VII.-
La Revuelta de las Ideologías: la Religión Inmanentista
Por Alberto Espinosa Orozco
XVII
La rebeldía resulta, pues, un carácter
constitutivo del hombre moderno, cuyo alejamiento de la religión no ha hecho
sino exacerbar su naturaleza caída (pecado original), aunando al surgimiento de
las ideologías por las naciones hegemónicas, que usan de la filosofía para
dominar a las conciencias, o sirviéndose lo mismo de la publicidad que de la
tecnocracia. Su resultado ha sido el no poder distinguir la luz de las
tinieblas, estando el hombre moderno in
partibus infideliun, sin un criterio moral fijo al que atenerse, guiando su acción práctica por un concepto
lábil de la libertad, como un mero derecho de paso, y por una vaga idea de
igualdad, que lleva a la indistinción entre los hombres y a la imposición de absurdas
jerarquías –caminando cada cual según sus propios intereses particulares,
carentes de espíritu, en una especie de secularización desviada (Habermas), despeñados
en un oscuro paganismo, viviendo como si Dios no existiera o sustituyendo las
creencias en lo sobrenatural por grandes síntesis totalizadoras que escapan a
los límites de la razón.
La religión está, sin embargo, en el origen
de la filosofía, estando marcada por su constitución, desde el principio, como
instrumentación conceptual de la religión (Diltey) –o de la irreligión. Cuando
el hombre griego sintió desconfianza en la religión, tambaleándose su mundo en
torno, se ocurrió razonar la religión y nació la filosofía como lo que siempre
ha sido: racionalismo, confianza en la razón. Cabe recurrir a la razón para
razonar la religión, como en el caso del creyente que no quiere dejar de creer,
para recuperarla del todo; cabe también, acaso más sólitamente, para sin
razonarla por quien ha dejado de creer en parte y quiera dejar de creer del
todo. Sin embargo, lo cierto es que creer o dejar de creer no se produce por
puras razones, por razones y críticas, sino por motivos prerracionales. Motivo
de la religión la voluntad del ascetismo; de la irreligión la voluntad hedónica
y crática.
Todas las religiones sin excepción son
ascéticas, limitantes de la voluntad espontánea de sujeto mediante
abstenciones, mortificaciones y sacrificios. El ascetismo tiene así la doble
dimensión de una limitación del poder y de una oposición al placer, cuya
función es la de refrenar el alma inferior del ser humano, para acceder con
ello al alma superior y al espíritu. Pero atentando con ello contra la libertad
intrínseca del ser humano de hacer lo que se le pegue la gana, su regalada
gana. Pero hay en el hombre también esto
otro: el impulso al placer y la voluntad de poder, constituyente de la
naturaleza humana no menos que la voluntad, instinto o impulso que lo lleva al
ascetismo. Es evidente que en el poder hay el placer de la expansión de la propia voluntad; por su parte el placer necesita del poder para realizarse en plenitud, tomando en cuenta lo bien constituida que está la naturaleza humana para los goces materiales del cuerpo. Desde la perspectiva religiosa tales tendencias pueden verse como un
impulso de perdición y otro de salvación del alma, de venderle el alma al diablo o de entregársela a Dios –entendida no como realidad
psico-mental, sino como entidad ontológica. Desde el plano estrictamente ético
constituyen el gran fenómeno de la dualidad moral del ser humano, el a priori
del ser humano, el misterio mismo de hombre o su condición de posibilidad.
Mas que el ateo, que siente que Dios le
oprime y reprime y que lo niega para liberarse de él, el verdadero irreligioso
es el indiferente quien no le preocupa Dios, ni se acuerda de Él, que es
propiamente aquel sobre el cual la irreligión ha triunfado sobre la religión.
Posición extrema cercana a la del positivismo, para el que lo metafísico es lo
insensato, de lo que nadie en su juicio debe ocuparse. En materia de religión,
sin embargo, el racionalismo o confianza de la razón en sí misma, no tiene todos
sus poderes, pues es incapaz tanto de razonar como de sin razonar la fe, de
mantenerse en sus límites, que son los estrictamente científicos, donde no
entran los objetos de la fe religiosa.
La fuente y autoridad de los fines
fundamentales del hombre tampoco pueden cimentarse solamente en la razón –pues
es la moral la que determina el objetivo de la acción práctica, teniendo la
ciencia exclusivamente el papel de establecer los medios para llevarlo a cabo
(razón instrumental, pues el conocimiento de lo que es no lleva directamente al
conocimiento de lo que debería ser o la meta de las aspiraciones humanas). En
efecto, la mera actividad racional no puede proporcionar el sentido de los
fines últimos y fundamentales. Los valores morales, por lo contrario, se edifican
y tienen su fuente más bien en poderosas tradiciones que influyen en las aspiraciones
y juicios de los individuos –so siendo necesario buscar una justificación
racional de su existencia, pues su razón de ser se adquiere a través, no del
juicio racional, sino de la revelación
intuitiva y por intermedio de personalidades extraordinarias –pero que a la
vez pueden aclararse recurriendo a los fundamentos emotivos del pensamiento
humano, pues los axiomas éticos, arbitrarios desde un punto de vista lógico, no
lo son desde la perspectiva psicológica, estando los sentimientos religiosos
liberados de los deseos egoístas, de la servidumbre de los anhelos y
aspiraciones egoístas, teniendo sus aspiraciones un valor suprapersonal ,
imponiéndose sus pensamientos y sentimientos por la fuerza misma de contenido y
significación irresistible.
