domingo, 23 de febrero de 2014

IX.- El Tiempo y el Ídolo: la Bestia y el Demonio Por Alberto Espinosa Orozco

IX.- El Tiempo y el Ídolo: la Bestia y el Demonio
Germán Valles Fernández: la Fascinación y los Fantasmas
Por Alberto Espinosa Orozco 
9a de 12 Partes




   Así, a luminosa corriente irónica del artista no llega a su culminación voltaica sino hasta dar  cuenta de que en tales expresiones de la lívido, de los placeres maléficos o de los deseos insatisfactibles, se filtra de cualquier manera la forma, la norma, la ley, el símbolo, el mito, la mística, la metafísica y la religión –por lo que el hombre siempre ha de tener un punto de apoyo fuera de la historia, ajeno a lo que es engullido por las grandes aguas del devenir o por la boba boca del caos.
   El pintor Valles Fernández va de tal modo recuperando los modelos que participan de alguna mística inferior, viendo así como participan de sus formas, de sus figuras, de su carácter –porque el mito encarna en la vida, o tal vez sea mejor decir, porque la vida encarna en el mito. Porque como los humanistas de todos los tiempos nos han afirmado, los dioses no mueren, sino que prosiguen y se transfiguran alcanzando las formas más crueles de la degradación. Porque aunque ya no se crea en la existencia de Dionisos, el hombre los revive en su concia y en su experiencia de la embriaguez, mostrando a una deidad cada vez más triste, cada vez más vulgar, cada vez más lisiada y desesperada.
   Sus cuadros pueden verse entonces como alegorías de las fuerzas nocturnas, donde no sin burla helada Cronos preside el festín de la carne, mostrando la yaga viva de su moñón  como un grotesco trofeo de la impudicia. Es Dionisos, es Plutón o es Hades, es Jano o es el Tiempo -que se opone por su propia esencia al Logos, a la palabra y al verbo salvador, en una colosal gigantomaquia. Deidad, pues, del rechazo, de la frustración afectiva y de la exasperación, cuya melancolía erudita no es otra que la de la envidia, de la codicia, de la acumulación de la avaricia que engendra y devora a sus propias creaciones por la misma excitación de su deseo, que quisiera saciar sus pasiones insaciables, pero agotando con ello las fuentes de la vida. Ser de la destrucción que, sin embargo, resulta por su duro convencionalismo incapaz de adaptarse a la evolución de la sociedad y de la vida, quedando encadenado al aspirar a una perfección estancada, sin futuro y por tanto sin sucesión posible, en una clara regresión hacia la disolución, la división y el desorden tanto a escala psíquica, como moral y metafísica.
  Mundo también del tumultuoso y delirante Baco que so capa de una moral emancipada suprime las prohibiciones y tabúes, promoviendo los desbordamientos sensuales y los carnavalescos desfogues de la exuberancia, induciendo con ello a la vinculación con lo irracional de los cultos propiamente dionisiacos y de los ritos orgiásticos, donde hay que alienarse para ser transfigurado, anulando la personalidad para ser poseído por el dios –pero que en realidad son sólo una torpe búsqueda de lo sobrehumano, que al intentar romper la barrera que nos separa de lo divino, para liberar al alma de sus límites terrenos, alcanza apenas la regresión hacia las formas caóticas o primordiales de la vida, ligándose también por ello a los turbios moldes donde se acuñan los rechazos, las represiones y las frustraciones, cosa que en el mejor de los casos probaría el parentesco del alma humana con los demonios, no contentos ni con la suerte ontológica de su naturaleza degradada.
   Así, en uno de sus registros, las pinturas de Germán Valles han sabido presentar con una extraordinaria expresividad, a la vez cáustica y realista, una serie de figuras clave, destinadas a turbar, a oscurecer y debilitar la conciencia al manejar los hilos de las pasiones -como ese sabio químico del que habla Baudelaire, que en la almohada del mal ha sabido evaporar el metal de la voluntad humana para trasformar el gusto, haciendo que se hallen encantadores los objetos más repugnantes –llevando así a sus discípulos por pestilentes tinieblas del5 horror, paso a paso, hacia el infierno, dejando como único consuelo al pobre libertino besar el seno ajado de la vieja ramera, o robar al pasar un placer clandestino, que exprime fuertemente como una seca naranja –mientras los espíritus van ocupados por la estupidez, el error, el pecado y la mezquindad, que mueven la animación de los cuerpos y alimentan los remordimientos, como los mendigos que nutren con su crápula a su piojera, cayendo todas las almas, pusilánimes o audaces, bajo su influjo.[1]



