Germán Valles Fernández: la Fascinación y los Fantasmas
III.- Las Presiones
Por Alberto Espinosa Orozco
3a de 12 Partes
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Lo primero que hay que resaltar en
las atmósferas logradas por el artista es, junto con las tensione internas sufridas
por los cuerpos, las enormes presiones atmosféricas en las que habitan o a las que
se ven sometidos. Presiones constantes, pertinaces, exasperantes, que llegan en
ocasiones al delirio, y que parecieran apabullar a los cuerpos dolientes al
ejercer toda su densidad y su peso sobre sus almas. Me refiero a las diversas
cargas, tanto cultuales como físicas y emocionales, con que se grava el destino
histórico de la humanidad. Así, sus retratos del cuerpo humano no los son menos
de un mundo donde el hombre se ve, por decirlo así, constreñido, obstruido,
atenazado y oprimido por todas partes – tanto por arriba como por abajo y por sus
cuatro costados, como si se tratara de la figura geométrica de un cubo
fantasmal que quisiera apresarnos, para ser finalmente sometidos y arrojados al
cilíndrico pozo estéril del confinamiento.
Por un lado, destacan
inmediatamente las presiones de lo alto: cifradas en los terrores bimilenarios
de llevar una vida en ausencia de Dios, reforzados por el hombre de la
modernidad cuyas creencias religiosas son sostenidas no más que por costumbre o
por mero hábito, pero ya vacías de la fe viva. Se trata de las presiones
propiamente metafísicas, ejercidas por las creencias culturales en la
existencia y esencia de Dios, en la otra vida, en la nueva creación del otro
mundo, en la inmortalidad del alma y su posible salvación y bienaventuranza por
la intermediación de la gracia divina –por más que estas presiones culturales
se ejerzan con igual o mayor peso sobre el alma de los réprobos, de los
agnósticos, de los apóstatas, de los herejes, puesto lo que está de por medio
es justamente su posible muerte o su condenación. Angustia por la salvación y
liberación de los seres o insoportable presión histórica para el hombre que ha
hecho la experiencia histórica del inmanentismo y materialismo moderno, conforme
con vivir en esta vida en ausencia de Dios y de la metafísica, regido por la
lógica de la ambición de riqueza y el ansia de consumo, enmarcado todo ello en
una libertad descendente, reducida a anomia moral, concebida a su vez como un mero derecho de paso, done se expresa
con todo su peso una misma frustración tanto social como del individuo y un estado
permanente de impunidad, de simulación y de miserea común.
Ansia de ser y a la vez agobiante
presión por el intento de llevar una existencia
como antes del bautismo, ya como si se fuese uno de los semi-dioses, ya
postrándose inconscientemente ante los ídolos paganos –posición tan fabulosa
como falsa que si por un lado olvida la lenta marcha de la humanidad en la
lucha por el logro de los derechos y el reconocimiento de los principios
fundamentales de la persona, por el otro oculta una verdad histórica: que no
hay cangrejos cronológicos ni puede echarse atrás el río del tiempo -postulado
entonces otra marcha, la de los réprobos, hacia la condenación, que es el
infierno. Se trata, en efecto, de los hombres por engañados o por el peso de
sus yerros se encuentran prisioneros de sus cuerpos o esclavizados por las
pasiones de la carne, precipitados por las pasiones egoístas generalizadas a
vivir sin promesa… pero también sin esperanza, presionados por un mundo inmanente y sin horizonte,
achatado, arrojados simplemente ahí como
una cosa (Dasein), sin poder ser más
que el ser para la muerte –pues todo lo que para la carne vive ha de morir también
junto con la carne.
Por otro lado, se encuentran las
presiones de la libertad descendente que tiran hacia abajo –por más que se
disfracen con las galas y los amanerados afeites de la ligereza o la liviandad.
Tensiones, pues, que van de intentar tomar el cielo por asalto o crecer como la
montaña que se codea con las nubes, a aquellas otras derivadas de la rebelión
del mundo de abajo, en las que el
infierno pareciera subir a la tierra sin que el cielo en cambio baje. Presiones
propiamente de la experiencia de la caída del hombre que ha emprendido la ancha
ruta de la libertad descendente y que, preso de las tentaciones y sumido por la
culpa, se ve obligado a caer como el plomo, como el peso muerto, en el mundo de
las sombras, del lodo y el olvido. A ellas hay que sumar las presiones
laterales, por los costados, de izquierda y derecha, y las presiones que empujan de atrás o jalonan hacia adelante.