Por su parte, el impulso irreligioso del
hedonismo o impulso de placer en general, entra en un complejo que empuja hacia
el esteticismo por un lado, y hacia el ciencismo por otro, oscilando la
personalidad irreligiosa hacia gustos estéticos, a los que cede, y a rigores
intelectuales, a los que no renuncia. Fabuloso complejo, decía, que lleva al
espíritu revolucionario, entendido como aquel que va contra la tradición,
contra la costumbre, que empuja hacia la tentación idolátrica del progreso y el futuro y el pecado de la expansión de la propia voluntad o ambición de poder, que es la obra del demonio. La revolución, en efecto, es lo que va contra la conformidad, es
el producto de lo inconforme, por lo que va también contra la naturaleza –pues
la naturaleza es lo cíclico, lo que no cambia, lo que no es inconforme (por lo
que todo naturalismo es en realidad un conformismo). La revolución es lo que va a
favor del cambio y ninguna revolución es angélica. Al querer dominar el socialismo por medio de la organización del obrerismo y de la burocracia de partido encuentra a su enemigo natural en el socialismo de la caridad: en la Iglesia, esa organización de la conformidad, natural, fortificada contra el
demonio -penetrada hoy en día también por el humo de Satanás.
El demonio es el tentador y ha hecho al comunismo sensible al pecado, pero también al arte, concibiéndolo como obra del hechizo y la fascinación, como arte nada más que arte, postulando la autonomía de los valores artísticos, de lo poético, de lo artístico, de lo bello en sí, desligados de la verdad eterna, como lo que v con el cambio y contra las costumbres, que gusta de la alteridad (originalidad) y de lo extravagante, aliando a la bella la perversidad en un arte impuro que no violenta al azar o en el hastío de las vanguardias, tediosas y superficiales, saturadas de imágenes vanas o extravagantes donde el sentido de la realidad se pierde un una pura fugacidad -detrás de la cual asecha el diablo, desprendiéndose de todo afecto y de toda realidad.
El demonio es el tentador y ha hecho al comunismo sensible al pecado, pero también al arte, concibiéndolo como obra del hechizo y la fascinación, como arte nada más que arte, postulando la autonomía de los valores artísticos, de lo poético, de lo artístico, de lo bello en sí, desligados de la verdad eterna, como lo que v con el cambio y contra las costumbres, que gusta de la alteridad (originalidad) y de lo extravagante, aliando a la bella la perversidad en un arte impuro que no violenta al azar o en el hastío de las vanguardias, tediosas y superficiales, saturadas de imágenes vanas o extravagantes donde el sentido de la realidad se pierde un una pura fugacidad -detrás de la cual asecha el diablo, desprendiéndose de todo afecto y de toda realidad.
El arte inventa así en la época moderna la
“belleza convulsiva”, donde cabe lo bizarro, lo grotesco, lo extraño, lo
irregular, oponiéndose por tanto a las normas clásicas y a la eternidad
cristiana, en una especie de singular desdicha que es no es sino conciencia de
finitud y donde la muerte aparece como la gran excepción que absorbe a todas
las otras en su anulación de leyes y de normas. También separación del pasado y
desunión, ruptura continua que se separa continuamente del origen y que por
tanto se identifica con la alteridad, que se confunde con lo otro imantándolo y
que luego se separa con horror de ese fantasma para seguir, otra vez, en busca
de uno mismo.
El origen de la rebeldía contemporánea puede
verse así como el encumbramiento de un tipo humano: el hombre fáustico, Nuestro
tiempo, en efecto, da la preeminencia al carácter hedónico, voluptuoso,
voluntarioso o al crático –que dan lugar a los tipos humanos que se soliviantan
contra el ascetismo religioso y contra la religión toda o quienes se preocupa
por sin razonar la religión, hasta que llega a parecerles indiferente sin
razonarla, dando con ello cabida al existencialista moderno, al cual tampoco le
importa ya no digamos dar razones, pero ni siquiera tener razón, prendado de la
pura y nuda existencia. Inaugurando con ello nuestra edad tardomoderna o
postmoderna otro de sus caracteres dominantes: el del inmanentismo, que
instaura la existencia del hombre sin ninguna
trascendencia, arrojado a lo que no va más allá, a lo que en si mismo se
agota, y que es, por tanto, engullido por las aguas amorfas de devenir.
