Camino
(Otra Experiencia de lo Otro: Notas de Viaje)
Por Alberto Espinosa
A
Luis Villoro
I
El relato, es obvio, comienza
con un viaje.
La noche había sido difícil y
turbulenta. Apenas logré dormitar por algunos momentos, perplejo y desgarrado
de preocupación por el dolor de una retirada tan súbita que no me dejaba
oportunidad para otra cosa que imaginar y hacer vagos planes sobre la ruta que
elegiría para salir de la ciudad. El sentimiento opresor de una mirada espía y
vigilante, violenta y resentida, apenas dejó un rincón para el descanso
nocturno.
Las señales pitagóricas habían
estado corrompidas todo el día anterior y las alarmas telefónicas que se
sucedieron cuando realicé lo que sería la última visita a casa de mi tía, así
como el tigre eslavo esquizofrénico que con celular en mano se proyectó
literalmente sobre el parabrisas del automóvil cuando pasaba en mi coche
enfrente de la casa de mi prima, pero también el payaso horrible, el fantasma
burlón y sanguinario, mezcla de humano con bufón de feria travestido con
dentadura de fiera, el cual creí entrever por la rendija de la puerta cerrada
cuando por la noche regrese a casa y, sobre todo, los golpetazos sobre la
puerta de madera de la cochera a media noche, habían logrado poner el sistema
adrenalínico de mi cuerpo en el máximo estado de tensión y alerta. Hice mi
maletín de viaje llenándolo con lo que consideré en ese momento los papeles y
disquetes más urgentes. Antes de irme a acostar me bañé y rasuré la barba. El
temor, sin embargo, produjo una especie de precisión de tornero en todos mis
movimientos, aunque la mente y sus asociaciones y sus disociaciones corría
desbordada.
No se si el estado de tensión llegó a su
punto máximo cuando imagine la casa sitiada por un gruesa manada de changos
armados que pululaban por la azotea, o cuando, ya de madrugada, escuche
aterrado la trifulca y frenones, portazos, trifulca y discusión de un par de
automovilistas que recordaban las olas del mar encabritado al discutir violenta
y airadamente muy cerca de la casa después de rescindíos de llantas y portazos,
como si pelearan por un botín o una presa en litigio –con lo que el sueño se
volvió inconciliable-, escuche la trifulca de unos
automovilistas que como el mar discutían airadamente muy cerca de la casa después
de rechinidos de llantas y portazos -con lo cual el sueño se volvió
inconciliable.
Todavía era de madrugada cuando escuché los
sonidos que indicaban en la habitación contigua los movimientos de mi primo que
se levantaba. Por una extraña coincidencia tenía que tomar el avión justo ese
día, con lo que me daba la oportunidad perfecta de salir, de escapar de la
ciudad después de dejarlo en el aeropuerto. Abrasé a mi hijo que dormía mi
lado, no sabía si por última vez, con ternura y un ambiguo sentimiento de aguda
irritación lindante con la impotencia. Me vestí deprisa llevando conmigo la
maletilla de papeles, un radio-tocacintas con cara de cabeza de hormiga
que habíamos comprado mi hijo y yo hacia
apenas un par de semanas en Plaza Galerías y los doscientos pesos que me había
dado mi mamá para salir adelante de las contingencias que se desencadenaban.
La calle, fría y oscura, aparentaba ser
silenciosa y pacífica, como la de una madrugada cualquiera. Sin embargo, poco
antes de llegar al puente que rodea el monumento de la Raza, una estridencia
cercana nos hizo parar las orejas de atención. Rodamos con cuidado mientras que
unas patrullas policíacas hacían un embudo reduciendo el camino. Al pasar junto
a un trailer dramáticamente volcado sobre el costado como un dinosaurio
agonizante, el ruido de un helicóptero que contemplaba el accidente como una
libélula morbosa me produjo la molesta sensación del caos. Apenas vi la escena
de reojo y me concentré en el camino angosto angustiado. Poco antes de llegar el
aeropuerto pasamos a una estación gasolinera y mi primo pagó medio tanque de la
detonante sustancia y me dio unos centavos para unos cigarrillos Marlboro, que
no recuerdo donde compré, acaso en la tiendilla de la estación o en alguna que
se encontraba cercana. Al llegar al aeropuerto, me estacioné en la salida
nacional, bajamos su maleta, nos abrasamos con afecto y el resto del camino lo
hice solo.
II
Sentí una extraña sensación de libertad y de
aventura e, inmediatamente, empecé a pensar concentradamente en el mejor camino
para salir de la Ciudad de México. Cuando llegué de nuevo a la glorieta de la
Raza, el camino mismo me conducía por la ruta de Indios Verdes, sobre la cual,
hacía unos días, mi tía, a propósito de cualquier cosa, había expresado sus ventajas.
No lo pensé más y recorrí ese tramo del camino, saturado de coches y camiones
empañados de morriña madrugadora, con alguna nostalgia al pasar por un motel
significativo que me trajo instantáneas diluidas del amor y la camaradería
pasados. La carretera me llevaba dócilmente hacia Pachuca, en el estado e
Hidalgo, como mi siguiente puerto y objetivo.
Ya en la carretera e tránsito se hiso más
fluido. Un letrero decía: “Viaje feliz“; a unos pasos otro: “Haga caso a las
señales“ –preceptos que he procurado obedecer todo el viaje.
El alba llegó tocando el aire con dedos
rosas y aduraznados. En ese momento pude observar a la distancia sobre mi
derecha una grandiosa columna de humo exhalada por algún volcán lejano que,
ante mi ignorancia geográfica, no acompañé de nombre propio alguno. La
temperatura era baja y los cristales del automóvil se empañaron por fuera con
cristalitos de hielo, los cuales removí con el limpiaparabrisas. De pronto una
bruma pesada y terrosa, más fina que el yeso, como el talco, envolvió la
supercarretera en una atmósfera nublosa que irrealizaba todo el entorno, como
si entrara en una de esas dimensiones de “Un Paso al Más Allá“ (“Twaig Laig
Zoon““). Escalonadamente varios vehículos tuvimos que detenernos para limpiar
los vidrios, cuya visibilidad era obstruida severamente por ese polvo pegajoso,
y así poder seguir adelante. Alcancé a ver algunos rostros entre sorprendidos y
divertidos por tan inusual lluvia seca y pastosa, con quienes cruce sonrisas
por el espectáculo inusual. Utilicé mi gorrita turca de colorines que me cubría
la crisma a manera de franela. Tuve que tallar con insistencia para quitar la
capa de nata seca y endurecida. Poco después vi con alegría que las casetas de
cobro de la autopista estaban en reconstrucción y fuera de servicio, a la vez
que, no sin obsesión, empecé a realizar cálculos sobre el rendimiento del
combustible y los costos económicos del viaje. Para relajarme, escuché por unos
minutos un casset de Rocío Durcal hasta que las pilas rindieron su energía, no
dando sino para sintonizar alguna estación de radio, la cual se fue alejando en
la medida en que me internaba en la geografía, hasta que la señal se fue
definitivamente y apague la radio-grabadora.
