IX.- El Tiempo y el Ídolo:
la Bestia y el Demonio
Germán Valles Fernández:
la Fascinación y los Fantasmas
Por Alberto Espinosa Orozco
9a de 12 Partes
Así, a luminosa
corriente irónica del artista no llega a su culminación voltaica sino hasta
dar cuenta de que en tales expresiones
de la lívido, de los placeres maléficos o de los deseos insatisfactibles, se
filtra de cualquier manera la forma, la norma, la ley, el símbolo, el mito, la
mística, la metafísica y la religión –por lo que el hombre siempre ha de tener
un punto de apoyo fuera de la historia, ajeno a lo que es engullido por las
grandes aguas del devenir o por la boba boca del caos.
El
pintor Valles Fernández va de tal modo recuperando los modelos que participan
de alguna mística inferior, viendo así como participan de sus formas, de sus
figuras, de su carácter –porque el mito encarna en la vida, o tal vez sea mejor
decir, porque la vida encarna en el mito. Porque como los humanistas de todos
los tiempos nos han afirmado, los dioses no mueren, sino que prosiguen y se
transfiguran alcanzando las formas más crueles de la degradación. Porque aunque
ya no se crea en la existencia de Dionisos, el hombre los revive en su concia y
en su experiencia de la embriaguez, mostrando a una deidad cada vez más triste,
cada vez más vulgar, cada vez más lisiada y desesperada.
Sus cuadros pueden verse entonces como
alegorías de las fuerzas nocturnas, donde no sin burla helada Cronos preside el
festín de la carne, mostrando la yaga viva de su moñón como un grotesco trofeo de la impudicia. Es
Dionisos, es Plutón o es Hades, es Jano o es el Tiempo -que se opone por su
propia esencia al Logos, a la palabra y al verbo salvador, en una colosal
gigantomaquia. Deidad, pues, del rechazo, de la frustración afectiva y de la
exasperación, cuya melancolía erudita no es otra que la de la envidia, de la
codicia, de la acumulación de la avaricia que engendra y devora a sus propias
creaciones por la misma excitación de su deseo, que quisiera saciar sus
pasiones insaciables, pero agotando con ello las fuentes de la vida. Ser de la
destrucción que, sin embargo, resulta por su duro convencionalismo incapaz de
adaptarse a la evolución de la sociedad y de la vida, quedando encadenado al
aspirar a una perfección estancada, sin futuro y por tanto sin sucesión posible,
en una clara regresión hacia la disolución, la división y el desorden tanto a
escala psíquica, como moral y metafísica.
Mundo
también del tumultuoso y delirante Baco que so capa de una moral emancipada
suprime las prohibiciones y tabúes, promoviendo los desbordamientos sensuales y
los carnavalescos desfogues de la exuberancia, induciendo con ello a la
vinculación con lo irracional de los cultos propiamente dionisiacos y de los
ritos orgiásticos, donde hay que alienarse para ser transfigurado, anulando la
personalidad para ser poseído por el dios –pero que en realidad son sólo una
torpe búsqueda de lo sobrehumano, que al intentar romper la barrera que nos
separa de lo divino, para liberar al alma de sus límites terrenos, alcanza apenas
la regresión hacia las formas caóticas o primordiales de la vida, ligándose
también por ello a los turbios moldes donde se acuñan los rechazos, las
represiones y las frustraciones, cosa que en el mejor de los casos probaría el
parentesco del alma humana con los demonios, no contentos ni con la suerte ontológica
de su naturaleza degradada.
