto Espinosa Orozco
(10a
Parte)
“Tengo mis vicios y mis virtudes en equilibrio
perfecto:
un vicio más y me inclinaría definitivamente por los
vicios.”
Julio Torri
Antes
de despedirnos del tipo inmoral del descarado hay que agregar, a manera de
repaso o de recapitulación, que se trata del hombre que ha optado por borrar su
rostro para escabullirse de cualquier situación que lo comprometa, no queriendo
así dar nunca la cara. Ser despersonalizado que propiamente carece de
identidad, que no es ni puede entrar a ningún lugar, a ningún ámbito del
espíritu, manteniéndose siempre a considerable distancia, fuera, a la manera de
un lejano espectador; que a nada pertenece tampoco, siendo la suya un alma
débil, propiamente pusilánime, que prefiere la inacción a quedar avergonzado
delante de los otros por la somera penetración de sus tareas, siempre más o
menos superficiales, incompletas, dispersas y, sobre todo, roídas por la
fantasía de un delirante y extremo subjetivismo –que sin embargo, está vacío,
pues todo se reduce al mundo del deseo, imantado en su querer por la feroz
urgencia de la materia y por el mundo de las apariencias y las ilusiones, es
decir, por la vanidad -la cual al resultar sobreabundante quisiera hacer pasar
como mérito, como orgullo, exhibiendo por tanto en su trato una apariencia
jactanciosa, arrogante, hinchada, pero que al carecer de toda consistencia
pronto se desinfla de nuevo en la niebla de la pusilanimidad.
Hombre
sin principios, ni nobleza, ni moral alguna, carente por tanto de todo
sentimiento auténticamente social, su fingida filantropía no atiende sino a un
esquema primario de acción, pues sólo sabe moverse instintivamente por mor de
su mera conveniencia, tocando entonces un caso vergonzante del egoísmo: el del
convenenciero –por más que se gusto lo lleve en incontables ocasiones a hacer
lo que no conviene, lo que no es de provecho. Es por ello también y todo el
tiempo el tipo psicológico del volteado, el del hombre fraudulento que quiera
vernos la cara al pasarse de listo, fingiendo así todo el tiempo una cara que
propiamente hablando no tiene a la vez que quiere hacer pasar el gato por
liebre. Se trata así también del hombre que expide u otorga licencias, que
invita a trasgredir los límites, entablando con ello una guerra soterrada
contra las normas, contra la ley, contra la moral, deseando íntimamente la
máxima impunidad por sus fechorías: que es la del vicio premiado, triunfante.
Hombre que no sólo no tiene principios, sino que quisiera o borrarlos del mapa
o invertirlos, voltearlos en una especie de consenso socialmente admitido, para
ganar así el fervor del público, de los adeptos, a los que desea embaucar para
que sigan la corriente de sus bizarras locuras insaciables, por lo que no es
infrecuente que termine trabando alianza en asociaciones delictuosas que se
regodean en las conductas moralmente ilícitas del adulterio, de la fornicación,
de la orgía, por lo que esencialmente es también el hombre de la impudicia: el
libertino.
Porque
la desvergüenza del descarado estriba, en efecto, en no tener cara con que
hablar ni de estética ni de moral, por ser sus acciones invertidas, por sus
feas maneras, no sólo de mal gusto sino incluso volteadas: corruptoras del
sentimiento de la sensibilidad. Aún así el descarado habla… y no sólo, sino que
quisiera adoctrinar: llenar con su pobre palabra y su alma envilecida un
espacio vacío; y a la vez queriendo irrefrenablemente comandar, dictar normas,
dirigir… pontificar –llevándose por supuesto entre las patas a los inocentes
cretinos que le siguen haciéndole de tal modo el caldo gordo, por carentes a
fin de cuentas de personalidad, de posición, de valor, de especias, y muy
precisamente de rectitud moral, de verticalidad.
