Educación y Reforma del Entendimiento: la Atención
y el Sentimiento de Respeto
y el Sentimiento de Respeto
Por Alberto Espinosa Orozco
(6a Parte)
(6a Parte)
Atención y
respeto van de la mano. El las situaciones de convivencia formativa hay, en
efecto, siempre una fijación, un detenimiento, una atención, un cuidado respecto
a aquello que se presenta como digno de respeto, que se valora, que se reconoce
–y por tanto en la persona que articula tal situación de convivencia, la cual
también tiene como propósito comunicar y contagiar su querer, su voluntad o su
anhelo respecto de aquel contenido de la cultura fijado, al cual de tal manera
atiende y sirve al recordarlo, al reconocerlo, al mirar atrás. Se establece así
el marco de se debe hacerse, de la conciencia moral, de la orientación del
sentido, pues al visitar la tierra de los antepasados de donde venimos se
precisa y da rumbo al horizonte hacia donde dirigimos nuestros pasos.
Así, a lo que invita la figura del maestro
de del educador es a seguir una voluntad, pues a lo que se atiende y lo que se
respeta es en último término una voluntad, un querer que algo se haga: es
decir, una misión –implicando por tanto esos dos componentes tanto el trasmitir
ese querer como el servir a esa misión. La atención así tiene como objeto
penetrar (internalizar) esa consideración, ese sentimiento de respeto en el
sentido del cumplimiento de un querer, de una voluntad –siendo por tanto una
proyección a priori del sentimiento moral, de la acción práctica. Atención y
respeto son, pues, un anuncio orientado de la voluntad en espera de su cumplimiento
inmediato o futuro, que es la esencia misma de la formación.
Así, de nada
vale reflexionar sobre el respeto si ello sólo se hace formalmente, volviéndose
por tanto estéril su definición, como si se tratar de un lenguaje que habla del
lenguaje en ausencia del mundo, como si se tratara de una traducción o como si
se enseñara una lengua extranjera. Es por ello que resulta indispensable acudir
a ejemplos de respeto, es decir, a las figuras que representan a los verdaderos
formadores de la persona –justamente por ser el sentimiento de respeto
comunicado esencialmente por los sujetos destinados a orientar la voluntad y
las acciones humanas de los destinatarios. El valor de las figuras de respeto
no puede así ser más elevado, al ser ellas justamente las orientadoras de la
calidad, de la cualidad, del afecto o voluntad moral en el sentido de los
valores éticos –valores que son en última instancia los que al despertar
nuestra conciencia moral ordenan la totalidad de nuestras vivencias y
experiencias del mundo.
Tal ordenamiento no podría realizarse en
toda su elevación si el sentimiento de respeto o del deber moral no estuviera
integrado por las notas de la autonomía y la universalidad de la acción que
dirige. En efecto, las dos notas distintivas de la acción moral, del deber, del
sentimiento de respeto, son la autonomía de la voluntad (pues nadie actúa
moralmente si está determinado por la cohersión, por el convencionalismo o
conformidad social, por la presión, por la demagogia o el engaño) y la universalidad
de la norma, del modelo o del ejemplo (pues precisamente lo contrario de la
acción moral es la particularidad, sea el azar, la conformidad, la contingencia
o la arbitrariedad, es decir, los multiformes caprichos y equívocos de la
subjetividad).
Puede haber ordenación forzada, en la
sumisión, en la abyección –entonces habría expansión de la voluntad del sujeto
al destinatario pero… sin sentimiento de
respeto –pues se puede forzar la obediencia, por motivos de interés material,
mediante engaños o presión social, pero entonces se estaría atentando
precisamente contra la voluntad, contra la libertad y la autonomía del sujeto
moral. Se puede también actuar sin atender en lo absoluto a la universalidad
del sentimiento de respeto, movidos por el egoísmo, por la ambición, por la el
sentimiento del resentimiento o de la rebeldía, se puede incluso llegar a ser
muy auténtico, desplegando la propia existencia en toda su particularidad
posible –lo cual sin embargo no dejará de entrañar la mezquindad de la propia
subjetividad, sin generalización posible, siendo por tanto tales acciones
modelos o ejemplos de la mala conducta, finalmente disolvente de los lazos
sociales, por ser actos dispersos, excéntricos, fugados del eje radial
valorativo fundado por el respeto, que por contraposición se presentaría como
núcleo o centro de la acción moral.
