José
Luis Corral: Postales de Durango
Por Alberto Espinosa Orozco
“Todo lo bueno
y perfecto desciende de Dios,
del creador de la
luz, del que brilla eternamente
sin sombras ni variaciones.”
Santiago, I, 17
I
El sentimiento de lo bello, que convoca en
el alma la certeza de algo oculto tras lo sensible, es interpretado por el
artista José Luis Corral en términos existenciales de luz y de pureza. Así, la
belleza aparece en sus cuadros bajo la imagen de la mirada o de la puerta que
se abre a una interioridad en donde lo que reina es el espíritu. Es la
intimidad, en cuyo mundo el espíritu se manifiesta en términos de luz
como la iluminación de los objetos que
la acogen y a la vez le dan abrigo.
El espíritu, en esencia, es luz. Empero, la
luz del espíritu requiere de una atmósfera para poder encarnar, para poder ser
visto y ser mirado, para mostrarse y dar con ello existencia concreta a sus
esencias. Es sólo entonces, al encarnar en una atmósfera, que el espíritu
aparece filtrándose en las cosas y encarnando en sus figuras para hacer con
ello un mundo.
Es por ello que los modelos y arquetipos del
artista durangueño están permeados de tiempo, geografía, presión generacional e
historia. No se trata así del reino intangible de los espíritus puros que, como
las individualidades absolutas, resultan monadas perfectamente incomunicables.
Por el contrario, sus espíritus participan de la existencia concreta para en su
incorporación y encarnación tener en la materia y en la carne el principio
socializador, el medio comunicante que les permita comulgar y fundirse con
otros seres en las relaciones más estrechas e íntimas posibles.
La pureza y la luz que hay en su obra no es
entonces otra que la de la búsqueda de la humanidad –pues ser hombre consiste
precisamente en actos singulares que tienen a otros hombres por objeto,
cooperando con ello a que el hombre erija en su interioridad constitutiva el
recinto de la intimidad.
Heredero en línea orográfica directa de
Fermín Revueltas, especialmente del “sintetismo” que en los colores planos
alcanza las tornasoladas luminiscencias de sus vitrales, el maestro de origen
durangueño ha sido por lo mismo uno de los grandes intérpretes y traductores de
los vanguardistas experimentales del siglo XX. Sus influencias van así de la
nueva aldea impresionista enclavada en el ventisquero de Ecatl y el naturalismo
paisajista al empleo de los colores salvajes de los fauves (Matisse), pasando por el estudio facetado del cubismo a la
profundización y estilización de las
formas expresionistas, de la soltura en el dibujo de Modigliani al
dominio de la imaginativa de Picasso y al onirismo surrealista (del que
participan también José Luis Cuevas y su primer guía y preceptor Luis
Quintanilla) –siendo también deudor de los atrevidos experimentos formales y
compositivos aportados a la tradición por el último maestro de la escuela “La
Esmeralda” y único real vanguardista mexicano, el grabador Ignacio Manrique
Castañeda. Su aprendizaje se ha extendido así entre sus contemporáneos más
afines, ejercitando su magisterio e influencia en diversos artistas, entre los
que destacan José Antonio Platas, Felipe Cortes, Coral Revueltas y Nadina
Villanueva.
Poeta de la emoción estética y científico
del color, explorador y gambusino en los remotos territorios de las búsquedas
formales y compositivas, su honda preocupación por el problema del estilo lo ha
conducido a coronar una especie de neo-expresionismo mexicano generacional,
resolviendo la subjetividad y la “tradición de la ruptura” en términos de una
técnica artesanal propia, en cuya madurez de formas ha ido progresivamente
penetrando en lo modélico, no de las reglas y las normas manoseadas por el uso
o encriptadas por el prejuicio común de la región, sino rescatándolas en la
reconciliación con la vivencia concreta: de finitud, de significación
situacional y perspectiva personal, para así explorar lo que hay en sus formas
de color incorporado y luz o dando
cuerpo luminoso a la universalidad del contenido.
