jueves, 21 de julio de 2016

Educación y Reforma del Entendimiento: Segunda Matriz de la Cultura y Figuras de la Rebeldía (8a Parte) Por Alberto Espinosa Orozco (8a Parte)

Educación y Reforma del Entendimiento:
Segunda Matriz de la Cultura y Figuras de la Rebeldía
Por Alberto Espinosa Orozco
(8a Parte)




   La filosofía es: lo más saber posible y el saber de lo más posible. Por un lado tiene así la filosofía una vertiente enciclopédica, pues es el intento de saber lo más posible de todo, en un esfuerzo de la razón propiamente teórico, sistemático; por el otro es saber de lo más posible: de la razón, que ordena en sus categorías el sistema del mundo, siendo en este sentido lo más, porque… quién más que la razón, que la filosofía, capaz de ordenar la totalidad en un conjunto de saberes ordenados por sus principios y sus categorías? Quien más que la filosofía, que la razón, que los principios, que las categorías, que el sistema ontológico del mundo que espeja la realidad en su totalidad?  Pues sólo es más… y sólo…  el mismo Dios, por lo que la ontología no puede sino concluir en saber de Dios y de las realidades, de las entidades espirituales, , en el saber de lo más posible que sea a la vez lo más saber, es decir, concluye en teología.
    La antropología filosófica ha visto en la educación una  exclusiva del hombre, un propio o propiedad derivada de su esencia (que es la razón), por la que el hombre mismo puede incluso definirse como: el ser, el animal educado En efecto, el hombre es un “ser que hacerse”, o el animal que se educa y que es educado. Descuidar tal esencia del hombre, tal exclusiva de la especie, sólo puede redundar en el peligro de degradarlo a criatura de ser dado, como son los animales, regidos básicamente por sus instintos. Pero el hombre, por razón de su libre albedrío, por ser criatura espiritual, sobrenatural (aunque no sobrehumana), tiene que educarse en medio de una cultura que le precede, de acuerdo a una tradición. 
   El hombre nace en la naturaleza, por ser animal, pero no nace hombre; se hace hombre en el mundo de la cultura y el mundo de los símbolos: tiene que nacer al lenguaje y tiene simultáneamente que despertar su espíritu, es decir, tiene que humanizarse.
   Visto desde un plano metafísico, el hombre al venir al mundo trae consigo una ruptura de nivel ontológico, que tiene que armonizar, que estabilizar, por medio de la educación. Tiene así que entrar en el mundo de lingüístico de las significaciones y de las designaciones, que la letra tiende a matar, para vivir su espíritu. Restituir, pues, la solidaridad originaria del hombre con la naturaleza mediante un conjunto complejo de símbolos culturales solidarios del cosmos, llegando a restablecer la unidad, la divina unidad, entre los valores del hombre y los ritmos del universo: es decir, tiene que recuperar lo sagrado en la naturaleza y en el hombre mismo para evitar las arritmias y las catástrofes cósmicas (sequías, inundaciones, huracanes, etc.), pues la letra está todo el tiempo amenazada o por la petrificación (la letra muerta) o por la inversión de los valores -el caso más notable: la profanación de los sagrado consistente en considerar lo sagrado como profano (naturalismo) o, a la inversa, la secularización desviada de nuestro tiempo, consistente en considerar lo profano como si fuera sagrado (las herejías).


   Puede añadirse que en la cultura toda y por tanto en la misma educación, los símbolos más potentes de todos son o los míticos o los religiosos, debido a que en ellos se encuentra una referencia, directa o indirecta, a la totalidad –por lo que también entrañan una teoría del mundo, una filosofía, una metafísica. Lo símbolos, repetidos por la liturgia, por los ritos, en la oración (poderoso símbolo de comunicación con lo divino), el honrar a los antepasados, a los padres, a las figuras dignas de veneración, no constituyen así sino un reservorio de la memoria para dirigir la actividad humana en el sentido de sus fines últimos y más elevados –donde se puede ver un cordón de dependencia entre el símbolo y la moral. De hecho no hay, no puede haber, una moralidad social sin símbolos -pero se puede también adorar a un tirano, sacrificar a la nada u ofrendar a los ídolos.
   Uno de los fenómenos más dolorosos de la humanidad es la tendencia a revolcarse en el propio error: es destruir una religión, una simbología, una cultura superior para inmediatamente erigir otra... notablemente inferior. La falta de compresión del mito, de los símbolos, de la religión comenten entonces una grosera confusión, consistente en abandonar una mística superior (de la luz) para arrojarse instantáneamente en brazos de otra, confusa, parcial, débil, notoriamente inferior (las metafísicas de las tinieblas), que lejos de divinizar al hombre lo vuelven cada vez más mediocre, más pusilánime, más confuso, más vulgar y… más rebelde a las cosas del espíritu y aún de la cultura.