Así, en
uno de sus registros, las pinturas de Germán Valles han sabido presentar con
una extraordinaria expresividad, a la vez cáustica y realista, una serie de
figuras clave, destinadas a turbar, a oscurecer y debilitar la conciencia al manejar
los hilos de las pasiones -como ese sabio químico del que habla Baudelaire, que
en la almohada del mal ha sabido evaporar el metal de la voluntad humana para
trasformar el gusto, haciendo que se hallen encantadores los objetos más repugnantes
–llevando así a sus discípulos por pestilentes tinieblas del5 horror, paso a
paso, hacia el infierno, dejando como único consuelo al pobre libertino besar
el seno ajado de la vieja ramera, o robar al pasar un placer clandestino, que
exprime fuertemente como una seca naranja –mientras los espíritus van ocupados
por la estupidez, el error, el pecado y la mezquindad, que mueven la animación
de los cuerpos y alimentan los remordimientos, como los mendigos que nutren con
su crápula a su piojera, cayendo todas las almas, pusilánimes o audaces, bajo
su influjo.[1]
Pintura,
pues, que espejea el orbe de multifacéticas presiones, que acaban por dominar
al hombre en base a sus pulsiones orgánicas poderosas para llevar al individuo
a perderse, a entregarse al reino de las sombras al apresarlo en las murallas
interiores del instinto. Mundo de arrepentidos cobardes y de tercos pecadores que
van en búsqueda de la casa de las lágrimas con sus grotescos decorados de ajada
gruta, anticipando con ello la voluntad de las místicas inferiores de perderse
en un reino de siniestras imantaciones, donde lo semejante a la sombra busca a
lo semejante: lo amorfo, lo indefinido o lo inconsciente. Mundo de la
tentación, pues, significadas por los obstáculos, que incita al hombre, cuando
la salvación no puede llegar por el amor, cuando no se cree o no se puede creer
en un orden trascendente, a entregarse a las confusiones de Dionisos, a esa sed
de olvidarse de sí, a esa maldición dionisiaca que hace resbalar al hombre
moderno por el tobogán vertiginoso del nihilismo, que va cada vez más hacia abajo, para caer sin
fondo, hacia la nada. Sed de
aniquilarse, pues, que se descubre como una fe en una oscura mística, en la
cual enajenarse, por la cual sacrificarse y perderse –y que por lo mismo se
opone al orden natural de las cosas, a la sed de salvación, al impulso por
valorar la vida y encontrar un sentido central a la existencia.
Porque
Saturno, al igual que el adversario, que el espíritu orgulloso y soberbio que se pasea recorriendo la tierra, representa
el espíritu de la involución que cae irrefrenablemente en la materia –siendo su
engañosa la luz la desviación de la luz primordial que se oculta en la materia,
reflejada en el desorden de la conciencia humana, en la mente nublada que,
confundida, sobreexcitada, turbada, entra en la oscuridad al adoptar una falsa
jerarquía de valores, entrañada en sus malas sugestiones e incitaciones, y
causando con sus relaciones sociales invertidas y con el cobre vergonzoso de su
función separadora infinidad de penas y sufrimientos, de desapegos, de
abandonos, de renuncias, de sacrificios (“Melancolía”).
Parodia de Dios, cuyas torcidas tentaciones no dudan en emplear medios
ilícitos, pues están encaminadas a arrancar al hombre de su relación con el
espíritu, deseando así romper las alas a todo lo creador y cuyas fuerzas
perversas desintegradoras quisieran someter al hombre a la tiranía de su propio
dominio –siendo por ello la fuente de la mala suerte, de la impotencia y la
parálisis, del centro subterráneo que late en el fondo de la noche donde no hay
ni luz ni gozo de la existencia y que, sin embargo, nos insta a exaltarnos en
las tribulaciones, como una palanca de la vida moral, intelectual y espiritual,
pues al enfrentarlas ellas obran la paciencia de los largos esfuerzos
reflexivos, también el esfuerzo sostenido por liberarnos de la prisión del
cuerpo, de su animalidad, de la vida instintiva y de las pasiones –engendrando
así la paciencia a la esperanza en la gloria de Dios, quien de tal suerte
derrama su gracia en nuestros corazones.
Encuentro, pues, con la presencia de imágenes
metafísicas, que labran la suerte del más allá, de la otra vida, del otro
mundo, por más que lo hagan de manera negativa presentando en esta vida, en
este mundo, en el más acá, bajo la figura de seres arrogantes y jactanciosos
que, sin embargo, no han podido diferenciar al hombre de la bestia, ni
identificar su objeto de deseo, cayendo por tanto en la barbarie del
hermafroditismo o en la androginia, representa de tal modo una condición negativa
del espíritu humano. Porque los dioses paganos efectivamente no mueren, sino
que subsisten, persistiendo en la imaginación y en comportamiento de los
hombres, alcanzando las formas más crudas de la vulgarización y más crueles de
la decrepitud –estando tales formas activas en el reflejo de la experiencia y
de la vida de los hombres.
Pintor
interesado en la inmersión en las aguas estancadas, Germán Valles, sondea las
profundidades de vacío, del non esse,
de la nada –por su misma constitución diferenciada y aún opuesta a la realidad
absoluta del esse, del infinito bien,
de lo pleno, de la luz, que es Dios. Y lo que encuentra el artista en su camino
es un mundo den gente dormida, que mira cada una hacia adentro, hacia su mundo personal y subjetivo, carentes
de la cultura universal. El mal se revela entonces como lo particular, también
como lo azaroso y contingente, como lo que afecta a la gente introvertida o
dependiente de una cultura meramente histórica, teniendo sus organismos
entonces el carácter de lo impenetrable, de lo aislado o estando sus individuos
dominados por una fuerte vida orgánica, imperativa, en proceso de
transformación y fermentación. Vida onírica también, en lo que tiene de regreso
a la unidad meramente orgánica de la creación prenatal y sin conciencia, donde
no existen propiamente ni la libertad, ni el pecado, ni el drama. Vida en el
error, que de suyo lucha contra lo concreto y se opone a la cultura universal
de la gente despierta, extrovertida, que viven con una misma luz y en una misma
ley.