Acaso poco antes de llegar a Pachuca invertí
una cuarta parte de mi capital hasta reponer medio tanque de gasolina para el
coche. Pasé por una Pachuca empobrecido y somnolienta y seguí con dirección
hacia Huehutla. El paisaje en esa región me dió la desagrable impresión de
estar cubierto por una especie de telaraña de olvido e incuria, pero la idea
que más me interesaba era la de no bajar de la reserva sin encontrar una
gasolinera en que cargar nuevamente combustible, pues tenía que medir tanto su
rendimiento como el dinero con absoluta precisión. Como no hay que poner todos
los huevos en una canasta, pensé, dividí el dinero restante, dejando cincuenta
pesos en la bolsa del pantalón y cien más junto con la cartera que llevaba en
la bolsa interna del saco de Tweed.
La carretera se volvió más estrecha y el paisje,
entivido apaenas un poco por los rayos del sol, me mareció menos lacrimoso. De
repente, un gallo rojo se me atrevesó por la carretera. Signo de mal augurio,
pensé. Como el gato negro que se atraviesa ese signo amenazaba peligro. Quizá
con los gallos rojos suceda al revez, reflexioné ingenuamente, y seguí
conduciendo, no del todo despreocupadamente, observando la peculiaridad del
paisaje provinciano, pobre y ceniciento.
Empezaba el calor del trópico. Para regular
la temperatura me quité primero el saco de Tweed y luego el suéter que llevaba
abajo, poniéndolos sobre el asiento vació del copiloto. El paisaje comenzo a
alegrarse por la verdura desgreñada y los árboles. La carretera serpeaba entre
pequeños montes fraternales y silvestres. Surgieron, sembrados a las orillas
del camino, los primeros puestos de mandarinas, anunciados por mujeres que
hacían gestos con las manos a los automovilistas, entre imperiosos y
lastimeros. Cada vez aumentaba más la sed y yo hacía amagos por detenerme y
comprar una bolsa del dulce cítrico encendido. Ya decidido a detenerme en el
siguiente puesto, al salir de una curva cinco mujeres en una enramada llamaron
mi atención vendiendo con señas exaltadas,
vendiendo la fruta anaranjada y tierna. Algunas de ellas hicieron señales
ante cuya intensidad sentí no sé que remordimiento de urbana incosicencia y me
detuve con cierta gravedad parcimoniosa.
Me bajo del coche y estiro un poco las
piernas. Se me acerca inmediatamente una joven morena, de bellos razos
fisonómicos y figura proporcionada, aunque delgada, que vestía pobremente y con
miseria, llevando sobre las manos dos tinajas de mandarinas, una verde y otra
azul un poco más grande. “¿A como son las mandarinas?“. “. A diez pesos!“ -me
respondieron varias a coro. “Bueno, le compro a usted“, le dije a una, “… pero
se lo reparten!“ -agregué sin ironía, pero con demasiada ingenuidad. Me dijeron
que no. “Qué, ¿no son socias?“, les volví a preguntar, y negaron con la cabeza.
En eso llegó una señora con una tinaja de plástico amarillo, parecida a las
otras, pero más grande y profunda. “‘!Esta trae más¡“ dije, obviando la
circunstancia. “Deme éstas!“ agregué. Entonces las más jóvenes me ofrecieron
unas muestras de limas y plátanos parecidos al manzano, pero amarillos.
Encontré ochenta centavos con los que me dieron una lima. La señora mayor buscó
dentro de la enramada una bolsa donde poner las mandarinas y, tardando un
tiempo que me pareció razonablemente lento, me las dio. Le pague dando muestras
de afecto, de vaga solidaridad al menos, y me despedí de ellas con la mano
abierta y extendida, haciendo pequeños y contenidos movimiento. Una muchacha
como de dieciséis años se despidió amable y seca con la mano abierta y
estática.
Emprendí nuevamente mi camino surcando las
curvas y sinuosidades de los montes que ya ardian con el sol. Realicé un repaso
mental del dinero que me quedaba: tanto en tal bolsa, tanto en tal otra. A ver,
cerciórate, me dije. Revisé la bolsa del saco de Tweed, pero sólo encontré la
cartera y nada del billete de a cien. Calma, calma, me dije, revisa bien.
Localicé los cuarenta pesos en la bolsa del pantalón y ahí estaban los dos
billetes de a veinte pesos y alguna moneda más. Volví al saco, revisé las
bolsas, la cartera, pero nada, el billete de cien no estaba por ninguna parte.
Cundió la desesperación por todo mi cuerpo. Con esto no voy a llegar, me volví
a decir una y otra vez y revisé todas las bolsas otra vez ya completamente
desesperado. Nada en el saco. En la cartera menos. Ahora si ya me amolaron, con
cincuenta pesos no llego, me dije. Entonces tome el suéter para revisarlo y no
encontré nada a la primera exploración. Empezaba una curva bastante tendida
cuando con una mano en el volante y otra en el suéter de pelo de llama peruana
hurgándolo por dentro encuentro el billete extraviado. Me puse feliz y
aliviado. Contemplo el billete rojo salmón casi hipnotizado con un poco más del
tiempo y la atención requeridos cuando la curva me jala junto con el coche
hacia la derecha en dirección a la cuneta. Cuando acordé ya voy derechito a
estrellarme contra la loma greñuda. Entonces, como un autómata, la mano derecha
reacciona independiente a mi sorpresa y anonadamiento jalando con extratensión
hacia la izquierda, volviendo el auto a enderezarse con trabajo derrapando en el yerbistral a esforzados
pasos contados. Con un esfuerzo que me pareció allende de mi regresé con el coche a la carretera, apenas
evitando los postes o fantasmas que cerraban la curva. La libré de milagro,
pensé con alivio al seguir rodando por el camino, pues si me estrello en el
monte se acabo el viaje. Atento al camino!, atento!, me dije en tono de
reproche insistente, e intente contemplar al paisaje más bien de reojo para
concentrarme en la carretera.
