Alberto Einstein: el punto de vista moral
Imperativo Moral y Fundamentación Moral
Por Alberto Espinosa Orozco
III.- El
Imperativo Moral
Einstein frecuentemente se vio en la
necesidad de tomar parte en las discusiones contemporáneas en materia de moral
y política - aunque, como confiesa en
unas cuantas líneas autobiográficas, las circunstancias externas de su vida (la
presión social) siempre desempeñaron un papel subordinado en sus pensamientos y
emociones.[1]
Lo que da unidad y congruencia a todas estas intervenciones es lo que puede
llamarse su actitud moral fundamental (justamente aquella que, en su
conformación, he intentado describir en las páginas anteriores); sin embargo,
lo que da rigor y claridad a sus argumentos morales es lo que, en términos
estrictos, constituye su ética o
filosofía moral. Las cuestiones morales nunca surgieron para el gran científico
con independencia de planteamientos de principio y las tesis propiamente
éticas, que se vuelven reflexivamente sobre la naturaleza misma del lenguaje
moral, y que son la materia misma de la filosofía en tanto disciplina
conceptual. En efecto, un espíritu como el suyo, disciplinado al máximo por su
formación matemática y sus investigaciones en el campo teórico de la física,
cuando expresaba una actitud frente a cuestiones prácticas, se veía
espontáneamente llevado a analizar y definir conceptos, a precisar la esencia
del lenguaje moral y sus leyes, a medir el peso específico del razonamiento y
de las emociones para la acción humana y a ponderar la importancia que para
ella tiene la tradición, la religión y el esfuerzo crítico.
Para Einstein la solución al problema moral
(que en gran parte radica en el egoísmo instintivo e impulsivo, pero también
intelectual, así como en el entumecimiento y debilidad de las emociones del
amor, la compasión y de la amistad) es bastante sencilla y se encuentra en
consonancia y en la misma dirección que las enseñanzas de los sabios del
pasado: “Todos los hombres deben permitir que su conducta sea guiada por los
mismos principios; y estos principios deberían ser tales que, siguiéndolos,
creciesen en la mayor medida posible la seguridad y la satisfacción y
disminuyera al máximo posible el sufrimiento.”[2] Se trata de un imperativo general que
prescribe una actitud moral universal. Por ello puede caracterizarse
como perteneciente a una ética universalista, no meramente formal, como
la del imperativo categórico kantiano (que tiene también como núcleo el
postulado de la universalidad), sino de contenidos. Tal imperativo
moral, por vago y general, no permite deducir de él reglas específicas que
guíen rígidamente a los individuos en sus actos, sino que, por lo contrario,
permite una gran plasticidad a la acción, posibilitando que las reglas
específicas cambien de acuerdo con las cambiantes circunstancias. Este
imperativo moral, sabiamente diseñado por Einstein, parece armonizar
equilibradamente y en su justo medio los dos grandes polos de la dilatación de
la voluntad de la ética contemporánea: el imperativo categórico kantiano (actúa
como todo hombre debe de actuar) y el imperativo individuado de Kierkegaard
(actúa como sólo tú debas de actuar). O dicho en otro registro, en la solfa de
la filosofía del lenguaje: es un imperativo sujeto a la teoría situacional del
significado. Así, la moralidad no es
considerada como un sistema fijo y cerrado de prescripciones, sino, más bien,
como un punto de vista o perspectiva a partir de la cual juzgar todos los
problemas de la vida e inspirar nuestra conducta –la cual sólo puede resolverse
en el orden de un “esteticismo práctico” o arte de la vida, de una
conducta individualizada y caracterizada por su sello personal (como un estilo).
El imperativo moral formulado por
Einstein no es, en cuanto a su forma, sino aquella verdad práctica que el árido
desierto amenaza con sepultar, siendo la más preciosa posesión tradicional de
toda la humanidad. En cuanto a su contenido, mirado desde un escorzo meramente
humano, significa sencillamente que la conducta moral no es tan sólo una áspera renuncia a alguno de los deseados goces de la
vida, sino más bien un social interés por un destino más feliz para todos
los hombres.[3]
Esta concepción implica un requisito y
entraña una inferencia. El requisito: que el individuo debe tener la libertad y
la oportunidad real de desarrollar las dotes latentes en él, alcanzando la
satisfacción a que en justicia sea merecedor y logrando de esta manera la
comunidad su más rico florecimiento. Aquí sólo cabe agregar que este requisito
sólo puede ser cumplido por la educación, la que al atender a las
predisposiciones y aptitudes de carácter del individuo, lo facultan para
realizar su verdadero destino, dando existencia a los propios o exclusivas
derivadas de la esencia humana con que la naturaleza dotó a cada individuo al
venir al mundo. La inferencia: de esta concepción se desprende el ideal no sólo
de tolerar las diferencias entre los individuos y entre los grupos (“tolerancia
restringida”), sino que deben de sernos realmente gratas al considerarlas ricas
manifestaciones de la maravillosa pluralidad de la vida, enriquecedora de
nuestra propia existencia (“tolerancia amplia o generalizada”).[4]
Este ideal, al que habría que llamar “liberalismo cultural”, tiene como espíritu la voluntad no tanto de
pensar lo mismo, como las grandes cabezas... de ganado (absolutismo que ha sido
el vicio característico de la soberbia filosofía a lo largo de su historia),
sino más bien en querer y sentir lo mismo, dando el paso franco y
regocijadamente a la diversidad étnica, cultural y, por que no, también
filosófica.
