viernes, 16 de mayo de 2014

La Esfinge Por Alberto Espinosa Orozco

La Esfinge
Por Alberto Espinosa Orozco



I
   La Esfinge, ser ambiguo y enigmático, morfológicamente está constituido por una proverbial mezcla de seres vivos: el cuerpo del toro, las garras del león, alas en los costados de águila y cabeza humana barbada tocada por el cireo o cobra protectora –aunque la cabeza algunas veces aparece de carneo, halcón o de mujer, incluso se conoce alguna con cola de cocodrilo. Por su estructura somática se le relaciona con  las Arpías, la Quimera, las Erinias y el Hipogrifo, formando con ello una pseudoclase o “familia” simbólica, colmada de sugerencias a la meditación, a la reflexión psicológica.
   La obra artística más conocida que representa al fantástico ser es la Esfinge de Gise (o Guiza), construida por mandato de Quefrén por la raza roja durante el Imperio Antiguo más allá de 4, 500 años antes de Jesucristo. Su función era proteger la necrópolis de Gise, pues la esfinge egipcia guardaba la entrada al Más Allá y a los santuarios. Algunos textos afirman que la cabeza es la imagen del rostro del faraón Kefrén, la cual se concluyó junto con la pirámide dedicada al faraón en el año 2, 530 antes de Cristo. La verdad es que el monumento de la Esfinge colosal de Gise se pierde en la bruma de los tiempos, probablemente más allá de los 6. 000 años A de C. Lo que nadie ignora es que la gigantesca escultura es también la primera y principal creación cultural de la civilización egipcia, siendo su símbolo, emblema y su marca distintiva –aunque a través de la tradición ocultista y mitográfica haya sido asimilada por la cultura Helena. Desde el Imperio Antiguo apareció  la representación del faraón como esfinge, asociándolo así al dios solar del orígen de la vida Ra, perdurando la costumbre de su culto hasta el final de los tiempos faraónicos, tanto en su escorzo protector como en el aplastante. Es, así, símbolo del poderío soberano, despiadado con los rebeldes y con los renegados del espíritu, pero protector de los nobles y de los buenos.
   Su nombre en egipcio, Shesep anj, significa “imagen viviente”, uno de los nombres con que también se conocía a Atum, el dios del sol poniente. Aunque existe alguna esfinge femenina, la de Hatshepsut, la esfinge es generalmente masculina. En árabe se le ha llamado Abu-el-Hol, el “padre del terror”. Por eras enteras la esfinge de Gise fue cubierta por las arenas del desierto del Nilo.


   La Esfinge es así la guardiana de las necrópolis, de los umbrales prohibidos o sagrados, que empiezan con los templos y las momias reales, pero que van más allá de ellos hasta el mundo de ultratumba. Se dice que escucha el canto de los planetas al través de la fricción que las grandes esferas producen en el espacio sideral y que vela en el borde de las eternidades, sabiendo todo lo que fue y todo lo que será. Su mirada enigmática observa así como se escurren a los lejos los Nilos celestes y el diario bogar de las barcas solares. Es el símbolo de la serenidad de la certidumbre, de la plenitud de la verdad íntima y personal del espíritu o del hombre colmado por la alegría de la promesa. Más en general representa lo ineluctable que se presenta en el origen de un destino mostrado a la vez como misterio y como necesidad.
   Su rostro, algunas veces pintado de rojo, observa el único punto del horizonte por donde sale el sol. Generalmente representaba al faraón, otras veces al dios sol, siendo antiquísimo símbolo de soberanía entre los egipcios. Es visto así no sólo como una presencia protectora, sino también invencible. Representando, como repito, el poderío soberano, despiadado con los rebeldes y protector de los buenos. Por su rostro barbudo evoca al rey o al dios solar, poseyendo los mismos atributos que el león en su aspecto diurno o luminoso: ser felino que resulta irresistible en el combate.
   En Egipto los leones son animales solares que se representan frecuentemente por parejas, lomo a lomo, contemplando los opuestos horizontes: uno el Este, el otro el Oeste. Así, simbolizan ambos horizontes y el curso del sol de un extremo a otro de la tierra, vigilando el transcurso del día y representando el ayer y el mañana. En este sentido son los agentes del rejuvenecimiento del astro, repitiendo el transcurrir del viaje infernal del sol que va de las fauces del León de Occidente a las del León de Oriente, donde vuelve a resplandecer el astro por la mañana. Se trata de la misma función que cumple la serpiente en el Calendario Azteca de la cultura mexicana. En otras culturas es representado al león devorando a un toro, expresando con ello la dualidad antagonista fundamental del día y la noche, del verano y el invierno. El león llega así a simbolizar no sólo el retorno del sol y el rejuvenecimiento de las energías cósmicas y biológicas, sino los sucesivos renacimientos periódicos de cada persona. En la iconografía hindú la leona (Shardüla) es también un animal solar y una manifestación del verbo que traduce el aspecto terrible de Maya: el poder de la manifestación.