Al poco tiempo la naturaleza vegetal y la
orografía se fueron espesando. Fue poco
más adelante cuando me topé con el primer retén militar. Un destacamento de
uniformados verde olivo detenía el tránsito vehicular cerca de un nutrido
campamento apostado entre el espeso boscaje. Cuando después de un momento tocó
mi turno, un oficial moreno y joven se acercó a la ventanilla pidiéndome una
identificación. La di la credencial de elector y la de la escuela normal
superior, ya caduca. Me preguntó a boca de jarro si era huelguista de la UNAM.
“No, no…“, le dije, haciendo algunos ademanes espontáneos y acaso
insuficientes, “trabajo en educación pública, para la normal“ –mentí
piadosamente-, “soy profesor“ agegue convencido. Me miró con sospecha. “Baje
del auto!“, me ordenó seca y rutinariamente. Revisó entonces el interior del
automovil. Encontró la publicidad del candidato a la presidencia por el partido
oficial: un par de bolsas para la basura que unos días antes me había dado una
joven en la glorieta del Ángel de la Independencia y que, no se por qué
exactamente, había conservado. El oficial moreno joven las tomó y vio con
atención. Salió del vehículo y entré en él. Me preguntó a donde iba. Le
respondí que dar unas conferencias a San Luis Potosí, que a dar un curso.
Reevisó el asiento posterior y viendo mi portafolio me interrogó por él. Esiré
la mano y le mostré el portafolio, creo que también su contenido: algunos
folders y las cajas con los disquets. Los miró con ligera curiosidad y me dejó
pasar. Con un poco de temblor disimulado seguí por el camino echando una mirada
de reojo por el retrovisor a retén que se alejaba por detrás.
Al poco rato, al entrar en una serie de
curvas por la hondonada de los montes, un súbito sentimiento de enojo me
invadió completamente. Llené de basura las bolsas de publicidad, intercalando
la estampa de una mujer pelirroja, y las arrojé furioso a la carretera
formulando alguna irrecuperable maldición.
Poco más adelante, cuando el camino se hacía
perfectamente recto, se atraviesa un gato negro cortando la carretera, otra vez
de derecha a izquierda. Mala señal, me dije, esta vez inequívocamente.
III
Cuando llegué a las afueras de la ciudad de
Huehutla le puse cien pesos de gasolina al automóvil –aunque ciertamente no
recuerdo con preescisión en que punto o momento, pero debe de haber sido en las
estaciones grandes que se encuentran a la entrada. Apenas estire las piernas y
sueguí adelante. Antes de llegar a la pequeña ciudad, en las inmediaciones de
la población, tomé por una desviación que creí era el camino que lleva a Guadalajara,
intentando dar una seña equívoca que de cualquier forma me orientara en el
rumbo deseado. Al sentirme de plano deshorientado pregunté a alggunos paisanos.
Me dijeron que me había pasado, que regresara un kilómetro, donde efectivamente
encontré el camino a Tamansuchale. Pasé por un apéndice de la ciudad y de reojo
observé preocupado a un oficial de tránsito, pero decliné la opción de
preguntarle si iba por buen camino. La calle se fue haciendo delgada como un
embudo hasta topar con la puerta de entrada a un panteón de color amarillo
terroso o cobre claro. Avía dos o tres amigos platicando y les pregunte
amablemente por donde seguir. El tercero y después un cuarto se acercaron a la
ventanilla y me dijeron que la calle daba vuelta, pero que era sentido contrario,
que mejor me regresara, que mejor no, que me fuera dé plano por el tramo en
dirección contraria que salía a la autopista, pero despacio y con cuidado.
Entonces se acercó un hombre de ojos verde-agua y me indicó lo mismo, pero
diciendo que me fuera rápido. Le hice caso al último hombre y cuando entre a la
callejuela a gran velocidad recorrí el pequeño tramo. Entré a la autopista con
cierto atropello y desaliño. A los pocos metros un oficial de tránsito me hizo
la seña de que me detuviera. Tuve una fuerte tentación de huir, pero mejor me
detuve. El oficial se acercó a paso lento y me pidió los papeles
correspondientes. Empezó cordialmente la tradición plática del arreglo o
mordida, después de cuestionarme de porque no me iba a parar. Empezó por comentarme
que me había visto en el crucero anterior. Era el mismísimo policía que había
visto con el rabo del ojo disimuladamente. Después que ha donde iba, que hacia
y en que trabajaba, que esto, que lo otro. Contesté con vaguedades mas o menos
fieles a la realidad. Le ofrecí para el refresco y de primera instancia se
negó. La multa consistía en cientotreintaicinco pesos e ir con el coche a la
jefatura. Imposible, pensé. Acordamos
cuarenta pesos, que era ya casi todo mi capital. Me aclaró que el camino para Tamansuchale
seguía para San Luis Potosí. Me alegré de la noticia; mi familia es de allá, le
dije cerrando la conversación con algunos ademanes a la vez que intentaba
arrancar gallardamente mostrándole la tracción poderosa de mi cuaco retozón,
mientras exaltadamente movía la mano en alto para despedirme, agregando un
entusiasmado “Voy Pas ya“. A los tres o cuatro metros siento un trancazo
horrible en la llanta anterior derecha. Ya la fregué, pensé. Quedé atónito,
perplejo, recargando la frente sobre el manubrio, como si me hubieran sacado el
aire de un golpe. Ni me bajé del coche para revisar debido al cansancio y al estupor que me
sobrevinieron entonces, paralizandome.
Otro policía que miraba la escena nos indicó al oficial y a mí que la
llanta estaba baja. “Bájese haber la llanta“, me urgió el primer oficial. Me
bajé abatido. La llanta desprovista en lo absoluto de aire y una abolladura
grande sobre el rín. El oficial amigo me consoló diciéndome que cerca de ahí
había una vulcanizadora, a la que solidariamente me acompañó personalmente.
“Esta como a cincuenta metros“, dijo. Era cierto, allí estaba a unos pasos la
vulcanizadora chamagosa y salvadora. No podía creer en mi mala-buena suerte
–como de costumbre. La llanta de refacción estaba ponchada, por lo que los
maestros en cuestión de minutos sacaron el rín de la llanta extra y lo
cambiaron por el rín magullado. Fueron veinticinco pesos. Ya no traía casi
dinero, por lo que el oficial amigo, no del todo resignado, me prestó veinte
pesos con los cuales pude liquidar la cuenta. Nos despedimos el oficial y yo
con amistad calurosa. Aliviado por un lado, pero muy tenso por otro por la
economía y las contingencias aventureras, tomé el serpeante camino de
exuberancia tropical y seguí con lentitud y precaución adelante, un poco
apachurrado.
