Educación
y Reforma del Entendimiento: la Confusión de los Valores
Por
Alberto Espinosa Orozco
(11a
Parte)
El
rebelde es, en efecto, el bellaco, el que hace la guerra –ya sea mediante el
levantamiento de las masas, repitiendo consignas (el ideólogo), ya sea
indirectamente, por caso so capa de luchar por una moral más laxa y permisiva,
ocultando sus motivos. En el fondo se trata de una guerra contra la moralidad, contra la ética, contra
la filosofía, contra el espíritu, incluso contra la objetividad y lo concreto,
hasta que se revela como una guerra ya no digamos contra la religión, sino
contra el mismo Dios. Nada mejor entonces que hacerse pasar por filósofos, por
moralistas, por reformadores, como el coyote aquel que va a dar a la jaula de
las gallinas, o como el cocodrilo metido a redentor –lo que ya les permite
minar los límites, las normas, desde dentro, introduciendo de tal manera la
confusión. Nada más común entonces en el rebelde que ser evasivo, que esquivar
el bulto, que no querer agarrar nunca el toro por los cuernos perdiéndose en
asuntos tangencias o en cosas vanas. Nada más sólito, también que el refugiarse
en los caprichos o en una fantasía de grandeza acuñada desde la infancia.
Por
ello el hombre rebelde es esencialmente el anarquista, quien no reconoce
ninguna autoridad ni ninguna figura de mando y respeto –refugiándose así en el
racionalismo del positivista, ciego para
los valores, apertrechándose entonces sistemáticamente en un lenguaje cerrado
(estenolenguaje), y en una sociedad cerrada, ante el cual todos los otros lenguajes
dejan inmediatamente de tener sentido –lo mismo si se trata de un código de
albures, de la lucha de clases o fórmulas lógicas bien formadas, pues en sendos
casos se da en realidad al lenguaje una función iniciática y casi mágica.
Así su refugio en la razón toma las veces de
la autonomía de la voluntad, de manera perfectamente mal entendida, pues a la
larga no se trata sino de una autonomía meramente existencial, que termina por
no distinguirse ni de las oscuras alianzas, ni del libertinaje o el permisivismo
moral, ni del capricho consistente en querer salirse siempre con la suya
–llegando a su punto de máxima confusión al tomar el non esse por el esse (o el
todo por la nada).
El
rebelde es así tanto el neurótico como el endemoniado, encontrándose una sutil
gama de enajenaciones en sus manifestaciones concretas, continum en el que cabe
destacar desde al macho mexicano hasta el bárbaro del norte, caracterizándose
todos ellos por un desequilibrio o movimiento, por un desplazamiento notable en
su escala de valores, que en casos de abierta perversidad moral, llegando a la
plena inversión o trasmutación, hallando lo dulce amargo y lo amargo dulce,
alejándose por tanto de país del agua donde el plomo tiene siempre el mismo
sabor.
Sus
figuras, así constituyen legión: desatentos, groseros, irresponsables,
irrespetuosos, burdos, pelados, pendejos, crápulas, rotos y descocidos pueblan
la ilimitada extensión de sus fronteras. Algunos de ellos, como el pelado,
tienen una violenta manera de no ser, pues ante una responsabilidad que no
quieren asumir vociferan, dan manotazos, rebajan, insultan, gritan, asoman los
colmillos –anunciando con ello que se han hechos de la mortal angustia. Zorras
astutas transitan despreocupadamente por la región urdiendo sus argucias,
paseando junto con el delator y con el abyecto. Oportunistas de toda laya,
trepadores, falsarios, simuladores, falsificadores, volteados, facundos y
ambiciosos, prestidigitadores y mistagogos, cirqueros y payasos, actores,
hipócritas o fariseos, demagogos y neogogos, engañadores, traidores, mentecatos
y crédulos, farsantes e iracundos, chantajistas y provocadores -sin olvidar,
por supuesto, ni a la nutrida escuela de los cínicos, ni al psicólogo
evolutivo, que completan esta lista.
Su historia es la historia del error que
bien puede definirse como el mismo error del inmanentismo y del
existencialismo: ser de hecho y sin razón de ser, no importar que razones dar,
no importar tener razón, no importarle, pues, en absoluto, la razón, o el
logos, por el cual la tradición ha definido precisamente al hombre. Historia
del irracionalismo contemporáneo, pues, que no puede desembocar sino un
generalizado y asfixiante inmoralismo que hoy en día está abriéndole de par en
par las puertas al caos.