   El león simboliza con su imagen la fuerza, el poderío, la majestad, así como la virtud de la vigilancia, al dominar el felino su territorio con los ojos abiertos. Por ello ha sido costumbre colocar en los templos y bibliotecas públicas leones esculpidos en mármol o en bronce. Rey de la selva, el león es en la tierra lo que el águila en el cielo: el símbolo del señorío natural del poder de la fuerza y del principio masculino.
   La quietud y la serenidad asociada a la fuerza del león lo transforman fácilmente en alegoría del saber divino, siendo también ello empleado como título de nobleza o como un grado en la cofradía iniciática –siendo opuesto natural del chacal o la hiena. En efecto, para la heráldica es emblema de soberanía  cuando parece una de sus patas apoyadas sobre un globo terráqueo, simbolizando en el blasón de las nobles familias la fuerza, el valor y la magnanimidad.
   En su aspecto femenino es la imagen de la Diosa de la Naturaleza en la unidad viviente de sus reinos, representación pues de la Madre o de Isis terrestre, a la vez tranquila, misteriosa y terrible. En Grecia, sin embargo, existían también representaciones de leonas aladas con cabeza de mujer, pero ellas indicaban el aspecto oscuro del símbolo: monstruos temibles, enigmáticos y crueles, en donde se codificaban los extravíos de la feminidad pervertida.


   Es el caso de la Esfinge encontrada en su andar por Edipo en la región de Tebas: monstruo mitad león mitad mujer que planteaba enigmas a los caminantes y devoraba a los que no podían responder a ellos. En tal imagen los analistas han visto el símbolo de la intemperancia y de la dominación perversa, semejante al azote que devasta a un país como secuelas de  destructoras que deja un rey despótico. Al estar sentada sobre la tierra, como adherida o pegada  a ella, es más que un símbolo de la naturaleza terrestre otro de ausencia de elevación espiritual. Advierte Chevalier que todos los atributos de tal engendro son los índices de la vulgarización o del rebajamiento moral, pues la Esfinge de Tebas no puede ser vencida sino por la sagacidad del intelecto, antídoto contra las formas del embrutecimiento causadas por la disolución de la costumbres. Sus alas, como en el caso de las gallinas, no la sostienen, estando así condenada a caminar en tierra o, más radicalmente, a hundirse en las arenas del olvido. No expresa entonces una certidumbre misteriosa, sino la vanidad tiránica y destructiva.


II
   Los Querubines que aparecen por aquí y por allá como espolvoreados apenas en el Nuevo y Antiguo Testamento son, por su constitución morfológica, idénticos a las esfinges egipcias. Cuenta tal tradición, entre sus primeras noticias, que mientras realizaba la obra de la Creación, Dios cabalgaba el abismo montando en las nubes o en las alas de la tormenta o cogía los vientos que pasaban haciendo de ellos sus mensajeros o montado en querubines. Tal es el poder y gloria del Señor, pues ¿quién como el Señor? Nadie como el Señor, como el Dios de los ejércitos, creador todopoderoso. Pues ¿quién es Dios, fuera del Señor? ¿Y qué otro Dios hay que pueda protegernos?


