martes, 14 de octubre de 2014

Alberto Einstein: Antropología Filosófica Positiva Por Alberto Espinosa Orozco

Alberto Einstein: Antropología Filosófica Positiva
Por Alberto Espinosa Orozco




VII. La Antropología Filosófica Positiva

   El gran científico universal, que rechazó toda forma de violencia y sólo aceptaba la guerra inevitable con la propia esposa, que devoró a los incorregible capitalistas con el mismo apetito y gusto con que el Minotauro cretense de la antigüedad engullía a lozanas doncellas griegas, no sólo fue un finísimo psicólogo y sociólogo de su época, sino que también logró, a partir de su experiencia como educador, de sus reflexiones filosóficas e intuiciones económicas y políticas, perfilar un concepto positivo del hombre, el que habría que considerar como su aportación a la antropología filosófica optimista.



   La idea de que parte Alberto Einstein para dar cuenta de la naturaleza humana (en una teoría del hombre tendiente a fundamentar el comportamiento ético) es la intuición, al alcance de cada uno de nosotros, de que los actos conscientes brotan de nuestros deseo y de nuestros temores –es decir, que nuestros actos tienen una irrenunciable base valorativa -a-priori axiológico que alcanzaría incluso a los animales llamados superiores. Así, de la naturaleza humana deriva la inclinación a preferir lo que le resulta más agradable y placentero, huyendo del dolor, de lo desagradable y de la muerte. De esta forma se encuentran una serie de impulsos primarios que son los manantiales, las poderosas fuerzas elementales que gobiernan las acciones de los hombres, organizados de tal modo que sirven para conservar la vida individual y de la especie. En un primer peldaño se encuentran los impulsos inmediatos egoístas, tanto las formas positivas del deseo (que corren en el amplio espectro hambre-amor propio), como las negativas (que corren en la gama dolor-temor) –sin tocar los impulsos propiamente perversos. En un segundo estrato de los impulsos primarios se encuentran los móviles e-mocionales de carácter social, los sentimientos que nos mueven a relacionarnos con nuestros semejantes, tales como la simpatía, la comprensión y el amor, o como el orgullo, la necesidad de poderío y el odio –los que pueden tener también sus desviaciones. Tales son los motores psíquicos de la vida interior, que al agitarse ponen en obra las acciones de los hombres.






   Sin embargo, a diferencia de los animales superiores, movidos igualmente por los impulsos primarios, en el hombre se encuentra además una potencia imaginativa relativamente fuerte y la capacidad de pensar (ayudadas por los artificios simbólicos entre los que destaca el lenguaje, pero al que hay que sumar la lectura del cuerpo, la lectura analógica de las imágenes y símbolos estéticos y el uso técnico de máquinas,  herramientas y procedimientos utilitarios, apoyados cada uno en un arte de la lectura particular y sui generis). Imaginación y pensamiento se sitúan así entre los impulsos causales y las acciones que son sus efectos, siendo en realidad siervos de los impulsos primarios. Empero, pensamiento e imaginación tienen como función asignar a los instintos primarios objetos cada vez más distantes, alejándolos así de los designios inmediatos y provocando con ello acciones intermedias inspiradas por emociones referidas al fin último. Este proceso, descrito por el moralista como espiritualización de las emociones, casi siempre ha servido para alcanzar los más sutiles y refinados placeres de los que el hombre el capaz: el placer de la belleza de la creación artística y en la disciplina lógica del pensamiento. Sin embargo, es posible también una especie de fetichisación del proceso, cuando creencias e ideas retienen emociones intensas pero adhiriéndose  de forma anormal a objetivos vacíos de su primitivo y efectivo significado.48
   Habría entonces que preguntar apremiantemente ¿cuál es el lugar que ocupa la libertad humana en este esquema? La respuesta de Einstein es definitiva: la libertad humana, tal y como la entienden los filósofos metafísicos (el libre albedrío), simplemente no existe. La frase de Schopenhauer que sirve a Einstein de punto de partida para llegar a esta conclusión es la siguiente: “Un hombre puede hacer lo que quiera, pero no querer lo que quiera”. Es verdad. El hombre no puede desear su deseo, ni crear o aniquilar sus quereres (aunque ciertamente puede refrenarlos  y reprimirlos, o darles alas y dejar que sigan su curso). Esto la avala la voz del narrador cuando se detiene a reflexionar y expresa:

   “Yo no decido amarte, yo te amo, yo sufro este sentimiento y, a veces, es cierto, también lo gozo.”
   Alejandro Rossi

