Germán Valles Fernández:
la Fascinación y los Fantasmas
VII.- La Magia Negra
Por Alberto Espinosa Orozco
7a de 12 Partes
Acaso lo más trágico de la condición humana
es su regreso a las formas inferiores de la mística, que lo impulsan
irresistiblemente a perderse en un absoluto de esencia tóxica: en el
libertinaje sexual, en la orgía, en el alcohol, en el opio, en la cocaína o en
la histeria colectiva. Porque el instinto a entregarse, a perderse, es tan
poderoso como el instinto de conservación, de persistir en el propio ser, al
instinto de salvación, que es parte del orden natural de las cosas, donde se
encuentra el sentido central de la existencia, donde se forja un destino a la
espera de un agua de vida que sacie nuestra común sed de redención. Paralelamente
a él malamente convive, empero, el instinto de salir de sí, de fugarse a toda
costa, donde encontrar ese medio por el cual el rito ayude al sujeto a
olvidarse en un absoluto inmanente, que se agota en sí mismo. Nada mejor para
ello que el “arte de la decadencia”, que las realidades demetéricas a que
conducen las místicas inferiores, que la magia oscura, que la magia negra de
los rituales orgiásticos.
Porque en la orgía se da propiamente es el
acto demoniaco de la descomposición de las formas, de la dislocación de las
fronteras, el abuso de las comparaciones, las sustituciones y de la auto
anulación. Más allá de tratarse de la mera sexualidad violenta y sangrante, lo
que hay en juego en la orgía es la violación de las normas y de los principios,
el sobrepaso de la propia personalidad, la desmesura fáustica, o el
aglomeración de la multitud para dar paso a la anulación de la identidad. El
“gesto” del cambio de la identidad, frecuente en la orgía, donde una mujer
pertenece a todos, donde abundan los adulterios, donde cada cual toma el lugar
de otro para reemplazarlo o torcer su identidad, no resulta así diferenciable
de otras herejías, a la vez que consagra esa tendencia social a lo numérico
exclusivo, que reduce al individuo a un mínimo común denominador y que por
tanto pugna por suprimir la unicidad, la individualidad, la personalidad.
Porque el mundo de la magia oscura no es el mundo de los ritmos cósmicos y las
correspondencias; sino de las dislocaciones del sentido y el frenesí de los
sentidos, en lucha abierta contra lo concreto; hasta llegar al acto demoniaco
de la descomposición o de la auto-anulación, de la humillación, el servilismo y
sometimiento psico-biológico. Se trata en el fondo de un rito, de una lucha
cuerpo a cuerpo contra las normas, donde hay una efectiva trasgresión de la
ley, pero que fácilmente degenera a su vez en mera representación monótona,
mecánica, de los movimientos corporales y de idénticos tropismos psíquicos, que
nada dicen, por lo que resulta mudos o emergidos del coque con el puro
accidente, o ya presos en las formas muertas o vacías de la inacción, del
desmayo o de la parálisis. En efecto, el argumento de lo orgiástico, que es su
secreto, no consiste tanto el las transgresiones o vejaciones sexuales que
comete, sino en su cascada de de comparaciones y transfiguraciones, que dan
lugar a la maceración de la carne y a los automatismos, fragmentaciones, licuefacciones,
vaporizaciones psicológicas y a la dislocación de los objetos, dando lugar en
la tentación de la sustitución o de la posesión a la abierta incitación al pecado
ya no digamos de la fornicación, sino incluso de la blasfemia y finalmente de
la apostasía –donde encuentra su consumación la rebeldía de los ángeles
caídos, a quienes, en efecto, Dios no
perdonó.
Por un lado, lo que la magia hace creer al
hombre es que puede hacer su mundo
mientras hace su pensamiento, penando como el idealismo lo hace que todo está
dado desde el interior, sugiriendo entonces al hombre que puede, al controlar
la circulación de las energías espirituales, domar o controlar el mundo de lo
invisible, que puede adquirir una fuerza sobrenatural para hacer o ser
cualquier cosa –y cuya expresión degradada
se encuentra bajo la máscara de la autenticidad, presente en el hombre
que descubre por experiencia que si bien no puede hacer o deshacer el mundo
según su voluntad, puede al menos resignarse con vivir lo más auténticamente posible
una parte de ese mundo, siendo llanamente tal cual es. Mundo efectivamente
poblado por hombres de ojos ciegos, que no saben a donde van -porque no creyeron en la luz, ni la
entienden, ni los salva (por más que haya venido la luz en carne viva a salvar
al mundo de sus tinieblas), porque pertenecen ya al mundo tenebroso poseído por
la energía opaca de la demente indiferencia, de la vida plana y sin relieves,
donde el tiempo estancado y paralítico irremediablemente se va a pique –por ser
el tiempo evasivo de lo que se dice en secreto, de lo que se hace en la sombra,
el tiempo mejor olvidable y por tanto indigno de memoria.