El color expresionista es entonces el
resultado experimental de un cristal traslúcido de la memoria, que al difractar
la luz refleja permite al artista descifrar sus símbolos más caros y los
emblemas de la atmósfera geográfica concreta, para fijarlos luego en la nítida
trasparencia de sus formas bajo la clara calidez de su mirada. Es así como en
la profunda penetración del espacio emocional el artista alcanza a divisar las
huellas imborrables dejadas por memoria o meditar en ella al trasluz de las
lejanías de la leyenda, en los entrevistos perfiles encendidos de presencias
invisibles o en las tramoyas del laberíntico ajedrez que los apresa -hasta
llegar a divisar allá a lo lejos la claridad del horizonte mismo y sus marinas.
Arte retiniano que va directamente a la
pupila para incendiar sus velos o depositar el colirio que purifica la mirada
por la alegría sin fin de los colores. Arte alquímico también en el que los
elementos son trasmutados por un agua límpida para volverlos así nuevamente
fuente y manantial donde poder beber de todos los remedios. Cascada de las
emociones en cuyas coloridas sensaciones se pasean los sentimientos convocados
por las formas bañadas por un aire manso y trasparente, regado de jugos
nutricios, que tienen algo de la fertilidad del musgo y de los líquenes, algo también del misterio magnético
del ámbar.
II
Amanece en Durango un día y transcurre hasta
la tarde para por fin internarse y disolverse en la noche. José Luis Corral
amanece y trascurre con el día hasta la tarde para resistir a las sombras de la
noche y temperar el tenue fuego azul de su mirada para revelar a las presencias
de la diafanidad y ahuyentar a los fantasmas.
Amanece: arrebujadas nubes del incendio y
la plenitud de la luz en la alameda del ensueño donde los cerros se apostan y
despiertan de su ensueño para hacerle un lugar a la cita, al recuerdo y al
encuentro. Reaparece la ciudad y se extiende por el fértil valle con todo lo
que hay en ella de desgaste de las formas, de laberinto, de cantera, de
catedral y de desierto –y es entonces la
visión iluminante la vía que conduce al centro del ser, a la cripta o
tabernáculo en donde se da el combate entre las dos naturalezas encontradas que
nos constituyen como especie y que el artista resuelve concentrándose en sí
mismo y tocando las mil cuerdas de las emociones, las sensaciones e ideas para
poder recuperar la unidad dispersa en la multitud de los deseos y volver a la
luz sin perderse en los vericuetos del camino.
La ciudad aparece así como trasfondo a la
manera de un tedioso laberinto o de una partida de ajedrez montada sobre un
tablero de damas chinas vacío. La ciudad desolada, nido de palomas, es entonces
también una abigarrada jaula atónita de voces y una cerca cerrada a las
presencias, sorda en su estrechez de miras y sin peso al mirarse a solas sin su
abrigo. Ciudad deteriorada, desgastada, entumecida, que pareciera guardar para
después del estancamiento y del dulce veneno nauseabundo la chispa de la luz
que partiendo del recuerdo hará brotar de nuevo la patria de la aurora y de esperanza.
El hechizo de la ciudad dormida, caída,
detenida, de la ciudad encallada, callada, sosegada, de la ciudad enclaustrada,
donde no pasa nada, donde la nada pasa, el embrujo de la ciudad colonizada por
la nada se revela entonces en intermitentes imágenes de la estridencia
amortajada: en ventanas que no ven por sitio alguno o en la contorsión de las
formas que llevan a la alteración de las
fronteras. Imágenes de lo cerrado, lo cercado y sitiado en donde se da incluso
la desarticulación de los planos, en que asistimos a la expresión anímica de la
contrariedad que hay en la presencia simultánea y superpuesta de lo vertical
cual horizonte y lo horizontal en regla
de rígida verticalidad -en cuya dualidad e inversión eléctrica hay algo de
confusión y de caída, algo de zozobra de tormenta, algo a la vez también de la
tranquilidad estéril de la calma chicha.
Contorsión de las formas geográficas y
arquitectónicas que nos hablan de un mundo hecho de realidades delirantes
subjetivas, de fragmentos discontinuos,
de caprichos sin fin de los deseos, de la fatuidad permisiva y los sueños
frívolos que sólo pueden engendrar el mundo sin forma de lo vano y sus
quebrantos.
