El Alacrán Durangueño
Por Alberto Espinosa Orozco
“Y en la infinidad de mi deseo
veo
convertirse al mundo
en un
enamorado mausoleo.”
Ramón López Velarde
“Donde
está escondido tú tesoro,
ahí
está también tu Corazón.”
Evangelio
de San Juan
I
Mucho se ha escrito y se habrá de escribirse
aún respecto del alacrán y sobre las peligrosas variantes duranguenses del
arácnido anómalo (centruroides suffussus, especie
de escorpión de la familia Buthidae). Antes que ahogar inútilmente los belfos
en ociosas conjeturas o en venenosas diatribas de café, es preferible acaso la
sola sequedad del agua que se seca para fijarse en la letra ante el tibio
incendio del estudio, colaborando a la cultura durangueña del alacrán con un
pequeño grano de sal.
Hay la
creencia de que los durangueños antiguos, que los “inventores” de Durango, son de origen vascuence. La
“Segunda Conquista de México” tuvo lugar al norte de las regiones dominadas por
Cortés en el Nuevo Mundo y a partir de la muerte del Conquistador de 1550 a 1590. Como nos hace
recordar el humanista y culto abogado Don Héctor Palencia Alonso, fue la guerra
más prolongada contra los indígenas del Continente Americano.[1]
Cuatro décadas ensangrentaron la tierra y los libros historiográficos que relataron
esa guerra contra la “Gran Chichimeca”, confederación de cuatro tribus nómadas que
vivía en el Norte de la Nueva España, constituida por hombres primitivos y
desnudos, pero aterradoramente valerosos, excepcionales arqueros y maestros de
la guerra de guerrillas.
La “Guerra
de los Chichimecas” creó una nueva estirpe de gente, movida antes que nada
por los imperativos de defensa, dando
lugar a las instituciones de las
misiones, de los ranchos ganaderos y de los presidios. Al frente de estos
inmigrantes del norte estuvieron los
vascongados, hombres fuertes y de recio carácter cuyo origen, nos revela el
maestro Héctor Palencia, se localizaba antes que en España, en la región de Georgia, a orillas del Mar Negro
-algunos otros opinan que llegaron del Cáucaso,
aunque no deja de existir la sospecha de los que conjeturan que provinieron de
África o incluso específicamente del Sudán. Ya Antonio Alatorre ha escrito en Los
1001 años de la Lengua Española (FCE, EL Colegio de México, 1989), que
el pueblo Vasco se caracteriza por su espíritu cerrado y que fueron al parecer
escasamente permeables a la cultura cristiana –pero también a la romana y a la
árabe. Hay pruebas sobradas de que se enseñaron a escribir tardíamente. Tales
rasgos son sin duda muestras caracterológicas de la independencia de un grupo
humano, de su vigor y autosuficiencia. Empero, junto con ello y la notable
supervivencia del pensamiento mágico-mítico, también han dado históricas
muestras de cerrilidad supersticiosa e incluso de barbarie.
Así, los
modos altos y aristocráticos y los vulgares y apáticos de ambas culturas hunden
en el durangueño actual sus dos ramificaciones, pero también sus nuevas
florescencias. En la metáfora del mundo como un microcosmos, la identidad durangueña
debe empezar por comprenderse a partir de la síntesis de esas dos pautas
culturales.
II
Los
antiguos indígenas creían que en el
Valle del Guadiana existía alguna deidad amenazante custodiada por los temidos
alacranes, más que frecuentes, superabundantes en la región. Lo cierto es que
la figura del alacrán ha sido pieza favorita de la orfebrería durangueña. Los
artesanos regionales incluso han sabido volverlos objetos de “recuerdo” al
congelar sus especímenes en formol o en silicón, para intercambiarlos entre los
“souvenirs” de mercado, ya sean los nimios individuos o los
sobresalientes ejemplares zoológicos, en toda clase de presentaciones, desde la
tequilera botella de extremo lujo hasta llegar al simple llavero, pasando por
el imprescindible cenicero chabacano. El alacrán es así un poderoso símbolo
local, por lo cual no es posible no
escrutar en el abanico de sus ricos significados.
El alacrán se convierte en el signo zodiacal
en la figura del Escorpión. Escorpio, en efecto, es el octavo signo del zodiaco
(23 de octubre-23 de noviembre), situando en medio del trimestre otoñal, cuando
el viento arranca las hojas quemadas y amarillas y los animales y plantas se
preparan para una nueva existencia. Se trata del periodo de la existencia
humana amenazada por el peligro de la caída o de la muerte. Sus dos regentes
planetarios no son otros que el aguerrido Marte y el plutócrata Plutón, el
oligarca que es potencia misteriosa e inexorable de las sombras, del Hades o de
las tinieblas interiores. El alacrán es
así, en primera instancia, un símbolo de fermentación y resistencia, de
dinamismo y de luchas, pero también de dureza y de muerte.