En cuanto a la textura estética del
imperativo moral hay que señalar que, en
los casos concretos (en los que hay frecuentemente valores en pugna), no es
tarea fácil determinar claramente lo que es deseable y lo que debería evitarse,
siendo tan difícil como definir que hace a un cuadro o a una sinfonía bellas.
Estos problemas, más que resolverse mediante la comprensión racional (la que
puede conducir a la parálisis de la inacción, que es la cordura, o a la llana
omisión moral), de acuerdo con el sutil físico, deben ser apreciados de modo intuitivo.
Tal “intuicionismo moral”, corroborado y profundizado en otros puntos de su
filosofía, avala lo que he llamado el “imperativo individuado” y su corte de
“esteticismo práctico”, y tiene como argumento de fuerza histórica el hecho de
que los grandes maestros morales de la humanidad han sido también grandes
genios artísticos en el arte de vivir.[5]
De aquí que pueda derivarse un precepto más para la conducta moral: que cada
cual juzgue por sí mismo, o por sus propias lecturas, y no por lo que otros le
digan.[6]
Sin embargo, hay que precisar que dicho “imperativo individuado”, así como el
“intuicionismo moral” o “esteticismo práctico”, no deben conducir a ninguna
forma de relativismo. Extraña paradoja: el relativista físico es, en moral, un
absolutista ético, incluso en el caso de las decisiones morales más sutiles.[7]
Por último, hay que tener presente para la cuestión de la educación que la
plenitud de los aspectos morales es un objetivo muy próximo a las
preocupaciones del arte, más que a las de las ciencias.[8]
IV.- Fundamentación moral
El punto de partida para abordar el problema
de la fundamentación moral en Einstein, se encuentra el un texto escrito a los
70 años de edad (en 1950), en el que el moralista intenta una comparación
contrastada entre las leyes de la ciencia con las leyes de la ética. La manera
de pensar científica se caracteriza, en primera instancia, por su objetividad
(que no es, recordando a Villoro, sino la forma más plena de la
intersubjetividad o de la subjetividad compartida). El pensamiento científico
se refiere así a las relaciones que se supone que existen con independencia del
individuo que las investiga, por lo que esta forma de conocimiento hace
abstracción de éste, aunque el objeto de la investigación sea el hombre mismo u
objetos creados por él (los números, los objetos económicos, etc.). Una segunda
característica de la ciencia es que los conceptos que emplea para construir sus
sistemas no expresan emociones ni actos de la voluntad (punto ciertamente
discutible, pues parece haber un remanente emocional en sus expresiones: el
sentimiento de ecuánime certeza del mundo en torno). Mientras permanezcamos en
sus dominios no hay para el científico ni lo apetecible ni lo valioso, pero
tampoco el bien o el mal, sino que sólo hay “lo que es”. La consecuencia que de
esto se sigue es que los enunciados científicos sobre hechos y relaciones no
pueden producir las metas que debemos realizar, ni las normas y directivas
morales.[9]
La ciencia puede definirse como “pensamiento
metódico encaminado a la determinación de conexiones normativas entre nuestras
experiencias sensoriales”. Así, la función de establecer objetivos y definir
juicios de valor trasciende sus funciones . La ciencia produce de modo
inmediato conocimiento, pero sólo de modo indirecto medios de acción, pues su
acción metódica sólo existe si previamente se han establecido objetivos
definidos y valoraciones fundamentales, los cuales quedan fuera de su alcance.[10] La ciencia, en efecto, no puede suplantar ni
a la moralidad, ni a la religión. El método científico sólo puede enseñar cómo
se relacionan unos hechos entre sí y cómo están mutuamente condicionados al
través del conocimiento objetivo; este conocimiento, si no es puramente
