Educación
y Reforma del Entendimiento:
Segunda Matriz de la Cultura y Figuras de la Rebeldía
Por
Alberto Espinosa Orozco
(8a
Parte)
La filosofía es: lo más saber posible y el
saber de lo más posible. Por un lado tiene así la filosofía una vertiente
enciclopédica, pues es el intento de saber lo más posible de todo, en un
esfuerzo de la razón propiamente teórico, sistemático; por el otro es saber de
lo más posible: de la razón, que ordena en sus categorías el sistema del mundo,
siendo en este sentido lo más, porque… quién más que la razón, que la
filosofía, capaz de ordenar la totalidad en un conjunto de saberes ordenados
por sus principios y sus categorías? Quien más que la filosofía, que la razón,
que los principios, que las categorías, que el sistema ontológico del mundo que
espeja la realidad en su totalidad? Pues
sólo es más… y sólo… el mismo Dios, por
lo que la ontología no puede sino concluir en saber de Dios y de las
realidades, de las entidades espirituales, , en el saber de lo más posible que
sea a la vez lo más saber, es decir, concluye en teología.
La
antropología filosófica ha visto en la educación una exclusiva del hombre, un propio o propiedad
derivada de su esencia (que es la razón), por la que el hombre mismo puede incluso
definirse como: el ser, el animal educado En efecto, el hombre es un “ser que
hacerse”, o el animal que se educa y que es educado. Descuidar tal esencia del
hombre, tal exclusiva de la especie, sólo puede redundar en el peligro de
degradarlo a criatura de ser dado, como son los animales, regidos básicamente
por sus instintos. Pero el hombre, por razón de su libre albedrío, por ser
criatura espiritual, sobrenatural (aunque no sobrehumana), tiene que educarse
en medio de una cultura que le precede, de acuerdo a una tradición.
El hombre nace en la naturaleza, por ser animal,
pero no nace hombre; se hace hombre en el mundo de la cultura y el mundo de los
símbolos: tiene que nacer al lenguaje y tiene simultáneamente que despertar su
espíritu, es decir, tiene que humanizarse.
Visto desde un plano metafísico, el hombre al
venir al mundo trae consigo una ruptura de nivel ontológico, que tiene que
armonizar, que estabilizar, por medio de la educación. Tiene así que entrar en
el mundo de lingüístico de las significaciones y de las designaciones, que la
letra tiende a matar, para vivir su espíritu. Restituir, pues, la solidaridad
originaria del hombre con la naturaleza mediante un conjunto complejo de
símbolos culturales solidarios del cosmos, llegando a restablecer la unidad, la
divina unidad, entre los valores del hombre y los ritmos del universo: es
decir, tiene que recuperar lo sagrado en la naturaleza y en el hombre mismo
para evitar las arritmias y las catástrofes cósmicas (sequías, inundaciones,
huracanes, etc.), pues la letra está todo el tiempo amenazada o por la petrificación
(la letra muerta) o por la inversión de los valores -el caso más notable: la
profanación de los sagrado consistente en considerar lo sagrado como profano
(naturalismo) o, a la inversa, la secularización desviada de nuestro tiempo,
consistente en considerar lo profano como si fuera sagrado (las herejías).
Puede añadirse que en la cultura toda y por
tanto en la misma educación, los símbolos más potentes de todos son o los
míticos o los religiosos, debido a que en ellos se encuentra una referencia,
directa o indirecta, a la totalidad –por lo que también entrañan una teoría del
mundo, una filosofía, una metafísica. Lo símbolos, repetidos por la liturgia,
por los ritos, en la oración (poderoso símbolo de comunicación con lo divino),
el honrar a los antepasados, a los padres, a las figuras dignas de veneración,
no constituyen así sino un reservorio de la memoria para dirigir la actividad
humana en el sentido de sus fines últimos y más elevados –donde se puede ver un
cordón de dependencia entre el símbolo y la moral. De hecho no hay, no puede
haber, una moralidad social sin símbolos -pero se puede también adorar a un
tirano, sacrificar a la nada u ofrendar a los ídolos.
Uno de los fenómenos más dolorosos de la
humanidad es la tendencia a revolcarse en el propio error: es destruir una
religión, una simbología, una cultura superior para inmediatamente erigir
otra... notablemente inferior. La falta de compresión del mito, de los
símbolos, de la religión comenten entonces una grosera confusión, consistente en
abandonar una mística superior (de la luz) para arrojarse instantáneamente en
brazos de otra, confusa, parcial, débil, notoriamente inferior (las metafísicas
de las tinieblas), que lejos de divinizar al hombre lo vuelven cada vez más
mediocre, más pusilánime, más confuso, más vulgar y… más rebelde a las cosas
del espíritu y aún de la cultura.