     El hombre nace en la naturaleza, pero no nace hombre, sino a la humano, en medio de una cultura que lo rodea por todas partes, que lo precede y lo sucederá. Si se educa, entonces es que ha entrado en contacto con ese mundo del sentido, con ese mundo humano. Así, lo primero que tiene que que aprender es a hacerse hablante, pues, dando acceso así a la compresión y a la participación de los símbolos y significados de esa humanidad, y así al familiarizarse, absorber y asilar y finalmente recrear los contenidos la dela cultura poder  plenamente humanizarse. Porque el hombre no se hace hombre per se, sino que nos hacemos hombres, por delegación e incluso por investidura,  porque el hombre no se hace ni se maquila como si se tratara de un autómata, tampoco se hace a sí mismo, en abstracto, como si fuese hijo de la fortuna o de sí mismo,  o como si fuese hijo de la técnica o de las propias obras, sino que tiene a la educación y a la cultura como una madre, en el sentido de una instancia social, pues se educa y se co-educa con los otros en un mundo social, cuyo humus primordial no puede olvidarse del origen, del fundamento que le da sentido -imagen de la madre otra vez, o de la Iglesia, donde se simboliza a  la memoria, particularmente a la memoria de la unidad primigenia del hombre, que es la familia, que implica la reconciliación con nuestros padres, con nuestros ancestros y antepasados y finalmente don Dios. Por ello mismo la educación en tanto asamblea de los comunes, de los pares, no puede sino participar de la educación también como un símbolo: el de madre, que nos da un sentido de identidad, pero también de pertenencia, es decir, un alma, de una madre reconocible, pues, pero también reconocedora, pues  tiene que ser la educación el foro de la asamblea que abrace, donde se reconozcan claramente sus hijos.
   Pasemos ahora revista a las contrafiguras: las de los rebeldes, los hombres que guiados por una naturaleza madrastra pueden en general calificarse también como desvergonzados: los hombres que hacen lo que no deben quedando a deber lo que no hacen.
   Mundo abigarrado, donde desfila la tribu de lobos de los desvergonzados, de los sinvergüenzas de toda laya y condición, que van desde la nutrida jauría de los cínicos al burlón, y del pendenciero al anarquista. En el centro se encuentra la caterva de los irrespetuosos, de los insultantes, de los antisolemnes, de los irreverentes, donde se da un olvido real de las normas morales provocado por la negligencia –que es difícil de curar, concluyendo en dolorosos procesos degenerativos de la mente, como el Alzhaimer o demencia senil, donde hay un profundo deterioro cognitivo, trastornos de la conducta, pérdida de la memoria inmediata, hasta llegar a la franca involución del sujeto a los estados embrionarios y prenatales por la pérdida total de la conciencia.
   En general manifiestan todos esos casos figuras tan desdichadas como desequilibradas de la conciencia moral en las que “el servidor se ha vuelto el amo”, convirtiéndose el desconocimiento, la ignorancia, la evasión, la mudez o el instinto en los verdaderos rectores de la voluntad. Conductas que así, por más que se consideren como libres de ataduras, se encuentran en realidad encadenadas a las bajas potencias, siendo entonces el hombre esclavo de las pasiones, de los caprichos de la subjetividad, de la turbiedad del entendimiento, de la parálisis de la emoción o de la dogmática rigidez e inercia en sus comportamientos, y creando en su torno un estado de egoísmo generalizado, que no puede sino redundar en una conjunta miseria común.
    El cúmulo de personas sin respeto, ni de sí mismos ni de los otros, es hoy en día innumerable. Sin embargo, todos ellos parten de actitudes comunes que pueden cristalizarse por medio de sus figuras.
   Así, el rebelde es inmódicamente el insidioso, el bellaco que hace la guerra desde lejos, preparándose desde su sitio, desde su sillar, desde su cátedra, a tender una emboscada, a poner trampas, a engañar, siendo su principal arma la de la desorientación (la ocultación de un valor por medio de rodearlo por un muro de mentiras, el rumor, la calumnia, cuyo objeto es crear la confusión del “malentendido”). A diferencia del francotirador, el insidioso se encuentra si no en sitio al menos si sentado, instalado en algún lugar, en un sitio (sedere), desde el cual otea el panorama a corromper o a conquistar.
   La insidia se deriva de la perfidia. Porque el pérfido es quien no tiene fe, o quien al perder la fe y no poder creer actúa de mala entraña, con mala fe, de mala leche, siguiendo así en su comportamiento aquello que no es provechoso. Su estigma es la sordera; sordera del rebelde quien termina por ello siendo o un caradura o un vil zopenco donde el instinto toma todo el control, usurpando por ello también la autoridad, deviniendo el ser humano en ser de naturaleza dada al esclavizar al hombre a la mera lógica de sus pasiones (de riqueza, de poder, de placer).