   Pintura, pues, que espejea el orbe de multifacéticas presiones, que acaban por dominar al hombre en base a sus pulsiones orgánicas poderosas para llevar al individuo a perderse, a entregarse al reino de las sombras al apresarlo en las murallas interiores del instinto. Mundo de arrepentidos cobardes y de tercos pecadores que van en búsqueda de la casa de las lágrimas con sus grotescos decorados de ajada gruta, anticipando con ello la voluntad de las místicas inferiores de perderse en un reino de siniestras imantaciones, donde lo semejante a la sombra busca a lo semejante: lo amorfo, lo indefinido o lo inconsciente. Mundo de la tentación, pues, significadas por los obstáculos, que incita al hombre, cuando la salvación no puede llegar por el amor, cuando no se cree o no se puede creer en un orden trascendente, a entregarse a las confusiones de Dionisos, a esa sed de olvidarse de sí, a esa maldición dionisiaca que hace resbalar al hombre moderno por el tobogán vertiginoso del nihilismo,  que va cada vez más hacia abajo, para caer sin fondo, hacia la nada.  Sed de aniquilarse, pues, que se descubre como una fe en una oscura mística, en la cual enajenarse, por la cual sacrificarse y perderse –y que por lo mismo se opone al orden natural de las cosas, a la sed de salvación, al impulso por valorar la vida y encontrar un sentido central a la existencia.
   Porque Saturno, al igual que el adversario, que el espíritu orgulloso y soberbio  que se pasea recorriendo la tierra, representa el espíritu de la involución que cae irrefrenablemente en la materia –siendo su engañosa la luz la desviación de la luz primordial que se oculta en la materia, reflejada en el desorden de la conciencia humana, en la mente nublada que, confundida, sobreexcitada, turbada, entra en la oscuridad al adoptar una falsa jerarquía de valores, entrañada en sus malas sugestiones e incitaciones, y causando con sus relaciones sociales invertidas y con el cobre vergonzoso de su función separadora infinidad de penas y sufrimientos, de desapegos, de abandonos, de renuncias, de sacrificios (“Melancolía”). Parodia de Dios, cuyas torcidas tentaciones no dudan en emplear medios ilícitos, pues están encaminadas a arrancar al hombre de su relación con el espíritu, deseando así romper las alas a todo lo creador y cuyas fuerzas perversas desintegradoras quisieran someter al hombre a la tiranía de su propio dominio –siendo por ello la fuente de la mala suerte, de la impotencia y la parálisis, del centro subterráneo que late en el fondo de la noche donde no hay ni luz ni gozo de la existencia y que, sin embargo, nos insta a exaltarnos en las tribulaciones, como una palanca de la vida moral, intelectual y espiritual, pues al enfrentarlas ellas obran la paciencia de los largos esfuerzos reflexivos, también el esfuerzo sostenido por liberarnos de la prisión del cuerpo, de su animalidad, de la vida instintiva y de las pasiones –engendrando así la paciencia a la esperanza en la gloria de Dios, quien de tal suerte derrama su gracia en nuestros corazones.
   Encuentro, pues, con la presencia de imágenes metafísicas, que labran la suerte del más allá, de la otra vida, del otro mundo, por más que lo hagan de manera negativa presentando en esta vida, en este mundo, en el más acá, bajo la figura de seres arrogantes y jactanciosos que, sin embargo, no han podido diferenciar al hombre de la bestia, ni identificar su objeto de deseo, cayendo por tanto en la barbarie del hermafroditismo o en la androginia, representa de tal modo una condición negativa del espíritu humano. Porque los dioses paganos efectivamente no mueren, sino que subsisten, persistiendo en la imaginación y en comportamiento de los hombres, alcanzando las formas más crudas de la vulgarización y más crueles de la decrepitud –estando tales formas activas en el reflejo de la experiencia y de la vida de los hombres.
   Pintor interesado en la inmersión en las aguas estancadas, Germán Valles, sondea las profundidades de vacío, del non esse, de la nada –por su misma constitución diferenciada y aún opuesta a la realidad absoluta del esse, del infinito bien, de lo pleno, de la luz, que es Dios. Y lo que encuentra el artista en su camino es un mundo den gente dormida, que mira cada una hacia adentro, hacia su mundo personal y subjetivo, carentes de la cultura universal. El mal se revela entonces como lo particular, también como lo azaroso y contingente, como lo que afecta a la gente introvertida o dependiente de una cultura meramente histórica, teniendo sus organismos entonces el carácter de lo impenetrable, de lo aislado o estando sus individuos dominados por una fuerte vida orgánica, imperativa, en proceso de transformación y fermentación. Vida onírica también, en lo que tiene de regreso a la unidad meramente orgánica de la creación prenatal y sin conciencia, donde no existen propiamente ni la libertad, ni el pecado, ni el drama. Vida en el error, que de suyo lucha contra lo concreto y se opone a la cultura universal de la gente despierta, extrovertida, que viven con una misma luz y en una misma ley.
   Retratos alegóricos, pues, de esos dos extremos polares de la falta humana que se llaman la bestia y el demonio. Por una parte, la pereza bestial de la tendencia regresiva, disgregadora que hay en todo lo vivo y organizado cuando se deja succionar por la tendencia entrópica del universo, por la fuerza reaccionaria e involutiva de la vida, que se hunde finalmente en el marasmo de las aguas abismales putrefactas y en descomposición. Por la otro, la soberbia satánica, que niega la vida al intentar, no tanto liquidar el universo, sino tragárselo, apropiárselo; que niega la vida escapando de ella mediante el pecado imaginario de borrar la creación al invocar lo que hay en la tiniebla de absoluto, de sin-sentido ilimitado, y que en su delirante abstraccionismo, pudiendo decir lo que sea, sólo atina a decir una cosa: que es muda.
   Aparece entonces la escultura del ídolo: que es la sombra, la máscara vacía, la imagen de quien ha cerrado los ojos de una vez y para siempre, cuya boca tapiada indica la sentencia del no, definitiva y total, cuya la ceguera pareciera reclamar el acumular toda la sombra para sí, y que al estar abstraída del cuerpo señala el conflicto tanto de la idolatría como del negador: ser una máscara, por más que polimorfa, por más que hoyada por la luz en su interminable facetismo psicológico, no pudiendo ser así sino una ausencia. Impotente para dar un rostro a su peso vacío, o unos ojos con luz a la burla cruel de su mirada ausente. Mundo, pues, de la mudes y a la vez de la ceguera, de la opacidad de lo cerrado, de lo que no se brinda ni abre, que resiste como la materia bruta, sosteniéndose siempre afuera -pero que acaba siendo no más que ocultación, como aquellas almas que se encuentran deshabitadas por no pertenecer a nada, quedando finalmente desalmados al escapar de sus cuerpos la luz de las miradas. Imagen de ese otro absoluto, que es la noche, donde subsisten las sombras fugitivas perdidas entre la complicidad de la negligencia y del encubrimiento.