Retratos
alegóricos, pues, de esos dos extremos polares de la falta humana que se llaman
la bestia y el demonio. Por una parte, la pereza bestial de la tendencia
regresiva, disgregadora que hay en todo lo vivo y organizado cuando se deja succionar
por la tendencia entrópica del universo, por la fuerza reaccionaria e
involutiva de la vida, que se hunde finalmente en el marasmo de las aguas
abismales putrefactas y en descomposición. Por la otro, la soberbia satánica,
que niega la vida al intentar, no tanto liquidar el universo, sino tragárselo,
apropiárselo; que niega la vida escapando de ella mediante el pecado imaginario
de borrar la creación al invocar lo que hay en la tiniebla de absoluto, de
sin-sentido ilimitado, y que en su delirante abstraccionismo, pudiendo decir lo
que sea, sólo atina a decir una cosa: que es muda.
Aparece
entonces la escultura del ídolo: que es la sombra, la máscara vacía, la imagen
de quien ha cerrado los ojos de una vez y para siempre, cuya boca tapiada
indica la sentencia del no, definitiva y total, cuya la ceguera pareciera
reclamar el acumular toda la sombra para sí, y que al estar abstraída del
cuerpo señala el conflicto tanto de la idolatría como del negador: ser una máscara,
por más que polimorfa, por más que hoyada por la luz en su interminable
facetismo psicológico, no pudiendo ser así sino una ausencia. Impotente para
dar un rostro a su peso vacío, o unos ojos con luz a la burla cruel de su
mirada ausente. Mundo, pues, de la mudes y a la vez de la ceguera, de la
opacidad de lo cerrado, de lo que no se brinda ni abre, que resiste como la
materia bruta, sosteniéndose siempre afuera -pero que acaba siendo no más que
ocultación, como aquellas almas que se encuentran deshabitadas por no
pertenecer a nada, quedando finalmente desalmados al escapar de sus cuerpos la
luz de las miradas. Imagen de ese otro absoluto, que es la noche, donde
subsisten las sombras fugitivas perdidas entre la complicidad de la negligencia
y del encubrimiento.
Descenso,
pues, que por las sendas prohibidas llega a los círculos concéntricos; viaje
al submundo de la noche a que conduce el
saber de lo mundano; a la morada invisible de la muerte y de los lugares
infernales, donde el hijo de del Tiempo reina insensible y despiadado,
inexorable y colérico, tocado con la capa del lobo azul y el casco de piel de
perro, marcado su rostro por la dureza del gesto y por las huellas del azufre,
vigilado por el monstruo Cancerbero y presidido por sus cuatro caballos de opaco
ébano. Es Plutón, es Hades o es el Orco que reina entre las lúgubres sombras
miserables resueltas por el humo, por las cenizas y la nada. Lugar donde la
sombra y la neblina dan cuenta del oscuro reino, donde los ríos del olvido, del
fuego y la congoja conducen el inconcebible pozo de los odios. Lugar invisible
e ilusorio, en cierto modo irreal, donde las almas vagan abatidas entre tétricas
legiones de espíritus menores; laberinto sin forma ni salida, perdido en la
tiniebla y en el frío, poblado por monstruos y demonios, donde los condenados habitan entre las abigarradas cavernas, como fuentes sin agua,
como nubes trastornadas por el viento en torbellinos, fijados cual fantasmas en
la pena y endurecimiento en su pecado cual estatuas. Pozo de la sensualidad en
llamas, ahogado por la abolición de la dispensa y donde se sufre la privación
radical de la luz, de la presencia de Dios, que es la vida.
Porque,
a fin de cuentas, individuos, familias, sociedades, pueblos y naciones enteras resultan
meramente ilusorias cuando se consagra el oscuro paganismo, cuando no
participan más que del devenir universal (la historia), a la manera de
cualquier organismo que vive un tiempo, para después morir, agotándose en lo
vivido y disolverse finalmente en la mudez y en la ceguera de la nada
(inmanentismo), donde la tiniebla no tiene que nada que decir sobre la luz que
la atraviesa.
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