Alberto
Einstein: Antropología Filosófica Positiva
Por Alberto
Espinosa Orozco
VII. La
Antropología Filosófica Positiva
El gran científico universal, que rechazó
toda forma de violencia y sólo aceptaba la guerra inevitable con la propia
esposa, que devoró a los incorregible capitalistas con el mismo apetito y gusto
con que el Minotauro cretense de la antigüedad engullía a lozanas doncellas
griegas, no sólo fue un finísimo psicólogo y sociólogo de su época, sino que
también logró, a partir de su experiencia como educador, de sus reflexiones
filosóficas e intuiciones económicas y políticas, perfilar un concepto positivo
del hombre, el que habría que considerar como su aportación a la antropología
filosófica optimista.
La idea de que parte Alberto Einstein para
dar cuenta de la naturaleza humana (en una teoría del hombre tendiente a
fundamentar el comportamiento ético) es la intuición, al alcance de cada uno de
nosotros, de que los actos conscientes brotan de nuestros deseo y de
nuestros temores –es decir, que nuestros actos tienen una irrenunciable
base valorativa -a-priori axiológico que alcanzaría incluso a los
animales llamados superiores. Así, de la naturaleza humana deriva la
inclinación a preferir lo que le resulta más agradable y placentero, huyendo
del dolor, de lo desagradable y de la muerte. De esta forma se encuentran una
serie de impulsos primarios que son los manantiales, las poderosas
fuerzas elementales que gobiernan las acciones de los hombres, organizados de
tal modo que sirven para conservar la vida individual y de la especie. En un
primer peldaño se encuentran los impulsos inmediatos egoístas, tanto las formas
positivas del deseo (que corren en el amplio espectro hambre-amor propio), como
las negativas (que corren en la gama dolor-temor) –sin tocar los impulsos
propiamente perversos. En un segundo estrato de los impulsos primarios
se encuentran los móviles e-mocionales de carácter social, los sentimientos que
nos mueven a relacionarnos con nuestros semejantes, tales como la simpatía, la
comprensión y el amor, o como el orgullo, la necesidad de poderío y el odio
–los que pueden tener también sus desviaciones. Tales son los motores psíquicos
de la vida interior, que al agitarse ponen en obra las acciones de los hombres.
Sin embargo, a diferencia de los animales
superiores, movidos igualmente por los impulsos primarios, en el hombre se
encuentra además una potencia imaginativa relativamente fuerte y la capacidad
de pensar (ayudadas por los artificios simbólicos entre los que destaca el
lenguaje, pero al que hay que sumar la lectura del cuerpo, la lectura analógica
de las imágenes y símbolos estéticos y el uso técnico de máquinas, herramientas y procedimientos utilitarios,
apoyados cada uno en un arte de la lectura particular y sui generis).
Imaginación y pensamiento se sitúan así entre los impulsos causales y las
acciones que son sus efectos, siendo en realidad siervos de los impulsos
primarios. Empero, pensamiento e imaginación tienen como función asignar a los
instintos primarios objetos cada vez más distantes, alejándolos así de los
designios inmediatos y provocando con ello acciones intermedias inspiradas por
emociones referidas al fin último. Este proceso, descrito por el moralista como
espiritualización de las emociones, casi siempre ha servido para
alcanzar los más sutiles y refinados placeres de los que el hombre el capaz: el
placer de la belleza de la creación artística y en la disciplina lógica del
pensamiento. Sin embargo, es posible también una especie de fetichisación del
proceso, cuando creencias e ideas retienen emociones intensas pero
adhiriéndose de forma anormal a
objetivos vacíos de su primitivo y efectivo significado.48
Habría entonces que preguntar
apremiantemente ¿cuál es el lugar que ocupa la libertad humana en este esquema?
La respuesta de Einstein es definitiva: la libertad humana, tal y como la
entienden los filósofos metafísicos (el libre albedrío), simplemente no existe.
La frase de Schopenhauer que sirve a Einstein de punto de partida para llegar a
esta conclusión es la siguiente: “Un hombre puede hacer lo que quiera, pero no
querer lo que quiera”. Es verdad. El hombre no puede desear su deseo, ni crear
o aniquilar sus quereres (aunque ciertamente puede refrenarlos y reprimirlos, o darles alas y dejar que
sigan su curso). Esto la avala la voz del narrador cuando se detiene a
reflexionar y expresa:
“Yo no decido amarte, yo te amo, yo sufro
este sentimiento y, a veces, es cierto, también lo gozo.”