Hijo,
pues, del tiempo de todos los santos y de la caída de las hojas, Escorpio
representa la época del año o de la vida
en que la materia bruta retorna al caos esperando que el humus prepare
el renacimiento de la vida. Se sitúa en el cuaternario acuático, entre el agua
primordial de la fuente (Cáncer) y las aguas restituidoras del océano (Piscis),
correspondiendo a las aguas profundas y silenciosas, que igual devienen las
pútridas del quietismo que las lentas de la fermentación y la contemplación interior
en que se fraguan los difíciles frutos
del espíritu. Hijo de las aguas residuales del océano, de las aguas profundas y
silenciosas, el escorpión encarna el doble símbolo del estancamiento, del
absurdo, el vacío y la muerte, pero también de la maceración íntima de la conciencia
–pues el ave de la libertad interna no despliega sus alas con facilidad más que
en mitad de las tempestades más turbias.
El país de
Escorpión resulta rojo o negro, en el que los analistas han visto uno complejo
sado-anal, debido a que su emblema gobierna el mundo de lo físico corporal,
especialmente los órganos sexuales y el intestino grueso En efecto, el
escorpión se encuentra desgarrado por la dialéctica creación-destrucción,
muerte-renacimiento, condena-redención, pues su clima propio es el de la
tormenta y su estado el de la tragedia
cuando el individuo arraiga meramente en las convulsiones de sus trabas o en su
salvaje demonio interior o cuando se apega sólo al gusto amargo de la angustia,
del vivir debatido entre las tentaciones del diablo o la llanada de Dios. En su
escorzo positivo puede alcanzar, empero, el brillo azul de la turquesa, que
hace un canto de amor en el dominio de la batalla o un grito de guerra en el
campo del amor.
Escorpión
vive de cualquier suerte en un mundo melancólico y de valores sombríos, propios
para evocar los tormentos y los dramas incurables de la vida –incursionando
incluso en sus zonas menos luminosas del sin-sentido, el vacío, la muerte y la
nada. Sus regiones son, pues, las del engaño, del tomento del recuerdo feliz
ausente, de lo insoportable, del olvido, del llanto quemante, de la perdida de
la calma, de la conciencia del pecado y la desesperación, e incluso del
resentimiento del dolor insoportable o del odio. Especialmente aquel
estatificado en la llana traición a lo humano, simbolizando ya para la Edad
Media no sólo a Judas y al mal en general, sino también a los judíos felones, pues
la efigie del escorpión aparecía en las banderas de los soldados que llevaron
al Gólgota a Nuestro Señor Jesucristo.
Se dice que
el nativo del signo es tenaz y activo, enérgico y valeroso, prudente y
previsor. En un par de palabras: dueño de si y calculador. A ello hay que sumar
sus características más negativas: el ser vengativo y envidioso, irritable y
vanidoso hasta el extremo del odio mortal contra sus competidores reales o
imaginarios.
Para
algunas culturas está asociado al elemento masculino y por lo tanto al clítoris,
que representa la segunda alma o “alma macho” de la mujer, el cual al ser
extirpado da una suerte de hembra furibunda y feroz, que por una especie de
inversión se vuelve toda ella falo o escorpión. En el mundo griego es el
amuleto de la virgen cazadora Diana, pues venga a Artemisa al picar en el talón
y dar muerte al orgulloso Orión, por intentar violarla. Los antiguos egipcios
relacionaron al alacrán con la diosa Isis y con la diosa Selket bajo una forma
benévola, pues daba poderes especiales a los encantadores y brujos
curanderos –adoptando con ello toda la
ambivalencia simbólica de la serpiente.
En ese
contexto resulta que el alacrán en su aspecto nocturno resulta equiparable a
los nombres maléficos que descargan su fuerza contra quien los invoca. No es
empero ni un demonio, menos aún un espíritu de los elementos, sino un simple
espécimen fatal para quien lo roza.
Morfológicamente sus dos cuernos o tenazas han sido relacionados con los
peores sentimientos: la violencia y el odio. La cola serpentina que tuerce en
el aire es rematada por un tumor henchido de veneno, cuyo aguijón, siempre
tenso y presto par picar al que lo roza, es equiparable con el estilete punzón
de la venganza. Se trata pues de un espíritu belicoso y retraído, de humor
maligno, que se encuentra siempre emboscado y pronto a matar.