   Descenso, pues, que por las sendas prohibidas llega a los círculos concéntricos; viaje al  submundo de la noche a que conduce el saber de lo mundano; a la morada invisible de la muerte y de los lugares infernales, donde el hijo de del Tiempo reina insensible y despiadado, inexorable y colérico, tocado con la capa del lobo azul y el casco de piel de perro, marcado su rostro por la dureza del gesto y por las huellas del azufre, vigilado por el monstruo Cancerbero y presidido por sus cuatro caballos de opaco ébano. Es Plutón, es Hades o es el Orco que reina entre las lúgubres sombras miserables resueltas por el humo, por las cenizas y la nada. Lugar donde la sombra y la neblina dan cuenta del oscuro reino, donde los ríos del olvido, del fuego y la congoja conducen el inconcebible pozo de los odios. Lugar invisible e ilusorio, en cierto modo irreal, donde las almas vagan abatidas entre tétricas legiones de espíritus menores; laberinto sin forma ni salida, perdido en la tiniebla y en el frío, poblado por monstruos y demonios, donde  los condenados habitan entre las  abigarradas cavernas, como fuentes sin agua, como nubes trastornadas por el viento en torbellinos, fijados cual fantasmas en la pena y endurecimiento en su pecado cual estatuas. Pozo de la sensualidad en llamas, ahogado por la abolición de la dispensa y donde se sufre la privación radical de la luz, de la presencia de Dios, que es la vida.     
   Porque, a fin de cuentas, individuos, familias, sociedades, pueblos y naciones enteras resultan meramente ilusorias cuando se consagra el oscuro paganismo, cuando no participan más que del devenir universal (la historia), a la manera de cualquier organismo que vive un tiempo, para después morir, agotándose en lo vivido y disolverse finalmente en la mudez y en la ceguera de la nada (inmanentismo), donde la tiniebla no tiene que nada que decir sobre la luz que la atraviesa.




[1] Charles Baudelaire, Al Lector. 







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