Alberto Einstein: el punto
de vista moral
II. Los Ideales Éticos de Tradición
Por Alberto Espinosa Orozco
Al igual que Ortega y Gasset, Alberto
Einstein intuyó que la claridad es la
cortesía del filósofo. Su estilo como moralista se adaptó siempre a aquella
norma del maestro madrileño, según la cual el filósofo debe extremar para sí el
rigor metódico en la investigación y persecución de la verdad, pero al expresar
sus resultados debe huir de la complacencia cínica del hombre de ciencia que
ostenta ante el público, como los Hércules de feria, los abultados bíceps de su
tremendo tecnicismo. Por lo contrario, la gloria del crítico alemán estriba en
un estilo sobrio y sereno que, sin acudir a la erudición o al argumento de
autoridad, tiene siempre la honradez de ver con ojos propios, sin sucumbir el
hechizo sugestivo de la moda (esa hermana de la muerte), expresando lo visto y
sentido con frases sencillas y epítetos sabiamente aplicados. El discurso moral
de Einstein es, en efecto, de esa estirpe: terso como el terciopelo o la
caricia, fresco y transparente como el agua bebible, como la fuente pura de
donde mana el borbotón natal del río de la vida.
El método utilizado para alcanzar los fines
fundamentales del hombre inmediatamente se topa con la siguiente disyuntiva:
partir de los primeros principios o tender a ellos como a un término final y
conclusivo, variando por tanto el orden del razonamiento. Como recuerda
Aristóteles, ya Platón andaba perplejo respecto a esta antinomía metodológica,
inquiriendo si el mejor camino sería partir de los principios o el de concluir
en ellos, al modo como si en el estadio los atletas hubieran de correr desde
los jueces hasta la meta o desde la meta a los jueces. Para Einstein no hay
duda al respecto: los atletas han de correr desde los jueces hasta la meta,
guiándose el orden del razonamiento de partir desde los principios a su plena
fundamentación (justificación o convalidación).
La posición del genial compositor de la
teoría de la relatividad respecto a las cuestiones morales es absolutamente
clara: tratándose de los asuntos de hombres en activo no basta el solo
conocimiento de la verdad, sino que éste debe renovarse continuamente mediante
esfuerzos incesantes; i.e. las verdades prácticas siempre exigen que se les
actualice, circunstancialisandolas y existencialisandolas en personas concretas
para vivificar y encarnar su contenido en las situaciones específicas de la
experiencia. Escuchemos la analogía einsteniana: “Es como una estatua de mármol
que se alza en el desierto y que la arena amenaza con sepultar. Las manos
serviciales deben trabajar continuamente para que el mármol siga brillando a la
luz del sol. Estas manos mías forman también parte de todas esas manos
serviciales.” [1]
Para Einstein la moralidad consiste ante
todo en un punto de vista dirigido a la totalidad de lo que hay, el cual
se especifica en las valoraciones y actitudes morales. El pueblo judío, del que
el honorable físico forma parte, encarna y esencialista una de esas actitudes
morales: las leyes del Torah y sus interpretaciones en el Talmud tienen como
suelo nutricio donde yace su concepto esencial una actitud afirmativa
hacia la vida de toda la creación. Así, de acuerdo con esta tradición:
“la vida del individuo sólo tiene significado en la medida en que ayuda a hacer
más noble y más bella la vida de cada uno de los demás seres vivientes”.[2]
Los tres rasgos más sobresalientes de la tradición judía pueden servir para
caracterizar esta actitud moral: 1) el sentido de reverencia por todo lo
espiritual, derivado del reconocimiento del carácter sagrado y supraindividual
de la vida; 2) el sentimiento de alegría embriagadora y de asombro ante la
grandeza del mundo, de la que el hombre sólo puede alcanzar una pálida noción,
y; 3) la insistencia en la solidaridad con todos los seres vivos y
especialmente con los humanos –que encuentra su más fuerte expresión en las
demandas del socialismo.[3]
Einstein acepta plenamente estos principios
éticos del judaismo en tanto comunidad
de tradición, aunque se aleja de modo explícito de la religión judía
dogmática. Sin embargo no deja de simpatizar con dos de sus productos más
notables, dos complejos ideales emanados de su tradición donde radica la
esencia de la naturaleza judía: a) en primer lugar el ideal democrático
de justicia social, el cual se encuentra en armonía con el ideal de
ayuda mutua y de tolerancia entre todos los hombres –y que es el
lazo que hermana a las filosofías de Spinoza y Marx; b) en segundo sitio la veneración por toda
forma de vocación intelectual y esfuerzo espiritual, aunado
al aprecio por las disposiciones
críticas, ajenas a toda forma de obediencia ciega a toda autoridad humana.[4]
Este par de complejos ideales han llegado a elevarse al rango de ideales de
vida, desprendiéndose de la tradición judía, pues, lejos de ser inherentes
a él, han alcanzado la referencia a toda la cultura occidental y son patrimonio
entero de la humanidad.