Ensayo frustráneo de humanidad que al
trasgredir las normas por buscar el provecho del alma inferior o por
imprudencia acaba por caer en las garras del demonio /el enemigo, el adversario
de la humanidad, el tentador, el nefasto, el maldito), siendo finamente
reclutada la persona bajo las abstractas filas numéricas del ensanchado Behemot
o del temible Levitán.
Lo
que en definitiva más odia el rebelde es la jerarquía, la autoridad, el orden,
la norma, el principio, la ley, que es propiamente la instancia ante la que
revela. Se trata de un comprobado odio a los que son superiores en algún
sentido a él, por lo que conlleva algo de lo propio en el envidioso: su intento
de sacar a sus competidores del camino para usurpar su puesto o su lugar.
Intento de sustitución, pues, como el artista que anhela no la creación sino el
éxito, como el político que anhela no el servicio y el provecho social sino el
poder, que al logar lo que lo desea dejando atrás una fila de excluidos o de
cadáveres descubre que no era nada, que logrando la jerarquía deseada se
convierte en humo y en nada, pues en realidad andaban perdidos cada quien por
su lado pues lo que perseguían no era sino una ilusión, una quimera.
Se
trata en general del trágico intento del ser humano de querer hacer lo que no
vale, declarando perder lo que se intenta ganar, confundiendo así lo profano,
lo histórico y transitorio, lo demasiado humano y por tanto lo ilusorio, con la
realidad, tomando el cobre lo inmanente por oro sólido de la trascendencia –y
cuyos extremos de excentricidad, mentira y apariencia no pueden sino conducir
derecho y en plomada al non ese del vacío absoluto.
Así, lo que el rebelde propiamente revuelve
son las jerarquías, mediante un desplazamientos de los valores y aun de la
inteligencia, estando a sus anchas en el campo minado de la confusión de los
valores donde irrumpe para erigirse y elevarse el profano vulgar, cuya figura más propia es la
del oportunista.
El
oportunista, en efecto, incurre en el pecado espiritual de la confusión de los
valores cuando se pone a juzgar realidades que conoce de manera somera,
imperfecta, de las que no tiene la intuición vívida, a las que no ama. Así, por
ejemplo, cuando el existencialista moderno, esa mala mezcla de marxista y
positivista, con crudos tientes de historicista o de racista, se pone a juzgar
sin ninguna competencia ya sea la metafísica, ya sea alguna forma de mística,
atreviéndose, qué más da, a descalificarlas. Confusión de los órdenes, pues no
se puede juzgar una realidad espiritual más que conociéndola, ya sea
contemplándola desde una punto de vista estético, ya sea estando esencialmente
y comprometido calificado para juzgar tal realidad: amando las realidades
suprasensibles, creyendo en su existencia y en su autonomía espiritual (esferas
de autonomía). Es decir, respetando sus límites, su sentido, sus normas.
La
cultura vive desde hace demasiado tiempo ese clima de confusión de los órdenes,
de los valores, es decir, bajo el signo de lo profano –donde cualquiera se
siente capacitado para juzgar la metafísica, el mito o el dogma, cosas para las
que hace falto estar calificado, no confundir los órdenes, no ser profano.
En
otros tiempos la contienda por los valores se daba a un nivel más elevado: la
filosofía disputaba con la teología; la teología con las ciencias naturales.
Hoy en día los profanos se han ensanchado en una magnitud de pesadilla, al
grado que se permea sobre la superficie de la cultura toda la confusión de los
valores espirituales a niveles cada vez más bajos, más sordos, más vulgares,
más gordos, más toscos. Hoy en día, en efecto, se confunde el lenguaje con el
pensamiento, y el pensamiento con el cerebro; el genio con la locura; la
santidad con la sexualidad reprimida; la poesía con la gramática; el arte con
la sexualidad y ésta con la coprofilia o el tanatismo; la filosofía con la
pedofilia; la espiritualidad con la lucha de clases y hasta la cultura con el
racismo, con el nacionalismo, con los murales de las pulquerías. Así todo ha
llegado al punto que se quisiera juzgar la realidad por criterios puramente
sensoriales –solidarizándose el hombre así con los niveles más bajos de la
creación: con el mundo de los insectos.
Lo
propio de los espíritus de la rebeldía es, así, ese intento por saltarse las
trancas, por barrer las fronteras y las normas, y con ellas la autonomía de los
valores artísticos, estéticos, morales y metafísicos. De ahí la injerencia de
los existencialistas, de los cínicos en la cultura, hollando los campos de la
vida espiritual como militantes no cualificados, que sin ninguna formación ni
compresión minan desde dentro la poesía, el arte, la moral, las normas,
resultando sin embargo sus pretensiones a la postre perfectamente
desautorizables.
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