Por el otro, hay que notar que la fuerza
negativa de la magia negra, asociada a las sociedades cerradas cohesionadas por
el secreto, es terrible, pues llega a amenazar a toda una comunidad. En la
esfera de la vida profana la magia sustituye la confesión pública oral, donde
se purifican los asuntos de este mundo, llevando a cabo una trasmutación
completa de los valores al tratar lo sagrado de una manera profana y dar a lo
profano un valor sagrado. Tal cambio de valores equivale a un sacrilegio que
afecta también la ontología, perturbando la unidad de la armonía cósmica –pues
el universo es solidario del hombre y el desorden de los ritmos cósmicos no
puede sino expresarse en la sequías, en las inundaciones, en la escases. El
hombre moderno desquicia así también a la naturaleza, al invertir los valores
tradicionales (tradición de la ruptura), donde los grandes secretos son
religiosos o metafísicos, confiriendo la secrecía a la vida profana, donde los
eventos episódicos quedan cuidadosamente ocultados y se vuelve un sacrilegio la
confesión de un adulterio. Así, el auge de lo nuevo (la tradición de la ruptura)
arroja sobre las verdades tradicionales un manto de desdén, enterrando su cristalina
fuente por el simún de la arenas, porque
las viejas verdades se olvidan pronto; mientras tanto crecen los errores y se
multiplican por todas partes, adaptándose como los virus a las nuevas
circunstancias, reapareciendo siempre bajo nuevas formas, más atractivas, más
fascinantes, más modernizadas. Así, bajo el implacable imperio de la moda, de
la novedad, del cambio, puede resurgir de vez en vez lo más arcaico, el antiguo
camino; pero también resurgen las supersticiones las y las herejías bajo el
signo de la novedad. Maldición del hombre moderno, condenado a caer, a resbalar
siempre hacia más abajo, para saciar su sed existencial del extravío de las
esencias, de experimentar en cabeza propia las nudas existencias, para
finalmente perderse del todo bajo las formas de las místicas inferiores.
Así, el
artista que es Valles Fernández nos lleva al interior de los pasajes luzbelicos
de las tinieblas, donde se da la aparición y desaparición de los objetos
llamados o expresados por otra cosa, donde cruzamos el espantoso río de los
cuerpos en que todo se pierde entre las evocaciones, las alegorías y las
metáforas en una libertad alucinante que cae al infinito cuando se ofrece a las
cosas rebasarse a sí mismos y salir de sus fronteras, corriendo por todos lados
en busca de un signo o de un significado que los exprese, pero que al ser meros
disfraces de las correspondencias mágicas quedan varados en la oscura libertad
de sus imágenes no creativas, sin sorpresa ni originalidad. Paseo dantesco,
pues, por los reinos luzbélicos de la desolación, cuyo combate contra Dios no
consiste en luchar contra Él
abiertamente, sino en esencia en imitar vulgarmente su creación. Son por
ello estigmas que tipifican al luciferismo
la sustitución, la imitación y la fachada. También la tentación de emprender
contra la religión para inmediatamente hacerse una inferior (místicas
inferiores). Perversión, pues, de la sed natural de redención, que lleva al
individuo que no cree en la religión ni en las realidades trascendentes, no a
librarlo de esa sed, sino a vulgarizarla, para ser entonces presa de las
metafísicas inferiores, haciendo entonces que su sacrificio se cifra entonces
en el poder que tiene el hombre de aniquilarse como ser separado y afligido,
aceptando un absoluto tóxico que lo lleva a la nada, llena de infinito… vacío,
para perderse así en la orgía, en la fornicación, en el alcoholismo o en el
opio, tomados como tristes sustitutos del orden magnífico, donde se vuelven vulgarmente
incapaces de distinguir la experiencia del non
esse, de la fuerza del vacío absoluto, del ese, de la realidad absoluta.