Vale
la pena agregar aquí su variante más patética: la del “risotas”, la del hombre
que sustituye su rostro perdió por una perenne risotada idiota, que esgrime en
toda ocasión a cambio de la palabra, haciéndose pasar así si no por un ser
feliz, jocundo, creativo, pleno, realizado, al menos por ligero, pero siendo su
insoportable ligereza en realidad no tanto materia de frivolidad, sino de una
total carencia de espíritu (perdida neumática de la liberad). Su expresión
mímica de la risa, sin embargo, al no tener objeto propio, al no apuntar a nada
que sea cómico, ingenioso o risible, resulta ambigua por ser a su vez doble,
hablándonos más bien del estado emocional propio de la caída que, por su fuerza
descendente, produce sensaciones de explícito cosquilleo y temor interno, los
cuales traduce el sujeto en términos de visibles temblores estomacales y en
toda ocasión bajo la forma compulsiva de la risa -que, por decirlo así, lo deja
sin cara, con menos que una máscara o una careta por rostro, sino apenas con una
figura sonora de risa, desencarnada, paupérrima, que flota abstracta, al modo
del Gato de Chesseare, fantasmalmente en el aire.
En
cifra y resumen: el descarado toca un extremo de lo subhumano, pues no lleva
propiamente nada dentro que no sea su ampulosa vanidad, que no sea su gusto
particularísimo: el impulso de su vientre a seguir creciendo, queriendo hacer
siempre su capricho, su gana, su soberana y regalada gana. Su vida se resuelve
así en una mascarada inútil pues detrás de su cremosa cara no habita en
realidad nadie, identificándose así con ninguno –cosa que al llenarlo de pavor
quisiera volcar sobre los otros, siendo por antonomasia el hombre del ninguneo,
del desprecio y de la exclusión del prójimo. Ser evasivo y amorfo,
políticamente anárquico, agnóstico en materia de religión, el descarado va por
la vida zozobrando, primero hundiéndose abyectamente al amoldarse, sobajarse,
rebajarse e incuso arrastrarse ante otros para lograr sus propósitos,
recuperando después el tono vital perdido en tal desequilibrios mediante
intermitentes expresiones de soberbia, estando siempre necesitados de reclutar
socios al su alrededor… para negarles
luego la sociedad. Así el descarado, oscilante entre el desmayo y la dominación,
es no sólo el libertino, sino también el disoluto, el ser que se disuelve en un
magma amorfo al no estar determinado en lo absoluto por su razón, sino por los
móviles más bajos del alma humana, por el deseo o por el mundo – siendo sus
conductas (que van del prometer en vano y el dorar la píldora a otros agravios
y crímenes de mayor fuste: asechanzas, fraudes, adulterios, incitación al
comunismo de salón, y demás lindezas) disolventes finalmente de la sociedad
misma.
Nada
hay más adverso no ya digamos que al hombre del recato, de la continencia, del
pudor, del respeto, del decoro, de la santidad, sino a toda sociedad de fe
trascendente que el descarado –detrás de cuya sonrisa raída, de su espolvoreada
careta, de su troquelado gesto amable, se encuentra el nihilismo activo del
libertino, del licencioso que, al regalar permisos a diestra y valiéndose de la
indignación de la izquierda, manifiesta una urgencia por la temporalidad, por
la fuga del tiempo, que irremediablemente pierde, que lo condena también no
sólo a la finitud, sino al vacío; pues lo que se va en el tiempo a él mismo se
lo lleva, quedando en nada como la arena que no puede ser retenida entre las
manos, disimulando con su cara de nadie, con su rostro vacío, su insoportable,
indesprendible, constitutiva angustia, ya que dentro de sí tan sólo se debaten
la desesperación y la nada.
Su
ruptura con la tradición, su carecer por tanto de ella, lo lanza así a la
barbarie moderna de las místicas inferiores, orgiásticas, negras, pues al
romper con la ley y con el pueblo que hace lo que la ley prescribe, no puede sino trabar una
alianza de contrario signo: con las naderías del tiempo, con la cultura
histórica, con los hombres dormidos,
pues, o con la muerte que tales instancias del ciego devenir representan
–corrompiendo así el gusto y a los mismos jóvenes del grupo, por su agónico
afán por invertir las jerarquías e introducir en sus consciencias el degradado
culto de un oscuro paganismo que sólo puede conducir al sufrimiento.
