jueves, 13 de febrero de 2014

IV.- Germán Valles Fernández: El Sueño: el Viaje Inmóvil Por Alberto Espinosa Orozco

Germán Valles Fernández: la Fascinación y los Fantasmas
IV.- El Sueño: el Viaje Inmóvil
Por Alberto Espinosa  Orozco 
4a de 12 Partes




    Las presiones, opresiones, tensiones, atenazamientos y sujeciones en las que está como preso el hombre contemporáneo dan lugar a una peculiar fuga de lo real, de lo concreto, cuyos procesos son parangonables con los de la involución. El más notable de ellos es el de la depresión, en la que el hombre pareciera querer buscar refugio en su propia interioridad, en su propia corporeidad o en el sueño.
   A la sintomatología de ansiedad y angustia del hombre contemporáneo hay que sumar así la fuga de la realidad consistente en la hibernación, en buscar un refugio en estados y posiciones prenatales para así recuperar las energías perdidas o para defendernos de las hostilidades del mundo. Sin embargo, la depresión puede también tener otro sentido: evidenciar el conflicto que se da en medio de lo social entre las culturas geométricas y las culturas históricas, entre la cultura de la gente dormida y la cultura de la gente despierta.
   Hay hombres, efectivamente, que se conducen despiertos como si anduvieran dormidos –a esa rama pertenecen los adesos, los mistagogos y los hierofantes, también hay que añadir a los hombres de la cultura histórica, pues cada uno de ellos mira hacia adentro, cada quien a su particular mundo personal, siendo su personalidad frecuentemente introvertida. Así, lo único universal de las culturas históricas pareciera ser su generalizado egoísmo, cuyo sistema de intereses vuelve a sus sociedades tan cerradas, evasivas e imperturbables como variables. El primer rasgo de las culturas históricas es precisamente su polivalencia, su pluralidad indiferenciada donde los grupos crecen por dominados por una fuerte vida orgánica y que juzgan la realidad de acuerdo a criterios oníricos (surrealismo). 
   El símbolo de las culturas históricas es, efectivamente, el sueño, ese hermano de la muerte. Porque tanto el sueño como las culturas de la gente adormecida tienen una nota análoga común: la de su aislamiento –también el estar dominadas por su fuerte vida orgánica, únicamente suya y auténtica. Coinciden así en sus ritmos con los grandes procesos orgánicos, de la digestión, de la nutrición; y de transformación, como es la fermentación. En ambos casos se trata de un retorno a la unidad orgánica primordial, siendo su carácter negativo el intento de volver a une estado embrionario, prenatal y paradisiaco de creación sin conciencia, donde el drama, la libertad y el pecado prácticamente no existen (surrealismo). Así, si por lado el sueño es símbolo del más perfecto recogimiento sobre uno mismo y de estabilidad espiritual, su función es más el de prepararnos para la creación y el trabajo, al restituir las fuerzas perdidas, como un momento de tregua, sentido que puede adoptar el mal del sueño, la depresión, donde se anula el viaje y la aventura. Empero, la cultura occidental no ha dejado ver en las culturas históricas su participación en el error, en la pereza, en la privación, así como su pertenencia al mundo de las modas, de los truismos, de las convenciones inanes o de las locuras cultivadas: gente que anda en vida como si estuviera muerta. Porque si el sueño es un refugio equiparable a los procesos de nutrición, o al entremeterse en un nido para recobrar la energía perdida, es también un símbolo del letargo de la conciencia y de la mente nublada donde rige la energía opaca de los cuerpos varados y encallados en la isla de subjetividad.  Junto a ellas se desarrollan también las culturas geométricas, de la gente extrovertida que participa de una misma realidad, que se ilumina con la misma luz y obedece a la misma ley.  Cultura de la gente despierta, que tiene un solo mundo que le es común y que es además universal –pues el plomo en el país del agua tiene siempre un mismo sabor.


  
   De tal manera, el acto de acurrucarse en la posición fetal puede no ser sino la primera etapa de la vía para estabilizar el espíritu y unir todo lo primigenio a partir de la apertura original –hibernando en la guarida de la energía en una búsqueda de la profundidad tranquila mientras todas las cosas retornan a la raíz. En efecto, las dos primeras vías para la ascesis espiritual son la hibernación y la nutrición. Su imagen responde entonces al lapso, al intervalo de tiempo y periodo de la vida el que el iniciado deja que el mundo regrese a la organización original, produciendo el silencio mental del total recogimiento en si mismo –preparándose así para la acción esencial no determinada por los deseos condicionados. De tal manera el espíritu en reposo original puede vagar y a la vez absorber las virtudes de la energía receptiva del cuerpo (yin) y así, al purificar la mente y bañar los pensamientos, alimentar el fuego interior para llevar la vitalidad al alma superior (yang) hasta poder detenerse en el bien esencial que rescata al hombre de la muerte y preserva la vida (espíritu). Se trata entonces del despertar espiritual de la mente, de la formación del embrión espiritual que se prepara para eclosionar del huevo en que lo mantiene cautivo lo receptivo y prepararse para alimentar el cuerpo espiritual.    
   La tarea del artista Valles Fernández, ha sido en mucho la de refinar su visón en el crisol de la aflicción, debatiéndose en el valle de la luz y de las sombras al regirse por el método de inversión -pues el que está en la oscuridad puede verlo todo cuando entra a la luz, mientras quien está en la luz nada puede ver cuando entra en la oscuridad. Es por ello que, conociendo la “o” por lo redondo, su aventura de exploración equivale a un viaje iniciático, pues ha sabido  situarse en un punto equidistante de ambas fronteras polares para recuperar las normas, los cánones, los principios y simultáneamente valorar la existencia con un nuevo sentido. La posición no conformista del artista lo ha llevado así a moverse por una cuerda tensa, teniendo que atravesar los abismos de los niveles oscuros de la condición humana, las zonas brumosas de la conciencia, tratando de encontrar en las realidades demetéricas lo que tienen de ritmo y de función creadora para la existencia –yendo más allá del problema de la originalidad y aun de la de la personalidad. Porque hay que cruzar sobre los abismos subterráneos de la condición humana para poder así restaurar las normas y los principios, más que estéticos, morales de nuestra vida, para poder participar así de una misma ley, de un mismo ideal, de un mismo fin, y por tanto de una misma forma de vida.

  Esfuerzo, pues, por salir  del confinamiento, de la prisión de las presiones, los que no pueden sino llevar al desarrollo de las culturas de los hombres dormidos, caracterizadas por su perpetuo estado de reposo, donde hay mucho de dolor y otro tanto de angustia, de congelamiento y de rigidez, siendo por tanto proclives a la sobreabundcia de reglas, por el miedo a perder el control. Otras de sus manifestaciones son el refugio en la masa indiferenciada o el anhelo de una vida más vida, cuya intensidad sensualista concluye en el desgaste de las formas, en el vencimiento y fatiga de las fuerzas, en la decadencia moral que se expresa en términos de desgracia, desesperación y degeneración –concluyendo en el nihilismo activo, en el rechazo del deseo de pervivir, de insistir indeterminadamente en el propio ser, o en la claudicación del espíritu, que tras la fachada de una vida sin ataduras se queda también sin horizonte, sin esperanza de más allá y sin esencia salvadora.



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