X.- El Camino del Centro
Germán Valles Fernández:
la Fascinación y los Fantasmas
Por Alberto Espinosa Orozco
10a de 12 Partes
El
camino de la metafísica no es otro que el guiado por la certeza de la autonomía
absoluta del alma humana –para lo cual hay que poner toda la atención en la
verdadera libertad del espíritu. El desastre, el sufrimiento, el drama de la
condición humana estriba en el olvido de que su alma es libre –pero el hombre
no se da cuenta, por descuido, por
ignorancia, por una absurda amnesia que lo hace desconocer el valor y la
situación real de de su alma, apresada entre las redes del barro y del olvido.
Cuando se está en un estado de conciencia o de apertura, sin embargo, se revela
prístinamente esa verdad: que el alma es libre, y que es el centro de la propia persona. La tarea de la mística,
pero también del arte verdadero, es mostrarnos, es hacernos descubrir a
nosotros mismos quien somos, a través de
concentración, de la contemplación o de la belleza; es hacernos descubrir el
centro del hombre.
Empero,
la condena de la condición humana es no acordarse de esa verdad fundamental, es
ignorar el propio centro, es no reconocer la propia alma –no me refiero al alma
entendida en un sentido moderno, como la psique o la vida meramente
psico-mental (a la manera de una sutil manifestación de la materia reductible a
su vez a la mera sensibilidad), sino a lo que en realidad es: una entidad
ontológica relaciona con el espíritu y, por consecuencia, autónoma respecto a
todo lo demás. De ahí la capacidad que hay en todo hombre de acordarse de la
verdad, de recocer su propia alma (puesta de manifiesto tanto en la técnica socrática
de la mayéutica, como en los ejercicios de respiración en el taoísmo). Porque
la verdad reside en el hombre, forma parte integral, central, de su ser, al ser
esencial a su naturaleza. El centro del hombre es su alma, ligada a su vez
esencialmente a la realidad absoluta del espíritu. Es por ello que todos los
caminos de la sabiduría confluyen en una misma fuente: ser caminos de la
libertad, que al llegar al centro del propio ser pueden desarrollar la
conciencia y la cultivar esencia, pudiéndose relacionar así con el todo (que es
lo sagrado, la realidad originaria).
Si para
la religión y la vida religiosa el acto central es salir de una zona profana
para entrar a una zona sagrada, salir del devenir, de lo transitorio, de lo
temporal, de la historia, para entrar en un templo, en un altar (centro del
mundo); para la mística de la luz como para la metafísica, pero también para el
arte, el acto fundamental es reconocer que el hombre tiene en su cuerpo un
templo vivo, y en el centro del templo un alma, un altar – recordando así que
nuestra propia alma no nos pertenece, sino que somos más bien nosotros los que
le pertenecemos, por ser un lugar en el que entramos, que es también sagrado.
El hombre tiene que reconocer lo sagrado fuera de sí, que es lo opuesto a lo
profano, al devenir (non esse); pero
simultáneamente tiene que descubrir y reconocer lo sagrado dentro de sí mismo:
su alma, ligada esencialmente a un principio que nos precede y nos trasciende,
al que podemos todavía volver a pertenecer, con el que podemos reconciliarnos
para ser acogidos, que es donde radica el espíritu y la realidad absoluta (esse).
La
solidaridad en el error, en la confusión, la adopción de místicas inferiores se
debe a esa incapacidad del hombre de
recordar la verdad, a la ceguera de que tal verdad forma parte del mismo centro
espiritual de la persona. El camino de la libertad, por lo contrario, no puede
estar sino en llegar al centro del propio ser –aunque el precio para ello sea
salir del devenir, alejarse de la historia y del mundo, comprendiendo que no
todo lo que sucede en la historia es significativo, que lo que se consuma es
casi siempre amorfo, irracional o debido al azar, adquiriendo la conciencia de
que la historia no implica el progreso, desolidarizándose por consecuencia de
los eventos y despreciando en cierto modo al mundo, para poder concentrarse en
las significaciones morales y en los símbolos de nuestro tiempo, forjando de
tal modo un criterio seguro de contemplación
-para poder buscar así también el templo de Dios, el Espíritu de Dios
que mora en nosotros y que es santo -mientras que las obras de cada cual serán
probadas a su tiempo por el fuego, y por el fuego será destruido por Dios quien
viole su templo, cuando llegue el tiempo
de que Él saque a la luz las obras ocultas por las tinieblas (I Co: 3: 15 a17).