IV
Cuando llegué a Tamasunchale me
sorprendió el capricho de la ciudad, a tono con su nombre propio. Un grupo
nutrido de muchachas adolescentes de secundaria caminaba por el borde de la
carretera en varios destacamentos de cinco, de tres personas. Me llamó la
atención una de ellas, muy blanca, de
pelo amarillo-platino y ojos verdes, la cual no se si me pareció hermosa y
atractiva o repelente. Un poco desorientado probé varios caminos. No recuerdo
si crucé por un puente robusto de estructura metálica blanco-aluminio. Me
regresé, di varias vueltas, hasta que tomé el camino cierto rumbo a San Luis
Potosí. Un camino largo y sinuoso que se interesaba, poco a poco, en la gran
sierra.
A la distancia un gato al parecer de color
negro se atravesó otra vez por el camino. En ese momento dejé que una camioneta
negra que pujaba conmigo desde hacia un rato me rebasara para aminorar la
fuerza de la señal. Problemas a lo lejos, me dije. Van a ser de dinero, de
combustible, hay que ir previendo desde ahora, alcancé a reflexionar vagamente.
La primera posibilidad que se me ocurrió fue vender a Cri-Crí, la
radio-grabadora con cabeza de grillo, con lo que me tranquilicé un poco. Me
pare en una enramada en medio de ninguna parte donde había una tiendilla
cercana a una gran arboleda de encinos espectaculares. En el estanquillo
alcancé a ver que vendía marcas inusuales de cigarrillos. Busqué con la avidez
del tabaquista, relacionando con los ojos el gusto del oloroso cigarillo
anunciado. Compré una cajetilla de Argentinos, los cuales adquirí con cierta
curiosidad y alegría. Los fumé aliviado sin poder hacer grandes ahorros
especiales.
Al entrar a las profundidades
de la serranía fueron apareciendo las figuras en los montes: primero las
montañas de las Tres Coronas, tres altos montes coronados por diademas rocosas
y espectaculares, como de espuma de cerveza; luego, también a la distancia, el
cerro del Monje Mayor y al entrar a una curva, la clara silueta en una peña del
Monje Chico. Un poco más lejos y a la distancia vi la sima de una montaña
rematada por la garra de un felino, el gran monte Uña de Gato, lo bautice
inmediatamente por su propia estampa, majestuoso y de aspecto siniestro,
temible, pues daba la impresión que algún interdicto prohibiera acercarse a él
y casi hasta mirarlo.
A la salida de alguna curva de la carretera,
en una zona de casas de palmas destartaladas y miserables, una mujer muy vieja
y encorvada, más bien pesada, de andrajoso suéter verde y falda blanca y luida, echaba maldiciones a diestra y a siniestra
con aparatosos ademanes. Parecía como si a la vieja de pelo blanco le hubiesen
dado una muy mala noticia, que ni todo su poder, ni toda su sabiduría podía ya
contrarrestar o remediar. Me dio la impresión que se trataba de una bruja de
pueblo, de una maga o hiervera de subida jerarquía en las artes de la magia
negra. Sus gestos mímicos frenéticos y desmesurados hablaban de una gran
emoción negativa y, a la vez, de un gran refinamiento perverso en los ademanes.
Lo siento mucho, me dije refiriéndome a un destinatario indeterminado, pero ya
me les pelé… y pasé de largo con una mezcla de aplomo truinfal, sigilo y
sorpresa.
V
El camino continuó despejado cruzando las
amplias superficies de cálida geografía. Caminamos mi auto y yo por un gran
valle soleado a espaldas del monte “Uña de Gato“. La gran sierra, a lo lejos,
dominaba el escenario.
Después de un buen rato de rodar por aquel
valle soleado y de amable verdura vi a la distancia un tercer retén –pues en el
camino me había topado con otro que simplemente tenía luz verde. Esta vez no
era militar, sino de la policía federal judicial de caminos. No sin algunos
nervios me acerque cauteloso. Un oficial joven y más bien rubio de buen tipo
criollo español me indicó con corrección que me estacionara al lado de un Volks
Wagen sedan blanco. Me estacioné y bajé del coche para estirar las piernas que
sentía fatigadas por la sedentaria posición de horas pedejeando cloch,
acelerador y freno. Alcancé a ver que el sedan blanco llevaba un buen número de
cajas, no se sí de frutas, especies o losetas de baño. Las habían bajado del
auto-escarabajo-blanco y el otro oficial, moreno y adusto, terminaba de
revisarlas.
El primer oficial me pidió una
identificación. Saqué tres y se las di. Las contrastó con curiosidad y
detenimiento y me las devolvió. En las manos llevaba un folletín religioso, de
colores vivos, sobre San Juan, el cual de alguna manera me mostró. Me pregunto
que a donde iba. Le respondía que a San Luis, que a Zacatecas a buscar trabajo,
revelando de plano que estaba en plena aventura. Me preguntó que por que había
tomado esa ruta, que si venía de México esa carretera no era la aedecuada.
Fingíde mencia y al notar que el oficial me orientaba sobre el camino le
pregunté por Cuidad Victoria, que ahí vivía un primo. Me dijo que la carretera
estaba adelante, pero me hizo ver que por ese camino no llegaría a ninguna
parte. Entendí.