Por otro lado, el teórico y expositor de la
teoría cuántica consideró que los más elevados principios que gobiernan
nuestras aspiraciones y juicios morales nos han sido proporcionados por la tradición
religiosa judeocristiana. Sus altos objetivos, fines o metas sólo los podemos
alcanzar pobre y parcialmente, pero ello no quita que constituyan el fundamento
seguro, el suelo firme de nuestras valoraciones y aspiraciones. Este objetivo
moral judeocristiano, exento de su forma o presentación religiosa, es examinado
por Einstein en la sustancia de su aspecto puramente humano, expresado por él
en esta sencilla fórmula: “desarrollo libre y responsable del individuo, de
modo que pueda poner sus fuerzas y cualidades, libre y alegremente, al servicio
de todo el género humano.”[5]
El espíritu de este ideal no aceptaría, empero, la divinización del género
humano como totalidad abstracta, menos aún a una nación o clase, no digamos ya
a un individuo –sino que simplemente reconoce que el individuo humano, único
ser dotado de alma, tiene como fin superior servir, más que regir, mandar o
imponerse de cualquier otro modo. Este ideal expresaría también, según la visón
de Einstein, la sustancia de la posición o actitud democrática fundamental. De
tal forma, el núcleo de la función de la educación (más allá de la esfera de la
enseñanza o el mero adiestramiento) debiera ser formar al joven en tal
espíritu, de tal manera que estos principios fundamentales fueran para él como
un aire salubre para su respiración.
Una prescripción, en la que algunos de sus
comentaristas han podido ver la huella de San Pablo, es la de no olvidar nunca,
aún en medio de los cálculos más complicados y los diagramas más abstrusos, la
preocupación por el destino del hombre –deber que atiende a la
supremacía radical de los valores humanos frente a toda forma de conocimiento
fáctico. La herencia de San Francisco de Asis puede sentirse vivamente en la
recomendación de Einstein a llevar una vida tranquila y modesta –como
de hecho sucede con la mayoría de los individuos bien dotados a los que la
naturaleza prodigó sus dones, quienes centran sus objetivos en la esfera moral
e intelectual a la manera de humildes héroes anónimos. Esta actitud implica no
solo un decidido rechazo al culto injustificado del individuo, sino también la
esperanza en la comprensión de que para llevar una vida feliz y satisfactoria
no es necesario poseer grandes riquezas.[6]
De la convicción, bravamente defendida, de que es bueno para todos (tanto
física como mentalmente) llevar una vida sencilla y modesta, se desprende la
idea de que las diferencias de clase son injustificadas y, en último término,
basadas en la fuerza. Perseguir la comodidad y la felicidad por sí mismas
resulta un flaco objetivo ético, al que Einstein bautizó como el “ideal de la
pocilga”, por parecerle sus fines (posesiones, éxito público, lujo) triviales y
despreciables –pues el dinero por sí mismo sólo apela al egoísmo e invita
irresistiblemente al abuso.[7]
Así, una consideración que esta en pie a las puertas de toda enseñanza moral es
que si los hombres en cuanto individuos se rinden al llamado de sus instintos
elementales (huyendo del dolor y buscando únicamente su propia satisfacción), o
emplean su inteligencia desde un punto
de vista individual, es decir egoísta (cediendo a la ilusión de una vida feliz
y sin ataduras), el resultado para todos en general tendrá que ser un estado de
inseguridad, de miedo y de miseria común.[8]
Por ello debe rechazarse enérgicamente la falsa filosofía del éxito, la cual
fomenta en el joven el deseo de triunfar a toda costa como objetivo único de la
vida. Empero, un triunfador es aquel que recibe mucho de sus semejantes,
incomparablemente más de lo que le corresponde por el servicio que les presta.