En algunos de sus cuadros asistimos así a la
expresión de sensaciones concentradas del espasmo o de lo desecado y marchito,
de las planicies de lo acartonado, yermo y sin vida. Se trata entonces de los
hombres amoldados a los rituales plegados del papier mache o del cartón de
roca, desecados por el desencanto que hay en el tedioso ritual externo de las
formas. Son los demonios que en el desenfreno ictérico del aire maniático que
silva arrebatan sus figuras para secarlas y romperlas en su liviandad de hojas
muertas; o es el viento patriotero que sustituye en la presión histórica la
efusión sentimental de lo simbólico por la susurrante lógica mecánica de su funcionamiento (El 15).
Para abrirse paso entre las calles, el
artista comienza por cifrarlas en sus imágenes en lo que hay en ellas de
dislocación y de arbitrario choque de los planos espaciales en mixtura con las
subjetividades psíquicas. La ciudad caída se revela y despereza entonces de su
sueño para en la conciencia erguida o del recuerdo volver a ser el horizonte de
los pasos.
Primero es una serie de puertas cerradas que
llevan a otras puertas donde no habita nadie (Amanecer en la Obrera). Luego son
los arcos que se suceden en cascada, que son olas que son puentes que son
puertos -donde la imaginación pueda asirse para atracar su esquife entre los
arcos y los pilares de la arquitectura o de la imagen y el cuerpo femenino.
La ciudad atemporal, petrificada, detenida,
contenida, congelada en su desierto nido de arena y de ventisca, se levanta así
penosamente de su postración y confusión de años sacudiendo sus miserias para
hacer el día -para volver de nuevo a ser la hospitalaria estancia y la morada
de las brasas en su lecho de arena y de cenizas.
Empiezan a surgir así en medio de pasajes
fragmentados las visitaciones de presencias prodigiosas. El día se trasmuta entonces por el soplo de un
aire limpio, transfundiéndose en una pura sustancia transcursiva, en donde
flota el mundo en la presencia evaporable de las horas. La ciudad traspasa
entonces la cáscara del día para quedarse fija en la luz evanescente que lo lava todo o tornasolando los volúmenes día, dorando cada hora y determinando a
sus figuras.
III
Se presenta en su obra entonces la figura
central de la mujer para inaugurar el paraíso y encender con ello el corazón de
día. Por un lado, la mujer aparece como la figura central, como encarnación de
los poderes de Natura y a la vez como hechicera, maga y adivina. Es el modelo
femenino que igual es Eva que las nueve alegrías de las Musas o Nausicaa o
Afrodita. La representación de la mujer se despliega entonces a manera de un
lago de apacibilidad en dulce juego con los sentimientos para ser la
respiración de un manantial y el cíclico retoñar de la tierra húmeda –en donde
también se anuncia el retorno de la diosa y sus poderes.
En el estudio de la arquitectura urbana y de
las fisonomías regionales femeninas puede detectarse así la búsqueda de una
síntesis armónica, cuyo sentido apunta en dirección de la madurez de un
lenguaje común y a la vez de madurez de las costumbres. La presencia femenina
aparece entonces como un símbolo de lo habitable y acogedor –como la moral de
la morada.
Sus figuras ensoñadas siempre tocan el
simbolismo psicológico profundo de la vida y en su lirismo recuerdan muchas
veces a las Ninfas y jardines juveniles dibujados gentilmente por de Gerard de
Nerval –pero también a las insólitas Náyades modernass consagradas por el poeta
jerezano Ramón López Velarde. Ninfas del bosque y de los campos y sirenas de la
corte de venusina que se alternan con retratos de vistas de otros tiempos de
rostros de faces familiares.
El equilibrio neo-expresionista de su
pintura radica en no partir entonces del modelo, sino en llega a él. Voluntad
de estilo en la novedad de las formas cuyas imágenes resultan así doblemente
originales: por un lado por ser reliquias auténticas de la imaginación
simbólica, siendo por ello sus imágenes eidéticas las de figuras fielmente
subordinadas a los emblemas y arquetipos de la tradición, enraizadas, pues, a
un suelo de símbolos trashistórico en el hombre; por el otro, por estar sus
iconos amoldados a la experiencia personal del artesano. Su lenguaje pude verse
entonces como una retórica en cierto modo en pugna, pues su lenguaje, para
expresar la existencia concreta y perspectiva del artista requiere de un estilo
personal, para lo cual tiene que ser moderno –empero además precisa que ese
estilo no sea una simplemente una manera más ornamental o una manía del
momento, para lo cual tiene que volverse universal o de alcance total y
transformarse en clásico.
