Germán Valles Fernández: la Fascinación y los Fantasmas
VI.- La Orgía: la Realidad Demetérica
Por Alberto Espinosa Orozco
6a de 12 Partes
La vitalidad y la energía decaen y degeneran
junto con el universo (principio de entropía). Las cosas envejecen, los valores
se olvidan, las tradiciones se pierden, la verdad deja de cultivarse y por lo
tanto se oculta. En el mundo del cuerpo hay también una continua pérdida de
espíritu y de conciencia, expresada en la conformidad con la vida, en la
compulsión de la rutina, en buscar o perseguir objetos, en no mirar nunca hacia
atrás, en no reflexionar ni observar nunca la mente. Sin embargo, cuando a las
personas echadas a andar para adelante se les acaba la energía positiva y
desaparece del todo, entran entonces en el mundo inferior, embarcándose en los bajos caminos donde reina
la sensación sin pensamiento que deseca al cuerpo, pues cuando el espíritu se
ha agotado completamente el cuerpo no es más que un árbol desnudo o que cenizas
muertas.
El tema de Germán Valles Fernández es así el
de la ficción, el de la irrealidad del mal. Porque el tema de lo fantástico en
su registro expresionista, crítico, no es otro que el de los caminos del
extravío -donde se han roto con desdén los lazos con la energía original, que
da vida a los valores espirituales y a la moral. Su experiencia estética es por ello
frecuentemente la de lo circense o… la de lo siniestro donde emergen los
decorados artificiosos y grotescos, la de los suburbios surrealistas y la de los
laberintos de la conciencia, poblado por callejones sin salida o por círculos
que se van cerrando, donde las formas se infectan de ambigüedad, al trastocar
sus propios límites, vaciándose así progresivamente de contenido, para acabar
siendo no más que la resistencia pura y no diferenciada de la materia en bruto
derrumbada, erosionada y corroída por la corrupción. La irrealidad de lo
caótico se presente entonces como indistinguible de la mera ilusión, en un
juego de sombras que resiste a la iluminación, al no poder participar de lo
dador de significación (que es lo creativo), ni mucho menos de la plenitud del
sentido (que es el Misterio).
Sí algunas de las obras de Germán Valles son
fuertemente expresivas de la decadencia moral y aun física de los cuerpos, es
cierto que algunas de ellas se subsumen también bajo la categoría estética de
lo grotesco –por explorar las bóvedas más profundas y subterráneas del
inconsciente, revelando de tal modo aquello que se encuentra oculto bajo la
personalidad corriente en términos de afeites voluptuosos, de adornos
caprichosos, pero también del gesto tosco o meramente imitativo, de la mueca,
done las flores del mal conviven alegremente con el facundo que ostenta como un
clavel el gargajo embadurnado en la
solapa -terminado sus sujetos por ser extravagantes y por tanto ridículos.
Mundo inmediatamente a los pesados telones pórfidos y melíficos donde pulula lo
grotesco e incluso lo invertido y donde el casos agresivo invita
inevitablemente a la parodia de la objetividad, caracterizada por ser una
imitación burlona de la realidad carente en absoluto de libertad. Reaparece así
el motivo generacional recurrente de las personalidades indefinidas o
inestables, cuyas figuras ejemplares son el payaso y el arlequín de la comedia
del arte, resueltos en términos del
carnaval de los sentidos. Orbe en el cual los personajes pululan sin ideas, sin
principios ni carácter, llevando la cara pintada o embadurnada de afeites
femeninos, a la manera de una chirriante mascarada (James Ensor). Sus cuadros
son entonces espejos de situaciones conflictivas irresueltas, que por lo tanto
vuelven imposible la personificación del individuo ligado a la confusión de los
deseos, quien tiende se cansa de tender pesados puentes en el aire que no
salvan obstáculo alguno, al no saber distinguir lo que es mero proyecto de lo
propiamente posible, sin tampoco poder poner en foco sus apetitos egoístas, los
que lo van arrastrando a una misma miseria común. Rostros en cierto sentido
enmascarados, sujetos a la presión y aún a la posesión por otras fuerzas, que
en gesticulaciones de alegría pasan, como sin notarlo, de la comedia al corazón
insípido del drama.
Llaman la atención, tanto por la conformidad
entre la visión y la realización material, como por la perfección de su
expresión emocional, los cuadros “Las
Vírgenes”, “Carne de Cañón”, “Magdalena” e “Inspiración”, pero sobre todo el extraordinario lienzo de
intención mural titulado “Las Bellas
Artes”, donde se resume y condensa toda una idea de los extremos en que
puede caer la desorganización social: imagen prístina, pues, de la decadencia
moral que, por más que se quisiera eleve a forma de vida, no constituye de
hecho sino la misma prueba existencial que corona grotescamente al inmanentismo
moderno, roído desde dentro por un oscuro y ofensivo paganismo (secularización
desviada). Así, puede decirse que el tema del artista es el de la fascinación
del mal: el de su hechizo no menos que el de su monotonía y parálisis.