El
descarado, al igual que el caradura, pertenece por derecho propio, junto con el
pendejo, el culero, el pelado, el crápula y el lépero, a la nutrida jauría de
lo que se podría denominar “la escuela de los cínicos”. Se trata, así, de una
serie de subformas de la rebeldía que entrañan una peculiar ceguera para los
valores (al igual que el positivismo, el abstraccionismo y el cientificismo),
empezando por el valor de la persona, ya sea ello fruto de la ignorancia, del
desconocimiento o de la locura controlada. Porque el rebelde al no distinguir
entre el bien y el mal, y lo que es más radical entre el ser y la nada, termina
tarde o temprano, por ser llevado a la huerta, para ser un tonto coptado más,
por ser esclavo de su propia subjetividad, del alma inferior o de los instintos
–estando por tanto sordo a los imperativos de la ley moral, permitiendo y aún
exaltando el inmoralismo contemporáneo, que quiera ver triunfante al vicio y,
como consecuencia lógica, castigada la virtud. De tal modo que hay una
brincadera de chapulines de uno a otro lado, aprovechando el espíritu
reaccionario para aparentar, con sus constantes desplazamientos, estar del lado
correcto, premiando al rebelde y haciendo pasar la resistencia y aún la mera
buena fe como si ésta fuese la rebeldía, para de tal forma socavarla,
deslegitimarla, descarrilarla o llanamente par reprimirla. Es por ello que su
máxima añagaza estriba en un engaño: infectar de rebeldía a la resistencia,
levantándola volviéndola rebelde, para así trabar alianzas con ella o para
luego de desactivarla descartarla.
La
caracterización del alma rebelde es así también la del existencialismo
contemporáneo: del hombre mortalmente hostil
las esencias, para el cual toda naturaleza le es extraña, donde sin
embargo se da la petrificación y el olvido real del ser, tan propio de la los
desmemoriados vanguardistas postmodernos que si bien pueden existir, en cambio
no pueden filosofar al ser pura y simplemente de hecho, hundidos en la pura
existencia y sin razón de ser, sin interesarles realmente que razones dar, sin
importarles un comino tener razón –hasta llegar al extremo de definir al hombre
sólo por su historicidad, sólo por su temporalidad, renegando de toda otra
naturaleza, de toda esencia, y al ser el único ser sin naturaleza, sin esencia,
quedar preso del inmoralismo, del irracionalismo y del inmanentismo
contemporáneo donde se postula al hombre como un mero mercenario del cosmos que
intentará a partir de su vulgaridad o su extravío postular una cultura
inferior, por contradictoria, apelando para ello a las doctrinas de la violencia
y de la guerra (haciendo paradójicamente con ello de la reacción un dogma y
hasta una revolución; terminando su espectacular pero endeble castillo de
naipes al hacer de la revolución social una institución y de ésta un
burocratismo).
Hombres de lenguaje impuro, de lengua
impura, que es también la lengua impúdica, la lengua de la impudicia, que
exhibe lo que más valdría esconder, lo que es material de la escoria, y que en
circunstancias normales es más bien causa de vergüenza –vuelto a tal grado
sólito que muestra a las claras la convivencia diaria con la impudicia, con la
desvergüenza, vindicando con ello ese naturalismo repugnante al que hemos
llegado, tan de cínicos, tan de vivir a raíz, tan exhibicionista, tan despojado
de todo símbolo, en el que sólo pululan fragmentos deshilachados de
inconsciente bajo la forma de signos fragmentados, los cuales hacen alusión a
su vez a sentimientos cada vez más ápticos, más toscos, más vulgares, más
torales, más primitivos o meramente sensaciones, entrañables, más viscerales y
por tanto también más dolorosos -donde puede verse claramente la sintomatología
de una interioridad roída por el dolor, acosada por el sufrimiento, en medio de
la cual late la yaga pútrida del error o de la estulticia.