Me pidió que me baja del auto, con una
autoridad que constrata con sus buenos modales y amabilidad anterior. Sin
embargo, la conversación suigió fluyendo. Cometamos algunas vaguedades sobre
religión, cuando notamos que mi pierna izquierda temblaba visiblemente ya
descontrolada. Intenté aflojar los músculos para dominar el movimiento patente
e involuntario, pero la tensión de la manejada por tantas horas y algún temor
castrense hizo imposible el intento de disimulo. Apoyé el pie sobre el canto
izquierdo para aliviar el dislocado movimiento reflejo. Nos miramos de frente a
las fisonomías, luego directamente a los ojos. El oficial satisfecho se mostró
en absoluto control de la situación. Me pidió que lo dejara revisar el interior
del vehículo, llevando a cabo con escrupulosidad un examen por encima y debajo
del asiento del chofer. Encontró la gorrita turca tirada por a´hi y me la dió,
La guarde en la bolsa del pantalón. Entonces me pidió con un tono seco y
profesional que abriera el cofre del auto. Cuando lo hice el temblor de la
pierna izquierda se volvió más convulsivo y visible. Revisó el motor con
detenimiento cuestionando sobre alguna característica. Con desenfado y
amabilidad le conté que el automóvil había sido uno de los pocos modelos diesel
que se había producido, pero que eran motores muy chicos, que no soportaban por
mucho tiempo la presión y la temperatura que ese combustible requiere para
detonar y que por ello se fundió, que lo cambié por un motor normal para
gasolina. Cerré el cofre y me indicó entonces que abriera la puerta del
copiloto con palabras corteses pero definitivas. Realizó la misma operación de
revisión que con el asiento del piloto. Casi inmediatamente, revuelta entre la
bolsa de mandarinas, encontró la caja
amarilla de disquete de computadora que, poco antes, nerviosamente había sacado
del portafolio de papeles que llevaba en la parte posterior del auto para
ponerlo en la cajuela de guantes del copiloto. Me lo entregó diciéndome que qué
hacia ahí tirado y que lo cuidara. Le expliqué que iba dentro de la cajuelita,
la cual se había abierto cuando pase sin
frenar por unos topes del camino. Revisó la parte posterior, observando con
detenimiento la maletilla de textos, la cual respetó enteramente. El sedán
blanco quedó libre, acercándose a nosotros el oficial moreno, ceñudo,
realizando una inspección por el lado del copiloto mucho más detenida y a
fondo. Me pidieron que abriera la puerta trasera del lado del copiloto. Les
dije que esa puerta no se podía abrir. El oficial moreno me interrogó que por
qué, y aquí el tono fue severo. Le dije la verdad: que un día la cerré y ya no
quiso abrir. Los oficiales rieron complacidos. Sin embargo el oficial moreno
empezó a revisar la puerta por el lado externo con una minuciosidad y
detenimiento que me pareció excesiva, con un instinto entre de sabueso y
burócrata. El oficial rubio-castaño y yo nos relajamos ya completamente e
iniciamos una breve conversación sobre el paisaje y las bondades climatológicas
y agrícolas de la región. Comentamos el paralelismo entre como ellos combatían
al narcotráfico y yo a la ignorancia. Entonces me confesó que él era ateo, mientas
apretaba blandamente con la mano la literatura sobre San Juan. Atreví decirle
que a Dios se le va conociendo poco a poco. Nos deseamos vernos pronto, algún
día, para saludarnos de nuevo. Nos despedimos cordialmente cuando me indicaron
que podía seguir adelante. Realicé una tenue caravana de agradecimiento a ambos
oficiales que al final me pareció de cualquier forma exagerada. Monté en el
automóvil y emprendí el camino esta vez con sigilo y controlado el temblor de
la pierna.
A lo largo del camino pase por otros
retenes, no recuerdo sí dos o tres más. Pero los soldados se encontraban lejos,
descansando, y con una seña a la distancia me indicaron que siguiera mi camino,
que tenía el
paso franco.
VI
Empecé ha hacer ahorros con el combustible,
cuidándome de acelerar sólo lo indispensable y aprovechando la inercia de la
velocidad en las pocas bajadas. Al llegar a las cuestas más cerradas todo
ahorro en materia de deslizamiento resultó imposible. Realicé varios rebases,
pero llegó el momento en que tres extenuadas pipas de color azul claro
desvencijado y un materialista rojo, encadenados como un pesado tren, nos
llevaron a otros coches compactos y a mí a paso de tortuga. Cuando pude superar
las cumbres más apretadas el nivel de la gasolina había llegado a un extremo
realmente alarmante. Un letrero anunciaba que faltaban cientosesentainueve
kilómetros para llegar a San Luis. Me asuste entonces francamente, sintiendo
extraordinarias tensiones en el plexo solar. Sin embargo, el espacio empezaba a
abrirse y el camino ha descender por tramos, con lo que aliviado logré rebasar
por pasos al tren de pipas y a la
máquina materialista.
La luz solar empezaba a extinguirse y a caer
el desmayo de la noche. La tarde refrescó el camino que se volvió junto con el
paisaje más abierto y ancho. Algunas cuantas aunque escasas bajadas me
permitieron ahorrar cantidades mínimas de combustible y, cuando la luz se
escapaba, apareció como una bendición la ansiada gasolinera, a la que entré a
la vez descansado y nervioso. Había hecho vagos pero intermitentes planes para
adquirir el preciado líquido explosivo, pues las reservas económicas se habían
agotado por completo. Me había convencido a mí mismo que tendría que vencer mi
orgullo y humillarme, que era necesario pedir caridad para lograr completar mi
camino.
Enté en la estación y una mujer despachadora
se acercó a atenderme. Me bajé del coche y, no sin parcimonia, le ofrecí la
radio-grabadora portátil cuya forma de cabeza de grillo y bajísima calidad
reproductora me causaba cada vez menos atracción, prácticamente sólo por lo que
me pudiera ayudar en esos momentos. La despachadora vió la oferta con una
mezcla incierta de curiosidad y definido rechazo. Que ya tenía grabadora.
Entonces para su familia, insistí. Que no, que ya tenían también. Pero que por que no se la ofrecía a un
vendedor de artesanía que ofrecía en ese momento su mercancía en la góndola de
al lado. El vendedor estaba conversando con la otra mujer despachadora, robusta
y de ojos claros, verde aceitunados. Entonces le ofrecí la grabadora al
vendedor, pero de plano la rechazó, comentándome que en todo el día apenas
había vendido diez pesos de artesanía. Nos fuimos caminando el vendedor y yo
para dar unos pasos relajantes y conversar un poco. La platica verso sobre el
oficio artesanal y su resistencia al mundo de la mercancía, de su valor
simbólico y vital. El vendedor llevaba un morral colorido y algunos objetos
ambiguos en su estatuto de producción, ni plenamente artesanales, ni
industriales, pero hechos visiblement en serie. Caminamos juntos de regreso
donde estaba la segunda despachadora de ojos verde aceituna. Le ofrecía a ella
el aparato. Me miró con simpatía, pero lo mismo, que ella ya tenía grabadora y
que su familia también. Indudablemente intentaba calmar la tormenta de
desesperación, de ansia, que apenas podía contener y que me llevaba al salto, a
una especie de brincoteó. Entonces le mandó hablar a un tal Pancho para que me
la comprara. Le ofrecía a Crí-Crí a otro conductor que llenaba el tanque de su
camioneta sin ninguna convicción en lo que llegó el tal Pancho. Un semblante
moreno, regordete y feliz se acercó desenfadado como una ilusión. Intenté
mostrarme de lo más optimista y persuasivo. Simpatizamos de inmediato. Pancho
me preguntó que cuanto pedía. Le respondí que diez litros de gasolina
(cuarentaisiete pesos). Me ofreció cuarenta y acepté al instante. Revisamos
entonces las funciones de la grabadora, cerramos el trato y ambas partes nos
despedimos encantados. Llegué con la primera despachadora donde había dejado
estacionado el auto y le puso cuarentaidos pesos de gasolina. Todavía me
alcanzó para darle cincuenta centavos de propina, deseándole tácitamente que se
casara bien o que conociera mundo. Salí de la gasolinera un poco preocupado de
sí con diez litros me alcanzaría el combustible para llegar hasta San Luis
Potosí. La noche con sus múltiples velos empezaba a cubrir la totalidad del
paisaje. Faltaban cientosesenta kilómetros. Sin embargo, el camino empezaba a
bajar, por lo que me fui muerteando por amplios tramos pues, como había
calculado, ya no había casi pendientes de subida. Al poco rato volví a
encontrarme con el tren de pipas azul luido y el materialista rojo, a los que
rebasé sin esfuerzo.