Se trata así de las presiones más
concretas, económicas, políticas, que se presentan como instancias inmediatas de
lo social, en el espacio laboral o en el trabajo diario, que corren en el
espectro polar del gregarismo irresponsable al individualismo atroz –posiciones
cada una de ellas ligada a un sistema de lugares comunes asociados y que
aprietan, por decirlo, así por los costados. Una de las expresiones más
notables de esa doble presión generalizada son las cargas impuestas al sujeto por
el predominio de la vida pública sobre la privada e íntima, en detrimento de
una vida privada cada vez más rica y profunda, trasmutada en una existencia
cada vez más especializada y tecnificada, es verdad, pero también más automatizada
y, lo que es peor, más proletarizada espiritualmente y sentimentalmente superficial,
conjugado todo ello con el temor de la persona de no poder ser plenamente un
individuo –que tan pronto arroja al hombre a la locura de las convenciones y
del statu quo que a los impulsos
mórbidos de las masas.
Por último, se encontrarían las
tensiones producidas por las presiones de la pecaminosidad –que es doble, histórica y generacional. Por
un lado, la carga de pecaminosidad acumulada en el trascurso del tiempo, que
afecta al mundo hasta el grado de secularizarlo y laicizarlo del todo, en un
proceso sin embargo que ha resultado desviado al debilitar los sentimientos
morales en las personas, dando lugar por tanto a la perdida, tanto neumática
como psico-somática, de la libertad. Se trata de la carga propiamente heredada,
de los hábitos, deseos inconscientes y costumbres desviadas de los mayores,
trasmitidos por medio del ejemplo y la comunicación verbal, algunos de ellos
preñados con la semilla agria de la falta moral, que destempla por tanto la
voluntad de sus relevos en el tiempo, empujando de atrás a la comodidad de la
acidia muelle de las tentaciones, en una especie de caída hacia adelante que
obliga a morder el polvo, como las fichas de dominó tiradas en hilera, donde la
persona se deja llevar hasta ser pisoteada como el polvo, sin poder hacerse
responsable de sí misma o al dejarse arrastrar por la corriente de la
mundanidad.
Finalmente la presión generacional
sería aquella referida a la extensión de las faltas en un tiempo concreto, en
parte establecidas y determinadas por los medios de comunicación masiva, por
las modas, por las ideologías, los gustos e íconos, por confusiones y errores
particulares de una generación y que,
por así decirlo, enfrentan al individuo, jalándolo hacia atrás e hinchándolo en
toda su superficie, hasta hacerlo caer de espaldas, vencido por el orden y la
luz, más cierta y refulgente, del día. Su falta más común ha sido la asebia, esa
rebeldía consistente en el rechazo y la ignorancia consciente respecto de las
cosas del espíritu, el horror por las grandes metáforas, el temor a la
invención y la creatividad, el dejarse atrapar por las doctrinas violentas e
insustantes del existencialismo astroso, que al ser de hecho y sin razón de ser
dejan colar todas las falsificaciones y falsías imaginables, abriendo la puerta
de tal suerte lo mismo al permisivismo moral que al libertinaje sexual que a su
denuncia.
Doble presión de la pecaminosidad, pues, o
doble carga también, en lo que ella tiene de extensión y de intensidad a lo
lago y ancho de un tiempo determinado, de una era, siglo o mundo, que se
expresa cada vez con mayor beligerancia bajo las formas estéticas de la
densidad, de los volúmenes y masas materiales, cada vez más gruesas, pesadas y
tectónicas, o de los contrarritmos y de las disonancias sonoras, en un espacio
a su vez cada vez más comunicado, saturado de información banal y globalizado
–donde paradójicamente reina también cada día más la efectiva incomunicación de
la intimidad entre las personas.
Orbe, pues, de altas atmósferas
de presión y, por tanto, de escenarios cerrados y envolventes, que igual
parecieran invitar a la esclavitud que a la asfixia, causando en la persona una
sensación epidérmica de constante acoso o de ansiedad, revelándose así como
presiones propiamente corporales, no sólo ápticas o epiteliales, sino que se
hunden en las vísceras, en los órganos internos, que circulan por los fluidos
de la corporalidad por entre las mareas vegetativas del alma inferior, o como
sensaciones propiamente entrañables, pues, que llegan a opacar a los
sentimientos del corazón, más complejos y elaborados por la conciencia.
El estudio de la figura del cuerpo
humano llevado a cabo por Valles Fernández se abre camino por esa jungla de
signos, de los síntomas y presiones para revelar, en las poses hieráticas o
contorsionadas de sus figuras, las terribles apreturas ejercidas sobre la forma
humana, sujeta a fuerzas invisibles que lo atenazan, oprimen y angustian, estrechándolo,
por tanto, al llenar de temores y escollos, y de abrojos y cardos, su camino.
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