   Aquel aforismo schopenhauriano se convirtió para Einstein en un manantial inagotable de tolerancia para aceptar a los semejantes, en el resorte muelle y consuelo ante las adversidades del destino, en mitigador del sentido de la responsabilidad abrumadora, paralizante y atenuante del espíritu de seriedad propia y ajena, todo lo cual conduce a un enfoque de la vida que da al humor el lugar central que merece en la realidad concreta. Einstein niega el libre albedrío como potestad para actuar independientemente de los requerimientos y necesidades interiores y las compulsiones, coerciones y presiones externas, justamente porque el hombre entero, con sus sentimientos e inclinaciones, no escapa a las leyes de toda realidad, pues no puede evadir que se den en él los impulsos primarios egoístas y sociales. Lo que sucede es que, al través del proceso de espiritualización de las emociones, el individuo puede alcanzar otra clase de libertad, defendida férrea y hasta heroicamente por Einstein: en el esfuerzo consciente y constante de perfección espiritual el ser humano puede romper con los grillos de los deseos, temores y anhelos egoístas, creando ideales de vida que determinan la dirección de sus esfuerzos y sus juicios, pudiendo mediante ellos defender libremente sus derechos naturales y políticos, así como liberarse de las presiones sociales ordinarias.49




   Por otra lado, hay que partir de la premisa fáctica de que el hombre por su propia constitución específica es, simultáneamente, un ser solitario y un ser social. Se trata de dos tendencias diversas que no están en contradicción lógica, sino en una tensión dialéctica, aunque frecuentemente en pugna, y que determinan no sólo el carácter especial del hombre, sino también, según se combinen sus ingredientes,  el equilibrio interior que decide el grado en que puede un individuo contribuir al bienestar de una sociedad. La fuerza relativa de estas dos corrientes, aunque en parte fijada por la herencia, en definitiva es formada por el ambiente en que se desarrolla la personalidad: la estructura de la sociedad en que crece, la tradición de la que forma parte y la estimación de determinados tipos de conducta avalados socialmente.
   Esta dependencia del individuo respecto a la sociedad (tanto física, intelectual como emocional), hace imposible pensar al hombre fuera del marco social. La sociedad, que proporciona al hombre alimento, vestido, hogar, herramientas de trabajo, lengua, formas de pensar y contenidos estéticos, labrados por muchos millones de seres del pasado, es, sin embargo, muy variable y susceptible de cambio, pues su estructura no está dictada por la herencia y las necesidades biológicas. Es precisamente la constitución biológica la que ha de considerarse como fija e invariable, incluyendo los impulsos característicos de la especie humana. Pero el hombre obtiene además, durante el transcurso de su vida, una constitución cultural y social mediante la comunicación y otras influencias. Y es precisamente esta constitución cultural (que en gran parte determina la relación individuo sociedad), la que está sujeta con el tiempo a cambios. Como enseña la antropología moderna, las normas culturales y los tipos de organización social (de los que depende el comportamiento social del hombre) puede diferir mucho, encontrándose en los pueblos primitivos ejemplos de asombrosa armonía y satisfacción en la relación individuo-comunidad (por ejemplo, en los indios pueblo de Rhut Benedit). Es por ello falsa la idea de que el hombre esta condenado a un destino cruel y de servilismo por su constitución biológica: el hombre puede ser el lobo del hombre, es cierto, pero también el servidor y estabilizador, la balanza del hombre. Lo que explica que, en cierto modo, el individuo pueda influir sobre su vida con su propio comportamiento, desempeñando un papel en ese proceso tanto el pensar como el anhelo consciente –los que llevan a desarrollos inéditos, no dictados por necesidades biológicas, en tradiciones, instituciones y organizaciones, en la literatura, ciencia y técnica, en la creación artística.50
   Para cambiar la estructura social y la actitud cultural del hombre han de tomarse en cuenta dos factores: 1) que hay condiciones que no pueden (ni deben) ser modificadas, como la naturaleza biológica del hombre, no sujeta a cambios en ningún caso; y 2) el particular desnivel, oscilación o desequilibrio que afecta a la cultura y sociedad contemporánea. Tomado en cuenta estos factores, Einstein diseña una doble respuesta (ética y política) en donde se revela una postura vital que podría denominarse “socialismo antropológico”, y que se enmarca en una filosofía de la persona, que en nuestro medio intelectual alcanzo el más alto desarrollo bajo la forma del “personismo·” Lo que esta propuesta entraña se resuelve en una medicina anticrotálica contra la ponzoña que intoxica a nuestra edad, confundiendo penosísimamente especialmente a la juventud –pero no sólo a ella.
   No queda, pues, sino fortalecer por un lado una “conciencia social” sana, que por la vía ética de la educación invierta la dependencia “maleada” del individuo con la sociedad en un haber positivo, en un lazo orgánico y una fuerza protectora de sus derechos naturales, políticos y económicos. Así, hay que partir del principio de que el hombre sólo puede encontrar un sentido a su vida, corta y peligrosa como es, únicamente si se entrega a la sociedad, cooperando con ella libre y responsablemente, superando la “fase predatoria” del desarrollo humano.51
   Así, la respuesta moral de Einstein para la mejora social se mueve, prima faquie, por un camino pedagógico. En efecto, lo primero que hay que hacer para transformar la sociedad estriba en la educación del individuo, la cual, además de estimular sus facultades innatas, debe desarrollar en él el sentido de la responsabilidad ante sus semejantes (en lugar de la perversa inducción tendiente a la glorificación del poder y del éxito, rasgo típico de la sociedad actual).52 Una pequeña reflexión puede servir a este cometido: el simple contacto con la realidad cotidiana nos hace saber que uno existe para otras personas. En primer lugar, para aquellos de cuyas sonrisas y de cuyo bienestar depende totalmente nuestra propia felicidad; inmediatamente después, uno existe para los muchos, conocidos y desconocidos, vivos y muertos, a cuyos destinos estamos ligados por lazos de afinidad.53 El caso de Einstein resulta absolutamente modélico en este sentido: su actitud como investigador y hombre, fue la de agradecer, modesta y humildemente, los resultados intelectuales y artísticos de sus semejantes, recordando sin cesar como su vida interior y exterior se apoyó siempre en el trabajo de otros hombres y, practicando con el ejemplo, respondió con el imperativo del agradecimiento moral auténtico: dar el misma medida en que había recibido.