Por el contrario, el valor de un hombre no debe ser medido por lo es capaz de
recibir, sino por lo que capaz de dar.[9]
Otro de los tesoros a los que apela Einstein
para conformar su perspectiva moral es el de la tradición filosófica griega,
con sus riquísimos ecos y resonancias: el cultivo de los valores fundamentales
y últimos del Bien, La Verdad y la Belleza en la humanidad misma –i.e. en la
circunstancialidad de su eternidad, y en la eternidad de su circunstancia.[10]
Por último, hay que registrar el ideal
humanitario de Europa, indisolublemente constituido por los ingredientes de: i)
la libre expresión de opinión; ii) la libre determinación del individuo; iii)
el esfuerzo en la objetividad del pensamiento (exento de interés utilitario),
y; iv) el fomento de las diferencias en el campo del espíritu y del gusto. Los
triunfos sobresalientes de la sensibilidad e inteligencia europea encarnar, en
efecto, los valores más altos de la humanidad. Estas conquistas se basan en el
principio de que el deseo de alcanzar la verdad debe anteponerse a todos los
demás, lo que faculta la libertad de pensamiento y enseñanza. Tal principio y
sólo él permitió a la civilización occidental iniciar su desarrollo en Grecia y
celebrar su resurrección en el Renacimiento italiano.[11]
La perspectiva ética de Einstein tiene como
base la solidez de estas tradiciones de la filosofía occidental que, haciendo
un recuento, van del judaísmo a la religión judeo-cristiana (de San Pablo a San
Francisco), pasando por los ideales supremos de la filosofía griega, hasta
desembocar en el humanismo de Europa
basado en la búsqueda de la verdad al margen de los intereses instrumentales de
la vida cotidiana y constituido como algo sagrado en el largo proceso de la
modernidad –el cual se caracteriza esencialmente por construir a partir de la
conciencia y por la defensa de la libertad individual. Hay que tener presente
que la tradición, lejos de ser irrelevante para el razonamiento moral, se
encuentra para el moralista alemán justo en el centro de su fundamentación,
como el ojo de tranquilidad en medio del pavoroso huracán.
[1] Alberto Einstein, “Sobre la educación” (1936), en Out of My
Later Years; tr. al español El mundo tal y como yo lo veo,
ED. Dante, Mérida, Yucatán, México, 1989, Págs. 85-86. Sus editores póstumos
han reunido, en una veintena de volúmenes, su obra científica y como moralista,
más la correspondencia y el diario inédito.
[2] “Is there a jewish point of view?” en Ideas and Opinions,
Laurel, New York, 1978, Pág. 184; citado por Fernando Salmerón en “La filosofía
moral de Einstein”, revista Naturaleza, Vol. 10, no. 5, oct. México,
1979, Pág. 305.
[3] Op. cit. Pág. 185; F. Salmerón Pág. 305. De este tercer punto se
deriva la conciencia de que, en la aventura de la vida, la vida misma tiene
siempre que ser defendida siempre contra
la muerte. Tal convicción religiosa haría, por ejemplo, imposible exigir la
pena de muerte como castigo inflingido a
un criminal por cualquier Estado nacional o supranacional.
[4] “Why do they Hate the Jews?”, en Out
of my Later Years, pags. 245-249 y en Ideas
and Opionions, Págs. 189-196. Ver F. Salmerón, Op. cit., Pág. 306.
[5] “Ciencia y Religión” (1939), en El mundo tal y como yo lo veo,
Pág. 61.
[6] “Mis primeras impresiones de Estados Unidos” (1921), Op. cit., Págs.
6-9.
[7] “El mundo tal y como yo lo veo”, Op. cit., Pág. 12.
[8] “La moral y las emociones”, De mi vida y mi pensamiento, ED.
Dante, Mérida, Yucatán, México, 1987.
Pág. 14.
[9] “Sobre educación”, Op. cit., Pág. 89. A este respecto hay que recordar
la filosofía cristiana de nuestro Antonio Caso (La vida como economía,
como desinterés y como caridad), cuyo sistema establece con diamantina
claridad como por arriba del hombre económico-biológico-vital (cuyo imperativo
es: máximo de provecho por mínimo de esfuerzo), debemos situar al hombre del
desinterés moral (cuya actitud se enmarca en la fórmula: a un máximo de
esfuerzo un mínimo de recompensa).
[10] “Ciencia y Religión”, Op. cit., Pág. 68.
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