neutral, si es al menos desinteresado... en un segundo nivel, pues en un primer
peldaño su desinterés interesa, y éste interés es una aspiración de las más
altas de las que el hombre es capaz. O dicho con las palabras de Einstein: el
conocimiento de la verdad objetiva es como tal maravilloso, pero es tan incapaz
de obrar como guía de la acción moral, como el probar el valor de la aspiración
hacia ese mismo conocimiento de la verdad. Es claro que el conocimiento de lo
que es no nos lleva directamente a lo que debería ser (gap
o abismo que la “falacia naturalista” descubierta por Hume considera como un
paso del todo ilegítimo). En efecto, se puede tener el más claro y completo
conocimiento de lo que es y, sin embargo, no llegar a deducir de ello lo
que debiera ser la meta de nuestras aspiraciones humanas. El
conocimiento objetivo tiene en sí sólo una función instrumental (racionalidad
instrumental) para el logro de ciertos fines, pero la meta última y el anhelo
de alcanzarla que dotan de sentido a nuestra existencia provienen de otra
fuente.[11]
La consecuencia inmediata de este
razonamiento es la de mostrar los límites del método científico y de la
concepción racionalista de la existencia (positivismo). Representantes de la ciencia han intentado
muchas veces llegar a juicios fundamentales sobre valores y fines basándose en
le método científico, originando errores fatales. Porque los campos de la
moralidad y de la ciencia están claramente diferenciados y tienen una nítida
línea de demarcación, aunque existan entre ellas relaciones y dependencias
mutuas. Por ejemplo, aunque la moralidad
sea quien determina el objetivo de la acción práctica, la ciencia ayuda a
establecer los medios que contribuyen al logro del objetivo marcado. La inteligencia
sirve para aclarar la interrelación entre medios y fines, pero la mera
actividad racional no puede proporcionar el sentido de los fines últimos y
fundamentales.[12]
El sueño del racionalismo extremo, que abrió
tímidamente los ojos en las oscuridades del último tramo del siglo de las luces
y que se crió robustamente durante todo lo largo del siglo XX al amparo del
positivismo y sus fabulosos metalenguajes, imaginó que había llegado la hora de
que la ciencia sustituyera a las creencias axiológicas, emotivas y religiosas,
pues toda creencia que no se apoyara en el conocimiento objetivo era
superstición y barbarie –pasando inmediatamente a intentar devorar a los
lenguajes analógicos, simbólicos o motivados. Con ello la misma civilización
racionalista creaba un nuevo monstruo, mezcla híbrida de máquina y hombre: el
moderno salvaje ilustrado y la barbarie violenta del racionalismo extremo. Su
punto de vista esta determinado por la siguiente tesis: el mejor medio de sustentar cualquier
convicción es basarla en la experiencia y el razonamiento claro –proposición
que hay que aceptar sin reservas. Sin embargo, el punto débil de esta
concepción es que aquellos ideales que inevitablemente determinan nuestra
conducta y nuestros juicios morales no pueden basarse en tan sólido
procedimiento científico –por lo que la ciencia no puede suplantar
ni a la moralidad ni a las creencias religiosas.
Del origen de las premisas éticas Einstein
se ocupa en varios textos, siempre con expresiones igualmente rotundas, basadas
en un enunciado negativo: las convicciones necesarias y determinantes de
nuestra conducta no pueden ser halladas por métodos científicos. El ejemplo
propuesto por él no puede dejar lugar a ninguna duda: “si alguien aprueba como
una meta de su conducta la erradicación del género humano de la fas de la
Tierra, nadie puede refutar tal punto de vista sobre bases racionales”.[13]
En cierto, es empresa inútil discutir sobre juicios de valor fundamentales;
empero, si hay acuerdo sobre ciertos objetivos y valores, es posible discutir
racionalmente sobre los medios por los que pueden alcanzarse estos objetivos.