El
hombre nace en la naturaleza, pero no nace hombre, sino a la humano, en medio
de una cultura que lo rodea por todas partes, que lo precede y lo sucederá. Si
se educa, entonces es que ha entrado en contacto con ese mundo del sentido, con
ese mundo humano. Así, lo primero que tiene que que aprender es a hacerse
hablante, pues, dando acceso así a la compresión y a la participación de los
símbolos y significados de esa humanidad, y así al familiarizarse, absorber y
asilar y finalmente recrear los contenidos la dela cultura poder plenamente humanizarse. Porque el hombre no
se hace hombre per se, sino que nos hacemos hombres, por delegación e incluso
por investidura, porque el hombre no se
hace ni se maquila como si se tratara de un autómata, tampoco se hace a sí
mismo, en abstracto, como si fuese hijo de la fortuna o de sí mismo, o como si fuese hijo de la técnica o de las
propias obras, sino que tiene a la educación y a la cultura como una madre, en
el sentido de una instancia social, pues se educa y se co-educa con los otros
en un mundo social, cuyo humus primordial no puede olvidarse del origen, del
fundamento que le da sentido -imagen de la madre otra vez, o de la Iglesia,
donde se simboliza a la memoria, particularmente
a la memoria de la unidad primigenia del hombre, que es la familia, que implica
la reconciliación con nuestros padres, con nuestros ancestros y antepasados y
finalmente don Dios. Por ello mismo la educación en tanto asamblea de los
comunes, de los pares, no puede sino participar de la educación también como un
símbolo: el de madre, que nos da un sentido de identidad, pero también de
pertenencia, es decir, un alma, de una madre reconocible, pues, pero también
reconocedora, pues tiene que ser la
educación el foro de la asamblea que abrace, donde se reconozcan claramente sus
hijos.
Pasemos ahora revista a las contrafiguras:
las de los rebeldes, los hombres que guiados por una naturaleza madrastra
pueden en general calificarse también como desvergonzados: los hombres que
hacen lo que no deben quedando a deber lo que no hacen.
Mundo abigarrado, donde desfila la tribu de
lobos de los desvergonzados, de los sinvergüenzas de toda laya y condición, que
van desde la nutrida jauría de los cínicos al burlón, y del pendenciero al anarquista.
En el centro se encuentra la caterva de los irrespetuosos, de los insultantes,
de los antisolemnes, de los irreverentes, donde se da un olvido real de las
normas morales provocado por la negligencia –que es difícil de curar,
concluyendo en dolorosos procesos degenerativos de la mente, como el Alzhaimer
o demencia senil, donde hay un profundo deterioro cognitivo, trastornos de la
conducta, pérdida de la memoria inmediata, hasta llegar a la franca involución
del sujeto a los estados embrionarios y prenatales por la pérdida total de la
conciencia.
En general manifiestan todos esos casos
figuras tan desdichadas como desequilibradas de la conciencia moral en las que
“el servidor se ha vuelto el amo”, convirtiéndose el desconocimiento, la
ignorancia, la evasión, la mudez o el instinto en los verdaderos rectores de la
voluntad. Conductas que así, por más que se consideren como libres de ataduras,
se encuentran en realidad encadenadas a las bajas potencias, siendo entonces el
hombre esclavo de las pasiones, de los caprichos de la subjetividad, de la
turbiedad del entendimiento, de la parálisis de la emoción o de la dogmática
rigidez e inercia en sus comportamientos, y creando en su torno un estado de
egoísmo generalizado, que no puede sino redundar en una conjunta miseria común.
El
cúmulo de personas sin respeto, ni de sí mismos ni de los otros, es hoy en día
innumerable. Sin embargo, todos ellos parten de actitudes comunes que pueden
cristalizarse por medio de sus figuras.
Así, el rebelde es inmódicamente el
insidioso, el bellaco que hace la guerra desde lejos, preparándose desde su
sitio, desde su sillar, desde su cátedra, a tender una emboscada, a poner
trampas, a engañar, siendo su principal arma la de la desorientación (la
ocultación de un valor por medio de rodearlo por un muro de mentiras, el rumor,
la calumnia, cuyo objeto es crear la confusión del “malentendido”). A
diferencia del francotirador, el insidioso se encuentra si no en sitio al menos
si sentado, instalado en algún lugar, en un sitio (sedere), desde el cual otea
el panorama a corromper o a conquistar.
La insidia se deriva de la perfidia. Porque
el pérfido es quien no tiene fe, o quien al perder la fe y no poder creer actúa
de mala entraña, con mala fe, de mala leche, siguiendo así en su comportamiento
aquello que no es provechoso. Su estigma es la sordera; sordera del rebelde
quien termina por ello siendo o un caradura o un vil zopenco donde el instinto
toma todo el control, usurpando por ello también la autoridad, deviniendo el ser
humano en ser de naturaleza dada al esclavizar al hombre a la mera lógica de
sus pasiones (de riqueza, de poder, de placer).
Las manifestaciones de la perfidia son
pluriformes, sus insolencias sin cuento. Su fe ciega, su fe sin sentido lo
lleva a delinquir llevando a delinquir a otros, a quienes arrastra en su caída.