El camino, más bien abierto y de estructura
amplia y monótona de pronto se volvió más apretado, curveado y denso, entrando
a un pequeño macizo de cerros. Creo que entonces pasé junto a dos grades
monolitos situados a mi derecha. Bajé la velocidad para poder verlos, un poco
de reojo, lo más detenidamente que me fuera posible. Dos grandes fantasmas de
estatura monumental, uno de ellos muy blanco, se levantaban imponentes. Uno de
estructura esférica y otro similar a un cubo. En todo el lugar y aún a sus
alrededores flotaba una atmósfera claramente irreal, ante la cual experimente
una extraña sensación de sueño y de peligro. Las piedras casí fosforecian a la
luz de la luna dando la impresión viviente de gigantes encantados que absorbían
la luz, dejando el resto del espacio en las tinieblas. Subí por una pendiente
rodeándolos y su ominosa presencia no me abandono por varios minutos. De pronto
se abrió el paisaje, dejando ver un inmenso valle. Como una gran tela de araña
luminosa apareció a la distancia la encendida ciudad de San Luis Potosí. Me
quedaba un poco más de la reserva. Me dije, ¡¡¡Ya llegaste a San Luis¡¡¡, y me
relajé un poco. El camino a la ciudad, sin embargo, se prolongó por mucho
tiempo.
VII
Cuando entré a San Luis la noche estaba
avanzada y el centro de la ciudad desolado. Recorrí un par de hoteles a ver si
me dejaban quedarme, dormir en una habitación, guardar el coche. Preparé mi
argumento sin ninguna convixión de éxito. El guión fue de lo más corto y
desabrido y lo recité más con pereza que con alguna ilusión: que me dejaran
quedar, que yo le pagaría al día siguiente en cuanto recibiera un giro
telegráfico. Nada. Inflexiblemente, que el pago de la habitación se hace por
anticipado –más de doscientos pesos. Imposible. Me dirigí entonces a un hotel
más en forma, pues los anteriores tenían algo de hospital, de oficina
burocrática o de asilo. El hotel sin ser lujoso era más moderno y en forma, con
elevadores y alfombras. Pero lo mismo, que no se podía. Ya lo sé, le dije
molesto al encargado, es la política de la empresa, repetí, y agregué algo sobre
la imposibilidad del trato personal y sobre la mecánica de las máquinas
registradoras, aluciones sobre la robótica que el empleado fingió no entender.
En eso que llega un amigo bien puesto, un júnior, tocado con un sombrero de
cazador ventilado, huero y robusto, que me cayó bien desde que entró. Llevaba
un ballet o ayudante de tipo mexicano autóctono, servicial e indescifrable. No
me quedaba más alternativa que vender mi maletilla de piel vino y quedarme con
los papeles y los libros bajo el sobaco -in extremis lo había planeado como
última posibilidad. Se la ofrecí al heredero por cincuenta pesos –diez litros
de gasolina. Me dijo que como él cobraba hasta después de trabajar no traía
dinero, recordando en eco algún precepto moral, alguna norma familiar, adaptada
con clase y tino a la situación novedosa. Sin embargo, en morralla juntó
cincuenta pesos, diciéndome que me los daba, pero que conservara la
mochila-portafolio. El hombre me cayó en mitad del corazón. Amontoné algunas
frases desbocadas sobre la buena madera del hombre, alguna promesa de
reciprocidad futura y salí del hotel contento, pero un poco abrumado por la
lección.
Me dirigí a una gasolinera estrecha y
céntrica, por la que había pasado antes, para que le pusieran los cincuenta
pesos de la caridad del júnior. Sin embargo, calculé que con eso no llegaba a
mi siguiente puerto, la ciudad de Zacatecas. Con el truco de la mochila dos
amigos que llegar a cargar combustible me dieron quince pesos cada uno. Realicé
otros intentos de venta, pero el truco agotado no dio para más. Cuando sentí
que empezaba a dar lástima exagerada, le pedí al encargado, que junto con otro
iba y venía inquietamente, que le pusiera quince pesos más de combustible al
auto. Salí de ese lugar estrecho y recorrí equívoco y un poco perdido los
márgenes de la ciudad, hasta que reconocí otra gasolinera. Entre en el
comercio, me bajé para caminar un poco y relajarme, alejandome un poco del auto
mientras el encargado surtía los otros quince pesos del líquido, que entonces
me parecía vital como el agua. El despachador se equivocó, pasándose de la raya
y poniéndole diecinueve pesos y fracción. Le pague lo que traía, el despachador
comprendió y le di las gracias por su actitud más bien resignada. Con esa
gasolina, más o menos medio tanque, llegaría sin preocupación alguna, pensé.
Debo de haber buscado una gasolinera para quedarme a dormir, pues empezaba a
sentir el agotamiento. Sin embargo, la cuidad entera me había dado mala espina,
como si estubiera muerta o hipnotizada. Exagerando mis fuerzas decidí irme de
una vez derecho hasta Zacatecas para llegar a ella de un jalón. La noche
avanzaba sigilosa y pesada como el aceite. Llegaría a las dos o tres de la
mañana a Zacatecas. Vagamente calculé, ya sin seriedad alguna, ir a casa de
algún amigo para que me diera posada esa noche.
VIII
Decidí entonces salir rumbo a la ciudad de
cielo azul y tierra colorada cuando eran cerca de las doce de la noche. La luna
me acompañaba desde hacia varias horas por el camino. La noche se volvió clara
y tenue, iluminada por el satélite donde, según cuenta la tradición simbólica,
moran las almas de los muertos. La figura del gran conejo había caminado en su
trayectoria hasta alcanzar plenamente la posición vertical, poniéndose de pie.