Alejandro Rossi
Aquel aforismo schopenhauriano se convirtió
para Einstein en un manantial inagotable de tolerancia para aceptar a los
semejantes, en el resorte muelle y consuelo ante las adversidades del destino,
en mitigador del sentido de la responsabilidad abrumadora, paralizante y
atenuante del espíritu de seriedad propia y ajena, todo lo cual conduce a un
enfoque de la vida que da al humor el lugar central que merece en la realidad
concreta. Einstein niega el libre albedrío como potestad para actuar
independientemente de los requerimientos y necesidades interiores y las
compulsiones, coerciones y presiones externas, justamente porque el hombre
entero, con sus sentimientos e inclinaciones, no escapa a las leyes de toda
realidad, pues no puede evadir que se den en él los impulsos primarios egoístas
y sociales. Lo que sucede es que, al través del proceso de espiritualización de
las emociones, el individuo puede alcanzar otra clase de libertad, defendida
férrea y hasta heroicamente por Einstein: en el esfuerzo consciente y constante
de perfección espiritual el ser humano puede romper con los grillos de los
deseos, temores y anhelos egoístas, creando ideales de vida que
determinan la dirección de sus esfuerzos y sus juicios, pudiendo mediante ellos
defender libremente sus derechos naturales y políticos, así como liberarse de
las presiones sociales ordinarias.49
Por otra lado, hay que partir de la premisa
fáctica de que el hombre por su propia constitución específica es,
simultáneamente, un ser solitario y un ser social. Se trata de dos tendencias
diversas que no están en contradicción lógica, sino en una tensión dialéctica,
aunque frecuentemente en pugna, y que determinan no sólo el carácter
especial del hombre, sino también, según se combinen sus ingredientes, el equilibrio interior que decide el
grado en que puede un individuo contribuir al bienestar de una sociedad. La
fuerza relativa de estas dos corrientes, aunque en parte fijada por la
herencia, en definitiva es formada por el ambiente en que se desarrolla la
personalidad: la estructura de la sociedad en que crece, la tradición de la que
forma parte y la estimación de determinados tipos de conducta avalados
socialmente.
Esta dependencia del individuo respecto a la
sociedad (tanto física, intelectual como emocional), hace imposible pensar al
hombre fuera del marco social. La sociedad, que proporciona al hombre alimento,
vestido, hogar, herramientas de trabajo, lengua, formas de pensar y contenidos
estéticos, labrados por muchos millones de seres del pasado, es, sin embargo,
muy variable y susceptible de cambio, pues su estructura no está dictada por la
herencia y las necesidades biológicas. Es precisamente la constitución biológica
la que ha de considerarse como fija e invariable, incluyendo los impulsos
característicos de la especie humana. Pero el hombre obtiene además, durante el
transcurso de su vida, una constitución cultural y social mediante la
comunicación y otras influencias. Y es precisamente esta constitución cultural
(que en gran parte determina la relación individuo sociedad), la que está
sujeta con el tiempo a cambios. Como enseña la antropología moderna, las normas
culturales y los tipos de organización social (de los que depende el
comportamiento social del hombre) puede diferir mucho, encontrándose en
los pueblos primitivos ejemplos de asombrosa armonía y satisfacción en la
relación individuo-comunidad (por ejemplo, en los indios pueblo de Rhut
Benedit). Es por ello falsa la idea de que el hombre esta condenado a un
destino cruel y de servilismo por su constitución biológica: el hombre puede
ser el lobo del hombre, es cierto, pero también el servidor y estabilizador, la
balanza del hombre. Lo que explica que, en cierto modo, el individuo pueda
influir sobre su vida con su propio comportamiento, desempeñando un papel en
ese proceso tanto el pensar como el anhelo consciente –los que llevan a
desarrollos inéditos, no dictados por necesidades biológicas, en tradiciones,
instituciones y organizaciones, en la literatura, ciencia y técnica, en la
creación artística.50
Para cambiar la estructura social y la
actitud cultural del hombre han de tomarse en cuenta dos factores: 1) que hay
condiciones que no pueden (ni deben) ser modificadas, como la naturaleza
biológica del hombre, no sujeta a cambios en ningún caso; y 2) el particular
desnivel, oscilación o desequilibrio que afecta a la cultura y sociedad
contemporánea. Tomado en cuenta estos factores, Einstein diseña una doble
respuesta (ética y política) en donde se revela una postura vital que podría
denominarse “socialismo antropológico”, y que se enmarca en una filosofía de la
persona, que en nuestro medio intelectual alcanzo el más alto desarrollo bajo
la forma del “personismo·” Lo que esta propuesta entraña se resuelve en una
medicina anticrotálica contra la ponzoña que intoxica a nuestra edad,
confundiendo penosísimamente especialmente a la juventud –pero no sólo a ella.