Porque
ante la corrupción de los cuerpos roídos por la decadencia y la decrepitud,
erosionados por la degeneración y la inflamación, ante la vitalidad misma del
universo y la organización original de la creación primera que degeneran con el
tiempo (entropía), no queda sino asirse al espíritu original primero, que es lo
infinito, de donde procede la misma producción del universo, para vivir así de
forma trascendente y ver la esencia (el rostro original), poniendo en orden al
gobierno interno del alma superior y controlando las fuerzas violentas del alma
inferior de lo oscuro. Recordar ese misterio es también la entrada que nos
permite recorrer la vieja senda, el camino que lleva al centro de la persona, liberándonos
con ello de la bestia y del demonio que hostilizan desde fuera, pero que
también nos habitan desde dentro. Tarea de quemar la escoria, pues, para
recuperar la sed del agua viva, la sed de comunión, de salud, la sed orgánica
de contemplación y de participación en el todo, en el cosmos como un orden
jerárquicamente armonizado, por medio del amor a la vida y al prójimo; para
reconciliarnos también con Dios, y ser otra vez familiares suyos y hermanos de
sus hijos. Así, la visión a que nos conducen las pinturas del artista Germán
Valles Fernández no es otra que a la de la historia, el devenir y la sabiduría
misma del mundo como pertenecientes al non
esse, opuesto a la realidad absoluta del esse -pues lo sagrado está fuera de la historia como principio
ontológico y no es creado por el hombre, sino que le precede y lo trasciende.
La obra
del maestro Germán Valles nos enfrenta desde el primer momento con almas que
son desgraciadas, poseídas por el vicio o por la enfermedad, pues la desgracia
está asociada a nuestras acciones, a
nuestros pecados. Porque aunque el pecado está premiado y aún es prestigioso,
el que peca profana una cosa sagrada y así al exilarse del todo y asociarse con
la nada escoge el castigo –no porque el pecado sea penado, sino porque quien lo
escoge está simultáneamente escogiendo el castigo, porque el pecado es especialmente,
en sí mismo, castigo. Despreciar la luz, la serenidad, la paz, el amor, como
hacemos hoy en día de manera prácticamente inconsciente, tiene como su fondo la
adoración de ídolo: el conflicto y el mal, que llevan inevitablemente a la
desgracia, a ser desgraciado, a ser abandonados de la gracia, soltados de la
mano de Dios. Así, por contraste, su obra clama todo el tiempo, de una forma a
la vez serena y luminosa, sin desesperación, por lo contrario: por la
recuperación de la gracia, por la restauración de un centro más estable de la persona que le devuelva
la salud, el equilibrio. Porque a diferencia de la desgracia, que nos tiene
como su presa, el hombre puede elegir libremente por la gracia, que no se posee
ni nos posee, sino que es un lugar al que se entra, en el que se está: y que al
entrar en él se revela como un lugar sagrado, que no puede pertenecernos, sino
al que más bien sólo podemos pertenecer cuando nos abrimos y nos abandonamos,
que es también un confiar y un depender, es decir una fe (con-fidnes). Porque el alma es también un lugar prometido y a la
vez sagrado que nos insta a coincidir con ella, para recuperarnos a
nosotros mismos, para que así encarne en
la vida, aunque sin poder nunca
identificarse o definirse por ella. Porque el alma es como un templum, algo sagrado a donde entramos
para revelar en su firmeza lo mejor de nosotros mismos.
En el
plano teológico el don del libre albedrío se relaciona directamente con la
gracia divina: Dios elige a los suyos, para darles la vida, la salvación y la
eternidad, teniendo sobre los seres humanos poder de decisión desde toda la eternidad.
Sin embargo, al don del libre albedrío en el hombre corresponde la gracia
cuando se ha optado por el bien. Porque el hombre, en efecto, puede escoger
libremente la suerte que desea para su alma, al decidir entre dos opciones: la vida eterna o la
muerte. Lo sorprendente, en efecto, no es tanto la voluntad divina de escoger a
los suyos, ni la libertad del hombre, en los estrechos límites de la condición
humana; lo sorprendente es que pudiendo escoger la vida eterna algunos escojan
más bien la nada, la muerte, la condenación –ya sean los empecinados contumaces
o los engañados por el mundo.
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