El camino se volvió supercarretera con varios carriles. Al llegar a una “y“
griega doblé equivocadamente hacia la derecha. Pendiente de las señales, el
cansancio me traía turulato y distraído. La carretera iba completamente vacía.
Recorrí un camino de pocas curvas, que seguía sin fin en línea recta. Después me encontré ante otra “y“ griega y
volví a tomar a la derecha. Apenas pude ver las señales que indicaban el nombre
de un pueblo cuyo nombre desconocí. Intenté regresar a San Luis en ese momento,
pero seguí adelante. Después de un recorrido prolongado y oscioso entré a un
poblado con arbotantes amarillos y varios camellones pesados y rudos, el cual
me pareció completamente desconocido. Quería enpalmarlo con mi imagen del
pueblo de Salinas, pero no había correspondencia alguna. El poblado se
encontraba completamente desierto, sin un alma, nu un perro, ni un gendrme.
Nada. Sentí mucho temor. Pero seguí adelante dejando el pueblo desierto atrás.
Empecé a navegar por una serie de colinas como si fuera un largo tobogán de
subidas y bajadas, lo que me obligó a ir más despacio. Creo recordar que un
Nizan rojo me rebaso a gran velocidad, acaso otro auto de color azul, una
camioneta nueva y potente, que me dejó atrás con faciidad.
Las colinas se veían animadas por el canto
de los grillos, cuya multitud y monotonía de su estribillo me pareció de pronto
francamente desagradable e incluso alarmante, estridente. A lo lejos entreví
una pequeña manada de caballos que cruzaban por el camino, obligándome a frenar
bruscamente. Los miré con curiosidad disminuyendo la velocidad y seguí adelante
por el camino de colinas y curvas tendidas. Un poco más adelante entré a otro
poblado. Este si se parece mucho a Salinas, me dije para consolarme. Me alegré
falsamente intentando convencerme que se trataba de la ruta correcta. Parecía
querer reconocer el poblado pero al llegar a una plaza del pueblo el parecido,
que por un instante de engaño pareció perfecto, desapareció por completo. Había
algo, no sé, una banca de más, acaso un árbol, que definitivamente no empalmaba.
Voy mal, me dije, no es por aquí. Todavía seguí adelante internándome en el
pueblo, hasta que llegue a una calle donde había una secuencia de bancas
blancas y rígidas, de cemento, demasiado grandes y sin estilo. Eso si ya no lo
reconocí para nada. Desde antes de entrar al pueblo la idea de que de Zacatecas
son los hombres lobos, cuyos representantes trabajan en los circos europeos y
norteamericanos, me venía helando la sangre. Tuve la desagradable sensación del
perdido, del que se mueve de aquí para allá. También la impresión de una mala
presencia, de una presencia maligna. Inmediatamente reculé. Me eche para atrás
saliendo enigmado del pueblo con un poco deprisa y temor. Voy pa´tras, me dije.
Tomé el camino en dirección contraria, de
regreso a San Luis. Caminé por entre las lomas y al poco rato, entre el
estridor de los grillos, volvió a aparecer la manada de caballos. Tres de ellos
se quedaron parados en la carretera mientras los otros bajaban por la
cuneta. Los contemplé maravillado a la
luz de la luna. Uno de ellos me abrió el paso para que siguiera adelante. Me
detuve junto a él a mirarlo admirado. Tenía una estrella blanca en la frente y
una fisonomía bondadosa y de alguna manera sonriente dentro de su gravedad
animal. No perdí más tiempo y seguí
adelante hundiéndome entre las lomas y el cantar monótono y estridente de los
grillos, que en ese momento me parecieron claramente señales de alarma, avisos
que me indicaban salir de ese callejón, sin desesperación pero lo más derecho
posible. Quizá en aquella parada algunos grillos abordaron el automóvil –aunque
de eso me entere muchos días después, cuando cantaron alegremente durante una
semana en las macetas que están fuera
del cuartito que alquilé en una pensión.
Una camioneta roja y potente me rebasó
velozmente. Los grillos que infestaban la zona empezaron a ronronear con
estruendo de peines afilados. Apreté el acelerador un poco más. Al llegar a la
segunda “y“ griega tuve la tentación de seguir por el camino de la izquierda,
en una expectativa de heroísmo inane. Medía nivel de gasolina y cansancio y
supuse que tratar de llegar a Zacatecas de un solo tirón sería ya necedad
suicida. Seguí de frente recorriendo aquel camino monótono que no conducía a
ninguna parte. Seguí, irritado por el desvarío, hasta llegar a San Luis,
completamente drogui de sueño y fatiga, francamente molesto por haber entrado
en ese callejón.
IX
A la entrada de San Luis, todavía en los
suburbios, encontré una gasolinera grande, para trailers y carros de paso.
Después de hablar con el encargado con cachucha de lana y gruesa chamarra, y
después de ofrecer el portafolio color vino a los expendedores y de un tienda
de frituras y refrescos que estaba en el interior de la super estación, pero
también a algún cliente noctívago, estacioné en un rincón el coche mirando
hacia la luna para dormir un poco. Salí del auto y oriné ahí mismo, con un poco
de pena por no ir al baño colectivo.
Deben haber pasado un par de horas, quizá un
poco más, cuando desperté con un poco de frió. El lucero del alba, Venus
potente e inmortal, señoreaba ya en el final de la noche. Habían pasado
veinticuatro horas desde que salí de México. Esperé dentro del auto la llegada
del alba, la cual fue abriendo tenuemente con sus dedos aduraznados y rosáceos.
Cuando el sol rompió la noche y apareció tiunfante tras el frió atmosférico,
con los primeros resplandores desistí de ofrecer la mochila-portafolio que, en
efecto, no sólo era difícil de vender, sino también del todo inconveniente.
Salí del automóvil y saqué una garrafa de plástico de la cajuela y empecé a
pedir gasolina a los pocos clientes que iban llegando a la estación, explicando
vagamente que había sufrido un accidente, que si me ayudaban a llegar a mi
destino –formulando ya la petición de ayuda con toda concisión, resignado a
utilizar las formulas de ayuda. Un amigo de barba canosa me regaló veinte
pesos, lo cual le agradecí intensamente. Otro conductor más me regaló a
regañadientes dos litros, ante lo cual relizé gestos incomprensibles por su
magnanimidad, los cuales resultaron irónicos, haciendo contraste con su no disimulada, pero domeñada codicia. Otro se
animó y me regaló otros dos litros de líquido. Yo iba y venía alimentado al
automóvil. El ambiente empezaba a entibiarse y la despachadora contagiada de
tenue entusiasmo de plano se cooperó con cinco litros más, acción desprendida
que le agradecí especialmente. Calculé que con eso llegaría a Zacatecas y salí
para tomar el camino, despidiéndome cordialmente del jefe de la estación,
encaminandome con cierta alegría rumbo a Zacatecas.