Lo que su obra explora entonces es la belleza
interior, reflejada del espíritu femenino en lo que hay en él de golfo de
calma, de sereno lago de lo afable y
apacible visto como lo más perdurable –y
de sólido volumen también en lo que hay en ella de regularidad y de norma, de
pilar y de fuente y de río a seguir. Porque luego de la belleza exterior, de la
belleza de ornamento, de peinados vistosos o joyosas apariencias, está la
verdadera luz que irradia adentro de lo limpio y puro, lo inmaculado, lo
inocente o angelical y sin tacha, estando por tanto exento de la sombra y de la
miseria.
En efecto, en toda la obra del artista
durangueño hay un rescate de ese segunda inocencia y de ese recinto de
intimidad, de esa diafanidad –y cuya labor no es otra que la de situar el lugar
interior donde pueda vivir esa inocencia después de tanto fuego y luz quemada.
Pasando algunas veces por los estrechos corredores de lo seco, lo marchito y lo
confuso, se encuentra siempre en el brillo que reflejan sus figuras la
intimidad que las habita. Sus imágenes femeninas son entonces la
materialización de las imágenes interiores que tras las mutaciones de la
interioridad revelan una intimidad más concentrada -porque después o antes de
la historia y de las mutaciones de la esencia humana, después de las
refracciones y desviaciones de la luz, hay empero la búsqueda de la firmeza de
la esencia y del logos permanente.
IV
Sus estudios psicológicos profundos surgen
así en medio del simbolismo perspectivo. La luz negra que emana en ocasiones de
sus figuras para que todo lo demás se quede en sombras, la luz hiriente creada
de sí misma y que es más que luz, que es quemadura, la luz pagana de la ley
profana que enciende a los demonios de la noche y conlleva la rebelión de los
sentidos, es empero inmediatamente contrastada por la extrema penetración de
los colores –los cuales, procediendo por yuxtaposiciones y superposiciones, van
creando una densidad matérica en cierto modo escultórica para dar concreción
situacional a sus figuras. La imaginación amotinada, inundada de psicologismo y
solipsismo, ahogada en su espejo desfondado, se subordina entonces a la clara
razón que la gobierna. Sumas de color que caen en dirección hacia aquello que
es opuesto a la apariencia, pues a pesar de ser artista José Luis Corral ha
buscado todo el tiempo la profunda gravedad de la verdad para poder por fin
pertenecer y encontrar así en la clara ciudad de aire de fondo de guitarra la
casa de día.
Tal aprovechamiento eficaz de los materiales
plásticos en conjunción con el desciframiento de la historia personal va
creando así desde el presente un pasado, en cierto modo mítico y arquetípico,
donde se cifra la tradición bajo la especie del optimismo de símbolos y
emblemas, depositando la confianza en el futuro. Trabajo, pues de
desdibujamiento de la temporalidad y a la vez de abandono de la individualidad
aislada en el oficio y la tradición en lo que tiene de redención inherente a la
individualidad o neutralización del subjetivismo.
Síntesis superior, pues, donde lo
tradicional y la innovación se conjugan en un espacio poético, en una memoria
cultural, cuya obra de recuperación de sí mismo no puede venir sino de la
rendición y entrega en la tradición con el patente urgencia de dejar algo
personal antes de olvidar por completo tanto el momento de la entrega a la
tradición como la recepción de sí mismo.
Así, su inserción en la historia de la
tradición estética propia tiene como diferencia específica el equilibrio y la
extensión de una obra a la vez radicalmente moderna y perspectiva cuyo mundo a
la vez ha ido adquiriendo el tono de lo clásico en sus logros de unidad de
atemporalidad y universalidad. Momentos de la emoción estética que es rendición
ante la tradición y entrega en el oficio, que al negar por tanto a la individualidad en el sacrificio de la
subjetividad alcanza por contraparte una especie de madurez del intelecto en
congruencia con un estilo estético generacional común.