Así, ni la libertad forzosa ni la
autenticidad del existencialista, que es meramente de hecho y sin razón
práctica de ser, son capaces de sustituir la orientación moral otorgada por el
sentimiento del respeto. Por su parte, el sentimiento de respeto se funda en la
coherencia interna del deber, también en la concordia que implica el mandato y
la obediencia, fundado a su vez en valores que apuntan a un mismo querer, a una
misma voluntad, a un mismo bien a una misma expansión de la voluntad –formadora
por tanto de comunidad (no dejando de ser una paradoja insalvable las
comunidades que quieren sólo el bien propio, amalgamadas sólo por intereses
egoísta, dándose en ellas por tanto o la lucha innoble feroz competencia, la
predación del más fuerte o la traicionera insidia, sustituyente entonces la
genuina tensión espiritual por las tensiones de las tendencias evasivas, por el
ocultamiento y el consecuente tensión meramente anímica del estress).
La estructura
básica de toda situación de convivencia humana es la de la relación entre
sujeto y destinatario que se refieren a un objeto por medio del lenguaje (de la
expresión, verbal o escrita, o de la expresión mímica, donde habría que incluir
no sólo los gestos e indicaciones o ademanes sino también un buen número de las
artes, que si bien se mira son representaciones mímicas).
Se trata de la gama de expresiones que van
de la mera insinuación y la indicación a la sugerencia, el consejo y la
recomendación, pasando por el mandado, la comanda y la encomienda, hasta llegar
a la orden explícita, imperativa, urgente, incuestionable, absoluta, que en sus
grados más altos se erige en grado de ley de ser propiamente
universalisabilizable.
Socialmente la relación entre la orden y la
obediencia de quien acata un mandato configura la estructura jerárquica de lo
social, entre alguien superior a quien obedecer, a quien seguir, a quien
atender, y alguien inferior que obedece,
sigue y atiende. El sentimiento de respeto estaría así enderezado a garantizar
un orden social.
Por su parte el imperativo implica un tono
de voz, que esencialmente significa el deseo de una expansión de la voluntad en
el destinatario, llamado comúnmente voz de mando. En las situaciones educativas
tal tono de voz es comúnmente el de la mera recomendación, estando emparentado
con el tono imperativo con el meramente enunciativo, ecuánime, teórico, pues el
valor que persigue es el de la verdad y el del conocimiento. Sin embargo la
tensión espiritual del imperativo puede subir el tono de voz para volverse
orden irrevocable, irresistible, ardiente, cuando se refiere a valores
largamente desoídos, amenazados o en peligro, referentes a la solidaridad entre
las personas, la equidad o la justicia –precisamente por atentar la desatención
o desconocimiento de tales valores con erosionar, minar o corromper el
fundamento de una comunidad.
El sentimiento de respeto muestra así lo que
tiene de principio de la acción moral al estar constituido por los imperativos
mismos de la moralidad, siendo propiamente su reino o dominio el del deber ser
–cuyo reino se divide por un abismo del reino del ser (el gap entre ontología y
axiología). En efecto, el lenguaje de los imperativos, en toda su ancha gama de
prescripciones, consejos y recomendaciones, no puede en modo alguna reducirse a
un lenguaje de meros hechos o puramente empírico –implicando por tanta todo lo
que hay en el hombre, no de sobrehumano, sino de sobrenatural, de ser
espiritual o enderezado a fines que lo trascienden como individuo o que
orientan al sujeto en un sentido de elevación moral hasta romper en el círculo
de lo propiamente metafísico.