No queda, pues, sino fortalecer por un lado
una “conciencia social” sana, que por la vía ética de la educación invierta la
dependencia “maleada” del individuo con la sociedad en un haber positivo, en un
lazo orgánico y una fuerza protectora de sus derechos naturales, políticos
y económicos. Así, hay que partir del principio de que el hombre sólo
puede encontrar un sentido a su vida, corta y peligrosa como es, únicamente si
se entrega a la sociedad, cooperando con ella libre y responsablemente,
superando la “fase predatoria” del desarrollo humano.51
Así, la respuesta moral de Einstein para la
mejora social se mueve, prima faquie, por un camino pedagógico.
En efecto, lo primero que hay que hacer para transformar la sociedad estriba en
la educación del individuo, la cual, además de estimular sus facultades
innatas, debe desarrollar en él el sentido de la responsabilidad ante sus
semejantes (en lugar de la perversa inducción tendiente a la glorificación
del poder y del éxito, rasgo típico de la sociedad actual).52
Una pequeña reflexión puede servir a este cometido: el simple contacto con la
realidad cotidiana nos hace saber que uno existe para otras personas. En primer
lugar, para aquellos de cuyas sonrisas y de cuyo bienestar depende totalmente
nuestra propia felicidad; inmediatamente después, uno existe para los muchos,
conocidos y desconocidos, vivos y muertos, a cuyos destinos estamos ligados por
lazos de afinidad.53 El caso de Einstein
resulta absolutamente modélico en este sentido: su actitud como investigador y
hombre, fue la de agradecer, modesta y humildemente, los resultados
intelectuales y artísticos de sus semejantes, recordando sin cesar como su vida
interior y exterior se apoyó siempre en el trabajo de otros hombres y,
practicando con el ejemplo, respondió con el imperativo del agradecimiento
moral auténtico: dar el misma medida en que había recibido.
Una segunda lección que habría que aprender
del gran moralista es la observación de que en las comunidades humanas se
despierta una especie de “instinto gregario”, que hace retroceder al hombre
hacia la animalidad, pues las comunidades consustancialemente se atienen en
menor medida a los imperativos de la conciencia y el sentido de la
responsabilidad que los individuos, causando tal inclinación desdichas sin
cuento y todo tipo de opresión, horrores, guerras y amarguras a la especie
humana.54 Sin embargo, es falaz que la
dependencia social del individuo lo absuelva de toda responsabilidad en sus
actos, aún bajo la coerción de una presión inmensa. La presión social puede, en
cierta medida, reducir la responsabilidad del individuo (como observa el
derecho en sus tendencias atenuantes), pero no puede en modo alguno eliminarla
(pues la nota de la responsabilidad individual es agravante). En efecto, en los
juicios de Nurembreg este principio se dio por supuesto. Las instituciones
sociales y sus normas serían moralmente impotentes si no se apoyan en el
sentido de la responsabilidad de los individuos vivos y coleantes, siendo un
importante servicio a la humanidad fortalecer este sentido.55
Como tercera lección sustantiva hay que
tener presente que el hombre, como todo otro animal, es indolente por
naturaleza. Si no encuentra retos
intelectuales, sociales, estéticos o morales, si nada le espolea o indigna, apenas
pasará y obrará como un autómata. Este estado es experimentado sobre todo por
el niño y el joven, aunque puede
alargarse anormalmente de este núcleo cronológico mucho más allá, prolongándose
incluso durante toda la vida. En efecto, contra la tendencia moderna de exaltar
la edad adolescente, hay que hacer patente que el hombre joven tiene como
tendencia natural pensar sólo en las trivialidades de la existencia personal,
hablar y comportarse como sus semejantes coetáneos, estando su personalidad
envuelta en algodón en rama y su conducta pendiente de las vainas secas del
convencionalismo. Ya Aristóteles
vio con sagacidad que el joven, al igual que el pueril, por su tipo de vida se
guía no por el conocimiento esforzado y la ruda experiencia, que nos
proporciona una idea de la vida, sino que, secuaz de sus pasiones, se dispersa
en la pesquisa de todo lo que le ofrece (siendo víctima ideal de los neógogos
que corrompen su conciencia con falsas filosofías hedónicas y materialistas).
Por todo ello, no es el joven oyente idóneo de lecciones de ciencias políticas,
pues las escuchará sin provecho y con banalidad, siendo este conocimiento
estéril para ellos. 56 En efecto, para saber de la vida hacen falta
las dificultades y los retos intelectuales, morales y estéticos, único método
para poder ver a las cosas y a los seres humanos en su desnudez, en sus
pasiones, ambiciones, poderes y debilidades, llegando a ver lo que se encuentra
detrás de la máscara convencional. 57
Nuestros tiempos nublados y amenazados
de tormenta, nos proporcionan compensatoriamente un cristal traslúcido para
observar al hombre en su nuda existencia, pero también para sopesar la realidad
radical de la persona: el ser la realidad concreta de la existencia para
cada uno de nosotros (“perspectivismo”) y de cada uno de nosotros
(“socialismo antropológico”).