El
hombre rebelde es, en efecto, el hombre de cabeza de hierro que no quiere abrir
sus oídos –pasando de la incredulidad a la burla, y alejándose por tanto del
hombre justo, leal, honesto. Su último grado se encuentra entonces en el necio,
en el siniestro, particularmente alejados de la verdad, pecador, metido en
cosas torcidas, que no es recto, que termina por caracterizarse por suplicar a
dioses hechos de madera (idolatría) –sucintado con ello la ira de Dios, a quien
ofende al alejarse de sus caminos, y que serán por tanto arrojados a la
vergüenza, a la ignominia, donde se mostrarán a todos la gravedad de sus
faltas. Hombres que se encuentran también en extremo conflicto con aquellos
hacedores de la ley –que aunque no tengan la ley son ley, y que serán
justificados porque escucharon la ley.
Se
trata en el fondo de dos tipos humanos divergentes: el hombre constitutivamente
irreligioso, incrédulo, que vive sin temor de Dios, que se deshace de Dios más
que en el ateísmo en la indiferencia en materia de religión, que se libera así
de Dios precisamente porque la mera idea de Dios le estorba, le atormenta, que
es propiamente el hombre irreligioso, que tampoco por tanto ve necesidad alguna
de estar justificado pro la ley moral, a la que bien a bien tampoco reconoce; y
el hombre religioso, que tiene necesidad de creer, de orar, de tener una
relación de cercanía con Dios, porque necesita que su fe en Él lo salve, que
por tanto tiene busca su justificación en la ley moral –que es el núcleo de la
misma religión cristiana.
Por
un lado, pues, en el mismo rango que el descarado o un peldaño más abajo se
encuentran toda esa caterva de transgresores, infractores, culpables ante la
ley, facinerosos, inicuos, inmorales, injustos, concupiscentes, mentirosos,
negadores de Dios, que ni cumplen con el sentimiento de respeto, en su extremo
perdiendo todo sentimiento de vergüenza, cayendo por tanto en la falta de
recato, de decencia y en el exhibicionismo o en la impudicia; es decir, que
habiendo conocido la aguas del Jordán que van hacia arriba, que es el espíritu,
regresaron a Egipto, que es el cuerpo, para saciar sus concupiscencias –que
siendo y sabiéndose espirituales prefirieron abrazar su naturaleza meramente
psíquica.
Porque
si el hombre es un animal metafísico que es lo es por tener un alma que puede,
quemando la escoria del alma inferior y refinando el alma superior, entrar en
una relación con es espíritu –o dejar de tenerla, como tantos y tantos ya no
digamos individuos, sino pueblos enteros pervertidos por el paganismo. Por lo
que tales individuos, no ya digamos naciones, resultan pobres, escasamente
humanos, por negadores conscientes de una exclusiva humana, que resulta la
máxima, por coronar el sistema de la filosofía y ser a su vez la categoría
misma del ideal (que es la santidad). Porque, a fin de cuentas, el hombre es
ese extraño animal, ese ángel caído, que quiere tener una relación con el
espíritu, que anhela una comunicación, una relación con el espíritu de la vida,
de la luz, y que por tanto piensa en Dios –o que por el contrario se rebela,
niega a Dios, al ser tentado por los tenebrismos del diablo o manipulado por la
bestia, esas presencias inscritas también en nuestra naturaleza (pecado original) con loa que todos los seres humanos, de
alguna manera o de otra, combatimos.
Pero el ser metafísico que es el hombre lo
es esencialmente también por ser el animal menesteroso de justificación que es,
el animal que necesita justificar su trayectoria en el mundo, su ser, su propia
vida –ante una instancia externa, social, moral, o incluso teológica, pero que
finalmente vuelve reflexivamente sobre si mismo, para intentar mostrar ante el
tribunal de la vida el poder estar justificado ante… si mismo. O dicho de otra
manera: el hombre es el animal metafísico que es porque requiere justificar su
vida moralmente y esencialmente ante sí mismo, ante su propio juicio.