   La mitología judeo-cristiana visualiza los poderes elementales, así como los cuatro animales por ellos representados, tanto en la visión de Ezequiel como en la imagen de los cuatro evangelistas y en las revelaciones del Apocalipsis de San Juan. A este respecto hay que recordar que la palabra hebrea querubim, que es el plural de querub, no significa otra cosa que ser alado. Tales seres sobrenaturales fueron representados comúnmente en el Oriente Medio. Variaciones del querubín son los famosos toros alados esculpidos en los palacios de Mesopotamia, y los son también las esfinges del antiguo Egipto. Representan, efectivamente, la combinación de las cualidades preponderantes del león, del águila, del toro y del hombre, como ejemplos supremos de vigor, espiritualidad, racionalidad y bravura –cuyos representantes más recordados por la tradición son los cuatro Evangelistas.


III
   Si algún atributo tiene el toro es la doble nota de la potencia y la fogosidad irresistible e infatigable, pero también anárquica. La abundancia de su semen lo hace un símbolo inigualable de las fuerzas fertilizantes de la tierra  y por ello de la potencia creadora. Por ser un emblema de las fuerzas indómitas y del desbordamiento sin freno de la violencia se le ha asociado a los océanos y a las tormentas y al dios griego Poesiedón y a Dioniosio, la divinidad fecundante, pero también a Urano, dios del cielo, asociándolo siempre a su potencia anárquica. En si mismo representa la fuerza calurosa y vigorizante de las potencias elementales de la sangre. Es el espíritu macho combativo, asociado lo mismo al morueco que al cabrón o al buey. Se trata, en tanto potencia religiosa o manifestación de lo sagrado, del becerro de oro –cuyo culto fue proscrito por nuestro padre Moisés.
   Sin embargo el toro, asociado con el ardor cósmico, con la fuerza calurosa y fertilizante que anima todo lo vivo (Indra), tiene un aspecto de posible sublimación: representa la energía sexual la cual, al ser dominada, trasmuta la energía para espiritualizarse, simbolizando entonces la fuerza de la justicia, pero también el orden cósmico o Dahrma. Es entonces el soporte del mundo manifestado, el ser que desde el punto inmóvil pone en marcha el mundo organizado o la rueda cósmica. Cuentan los Vedas que el toro retira una de sus pezuñas de la tierra al fin de cada una de las cuatro edades del mundo y cuando todas se hayan retirado los cimientos del mundo se destruirán. Porque el toro es también uno de los animales cosmóforos que, como la tortuga y el elefante, soportan a la creación entera.