   Una segunda lección que habría que aprender del gran moralista es la observación de que en las comunidades humanas se despierta una especie de “instinto gregario”, que hace retroceder al hombre hacia la animalidad, pues las comunidades consustancialemente se atienen en menor medida a los imperativos de la conciencia y el sentido de la responsabilidad que los individuos, causando tal inclinación desdichas sin cuento y todo tipo de opresión, horrores, guerras y amarguras a la especie humana.54 Sin embargo, es falaz que la dependencia social del individuo lo absuelva de toda responsabilidad en sus actos, aún bajo la coerción de una presión inmensa. La presión social puede, en cierta medida, reducir la responsabilidad del individuo (como observa el derecho en sus tendencias atenuantes), pero no puede en modo alguno eliminarla (pues la nota de la responsabilidad individual es agravante). En efecto, en los juicios de Nurembreg este principio se dio por supuesto. Las instituciones sociales y sus normas serían moralmente impotentes si no se apoyan en el sentido de la responsabilidad de los individuos vivos y coleantes, siendo un importante servicio a la humanidad fortalecer este sentido.55
   Como tercera lección sustantiva hay que tener presente que el hombre, como todo otro animal, es indolente por naturaleza. Si  no encuentra retos intelectuales, sociales, estéticos o morales, si nada le espolea o indigna, apenas pasará y obrará como un autómata. Este estado es experimentado sobre todo por el niño  y el joven, aunque puede alargarse anormalmente de este núcleo cronológico mucho más allá, prolongándose incluso durante toda la vida. En efecto, contra la tendencia moderna de exaltar la edad adolescente, hay que hacer patente que el hombre joven tiene como tendencia natural pensar sólo en las trivialidades de la existencia personal, hablar y comportarse como sus semejantes coetáneos, estando su personalidad envuelta en algodón en rama y su conducta pendiente de las vainas secas del convencionalismo. Ya Aristóteles vio con sagacidad que el joven, al igual que el pueril, por su tipo de vida se guía no por el conocimiento esforzado y la ruda experiencia, que nos proporciona una idea de la vida, sino que, secuaz de sus pasiones, se dispersa en la pesquisa de todo lo que le ofrece (siendo víctima ideal de los neógogos que corrompen su conciencia con falsas filosofías hedónicas y materialistas). Por todo ello, no es el joven oyente idóneo de lecciones de ciencias políticas, pues las escuchará sin provecho y con banalidad, siendo este conocimiento estéril para ellos. 56  En efecto, para saber de la vida hacen falta las dificultades y los retos intelectuales, morales y estéticos, único método para poder ver a las cosas y a los seres humanos en su desnudez, en sus pasiones, ambiciones, poderes y debilidades, llegando a ver lo que se encuentra detrás de la máscara convencional. 57 Nuestros tiempos nublados y  amenazados de tormenta, nos proporcionan compensatoriamente un cristal traslúcido para observar al hombre en su nuda existencia, pero también para sopesar la realidad radical de la persona: el ser la realidad concreta de la existencia para cada uno de nosotros (“perspectivismo”) y de cada uno de nosotros (“socialismo antropológico”).
      El individuo es lo que es y tiene la importancia que tiene, no tanto en virtud de su individualidad, sino en virtud de ser miembro de una gran comunidad humana –siendo las ideas meramente individuales en la mayor parte de los casos monótonas, mezquinas y sin sustancia alguna. Empero, es indispensable recalcar que los grandes logros valiosos que recibimos de la sociedad (materiales, espirituales y morales) han sido elaborados por innumerables generaciones de individuos creadores. La salud de la sociedad depende, pues, tanto de la independencia de los individuos que la forman, como de su íntima cohesión social. Es cierto, sólo el individuo puede pensar e incluso establecer nuevas normas morales a las que se adapta la vida de la comunidad. Entre individuo y sociedad hay una dependencia mutua. Sin personalidades creadoras capaces de pensar y crear con independencia, el progreso de la sociedad es tan inconcebible como la evolución de la personalidad individual sin el suelo nutricio de la comunidad.58 O, dicho en otra formulación: lo realmente valioso de la vida humana no es el estado político, sino la personalidad sensible y creadora; pero el auténtico valor del ser humano depende, en principio, de en qué medida y en qué sentido haya logrado liberarse del yo.59