Einstein insiste en que la fuente y la
autoridad de los fines fundamentales no pueden justificarse y cimentarse
únicamente en la razón –acaso haciendo eco a
las famosas páginas con que David Hume inicia el libro tres de su Tratado
de la naturaleza humana. Pero entonces ¡sobre que se edifican esos
principios, de que se derivan? La respuesta de Einstein parece, en primera
instancia, lacónica y hasta sibilina: poderosas tradiciones que influyen
en las aspiraciones y en los juicios de los individuos. Están ahí como algo
vivo, con su significación irresistible y no es necesario buscar una
justificación de su existencia; su “razón de ser” no la adquieren a través de
la justificación racional, sino de la revelación intuitiva y por
intermedio de personalidades vigorosas y extraordinarias. No hay que intentar
justificarlas, sino más bien captar su naturaleza simple y claramente.[14]
Fines y valores fundamentales son, sin
embargo, susceptible de aclaración. Por un lado pueden ser intuidos nítidamente
desde la religión mediante el viejo método analógico (ese secreto de los
dominicos). También a través de la ciencia de la literatura y de la crítica
literaria. Se trata, efectivamente, del campo donde religión y poesía se unen
en el territorio aventurero de la estética, forjando grandes y bellas metáforas
donde repercute novedosamente la tradición, unificando así el sujeto de la
moralidad con el sujeto estético. Por ejemplo, cuando canta en la memoria la
voz del poeta:
“ porque migajas de amor no
son amor
porque el pan de amor no da
migajas”
Tomás Segovia
Aquellos a quienes la raza humana ha
confiado su enseñanza moral, tienen en la capacidad para inspirar las emociones
que surgen normalmente en el ámbito sentimental de la religión, su gran deber y
su gran oportunidad, pues, es cierto, hay que contar con el profundo poder de
la emoción para orientar la acción
humana.[15]
En un segundo puesto las metas fundamentales
de la conducta, sus fines y valores que permanecen más allá del alance de la
ciencia, pueden también aclararse recurriendo a los fundamentos emotivos del
pensamiento humano y de la acción, en la medida en que no están predeterminados
por la estructura hereditaria de la especie. Tal labor pertenece a una
disciplina filosófica que alcanzó un gran desarrollo en el siglo XX,
especialmente en la Alemania libre del primer cuarto de siglo (Scheler), y
posteriormente en España (Ortega) y luego en México (Gaos).: me refiero a la
antropología filosófica o teoría del hombre –desarrollo de la definición de la
esencia del hombre y de los propios o exclusivas del hombre derivables de esa
esencia. Los axiomas éticos, arbitrarios desde el punto de vista lógico, no lo
son desde un punto de vista psicológico. Más allá de las tendencias innatas del
hombre, es posible una investigación de carácter filosófico y esencial, pero
también psicológico, de las reacciones emocionales acumuladas en la existencia
del individuo y de la especie en vista de la relación con sus prójimos, las
cuales si están sujetas a la prueba de la experiencia.
Por último, la ciencia no puede en modo
alguno desprenderse de sus orígenes en la filosofía, lo cual se muestra sobre
todo en su empeño, secular ya, de agrupar por medio del pensamiento
sistemático los fenómenos perceptibles de este mundo en una asociación lo
más amplia posible. Dicho de una manera gruesa: la ciencia muestra su
subordinación a la filosofía en tanto pensamiento de la totalidad en el momento
de intentar una reconstrucción posterior de la existencia a través del proceso
de conceptuación, donde la religión, la moral, la estética, pero también la
ciencia misma, deben encontrar su lugar sistemático y el esclarecimiento de sus
relaciones con las partes y con el todo. Así, la ciencia en tanto empresa
específicamente filosófica (esto es, más allá de su objetivo de descubrir
reglas y predecir hechos), tiene el objetivo de linaje filosófico de la
búsqueda de la unificación racional de lo múltiple (reduciendo las
conexiones descubiertas al menor número posible de elementos conceptuales
mutuamente independientes); tentativa de la que derivan sus mayores éxitos,
pero también donde se haya su mayor peligro de caer víctima de las ilusiones.[16]
En este ejercicio de unificación racional, la ciencia puede contribuir a tres
empresas de carácter ético: a) ayudar a esclarecer los fines y el contenido de
la religión, más allá de sus formas míticas y simbólicas, y en este sentido espiritualizarla; b) ejercer, en un distinto nivel, una función regulativa de
control frente a toda forma de tradición religiosa o moral, mediante la función
crítica de la inteligencia en la mejora de las relaciones humanas, y; c)
contribuir al esclarecimiento del lugar sistemático que ocupa la ciencia en su
relación con los sentimientos éticos y la emoción religiosa auténtica.
[1] “Diez años fatídicos”, Pág. 6.
[2] “La moral y las emociones”, Op.
cit., Pág. 14.
[3] Op. cit., Pag. 17.
[4]
Op. cit., Pags. 17-18.
[5] “Religión y Ciencia: ¿Irreconciliables?”, Op. cit., Pág. 71.
[6] “Sobre la libertad Académica”,
Op. cit., Pág. 42.
[7] “Religión y Ciencia: ¿Irreconciliables?”, Op. cit., Pág. 72.
[8] “La necesidad de una cultura ética”, Op. cit., Pág. 74.
[9] “The Laws of Ccience and the Laws
of Ethics”, Out of my Later Years, pag. 114. Cit por Salmerón, Op. cit., Pág. 308.
[10] “Religión y Ciencia:
¿Irreconciliables?”, Op. cit., Pág. 70.
[11] “Cie3ncia y Religión”, Op.
cit., Pág. 59-60.
[12] Op. cit., pag. 60.
[13] “Sobre la libertad” en El mundo tal y como yo lo veo,
Pág. 44.
[14] Op. cit., pag. 61.
[15] “Guerra atómica o paz”, Op. cit., Pág. 131.
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