El lenguaje de la atención y del respeto
es, en el fondo, el mismo lenguaje de la educación y de la moralidad: el
lenguaje de los imperativos, donde un sujeto le indica a otro, el destinatario,
una orientación general de la acción.
Hay que distinguir, sin embargo, del
imperativo propiamente moral el imperativo meramente operativo, utilitario,
técnico, ingenieríl, que indica que debe hacerse sea cualquiera el fin
propuesto o siendo ajeno a los valores morales, sino económicos, de eficiencia
o eficacia práctica.
Ser respetuoso,
ser respetable, es decir, la respetabilidad, no puede consistir sino el
sentimiento derivado del puro reconocimiento del valor de la persona, propia y
ajena, derivado a su vez de la consideración de los valores morales.
Las categorías morales, sin embargo, ni
están sujetas ni son subsumibles bajo las categorías empíricas de causa-efecto,
ni bajo conceptos con los que conformamos las sensaciones yuxtaponiéndolas al
espacio y al tiempo. Los juicos morales, en efecto, no son ni pueden ser
juicios sobre fenómenos, pues versan sobre lo que no puede ser nunca fenómeno,
sino entidades ideales, metafenoménicas, como los valores, o metaempíricas,
como el alma humana. Porque además de lo físico o material hay la moralidad y
sus sujetos: los sujetos morales (o, por defecto, inmorales, se entiende; que
son aquellos que por su comportamiento califican para la reprobación justamente
moral).
El mundo de la moralidad, así, puede
caracterizarse como el dominio de las acciones u omisiones de la conducta
humana guiadas por el sentimiento del respeto, que no es otro que el
sentimiento del deber. El sentimiento del respeto nos obliga a actuar,
efectivamente, liberándonos de las cadenas de los bajos impulsos y de los
tropismos y convenciones, por atención a miras más altas, a la vez considerando
las figuras pasadas dignas de respeto que han sido guías de la acción moral, y
proyectando hacia el futura el comportamiento de acuerdo a una constelación de
valores ideales que se pretenden realizar –como pueden ser la concordia, la
justicia, la igualdad, la cultura o el refinamiento de las costumbres, la
verdad objetiva, la verdad personal y la misma rectitud moral.
Sin embargo, el juicio respecto de un valor
o una persona, ya humana, ya divina (porque aún Dios es concebido como
persona), sólo puede establecerse sobre la base de los postulados de la razón
práctica, los cuales son, de acuerdo a la idea de Kant, como los razonamientos
propiamente estéticos, juicios sintéticos a-priori –los cuales versan
directamente sobre la altura, elevación y dignidad de los valores de las
personas, siendo por tanto juicios sobre el alma, sobre el invisible amor y valores
que esconde, la cual al ser invisible sólo es posible juzgar por indicadores
–como al viento invisible, u otros entes no perceptibles directamente por medio
de los sentidos, como son el índice de bienestar social o los átomos, entidades
estas últimas también metaempíricas.
La superioridad del conocimiento de los
valores humanos respecto del conocimiento fáctico estriba en ser los primeros
guías de la acción de los sujetos en el sentido propiamente axiológico o de los
valores. que es propiamente el reino del espíritu, del alma superior del ser
humano cuando se ha liberado, cuando ha quemado la escoria del alma inferior
(vegetativa), que se dirige hacia la muerte.
Sin embargo el respeto o sentimiento
del deber puede sufrir de parálisis o de ambigüedades cuando sólo se apela a la
ley moral como un mero formalismo (fariseísmo, filisteismo, etc.). Tal es el
defecto del puritanismo laico del imperativo categórico kantiano que reza:
“Actúa de tal manera que tu acción pueda elevarse a norma de aplicabilidad
universal”. Imperativo que, sobre ser poco o nada práctico, se presenta
desencarnado, omitiendo por tanto el costado propiamente personal de la
moralidad, que implica un sentimiento de respeto no sólo a la norma, sino al
sujeto de ella, es decir, el ejemplo moral, del cual depende en última
instancia todo respeto y todo sentimiento moral.