El individuo es lo que es y tiene la
importancia que tiene, no tanto en virtud de su individualidad, sino en virtud
de ser miembro de una gran comunidad humana –siendo las ideas meramente
individuales en la mayor parte de los casos monótonas, mezquinas y sin
sustancia alguna. Empero, es indispensable recalcar que los grandes logros
valiosos que recibimos de la sociedad (materiales, espirituales y morales) han
sido elaborados por innumerables generaciones de individuos creadores. La
salud de la sociedad depende, pues, tanto de la independencia de los individuos
que la forman, como de su íntima cohesión social. Es cierto, sólo el individuo
puede pensar e incluso establecer nuevas normas morales a las que se adapta la
vida de la comunidad. Entre individuo y sociedad hay una dependencia mutua. Sin
personalidades creadoras capaces de pensar y crear con independencia, el
progreso de la sociedad es tan inconcebible como la evolución de la
personalidad individual sin el suelo nutricio de la comunidad.58 O, dicho en otra formulación: lo
realmente valioso de la vida humana no es el estado político, sino la
personalidad sensible y creadora; pero el auténtico valor del ser humano
depende, en principio, de en qué medida y en qué sentido haya logrado liberarse
del yo.59
48 “La moral y las emociones”, Op.
cit., Págs. 12 a 14. Tal sería el caso de vastas regiones de las prácticas
religiosas externas (farisaísmo) y de las sectas teóricas de marxismo
vergonzante (marxianos).
49 “El mundo tal y como yo lo veo”, Op.
cit., Pág. 12; Fernando Salmerón, Op. cit., Pág. 310. En un texto de 1963 José Gaos destacó que el libre albedrío (del
que se derivan los conceptos de imputabilidad y responsabilidad) es un fenómeno
que hay que salvar, no salvado por la concepción determinista de la naturaleza,
que lo condena a apariencia engañosa (Spinoza). Para el filósofo asturiano no
puede haber más conclusión correcta que la de una concepción de la naturaleza humana capaz de salvar
conjuntamente con los demás fenómenos el del libre albedrío (“Monadología
Ética”, en La Gaceta del FCE, Num. 348, diciembre de 1999). Por su parte
Octavio Paz ha visto bien la esencia paradójica de la libertad y su estrecha
relación con la idea de la persona y con la imagen del amor. Para Paz, en
efecto, “la libertad es la elección de la necesidad”. Paradoja donde dos
términos antagónicos coexisten haciendo la realidad suprema de la ética: la de
lo con-posible. La necesidad es la gran refutación de la libertad y su gran
victoria. Dimensión histórica del hombre y su perpetua invención donde la
fatalidad es asumida y resuelta por la libertad en un destino (ver La
llama doble). En efecto, la necesidad se sirve de la libertad para
realizarse (Hegel), pero la libertad existe frente a la necesidad para darle
forma y sentido. Por otro lado, la noción de la libertad es cardinal, pues se
funde con el concepto de persona. El mal de la sociedad actual estriba en el
error moral de haber debilitado la concepción de la persona, borroneando con
ello el centro radial de todos los valores, pues sin libertad no hay persona,
pero sin persona no hay alma. El eclipse que ha sufrido en nuestra época la
idea e imagen del alma como naturaleza sagrada, no es sino el resultado de la
duda ontológica respecto de la persona humana que intentó reducirla a mero
mecanismo, secando y helando la sensibilidad de la divina psique.
50 “¿Por qué Socialismo?”, Op. cit., Págs. 66 a 68.
51 Op. cit., pag. 69.
52 Op. cit.,
pag. 72.
53 “El mundo tal y como yo lo veo”, Op. cit., Pág. 11.
54 “Cursos universitarios de
Davos”, Op. cit., Pág. 79.
55 “El Estado y la conciencia individual”, Op. cit., Págs. 34 a 35.
56 Aristóteles, Ética
Nicomaquea, ED. Porrúa, Sepan Cuantos, num. 70, Libro I, Gg. III,
Pág. 4.
57
“Ciencia y civilización”, Op. cit., Pág. 45.
58 “Sociedad y personalidad”, Op.
cit., Págs. 18 a 19.
59 “El mundo tal y como yo lo veo”, Op. cit., Pág. 14; “El auténtico
valor del ser humano”, Op cit., Pág. 16.
excelente
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