Aparecen así, por un lado, la particularidad
y el subjetivismo extremo del mal, su falta de universalidad, su capricho; por
el otro, el ritmo que le imprime a la escena su anomia moral, su patética lucha
contra las normas eternas, contra la ley que nos hace hombres, en un inútil y
estéril esfuerzo por hacer que nos pertenezca aquello por lo cual
pertenecernos. Así, la gruta del desencanto se abre como un espacio que en
conjunto se cierra, envolventemente, al participar del mundo de las
sombras, llamando a una serie de lugares
comunes asociados, imantándolos, atrayéndolos, pues lo semejante imanta a lo
que es a su lo semejanza. Estancias
donde la media luz comulga malamente con la bajeza. Escenarios de gruta donde
los pesados cortinajes pórfidos y meláfidos crean una atmósfera insalubre y
densa: Jardín de Epicuro situado en medio del valle de las tinieblas convertido
en la casa del llanto donde se albergan las aberraciones del comportamiento
social para exaltar la realidad del cuerpo. Porque el cuerpo, si bien se mira,
es el órgano de socialización por excelencia, es la instancia que nos relaciona
inmediatamente con los otros, sacándonos de nuestro encierro solipsista, de
nuestra ipseidad monadológica, para comunicarnos, e incluso para fundir el
cuerpo a otro(s), por medio de la identificación psicológica, bajo el clima
propicio de las altas temperaturas provocadas por la fruición y por la
frotación de la carne –hiperestecia encendida a su vez por la influencia del alcohol o los enervantes.
Abandono del espíritu a favor de las
pulsiones imperantes de los instintos que desemboca en la sensualidad réproba
de la libertad descendente: en la degeneración y decadencia que inmediatamente
es imantada por la negatividad de la nada muerta o por el vacío de lo
indefinido (“Atrapados”, “Carne de Cañón”). Porque de lo que trata el artista Valles
Fernández es entonces del alma sórdida, baja, emergida de las tinieblas de la
noche, carcomida por las metáforas delirantes y la concatenación de
similitudes; es el alma enviciada, brutalizada, en donde cada uno ha caído en
la trampa de hacer de su vientre una trampa, hasta terminar por tocar ese
extraño extremo de lo humano que es la enajenación en la mera existencia, donde
el hombre degenera en ser de naturaleza dada, que es el “ser arrojado ahí”, que
es el ser para la muerte (Dasein).
Visión de lo que en la orgía hay de baile
siniestro, pues, tras cuyos grotescos cortinajes se oculta la amenaza de la
trasformación de los símbolos y sus sentimientos asociados en meras sensaciones
cada vez más primitas, más primarias y táctiles, hasta quedar reducidas a meros síntomas de la corporalidad, fijados
en los fluidos y las sensaciones y secreciones internas, que pasan por las
partes más blandas y dolorosas del cuerpo, y que al pasar por las entrañas
alcanzan el ambiguo estatuto de “sentimientos entrañables”, que no son otra
cosa que los laboratorios del deseo mezclándose con el inconsciente. La orgía
se revela entonces como el otro costado de la libertad moderna, puramente
contractual, como ese derecho de paso que ha dado como producto una serie de
hombres frustrados: de autómatas, de facundos e irresponsables. Costado otro,
pues, que termina por apresar a los hombres en el reino de las formas y el
deseo, hasta hacerlos caer en el mundo
del conformismo o de las sombras, estableciéndose en la nada muerta, en el
vacío de lo indefinido o en la indiferencia, donde se apagan los sentimientos,
perdiéndose en ilusiones mentales o psicológicas, en los caprichos de los
deseos o en las zonas oscuras del inconsciente, en una clara involución que
marcha contra el mundo de la energía creativa y de la conciencia.
