Germán Valles Fernández:
la Fascinación y los Fantasmas
VIII.- La Maceración de
la Carne
Por Alberto Espinosa Orozco
8a de 12 Partes
El hombre podría definirse como el único ser
en peligro de dejar de ser lo que es, de degradarse a un ente de ser dado,
evadiendo la responsabilidad que implica la libertad: que es el forjarse, el
luchar contra el destino para hacerse, como un ser creativo, como un “ser que
hacerse”. La decadencia de la cultura, de la moral, de la educación, muestra a
las claras la senectud de las fuerzas del cosmos, que el mundo se ha hecho
viejo, poniendo al hombre de ser no ser hombre, de ser un no-hombre,
contrariando con ello radicalmente su esencia, su naturaleza espiritual, dando
pie a una sociedad corroída por el vicio y por la disolución de
la persona, por la pseudotranza, por el falso misterio o por el misterio
degradado en la vulgaridad de lo profano profunda o en la mera parapsicología
de salón donde se efectúa, lo mismo que en la mis negra, la mímica de la
participación (surrealismo), dando a colación un cuerpo unido la energía de la
opacidad, hasta convertirse en un mismo magma amorfo.
Ante tal
espectáculo desolador la defensa del pintor Valles Fernández es la de la
invocación de la luz bajo el registro, no menos hiriente, de la ironía, bajo cuya técnica disgrega al
hombre profano al mostrar y simultáneamente anular las formas vulgares de
equilibrio psico-somático. Su estrategia es así la de disolver efectivamente
los estados de conciencia alimentados por la bonanza de la carne, de
derribarlos de sus grotescos altares, de humillarlos al revelar todo lo que hay
en ellos de despersonalización, de dolor y de risible. La acidia muelle queda
entonces reducida, junto con otras formas de comodidad humana, a sus estados
más vergonzantes y de decrepitud, donde el hombre mismo es reducido a un plasma
amorfo, cuya sed insaciable de gozo produce no más que un empobrecimiento del ser
y dentro del cual sólo pueden debatirse el tedio, la desesperación y la nada.
Tarea,
pues, de experimentar y hacer experimental al observador los extremos de la
sordidez y de la desolación del alma humana, hasta llevarlo al limite, a la
sensación cultural más automática de todas: el asco, ante cuyas escenas el ser
humano inmediatamente retrocede con actitud de notoria repelencia, en defensa orgánica
del propio ser, huyendo de la muerte, de los extremos, hacia un punto más
estable de la contemplación. Porque el trabajo del artista es en el fondo el de
conducirnos, por el camino de una luz más diáfana, a la liberación tanto del
cilindro, que es el pozo de la concupiscencia, como del oscuro cubo del
confinamiento, que es el cuerpo, prisión del alma inferior, para lograr salir así
de la densidad de la materia, de la energía tensa y opaca que hay en las
tinieblas. Porque si el alma inferior, depositada en el cuerpo físico y que navega
por el río de la conciencia en lo que tiene de devenir oscuro, nubla la mente,
embotado y deprimiendo el espíritu, el alma superior tiene la tarea como misión
fundamental quemar la escoria del alma inferior, de controlar el mundo de la sensualidad,
que por tender a lo oscuro y negativo tiende a resbalar por la pendiente de las
fuerzas succionantes de las sombras, o a
convertirse en tumba de la conciencia que libera al antro de fieras del
inconsciente Tarea, pues, de quemar la escoria del alma inferior, de trascender
densa opacidad que hay en lo oscuro, controlando, fundiendo y disolviendo el
alma inferior, para así poder refinar y completar el alma superior, que es
donde se oculta el espíritu original, que hay que preservar, restaurando de tal
suerte lo creativo, que es la luz de los ojos, que es el alma que ve lo que no
tiene forma y que escucha lo que no tiene sonido, y que en medio del silencio
sueña al hacer girar la luz de la conciencia.
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