Desarrollo dramático y narrativo en que se
activa a manera de una historia emblemática el recorrido de un día o de una
estación completa en la que gira un mundo y el contenido entero de una época.
Retrato del hombre de nuestra altura histórica visto desde una mágica región
geográfica en paisajes de misterio y pasadizos. El mundo pues, visto como
aquello en que hay que revivir sus formas y arquetipos: en que hay que
despertar también a sus modelos y en el sacrificio de la individualidad
posibilitar que la forma hable por sí misma. Formas, pues, que se están
formando y deformando, concentrando y desgarrando, degradando, contorsionando y
regraduando, para por fin conformarse a sí mismas y hallar en el museo de las
miradas y el mausoleo de la carne el reconocimiento de la intimidad de la
persona (anagnórisis).
Moderno modelo de belleza y de emoción
estética que en la visión del aura que corona el recinto de intimidad de la
persona alcanza a fijar, en términos de luz y de matizaciones las figuras
simbólicas del espíritu en el hombre. Traslucida mirada, pues, que al consonar
con la tradición moderna poliperspectiva vanguardista adquiere una conciencia
del pasado lúcida al situar el pasado mejor incluso que el pasado a sí mismo y
que al aumentar la perspectiva hace al hombre contemporáneo estricto de la
especie.
V
José Luis Corral ha ido formando así a lo
largo del camino el sentimiento de lo
bello y la emoción estética en términos de concentración de luz: de comunión
entre el espíritu de sus formas y la
intimidad que las habita. Es por ello que su obra se abre a la mirada
como una poética de la iluminación, pero de una iluminación existencial y
encarnada en una atmósfera, en que se
refractan y difractan los colores al reflejarse en los cuerpos de
luminiscencias, matices y
reverberaciones cromáticas.
En efecto, sus cuadros más que bruñir bañan
las cosas del mundo para ianundarlas de luz y al volverlas traslúcidas para
poder descifrarlas hacerlas otra vez encarnar en toda su pureza. Sus imágenes
son por ello a la vez experimentos plásticos y realizaciones poéticas concretas. Por virtud de la trama sutil
urdida por los elementos inmateriales de la luminosidad, la claridad y la
trasparencia tienen por ello algo de auroral, de mundo nuevo, de nostalgia por
el Edén perdido -algo también del mágico cristal de Newton que difracta el rayo
luminoso en abanico plural de los colores. Reintegración pues de la creación y
del jardín eterno; reconciliación también con la memoria y simultáneamente
búsqueda y reconstrucción de nuestra pequeña porción de paraíso.
José Luis Corral ha regresado así a su
solar nativo para entregarnos sus postales mágicas y magnas, reteniendo en
ellas las representaciones subjetivas que se abren a su paso al navegar por el
camino. Su tarea ha sido entonces la de
hacerle un lugar límpido a la mirada para ver nacer el mundo, para palpar y
hacernos ver los átomos simbólicos donde la creación del mundo se cuece y se
modula - deteniendo con ello las sombras del caos y los voladeros del abismo que quisieran confundir sus
coordenadas y devorar su médula.
Es por ello que en su pintura asistimos a un
momento inaugural del mundo y de la vida, al Fiat lux de la creación del
hombre, recreado por ese sub-creador que es el artista. Vuelta otra vez a la
raíz primera para esta vez trasfigurar a
la ciudad desencantada y al abrirla, quedando un momento expuesto a la
intemperie, volver a contemplar el
verdadero encanto del espíritu. Así, bajo la luz salvaje como el fuego y mansa
cual agua del origen el pintor va desechando las sombras y tinieblas de
fantasmales sábanas oscuras, deshaciendo el embrujo hueco de las veladuras
tenebristas que en su artificialidad contaminada aíslan de la interioridad –y
con sal de luz tornasolar a sus volúmenes rompiendo el ciego hechizo de las
sombras al entrar con otros saliendo a un mundo de trasparencia y de pureza en
las miradas.
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