   El toro se liga así al complejo simbólico de la fecundidad: cuerno-cielo-agua-rayo-lluvia –y en este sentido con las hierofanías lunares. Muchas culturas han visto en sus cuernos una evocación de la clara luna en cuarto creciente. El insuperable bate zacatecano, Ramón López Velarde, lo comparó sin rubor con los pechos de la cantadora que: “con el bravío pecho empitonando la camisa/ ha hecho la lujuria y el ritmo de las horas”. El toro en tanto fuerza de la naturaleza y de las potencias ctónicas esta, en efecto, enamorado de su contraparte inclusiva: la nívea vaca de las blancas astas, poderosamente iluminadas en la comba nocturna del cielo estrellado. Difícilmente podemos encontrar en la distancias siderales dadas a la contemplación del anima del mundo otro símbolo más poderoso, salvando solamente al populoso y frecuente astro diurno. El horno áureo de los días así está ligado irremediablemente en su calor a su opuesto no excluyente: a la luz fría y de argento, a la figura fantasmal y solidaria, a la láctea y sonriente luna de plata. Porque si en el toro hay algo descomunal, una fuerza indomeñable y excesiva, en la vaca hay algo de remanso de paz, de tesoro de carne pura y de santuario de serenidad. En amor de la vaca por sus terneros hay, sin duda, algo que el terciopelo en la caricia de los dedos imita y acaso difícilmente supera. Por su parte, en el toro que abandona la manada, que respira todo él del olor verdi-negro de la sangre en la potencia vital de la amapola y el olivo, en realidad no es el toro negro de la muerte, sino el contemplativo enamorado de la luna. Los himnos védicos cantan de ella: “La Vaca ha danzado sobre el océano celeste/ trayéndonos los versos y las melodías /...La vaca tiene por arma el sacrificio/ y del sacrificio ha sacado la inteligencia/ ...La vaca es todo lo que es:/ dioses y hombres, Asuras, Manes y Profetas.”
   El poderoso novillo celeste de cuernos robustos, el toro de las estrellas y de las noches, alía así para la valoración originaria de la imaginación poética atenúa la interpretación fúnebre del toro: la de la divinidad infernal que monta invertido al feroz bovino llevando en la mano una serpiente como símbolo guerrero y es autor de los desórdenes cósmicos. 
   Genio del viento, para bien o para mal, es el toro o el buey el ser que en libertad fecunda, afirmando su violencia de una manera absoluta, o el continente que limita toda fecundidad, simbolizando entonces la castidad sexual. Símbolo de las pasiones animales primitivas (como el buey), que tiene que pasar por la iniciación para desear la vida des espíritu y alcanzar la paz.
   Por su parte, el minotauro representa a la bestia interior (encerrada en el laberinto de la psíque) al que hay que dar muerte simbólica. La bestia sacrificada en el exterior por el torero, graba una imagen inconsciente del mismo hecho simbólico: la del padre enfurecido, la de la fuerza brutal y de la dominación perversa, que apaga el soplido de la llama devastadora, cuyos pies de bronce son emblema de la tendencia a la ferocidad y al endurecimiento del alma. Tarea, pues, de imponerle el yugo de la ley moral, de dominar los deseos instintivos, como Jasón, sin ninguna ayuda, controlando así la fogosidad de las pasiones, antes de poder apoderarse del símbolo de la perfección.
IV
   La leyenda griega de Edipo y la Esfinge, es la historia o el relato más antiguo que se recuerde entre las historias paganas, el cual se inspira en hechos ocurridos cuando menos dos o tres generaciones antes que la sucesión o cortejo fúnebre en el ciclo de Troya. Alcanzó pronto el estatuto de mito y material obligatorio de los poetas, debido a sus ingredientes de conmoción de la sensibilidad, aunado al despertar de la conciencia del terror religioso que suscita. La aparición fantástica de la Esfinge en el relato refleja su tono de profundidad trágica al ofender a la inteligencia, ya con su mera presencia, ya con sus disolventes acertijos. En la dilatada historia de la leyenda, que ha sido representada y escrutada por generaciones enteras y sucesivas hasta el mismo día de hoy, dos soluciones se han dado. El vencedor Edipo sugirió la suya desde tiempos inmemoriales. La segunda fue atrevida por Tomás de Quincey, el último discípulo y secretario de Emmanuel Kant, en el año del señor de 1849. Ciento cincuenta y cinco años después a las dos soluciones paradigmáticas, añadiré una interpretación y un comentario.