Esto es particularmente visible en la ley
moral de la religión, que prescribe obedecer la ley moral por respeto al
prójimo (amar al prójimo como a uno mismo) y a la persona divina (amar a Dios
sobre todas las cosas). La falta, el pecado, la mancha moral, inversamente, es
así o una falta de respeto al deber, por una ausencia de sentimiento de respeto
o hacia el prójimo o hacia Dios –contra el cual, finalmente se peca o al quien
ofende tal comportamiento. No se peca, en efecto, en abstracto, sino contra el
espíritu, el cual evidentemente se ausenta. Es el hoyo en la conciencia moral,
el cual deja abierto un espacio que es llenado inmediatamente por una
malignidad, por un deseo de aniquilación del otro, de uno mismo, o de Dios
(asunto sobre el que volveremos).
Por un lado, tanto la unión de la bondad y
de la felicidad –en la otra vida o la esperanza de la bienaventuranza en el más
allá-, como la concepción de la existencia de Dios como siendo el ser eterno,
esencial y necesario, por el otro, se presentan como postulados de la moral.
Dios aparece así como el garante metafísico de la unión de bondad y felicidad y
de la inmortalidad del alma bienaventurada, pero también como promotor de la
justicia en el más acá de este mundo, pues la acción valiosa desde una
consideración puramente moral, la vida recta del hombre justo, implica
simultáneamente también una restricción del placer y una limitación del poder,
tanto ajeno como propio, en razón precisamente de la equidad y de la pureza de
comportamiento, que frenaría la desmesura (la hybris fáustica) propia del alma
inferior, siendo por tanto ideal de la moralidad el liberarnos de los grilletes
de los deseos meramente egoístas y de sus servidumbres, anhelos, temores y
sufrimientos, pudiendo entregarse el sujeto a pensamientos, sentimientos y
aspiraciones que tienen un valor suprapersonal, por la fuerza misma de sus
significado y de su contenido –siendo misión de la educación alcanzar clara
conciencia de tales valores, fortaleciendo y ampliándolos prácticamente, de
hecho, la calidad de sus efectos mediante el apoyo, colaboración y concierto de
las comunidades sapienciales.
Así, si el imperativo categórico kantiano
está fijo en la universalidad del contenido moral, invitando en su escueto
formalismo desencarnado a actuar como cualquiera lo haría al pretender la
normatividad de su conducta; el imperativo individuado de Kierkegaard -“Actúa de tal manera que realices lo que sólo
tu puedes vislumbrar como tu deber”-, pone el acento en la autonomía del
principio moral, es decir, en la perspectiva o situación concreta bajo cuya
óptica se presenta el mundo a un sujeto, a una persona, a una individualidad,
que así se liberaría de las convenciones y conformismos sociales que pueden ser
un peso, opresivo o coercitivo, a la acción –realizada más por lo que una
determinada sociedad espera de alguien que por motivos que manan del auténtico
sentimiento del respeto. Entre ambos extremos cabe apelar al ejemplo de las
figuras de respeto, quienes como modelos de comportamiento a la vez cumplen con
la universalidad de la ley y con la limitación inherente a la finitud humana y
cuyo imperativo pudiera formularse en los siguientes términos: “Actúa de tal
manera que tu acción esté siempre alimentada por el sentimiento del respeto,
tomando como modelo o guía una figura ejemplar, estando el deber que estés
llamado a cumplir motivado también por el respeto al prójimo”.
Así a la
pregunta anglosajona de: ¿por qué debo yo ser moral?, tendría que responderse:
por el sentimiento del deber, del respeto. ¿A quien?, preguntaría
inmediatamente el filósofo analítico o positivista. La respuesta: Por el sentimiento de deber, de
respeto debido a la persona, propia y ajena -y esencialmente a la persona
divina o a Dios. No se trataría así de un sentimiento abstracto, dirigido
meramente a la moralidad como estatuto de norma o como llano procedimiento (en
tiempo y forma), sino al espíritu que alimenta su promesa, en la figura de los
casos ejemplares de respeto, pero también al verbo de la verdad encarnada –no
menos que a la asamblea que participa del espíritu, no tanto en lo que tiene de
jerarquía, sino de comunidad axiológica y comunidad de fe trascendente (la cual
toma más en cuenta la fe de sus participantes que sus pecados o sus faltas).