48 “La moral y las emociones”, Op. cit., Págs. 12 a 14. Tal sería el caso de vastas regiones de las prácticas religiosas externas (farisaísmo) y de las sectas teóricas de marxismo vergonzante (marxianos).
49 “El mundo tal y como yo lo veo”, Op. cit., Pág. 12; Fernando Salmerón, Op. cit., Pág. 310. En un texto de 1963  José Gaos destacó que el libre albedrío (del que se derivan los conceptos de imputabilidad y responsabilidad) es un fenómeno que hay que salvar, no salvado por la concepción determinista de la naturaleza, que lo condena a apariencia engañosa (Spinoza). Para el filósofo asturiano no puede haber más conclusión correcta que la de una concepción  de la naturaleza humana capaz de salvar conjuntamente con los demás fenómenos el del libre albedrío (“Monadología Ética”, en La Gaceta del FCE, Num. 348, diciembre de 1999). Por su parte Octavio Paz ha visto bien la esencia paradójica de la libertad y su estrecha relación con la idea de la persona y con la imagen del amor. Para Paz, en efecto, “la libertad es la elección de la necesidad”. Paradoja donde dos términos antagónicos coexisten haciendo la realidad suprema de la ética: la de lo con-posible. La necesidad es la gran refutación de la libertad y su gran victoria. Dimensión histórica del hombre y su perpetua invención donde la fatalidad es asumida y resuelta por la libertad en un destino (ver La llama doble). En efecto, la necesidad se sirve de la libertad para realizarse (Hegel), pero la libertad existe frente a la necesidad para darle forma y sentido. Por otro lado, la noción de la libertad es cardinal, pues se funde con el concepto de persona. El mal de la sociedad actual estriba en el error moral de haber debilitado la concepción de la persona, borroneando con ello el centro radial de todos los valores, pues sin libertad no hay persona, pero sin persona no hay alma. El eclipse que ha sufrido en nuestra época la idea e imagen del alma como naturaleza sagrada, no es sino el resultado de la duda ontológica respecto de la persona humana que intentó reducirla a mero mecanismo, secando y helando la sensibilidad de la divina psique.
50 “¿Por qué Socialismo?”, Op. cit., Págs. 66 a 68.
51 Op. cit., pag. 69.
52  Op. cit., pag. 72.
53 “El mundo tal y como yo lo veo”, Op. cit., Pág. 11.
54  “Cursos universitarios de Davos”, Op. cit., Pág. 79.
55 “El Estado y la conciencia individual”, Op. cit., Págs. 34 a 35.
56 Aristóteles, Ética Nicomaquea, ED. Porrúa, Sepan Cuantos, num. 70, Libro I, Gg. III, Pág. 4.
57 “Ciencia y civilización”, Op. cit., Pág. 45.
58  “Sociedad y personalidad”, Op. cit., Págs. 18 a 19.
59 “El mundo tal y como yo lo veo”, Op. cit., Pág. 14; “El auténtico valor del ser humano”, Op cit., Pág. 16.





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