    Thomas de Quincey, en un capítulo de su libro Seres imaginarios y reales, “La Esfinge Tebana”, delinea una nueva solución al lamentable enigma de la Esfinge, que aparece primero como por debajo de la grandeza del momento escénico en que aparece, en el año de 1849. La historia del Rey Edipo, quien vivió mil 300 años de Cristo, se refiere a las “oscuras fundaciones” de nuestra naturaleza humana –un primer momento en que los antiguos griegos y romanos presienten la más misteriosa y triste de todas las ideas: la idea del pecado, que sólo el cristianismo revelaría en su plenitud. Tales culturas, en el periodo clásico,  tenían idea de la culpa, como en Platón o en Cicerón, (amartia, pecattum), entendiéndola como una mera falta o defecto del individuo, no del todo como una mancha –que afecta y contamina no sólo al individuo, sino que se difunde a toda la familia humana. La idea de la falta era entonces asociada a la idea de explicación, cercana a la idea del pecado original, pues implicaba un castigo, cuyas razones se presentaban como inaccesibles, que alteraba sólo el destino personal.
   Edipo resulta, sin embargo, no sólo asesino, sino parricida, a la vez que perpetra incesto con su madre, volviendo con ello a sus hijos sus hermanos –acciones desmedidas que lo llevan a la ruina, a la humillación y a la miseria. Por tales actos, cometidos  contra la santidad de la naturaleza sin ser en sí un hombre malo, Edipo vive el día de sus conquistas, sin presentir la noche que al venírsele encima revelara una serie de valores, con un fulgor lánguido de claras estrellas. Su historia es misteriosa: hijo de los reyes de Tebas Layo y Yocasta, es arrojado de pequeño a un abismo del monte Cicerón, pues una profecía lo señala como asesino de su padre. Queda sostenido de una rama por los pies, liberado por un pastor y entregado al Rey de Corinto. Cuando averigua la historia de su rescata quiere averiguar su origen y verdadero destino. Marca a Delfos donde recibe el oráculo de que en Tebas está su origen y destino. En su camino se enfrenta a tres hombres y al ser provocado de manera insolente, los mata: uno de ellos es su padre, el Rey Layo. Inconsciente de ello llega a Tebas, donde las autoridades ofrecen el trono vacante a quien venza a la monstruosa Esfinge, mitad animal mitad mujer, por entonces residente Boecia, quien cobraba el tributo de vidas entre la población. Edipo la enfrenta cuando le propone un enigma: ¿Cuale es el animal que de niño se mueve en cuatro pies, en la mocedad en dos y de viejo camina en tres pies? Sin pensarlo demasiado Edipo responde; Es el hombre. Entonces la Esfinge se marcha, arrojándose de cabeza desde una peña hacia el mar. Sin embargo, con el tiempo la peste azota a la ciudad de Tebas. Edipo reflexiona, sabiendo que el trono y la reina de Tebas los obtuvo por matar al antiguo rey. Pronto descubre con espanto que Yocasta es su madre y que sus hijos (Eteocles y Polinica, Ismene y Antígona) sus hermanos. Yocasta se suicida y él se descuaja los ojos. Sus hijos varones, antes de pelear a muerte, lo destierran de Tebas. Cae la noche: el sentido de la naturaleza humana se le revela en medio de su pavorosa oscuridad.       .  
  Thomas de Quincey atreve una interpretación más a la respuesta de desdichado rey: cuando contesta a la Esfinge, ésta acepta la respuesta como válida, entendiendo que el hombre al que refiere el joven es en realidad ese mismo hombre: es decir, Edipo –de niño sujeto a la piedad de un esclavo, de joven arrogante, pretendiente a un trono que consigue, de viejo inválido y ciego sostenido sólo por el amor filial de Antígona. La esfinge, ese ser misterioso labrado en mármol por egipcios o etíopes, se enfrenta a otro enigma, doble, que es el hombre y que es Edipo, y es derrotada por la inteligencia. La peste es la figura de la némesis, que azota con su ira destructiva no solo a Edipo o a su casa, sino a la ciudad entera. Porque Edipo no ha resuelto sólo un enigma que le revelará finalmente su propio destino, sino también un misterio, el de pecado, que afecta el destino general del destino humano.
   Edipo es el hombre signado por el mal fario desde su nacimiento: el de la orfandad oscura que lo hace, paradójicamente, luminoso y privilegiado hijo, aunque adoptivo, de los reyes de Creta. La amnesia del origen se vuelve así en su caso condición de posibilidad para la anagnórisis del reconocimiento, atenuando la propuesta de pertenencia y de humanidad inscrita en lo genético y subrayando así su carácter de propuesta y de aceptación del libre albedrío y de elección vital que conlleva la tarea de ser, de hacerse hombre entre los hombres.
   La ceguera del infausto rey Edipo no es sólo el foco de negrura en medio de lo visible, también es la sutura de la cultura griega con su ascendente egipcio, la que a su manera había resuelto la gran cuestión de la antropología filosófica: la pregunta por el ser o la esencia del ser humano –ser plástico e imprevisible, pero en su fondo de naturaleza inalienable e inmutable. La esfinge se presenta para el mundo heleno así planteando directamente un enigma a ser interpretado, pues de no descifrarlo el genio acechante devorará a su víctima. Edipo resuelve que el animal que gatea para luego erguirse y después declinar y andar apoyado es el hombre -pero con ello no alcanza a atinar del todo en la significación que tal desciframiento entraña. Porque el joven Edipo, por decirlo así, se queda en la superficie, rosando las apariencias externas o en la cáscara del problema.
   Porque no es el hombre meramente hijo del tiempo, o de sus argucias o de su astucia sólo (hijo de su técnica); porque no es el sólo el constructor de sí mismo –cual un expósito del cosmos. El hombre simultáneamente y a la vez es el hijo de un origen, que tiene que rearticular a la vez que se articula y construye a sí mismo. Porque le hombre es el ser que, al hacerse y rehacerse en cada instante de su vida, tiene que cumplir con la promesa de su ser y, de una manera humana, legitimarse. Porque el hombre, ser que al hablar proyecta objetos en figura, objetivando por su expresión verbal el mundo en torno y significando sentimientos y estados emocionales respecto de ellos, es también el animal que es el prometido y que promete y que debe cumplir lo prometido, no sólo con su hacer, sino cumpliendo con su sentido. Porque el hombre no nace ya hecho, sino que su ser es una tarea y un proyecto que tiene que rearticular a sus orígenes –de su casa, de su casta, de su comunidad y cultura, de sus virtudes y de su nobleza, asuntos que el viejo Edipo ha de rumiar a oscuras luego del desenlace trágico.
    Los griegos vieron en la esfinge, teniendo como órgano su mitología armonizadora del mundo antiguo conocido en su totalidad, a una “leona alada”. Ambiguo símbolo y terrible que algunas veces indica fecundidad, pero otras se relaciona con la idea general expiatoria que representa a los genios destructores que arrebatan del mundo a los vivos. Así, por un lado, se le relaciona con la sexualidad en su aspecto regenerador; por el otro, se le concibe como la “estranguladora”, como un genio cruel y acechante que es en sí mismo símbolo de lo enigmático por antonomasia: del misterio y de la duda. Así, en Gise, el rostro de la Esfinge mira a la eternidad por el camino del horizonte, por donde despunta el astro rey, orientando por el este, por el camino del alba, del nuevo amanecer.