Porque en los rituales orgiásticos, la
sensualidad violenta lucha contra las leyes y las normas, dándose al
abismamiento para aniquilar en la
multitud el sobrepeso, la gravedad espiritual y también la carga de lo
personal. Porque la orgía, por más que sea considerada como “biológicamente”
necesaria para la vida colectiva, por más que aparezca siempre aparecen entre
los periodos del trabajo ciego, de esfuerzo continuo e ininterrumpido, como una
cadencia que dirige al hombre en la vida colectiva. Lo que en realidad pide al
hombre es devolverlo al estado larvario,
que entonces lo solidariza a los niveles más bajos de la creación. La orgía
representa así un estado patológico que daña el tejido social, ya muerto y sin
vida, simbolizado ya por esa aglomeración desdeñosa y a la vez devorada por las
pulsiones que son las larvas, ya cayendo por el curso de las agua descendentes,
que se deslizan hacia los lagos del infierno, no participando propiamente del
contenido de la vida al no reconocer ya ni forma ni memoria. En efecto, la
humillación, la anulación de la identidad, el asumir otra personalidad para
fingir ser algún otro u otra cosa en el delirio analógico, no puede sino crear el
rio revuelto, espantoso, de las evocaciones y las sustituciones. Libertad
alarmante que al intentar salir de si, de las fronteras propias, que al
desbocarse para fugarse, queda
finalmente encallada a otros cuerpos, que son llevados por el espantoso rio del
tiempo para disolver moralmente al individuo –con todo lo que ello conlleva
también de acto de disolución social. Escapada fantástica, pues, que, empero,
con sacar al hombre fuera de sí mismo termina en su correlato: el la adaptación
del individuo a la mecánica social, confinado en su interioridad culpable y a
la vez en actitud de conformismo con la vida, atrapado así en la densidad de
las presencias que se apegan, viviendo pues entre sombras y las proyecciones de
un mundo de fantasmas.
El esfuerzo de Valles Fernández así no es
otro que el de la parada en sitio, la de detenerse delante del no-ser y, al
mismo tiempo, respetar las normas, los límites, las formas –como un acto de
escucha, como un acto de dominio sobre sí mismo para mantenerse así en el
porvenir, en la atmósfera cargada de sentido que nos da a la vez un horizonte,
pudiendo por tanto cruzar sin merma de la luz el valle pesaroso del río de los
cuerpos. El signo de la escucha se presenta entonces como aquello que distingue
la comprensión, que diferencia al ser del no ser, que también es potente para
identificarnos con nosotros mismos, sin ser succionados o arrebatado por el
río, vital y colectivo, del devenir. Pues todo acto de escucha es también un
acto de dominio sobre sí, y de “parada sobre el sitio” del río de lo
subpersonal y amorfo. Que impone límites y distinciones entre las coas.
Detenerse, pues, para en ver en los signos las formas de la personalidad
antropológica, para a la vez que se miran sus límites poder respetarlas y
normalizarlas, salvándose así de la triste libertad orgiástica y delirante de
la obsesión, de la posesión o de la oscura inspiración de los automatismos que,
como en los pueblos orientales, no puede distinguir el ser del no-ser, o el ser
de la nada.
La orgía, el impulso vital a perderse, así
como la realidad de la vida psico-mental evasiva y amorfa, son limitadas por el
signo, por la forma pura, por la norma que establece el artista por medio de la
luz potente, para logar la expresión de los límites perfectos -señalando a la
vez, en su otro polo, lo que constituye la peor de las confusiones de la
heterodoxia moderna: la confusión entre la vida y el impulso vital. Porque función creativa de la vida se cifra
en las normas, en los ciclos, en los ritmos cósmicos, y por tanto en la vuelta
de los tiempos --mientras que el impulso vital se refiere sólo a la duración
psico-metal, cuyo porvenir biológico no puede ser sino oscuro, por vacío de
todo contenido metafísico.
Al entrar en los abismos subterráneos del
ser humano el artista se postula, pues, como un guía para atravesar con la
mirada esa ceguera, para cruzar los niveles confusos de la existencia, del
caos, de lo demoniaco y de la neurosis, donde en su extremo los cuerpos
aparecen ahítos de placer y semen, en el espectáculo de la carne femenina
desnuda, ya flácida por el agotamiento, por la fatiga de un gozo que ya no se
desea sino para desear un nuevo
placer que ya no goza y se da la
parálisis de los sentimientos y del cuerpo mismo,. Porque la fascinación por lo
prohibido y frenesí de los sentidos no pueden sino concluir en la enajenación
de la voluntad, en la esclavitud de la voluptuosidad o en el pandemónium del
colectivismo orgiástico determinado por los impulsos egoístas del inconsciente
o por la incontinencia de la concupiscencia. La estrategia del pintor es
entonces la de atravesar esa opacidad con las herramientas de la luz;
utilizando colores puros, luminosos, deteniéndose cuidadosamente para hacer una
parada en sitio: para distinguir las formas y los límites. Porque la pintura de
Valles Fernández es a la vez una máquina del tiempo que hace girar luz y
simultáneamente la detiene -primero tomando distancia al interponerla ante el
espectador como un escudo y utilizando el color en sus pinceles como una espada
para atravesar las esferas de la noche mediante la recuperación de las formas y
las normas, siempre en lucha con las impulsos más tensos y los más amenazantes
poderes turbulentos de las sombras.
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