Se trata
así de dos tentaciones luzbélicas, diabólicas, paralelas: por un lado la
tendencia de la sensualidad, de la acidia, de la negación de la vida hacia
atrás, que en el desmayo niega la vida al sumirse en ella, cayendo en las aguas
estancadas de lo indeterminado (apeiron),
destejiendo de tal modo el tejido de la creación. Tendencia regresiva de la
degradación materialista, degeneradora, disgregadora, que hay en todo lo vivo,
en todo lo organizado, de volver al estado en bruto, en reposo, de la materia
muerta, para caer en el caldo de las aguas que fluyen hacia debajo de la
descomposición –escapando de la vida, de la norma, de la ley, de la luz, para
sumirse en el fango vital, para hundirse en el devenir, en una retrogradación
que, al dejar vacante al logos a
favor de la existencia, participa de los niveles ínfimos de la creación -yéndose finalmente a fondo, a pique, para
morir. Por el otro, la tendencia complementaria de negar la vida hacia
adelante, de borrar totalmente la creación al salir totalmente de la vida,
escapando fantásticamente, soberbiamente de ella, por medio de la fantasía, de
la ficción, del auto-endiosamiento de la soberbia, que es propiamente el pecado
imaginario del espíritu desencarnado. Fuerzas oscuras que corroen el cuerpo
vivo de la humanidad; que bajo la bandera colorida del fervor de los sentidos o
de las abstracciones del espíritu se olvida de lo inmediato de lo próximo, de
lo concreto.
El
pintor nos presenta así una serie orgánica de imágenes del reino de
Pandemonium, dominado por la figura femenina de la Afrodita Terrestre o Pandemica,
del eros femenino concupiscente -que causó la caída del hombre. Reino de
Pandora también, que teniendo todos los dones y siendo la creadora, al abrir
imprudentemente su cofre dejó escapar el vicio, la enfermedad y la vejes para
atormentar de tal modo a los mortales y hacerlos desgraciados. Porque al
contrario de la gracia que viene de arriba, que es como por añadidura, que
desciende, que es un lugar donde se entra o donde se está, cada quien se busca
su propia desgracia, pues se es desgraciado
–es decir, arrojado al mundo de la imperfección, de lo sujeto a corrupción, de
la profano, sin lugar sagrado en que refugiarse, siendo por ello víctimas del
vicio, de la enfermedad, de la pérdida de energía, que literalmente nos poseen. Retrato pues del sufrimiento del alma
inferior, del alma egoísta, inferior, tensa y opaca del hedonismo -que por
buscar ante todo la propia satisfacción desequilibra la naturaleza humana en la
hybris fáustica, que es la desmesura,
siendo a la postre conducida también al reino de lo grotesco, de la iniquidad o
de la impiedad (“Las Tres Gracias”).
Porque placer y dolor están unidos por la raíz
como una muela, pues son como dos hermanos gemelos, siendo que entre más
aumenta el placer de los sentidos más es la insaciabilidad, la sed de gozo, el
tormento de no alcanzar nunca la satisfacción entrevista, y por tanto mayor también
el dolor psíquico a padecer. Así, los placeres perjudiciales de las adicciones,
de los excesos del vientre se revelan en el fondo como una la lucha contra las normas, donde sobreviene
la confusión del paso del esse al non esse o del ser a la nada. –en un
salto mortal donde en el lugar de la eternidad se abre más bien el abismo.
El
espíritu sereno, pero exigente y nada conformista de Valles Fernández explora de
tal forma las zonas oscuras de la existencia, ilustrándola por la mística de las tinieblas, en toda la gama
de sus fenómenos más radicales, de humillación, de posesión y de inconsciencia,
para encontrar si no las normas que lo rigen, al menos si los ritmos de la vida
subterránea y de la noche prenatal. Realidad puesta de espaldas, es verdad,
puesta patas para arriba, que efectivamente da idea de un mundo de cabeza, al
que corresponde prácticamente una efectiva inversión de los valores, donde la
oscuridad no se presenta sólo como una mera ausencia de luz, sino como una
entidad, emparentada con la Madre Noche custodiada por demonios, que igual es
el seductor que el veneno de Dios. Confrontación, pues, con esos niveles de la
condición humana, cuyo valor estriba en descubrir lo que para el hombre
significan esas nuevas zonas demetéricas de la existencia humana de aparente
confusión, que más allá del caos o de la neurosis, preparan desde fondo el
limo, el humus de la regeneración y de un nuevo nacimiento.
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