   Bajo esta modalidad los psicoanalistas interpretan el símbolo de la esfinge bajo el aspecto misterioso y terrible de la sexualidad femenina, significando entonces su nombre “la estranguladora”, emparentándose en esta manifestación decididamente con otros seres malignos de la mitología helénica, como las Erinias, las Harpías o la Quimera, representando  un genio destructor y expiatorio que arrebata del mundo de los vivos.
   Pero adopte un aspecto femenino u otro masculino los sacerdotes inmemoriales quisieron significar en la perpetuidad de la piedra que en la gran evolución cósmica la naturaleza humana nace de la naturaleza animal, teniendo que armonizar en una de sus fases de crecimiento las fuerzas o poderes de ésta para alcanzar su pleno desarrollo. La composición de la esfinge a partir de los elementos metonímicos del toro, el león, el águila y el hombre, en efecto,  representa los cuatro elementos base de la ciencia oculta: el agua, la tierra, el aire y el fuego. La filosofía griega de los milesios partió de esta simbología elemental cuando interrogo la Physis para dar cuenta y medida de los elementos comunes al macrocosmos y al microcosmos (Tales, Heráclito, Anaximando y Anaxímenes).
   Así, la clave del enigma de la esfinge hay que buscarla en el silencio y en el hombre. Porque el hombre es el agente divino, el microcosmos que reúne en sí a todos los elementos del cosmos y a todas las fuerzas de la naturaleza. Por su parte, el absoluto silencio da a la meditación de la verdad interna el aire o elemento plástico sobre el que las  alas emplumadas del amor realizan  la ascensión del espíritu.





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