III
El clima
espiritual de Durango, con su cariz otoñal, callado y tranquilo, contrasta, en
efecto, con el medio día que se vive en Oaxaca, Michoacán, Veracruz, Guerrero o
la primaveral Cuernavaca, no menos que con el veraniego sol de Querétaro,
Guanajuato o el maduro de Zacatecas, o con el invernal de Chihuahua o
California, pues ha sido propicio para la proliferación del alacrán que, en su
aspecto nocturno, revela una sed desértica no apta al bienestar colectivo, sino
a la ambición de ser más que los otros. Su gusto, áspero y de raíz amarga y
combinado con el extremo egoísmo, hace que toda nobleza le sea o alambicada y
meramente formal o completamente ajena. El afán de “sentirse más” puede
llevarlo incluso al abierto desprecio por los valores consagrados de la cultura
o a la llana burla. Complejo de inferioridad que toma la forma de la extremada
susceptibilidad, que para elevar su tono vital se descarga compensatoriamente
en todas las formas y expresiones del desprecio, las cuales van del abuso de
confianza a la ofensa gratuita, del servilismo y la adulación a la hipocresía
interesada, llegando incluso a la calumnia, la difamación y el soborno. La
ambición de poder, de ser más, y la sensualidad desatada dan lugar así a la
delincuencia del vividor o a la egolatría que no tiembla ante el uso de las
personas como si fuesen utensilios, ni ante la explotación. Espectáculo de lo
falso y lo ambivalente, de lo bipolar, en donde la hybris fáustica de
nuestro tiempo se solaza bajo la forma de la humillación, de la hoya donde cada
alacrán jala la cola del vecino para impedirle sobresalir, o que intenta
incluso el rebajamiento del comal que se burla de la pobre condición de la
hoya en que se encuentra el prójimo.
Se trata,
en efecto, de la figura del hombre violento, que se impone y hace valer a la
vez mintiendo por símbolos y mintiendo los símbolos Su figura es la mismo que la del resentido
provocador cuya estructura mental, de
primitiva factura, encarna bajo las formas igual del disidente social
que del porro de bachillerato o de gandaya de pueblo, en el blasfemo que
públicamente se jacta de besarle la rosa apestosa al diablo, lo mismo que en la
del poeta maldito, el ideólogo de ranchería o el comerciante ignaro, que en el
roce indistinto de su negocio urde la interminable telaraña alemana de la
“trasmutación de todos los valores “
El cuadro
psicológico de tal espécimen, llamado por algunos observadores el “complejo del
escorpión”, acusa en el fondo un profundo sentimiento de inferioridad, el cual
intenta compensar mediante los rebajamientos muchas veces de cuño autoritario,
cuando no jerontocrático, que tilda a todos los demás de jovencitos bobos,
engañados e “inocentes”.
Tal
engendro sufre así de intermitentes delirios de grandeza, actitud propia de
aquellos que no tienen ninguna grandeza que defender y que ante cualquier
espectáculo de dignidad se ven impelidos irremediablemente a la calentura
vergonzante, intentando eclipsar todo valor revelante del espíritu o del arte
por la penosa revancha de su pobre arte de burda pedrería. No en balde el
ingenio del mexicano ha visto en tales contrafiguras la imagen del apestoso o
del “culero”, del “volteado”, hombre tan cruel y amenazante cuan cobarde y traicionero.
Más propiamente hablando se trata de la figura del “gacho”, que sobre agachón
se deleita agachando o empinando a otros, hallando su placer en humillarlos. Se
trata, en efecto, de la más patética de las confusiones de conciencia: aquella
que consiste no sólo en la indistinción entre el bien y el mal morales, sino en
el regodeo en la confusión y perdición del prójimo.
Sin
embargo, el alacrán tiene también un aspecto diurno, positivo, formulado acaso
por primera vez en la cultura maya en donde, sin dejar de ver en el alacránido
anómalo un símbolo de la penitencia y la sangría, se lo hace también dios de la
caza. La singular literatura de los Dogón, por otra parte, lo hace protector de
los gemelos, por tener como ellos juntos ocho miembros o extremidades. En su
aspecto luminoso es símbolo de la abnegación y el sacrificio maternal, pues sus
hijos desgarran sus flancos y tienen que devorar sus formas, como el único
principio que les permite nacer y salir a la luz del día. Se trata del lento
despertar del espíritu, que se revuelve contra las formas exhaustas engendradas
por el veneno del estancamiento, que despliega sus alas con mucha dificultad,
para emerger al final con el espíritu completamente maduro por virtud de la
lenta maceración interior.
[1] Héctor Palencia Alonso, Apuntes de
Cultura Durangueña, ED. Universidad Juárez del Estado de Durango,
Durango, México, 1991.
No hay comentarios:
Publicar un comentario