Recapitulando puede decirse que figuras de
respeto son: el hijo y la madre, depositarios del honor de la familia y de la
honra. Especial atención y respeto merecen por tanto también la viuda y el
huérfano, en situaciones de desamparo social, y por lo mismo el peregrino. Así
mismo los héroes, los ancestros, los antepasados, a los maestros de verdad y a los padres, a los que debemos honra y
nuestra misma felicidad. La gloria de una nación depende enteramente del
respeto a tales figuras, pues la tierra de los antepasados establece nuestra
pertenecía, nuestra identidad, de dónde venimos… y por tanto nos guía también
hacia donde nos dirigimos, o hacia que mundo de valores pretendemos dar
cumplimiento y validez, esforzándonos
así en cada una de nuestras tareas en realizar para dar cuerpo material a los
ideales colectivos. Por último solo debemos adoración a la persona divina, por
ser creador de todo lo creado y garante de la ley moral misma, ante la cual
sólo cabe la obediencia, la fidelidad, pues, para ser plenamente hijos de la
luz.
Así, el sentimiento de respeto alcanza su
punto más agudo de elevación no sólo en el reconocimiento de la persona, humana
y divina, que es una especie de recuerdo, de volver a ser, y de consideración,
de mirar atrás, sino en la reconciliación – donde radica también la redención
de los humildes, de los que obedecen al sentimiento de respeto, de deber, de la
ley moral -que sería el marco del complejo fabuloso de la religión: de la
religación con el prójimo y con Dios.
La filosofía es: la ciencia de los primeros
principios. Intento de conocerlo todo, no por sus accidentes, sino por la
ciencia, la filosofía se interesa en los principios de todas las cosas. La voz
griega “arché”, de la que viene la noción de principio, hunde sus raíces sin
embargo en la idea de príncipe, de principalidad, la cual a su vez se deriva de
la voz ”yo tengo hacienda”, “yo mando”. La filosofía, principalidad del saber de
los principios, no deja de implicar la noción también de la principalidad del
filósofo mismo, del que es propio no tanto obedecer sino mandar –ya sea por la
soberbia que típicamente lo caracteriza, ya sea por el saber de los principios,
por su saber principal y, en este sentido, principesco.
A su vez la filosofía está asociada a la
universalidad del saber, al menos a cierta universalidad: la de los principios
generales, especialmente a los de la conducta práctica –sin la cual en
definitiva no puede considerarse filosofía. La universalidad de la ley moral
está enderezada en el sentido de garantizar la continuidad, la unidad y la
pervivencia de la tradición y, por tanto del orden social mismo.
La ciencia por su parte, que puede
definirse como el pensamiento metódico orientado por la determinación de
conexiones normativas entre los fenómenos, halla sin embargo su frontera en los
juicios de valor –ayudando a lo sumo a definirlos y a establecer objetivos
provisionales. La ciencia, en efecto, produce inmediatamente conocimiento –pero
solo de modo indirecto medios de acción. O dicho de otra manera, la acción
metódica de la ciencia sólo existe si previamente se han establecido objetivos
definidos y valoraciones fundamentales, los cuales quedan totalmente fuera de
su alcance –por lo que ni la ciencia ni la técnica pueden suplantar ni a la
moralidad ni a la religión. El conocimiento de la verdad objetiva, maravilloso
como es, no puede en modo alguna actuar como guía de la acción moral –como no
puede por sí misma fundar el valor de la aspiración hacia ese mismo
conocimiento de la verdad objetiva, pues se puede tener el más claro y completo
conocimiento delo que es, sin llegar a deducir por ello lo que bebería de ser
la meta de nuestras aspiraciones humanas. El conocimiento objetivo puede servir
de razón instrumental para el logro de ciertos fines, pero la meta última y el
anhelo por alcanzarla, que dotan de sentido la existencia humana, provienen de
otra fuente.