Su arma principal es así “la solidaridad en el error”, pues basta ser víctima
de un solo error, pero fundamental, para solidarizarse con una serie de gente
con quienes daría vergüenza andar, pero que también practican el mismo error
pero a niveles cada vez más bajos. La mala fe del hombre pérfido cuela la idea
de que Jesús, por ejemplo, no es divino –error radical, que no sólo niega una
creencia, mística y teológica, sino la realidad misma del Rabbi, del Mesías, y
de su autonomía, volviéndolo por decirlo así un evento meramente mental. Una
víctima de su perfidia afirma entonces que si no divino si fue al menos el
hombre más sabio (B. Russell); el siguiente adelgaza concediendo que fue tan sólo
un gran sabio más; el que viene afirma que no, que fue esencialmente un
utopista, un profeta social, un revolucionario; el activista sostiene que ni
siquiera, que fue no otra cosa que un simulador, un loco, hasta que por fin el
último concluye que es un cuento, que no existió en la absoluto.
Otro error de los comunistas de salón o de los positivistas recalcitrantes late
en esa misma esfera, al afirmar en bloque que el pecado no existe, que el adulterio, el aborto, las desviaciones sexuales no son pecado
–pues empiezan por ser ateos, por no tener religión, y así, como nada se
caracteriza por su no tener, sustituyen entonces la ley moral por un vago sueño
de solidaridad con el prójimo, sobre el que, por otra parte, no dudan en
realizar todo tipo de trapacerías, actuando incluso de mala fe, reduciendo al
hombre a un número, a una estadística, a una abstracción, animados por el
oscuro sentimiento de la perfidia. Otro más: le fe tecnológica en los códigos
de la teoría lingüística, que permiten alegremente montar un metanivel sobre
nivel, un segundo piso sobre el piso, sobreponiendo y presionando al poner
sobre las espaldas de la esencia a la existencia, sobre el orden y la necesidad
a la fortuna equilibrista y sobre la moral… un más allá del bien y del mal –que
no son sino expresiones de un absurdo y mismo nihilismo activo, pues más allá
del bien del mal no hay propiamente nada, o al menos nada que pueda
considerarse humano (ya que justa y fundamentalmente el hombre se define por su
a priori moral, por estar divida su naturaleza desde la raíz por las
posibilidades del bien y el mal), tendiendo así un aparatoso puente aéreo que
no cruza ningún río, que no salva ningún abismo y que, finalmente, resulta
inútil, pues no sirve para nada.
Así, la larga lucha de la humanidad por
liberarse de sus cadenas, colectivamente por alcanzar el reconocimiento de los derechos
humanos y de la justicia, por medio de un social interés activo en la persona,
cede su puesto a las reivindicaciones, solidarizándose los más en el costoso
error de reivindicar el escorzo más cuestionable de la modernidad: su tendencia
al inmanentismo, inventándose así a la vez una utopía que los justifica,
idealista por necesidad, por más que sea inmanente, decidiéndose a bajar la
razón a la tierra bajo la forma de la rabia o de la anfirmación de la ineluctabilidad de lo que ha llegado a ser (la razón
histórica), cubriendo la tierra de bostezo o de la baba idiota, en su miserable intento de
querer justificar a la historia por sí misma, cosa imposible, de manera tan
inmanente como vacía, pues en realidad no estarán fundando sino en algo que
propiamente hablando no existe: el futuro, y de un futuro utópico por lo demás,
eviscerando así las acciones humanas de todo sentimiento de respeto, de todo
símbolo transhistórico, de toda espiritualidad, de todo horizonte y finalmente
de toda trascendencia. Que tal sería el caso del socialismo de la modernidad cuando aquel se falsea o se miente por un impuso crático, de voluntad de poderío, de deseo de mandar, al convertirse en ideología repetitiva, en doctrina paralítica y autoritaria en poder del estado.
En su favor del impuso socialista, sin embargo, puede aducirse que los modernos han concentrado la capacidad moral en su idea de justicia social, impuso que, como todo lo humano, se guía por un principio intelectualista, que toma la forma de la utopía o del socialismo, con el que habría que armonizar el ideal cristiano de la piedad y de la caridad, de la fraternidad y de la ayuda mutua entre los hombres, para así hacer más fecunda la acción social y educativa, y más palpable y manifiesta la realización de los derechos humanos y de los valores de solidaridad respecto al prójimo.
En su favor del impuso socialista, sin embargo, puede aducirse que los modernos han concentrado la capacidad moral en su idea de justicia social, impuso que, como todo lo humano, se guía por un principio intelectualista, que toma la forma de la utopía o del socialismo, con el que habría que armonizar el ideal cristiano de la piedad y de la caridad, de la fraternidad y de la ayuda mutua entre los hombres, para así hacer más fecunda la acción social y educativa, y más palpable y manifiesta la realización de los derechos humanos y de los valores de solidaridad respecto al prójimo.
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