Así,
el punto de inflexión de la vida moral y de toda la metafísica estriba enteramente
en el respeto que cada uno tenga respecto de sí mismo;… o no, como es el caso
de la vergüenza, y maximente en el del desvergonzado, que si le ha perdido el
respeto a los otros es porque primero ha tenido que perderse el respeto a sí
mismo.
Tal
carácter permanece vivo en el hombre y se expresa de manera inequívoca en el
deseo del hombre de ser educado: en el prestar atención, en no ser negligente,
sino diligente, en tener oídos para escuchar las indicaciones, en el tomar nota
y estar pronto para obedecer -guiado
exclusivamente por la tradición y el puro sentimiento del deber moral, o el
criterio de la justicia. Es decir, en tener buena leche: leche de sentido,
hambre de humanidad. En una palabra: dirigiendo sus obras por el bien hacer,
por ser un bienhechor, buscando con ello la honra del espíritu y la gloria del
bien –y al que Dios premiará con la paz y con la vida eterna. Porque, en
efecto, el hombre justificado no es otro que el que obra el bien, que guarda la
ley porque la ley está en inscrito en su corazón y que tiene como testimonio a
su consciencia (confesándose y excusándose los hermanos unos a otros sus
pecados), que son los circuncisos del espíritu.
Por
el contrario, el hombre carente de justificación, es el que condena al
congénere por faltas que el mismo comete; el que predica no robar y roba, no
adulterar y adultera; que obra lo malo, lo hace lo que no aprovecha; que comete
sacrilegios ante los ídolos, que al transgredir deshonra a Dios, o que
llanamente es rebelde ante la ley –atrayendo tribulación y angustia, y por su
duro corazón, finalmente en el día del juicio, la ira d Dios (Romanos, 2:
6-29).
O
dicho con otra formulación: el hombre justificado es el hombre verdaderamente
libre, capaz de ser responsable, de poder responder ante la vida y ante cada
uno de los actos por él realizados: de acción, de pensamiento, de palabra y
omisión –por más que bien a bien no hay hombre sin falta, no haya hombre
enteramente recto, justo, pero que por lo mismo encuentra en la libertad
responsable, en el sentimiento de la vergüenza, el valor de dar la cara, de no
esconderla, para así poder afrontar la propia responsabilidad con todo su peso,
para poder ser disculpado, sanado de sus yerros, y al expiar su culpa poder
estar purificado, salir de la desgracia, (que es un estado ontológico), y
entrar de nuevo en la gracia de Dios (que es la entrada en un ámbito, en una
apertura: la puerta o la apertura del espíritu).
El
oximoron de la libertad irresponsable sólo puede salvarse si se habla de la oscura claridad, de la luz negra,
producida por una libertad entendida en términos de los máximos derechos
conquistados (de pensamiento, de los instintos individuales), es decir de la
libertad contractual, de esa especie de derecho de paso que en nada compromete,
que en nada responsabiliza, teniendo por tanto muy poco que ver con el problema
de la libertad en sí -que es básicamente el ser responsable para con uno mimo.
El derecho a la libertad, conquistado por la Revolución Francesa, no es sino
aquella libertad exterior, automática, que funciona como un mero permiso de
circulación, como algo otorgado por otro, que por tanto no compromete a la
persona; mientras que la verdadera libertad significa poder responder a cada
acto que uno realiza en la vida, en el sentido positivo de volverla fértil,
creativa. En cambio una libertad descendente, fracasada, es la de la vida que
al no aceptar cambio alguno, ni diálogo, ni verdadera pluralidad, mutila,
moviéndose por exclusiones viscerales, o por inapelables automatismos, lo que
viene más bien a ser la definición misma de la esclavitud. precisamente por
ignorar el sentido propio de la libertad responsable, ascendente. Ignorancia
que es el fondo que se intenta justificar cuando los demagogos, cuando los
ideólogos, hablan de libertad: es decir, de renunciar a la libertad en
beneficio de los derechos; pero del derecho de ser libre no puede sacarse
provecho alguno si por ello se entiende cumplir con actos que no pueden ser
sancionados -lo que se parece más al derecho a actuar impunemente, lo cual
evidentemente no puede significar ser libre.
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