   Las manifestaciones de la perfidia son pluriformes, sus insolencias sin cuento. Su fe ciega, su fe sin sentido lo lleva a delinquir llevando a delinquir a otros, a quienes arrastra en su caída. Su arma principal es así “la solidaridad en el error”, pues basta ser víctima de un solo error, pero fundamental, para solidarizarse con una serie de gente con quienes daría vergüenza andar, pero que también practican el mismo error pero a niveles cada vez más bajos. La mala fe del hombre pérfido cuela la idea de que Jesús, por ejemplo, no es divino –error radical, que no sólo niega una creencia, mística y teológica, sino la realidad misma del Rabbi, del Mesías, y de su autonomía, volviéndolo por decirlo así un evento meramente mental. Una víctima de su perfidia afirma entonces que si no divino si fue al menos el hombre más sabio (B. Russell); el siguiente adelgaza concediendo que fue tan sólo un gran sabio más; el que viene afirma que no, que fue esencialmente un utopista, un profeta social, un revolucionario; el activista sostiene que ni siquiera, que fue no otra cosa que un simulador, un loco, hasta que por fin el último concluye que es un cuento, que no existió en la absoluto. 
   Otro error de los comunistas de salón o de los positivistas recalcitrantes late en esa misma esfera, al afirmar en bloque que el pecado no existe, que el adulterio, el aborto, las desviaciones sexuales no son pecado –pues empiezan por ser ateos, por no tener religión, y así, como nada se caracteriza por su no tener, sustituyen entonces la ley moral por un vago sueño de solidaridad con el prójimo, sobre el que, por otra parte, no dudan en realizar todo tipo de trapacerías, actuando incluso de mala fe, reduciendo al hombre a un número, a una estadística, a una abstracción, animados por el oscuro sentimiento de la perfidia. Otro más: le fe tecnológica en los códigos de la teoría lingüística, que permiten alegremente montar un metanivel sobre nivel, un segundo piso sobre el piso, sobreponiendo y presionando al poner sobre las espaldas de la esencia a la existencia, sobre el orden y la necesidad a la fortuna equilibrista y sobre la moral… un más allá del bien y del mal –que no son sino expresiones de un absurdo y mismo nihilismo activo, pues más allá del bien del mal no hay propiamente nada, o al menos nada que pueda considerarse humano (ya que justa y fundamentalmente el hombre se define por su a priori moral, por estar divida su naturaleza desde la raíz por las posibilidades del bien y el mal), tendiendo así un aparatoso puente aéreo que no cruza ningún río, que no salva ningún abismo y que, finalmente, resulta inútil, pues no sirve para nada.
   Así, la larga lucha de la humanidad por liberarse de sus cadenas, colectivamente por alcanzar el reconocimiento de los derechos humanos y de la justicia, por medio de un social interés activo en la persona, cede su puesto a las reivindicaciones, solidarizándose los más en el costoso error de reivindicar el escorzo más cuestionable de la modernidad: su tendencia al inmanentismo, inventándose así a la vez una utopía que los justifica, idealista por necesidad, por más que sea inmanente, decidiéndose a bajar la razón a la tierra bajo la forma de la rabia o de la anfirmación de la ineluctabilidad de lo que ha llegado a ser (la razón histórica), cubriendo la tierra de bostezo o de la baba idiota, en su miserable intento de querer justificar a la historia por sí misma, cosa imposible, de manera tan inmanente como vacía, pues en realidad no estarán fundando sino en algo que propiamente hablando no existe: el futuro, y de un futuro utópico por lo demás, eviscerando así las acciones humanas de todo sentimiento de respeto, de todo símbolo transhistórico, de toda espiritualidad, de todo horizonte y finalmente de toda trascendencia. Que tal sería el caso del socialismo de la modernidad cuando aquel se falsea o se miente por un impuso crático, de voluntad de poderío, de deseo de mandar, al convertirse en ideología repetitiva, en doctrina paralítica y autoritaria en poder del estado.   
   En su favor del impuso socialista, sin embargo, puede aducirse que los modernos han concentrado la capacidad moral en su idea de justicia social, impuso que, como todo lo humano, se guía por un principio intelectualista, que toma la forma de la utopía o del socialismo, con el que habría que armonizar el ideal cristiano de la piedad y de la caridad, de la fraternidad y de la ayuda mutua entre los hombres, para así hacer más fecunda la acción social y educativa, y más palpable y manifiesta la realización de los derechos humanos y de los valores de solidaridad respecto al prójimo.  


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