XVIII
El abandono secular de la religión ha
llevado así a un desplazamiento de la fe, por asociación de ideas y
transferencia de sentimientos, hacia las doctrinas políticas, cuyo principio no
es una verdad eterna, sino la verdad del cambio violento y de la lucha –donde
se identifica la crítica con el cambio y éste con la alteridad. La razón que
las alimenta no puede ser otra que la razón histórica, que niega el pasado, y
al negarlo se identifica con el ahora, con el tiempo, con la historia, en una
especie de pasión religiosa que a la vez que niega a la religión para convierte en una mística del tiempo histórico,
abriendo el mito de la muerte de Dios el paso al principio del azar y de la
contingencia, de la sin razón y el absurdo.
La
indiferencia en materia de religión, fase final del ateísmo, vista como una
liberación, proyecta al hombre así a una confianza en el ahora, en el presente,
en vista al futuro: es la idea, o mejor dicho el ídolo, del progreso. A la vez,
la nueva religión del inmanentismo es acompañada por dos notas: la angustia de
la existencia vacía, que contempla el cielo desierto, experimentando así la
bancarrota del sentimiento religioso y de la comunidad de fe trascendente,
empujando hacia la caída en la desesperación de la particularidad. También a la
ironía, al humor negro que como medida compensatoria a la depresión anímica, intenta
disolver las tensiones y recuperar el tono vital mediante la negación de la
objetividad, introduciendo el subjetivismo extremo en el ahora para disgregar la
eternidad en el tiempo histórico –pero sin poder salir de la caída en el caos
informe del devenir, que introduce en la historia el azar y la contingencia.
En el arte los valores artísticos, separados
de valores religiosos, desembocan en una especie de idolatría del objeto como
realidad aparte, autosuficiente. La crítica toma entonces el rostro de la
vanguardia: negación de sí misma que busca un nuevo principio para poder
perpetuarse. Sustancia de la arte moderno: la frivolidad de la mera sucesión, de
lo excéntrico, de la alteridad cada vez más extremosa, guiada por la divisa del
cambio incesante, que para poder vivir tiene que renacer, criticándose a sí
misma.
En el campo sociológico las doctrinas
políticas han impuesto una ideología materialista, que se resuelve en
economicismo, mediante el método del recurso, del determinismo de la conciencia
por la presión social de las instituciones, cifrado en el dogma: “No es la
conciencia del hombre lo que determina su ser social; sino su ser social o que
determina su conciencia”. El principio de fraternidad queda entonces resuelto no
en la voluntad de tratar al prójimo como a uno mismo, sino encapsulándolo en
hermandades cerradas de terapias e intereses mutuos Trasgresión de la religiosidad por una
voluntad hedonista de la vida (erotismo-esteticismo) y por un impulso de
poderío en la historia: desgarradura que constituye el eje contradictorio sobre
el que gira la modernidad. En sus casos extremos, cayendo de bruces en místicas
degradadas, que al destejen el tejido de la creación al imitarla vulgarmente (luciferismo).
Lo moderno coincide entonces con lo
revolucionario: romper con el orden antiguo al escindirse de la sociedad
cristiana; destrucción del pasado y construcción de una sociedad nueva. El
hombre es entonces no más que su historia y la historia el lugar donde el ser
humano se realiza –socializándose hasta el extremo hasta dejar de ser individuo,
pues el hombre que se realiza en la historia, cumple un destino histórico
supraindividual, quedando enajenado en función y sujeto de las presiones del tiempo.
Las ideologías políticas de nuestro tiempo,
apelando a una libertad lábil y una conciencia social determinada por las
condiciones materiales de existencia, han sido también las el lugar de las
reivindicaciones, creando con ello una trasmutación y una nueva escala de
valores al prometer un paraíso meramente terrenal. Por un lado reivindicación
de una libertad de nuevo cuño, que la romper las coyundas de la tradición y de
la ley moral, lanza al individuo a la rebeldía
de la desmesura (hybris), ya de la
voluntad de poder, ya del impulso de placer, ya del esteticismo apráctico -estratificándolo
en la meseta de la vanidad. Su meta final: la reivindicación global de un mundo
meramente inmanente, sin lugar no ya no digamos para Dios, pero ni siquiera
para el humanismo -puesto que si no hay más allá, todo se resuelve en el más
acá, dándose entonces el enorme equívoco del “presentismo” de las convenciones:
tratar lo profano como si fuese sagrado, sacralizando arbitrariamente lo profano,
y a la vez tratando lo sagrado como realidades profanas -creando no un paraíso terrenal, sino el infierno burocrático de los césares satánicos.
Condena de Sisifo: negarse a sí mismo para
perpetuarse en el tiempo profano, identificándose no con un destino
trascendente de unión con Dios, sino con la sucesión y negación de la historia,
en una ruptura continua e incesante separación del hombre de sí mismo, confinado a los plagues
y repliegues de la psicología individual: a la vez que lanzado fuera de sí, en un perpetuo ir más allá, hacia los extremos excéntricos de la
naturaleza humana, en una carrera frenética montada en el tiempo de la
aceleración histórica, imantando el presente por el futuro: por una ilusión
inalcanzable. Sobrevaloración del futuro, pues, de un tiempo que no existe o
que no es nada y que roe la conciencia de falsas expectativas y promesas y anega el alma de nihilismo –transformando al futuro en el lugar de nuestro deseo, pero
también de nuestra frustración y de nuestra desdicha.
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