Los dominios de la ciencia y de la moralidad
están claramente diferenciados. Toca a la moralidad determinar el objetivo de
la acción práctica, mientras que la ciencia ayuda a establecer los medios de
contribuyen al logro del objetivo marcado. La inteligencia científica, en
efecto, sirve para aclarar las interrelaciones entre medios y fines –pero la
mera actividad racional y el mero conocimiento empírico no pueden proporcionar
el sentido de los fines últimos y fundamentales.
La ruina y la desorientación en las
humanidades detona cuando la ciencia cree poder sustituir a las creencias
axiológicas, a los valores, erosionando los lenguajes analógicos, simbólicos y
emotivos al declararlos pura y llanamente sin sentidos (positivismo) y dando
con ello pie al surgimiento de todo tipo de metafísicas inferiores (las
idolatrías, las herejías). Porque los ideales que determinan nuestra conducta,
nuestras convicciones determinantes de la conducta y nuestros juicios morales
no están basados en la experiencia y el razonamiento claro, ni en el puro
método científico –aunque si hay acuerdo sobre ciertos objetivos y valores, es
posible discutir racionalmente sobre los medios por los que se pueden alcanzar
esos objetivos.
Pero los fines últimos y fundamentales de la
existencia no se cimentan ni justifican únicamente en la razón, sino que
edifican sus principios o se derivan de poderosas tradiciones, que están ahí
como algo vivo, con sus significación irresistible, sirviendo de ejemplo y guía
de conducta milenariamente a la humanidad. Su razón de ser no la adquieren mediante
la justificación racional, sino mediante la concordancia de los motivos de la
acción practica,, mediante la revelación intuintiva del valor de un mismo
querer y por medio de personalidad es vigorosas que nos hacen captar el
significado de los valores simple y claramente.
Sin embargo, fines y valores fundamentales
pueden ser susceptibles de aclaración, mediante la reflexión de sus motivos y
emociones, base de las razones prácticas, que son razones del corazón, también
mediante analogías estéticas y mediante la crítica y glosa de tales analogías
–pues de hecho no existe la metaconotación (pues hacer la imagen de una imagen
no puede ser sino una imagen). En efecto, las metas fundamentales de la
conducta, sus fines y valores, permanentes más allá del alcance de la ciencia
–pero pueden aclararse recurriendo a los fundamentos emotivos de imágenes,
pensamientos y acciones, en la medida en que no están determinados por la
estructura genética de la especie. Los postulados o “axiomas” éticos,
arbitrarios desde el punto de vista lógico como los axiomas en general, no
loson desde un punto de vista psicológico, pues cuando van más allá de las
tendencias innatas de la especie, es posible una investigación de carácter
filosófico y esencial, pero también psicológico, respecto a las reacciones
emocionales del individuo en relación con sus prójimos, las cuales están
sujetas a la prueba de la experiencia.
Como quiera que sea; el valor del
sentimiento de respeto toma un lugar central en el proceso educativo, en la empresa
educativa toda, siendo a la par de un valor democrático fundamental, pues se
refiere esencialmente al logro más elevado en el desarrollo libre de la
persona, de modo que ésta al interiorizarlo pueda poner alegremente sus fuerzas
y cualidades al servicio de su comunidad y, al través de ella, de todo el
género humano al preocuparse verazmente por el destino del hombre. El
sentimiento de respeto, cuando es alimentado por tal espíritu, por tal ideal,
es a la vez espíritu de cuerpo, de comunidad, de asamblea de los comunes.
Porque el fin superior del sentimiento de respeto está en servir, encontrando
en él la felicidad y la conformidad –más que en el conformismo de las
convenciones, en la comodidad de la acidia o en regir, mandar o imponerse de
cualquier otra manera.
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