A la luz del día la autopista me pareció
transformada, diferente. Había claras bollitas anaranjadas que indicaban el
camino, derecho y sin pierde. Encontré la primera “y“ griega, que se desviaba
en uno de sus ramales a Charcas, hacia donde me había confundido. Un poco más
adelante, ya con el sol lleno de rigor y poder, me vuelvo a encontrar con la manada de caballos. Dos de
ellos cruzaron el camino y el tercero, que era el de la estrella en la frente,
fue tras ellos bailando un poco con las patas posteriores al dejar la
carretera. Quede completamente admirado ante el nuevo encuentro con ese poético
mensajero. La carretera era amplia y nueva, por lo que el recorrido transcurrió
sin contratiempo, acomodándome en el asiento para disfrutar del camino, dejando
el brazo izquierdo descansar sobre el brazo de la puerta.
Después de algunas horas de viaje, pasé por
la hacienda de Trancoso y luego por las afueras de Guadalupe. Al llegar a las
inmediaciones de Zacatecas un cielo extraordinario me recibió con un signo: en
su bóveda altísima jirones de nubes desgarrados por el viento formaban la
imagen de un león inmenso e inequívoco para el que volteara a verlo. Me sentí
maravillado, interpretando el signo apresuradamente como de magnífico augurio.
Poco antes de llegar a la cuidad de mis ancestros había otro retén militar. Un
oficial moreno, más bien bajo y de tipo oaxaqueño, me interrogó brevemente y
sin complicaciones seguí adelante.
X
Entre a la ciudad complacido medianamente por
su nueva grandeza arquitectónica. En cuanto me encontré a un paisano le
pregunte por el Callejón del Chapulín. El paisano me dijo que no, que no había
el tal Callejón del Chapulín, que era el Callejón del Capulín, y me indicó
vaguisimamente su localización. Pase por catedral, en cuya acera de enfrente
había una serie de coches de carreras antiguos, de colección, dispuestos para
correr un rally. Di la vuelta y pase frente a Santo Domingo y, luego, frente a
San Agustín. Seguí de frente hasta llegar a la Alameda, volví por la avenida
principal. Al llegar nuevamente al centro estacioné el automóvil en una pequeña
placita hermosa, cerca de un lugar prohibido, reservado para lisiados, lo cual
se anunciaba con una señal de una silla de ruedas o algo así. Caminé derecho a
Catedral, entré contemplando la frugalidad de atrio y de las imágenes, intente
rezar un poco, orar un instante, pero no tenía ninguna concentración. Cuando me
levanté para salir, golpeé el reclinatorio de la banca, el cual protestó
estentóreamente con monótonos movimientos de resorte, haciendo un ruido que la
bóveda arquitectónica reprodujo con megatófono en eco. Apresure el paso
sintiéndome un poco apenado y a la vez delatado. Di unos pasos por la ciudad,
subí una callejuela y en una librería pregunté de nuevo por el Callejón. Un
muchacho me dio señas precisas y regresé por el auto. Cuando llegué un oficial
blanco, hinchado y regordete me indicó que en ese lugar estaba prohibido
estacionarse, que ya había venido la grúa, pero que volvería por el coche.
Blandía como una amenaza su cuaderno de mutas en la mano. Le mostré que no
había ninguna señal en el lugar que prohibiera estacionarse. Argumentó, con
excesiva debilidad, que ese lugar estaba reservado para los lisiados. Con vigor
le indiqué que no, que la línea terminaba claramente antes de mi lugar. Contra
argumentó que ahí estaba de todos modos prohibido estacionarse. Con algún
descaro me pidió directamente veinte pesos. Le explique que no traía dinero por
el momento, pero que iba a estar por allí, que yo se lo pagaría en una vuelta.
Me dejó ir. Tomé el automóvil y volví a la Alameda y en una pendiente muy
empinada, cerca de la Normal Superior, estacioné el coche. Pregunté por el
Callejón a un señor ceremonioso y decaído por el cansancio de la edad, sentado
en el umbral de una casa de dimensiones achicadas. Su esposa, más joven y
vigorosa que él, se asomó desde el interior y acercándose me orientó con
exactitud y educación.
Después de un pequeño equívoco en el
reconocimiento del local de la revista, encontré el número y toque a la puerta a la vieja usanza
zacatecana, cepillando el vidrio esmerilado con las llaves del automóvil. Una
muchacha rubia, joven y guapa, me abrió la puerta. Pregunté por mi amigo el poeta y editor. No
había llegado aún, pero la joven rubia me invitó a pasar para esperarlo, pues
no debía tardar. Pasé llevando al hombro
mi abultado maletín color vino. Después de la mesa rectangular de redacción,
sentada tras una computadora, estaba una mujer joven morena que me pareció
bellísima. Me alegré de inmediato. Tomé asiento y no recuerdo si les pedí un
café o me lo ofrecieron. Empezó a tejerse una conversación amena y volandera
con la morena clara, en la cual participó modestamente una secretaria esquiva
que junto a ella manejaba otra computadora. Platicamos de esto y aquello en lo
que llegaba mi amigo el poeta. La morena, que ya para entonces me parecía la mismísima virgen de Guadalupe, acuño una
metáfora de zarpazo de tigre para la corrección de textos que me reconfortó. El
editor y poeta no tardó en entrar por la puerta. “¿Qué haces aquí¡?“, me dijo
entre alarmado y sorprendido. Le conté mi viejo plan de vivir en Zacatecas por
un par de meses en lo que terminaba un libro, rentar un departamentito en una
zona simpática. “Me parece muy bien“, agregó. “¿Y donde te vas a quedar hoy?“,
cuestionó. “No lo sé“, respondí evidenciando toda falta de concreción. “Creo
que en casa de un amigo poeta“, atreví otra vez sin ninguna convicción. Entonces se empezó a desatar una conversación
vertiginosa en la que los símbolos cruzaban el espacio como centellas, en la
tesitura de un extraño nivel, no carente de lucidez, en el que se manifestaba
una situación de angustia metafísica. Hablamos primero de los amigos comunes de
la región, en cuya valoración empezaron a surgir fracturas y deslizamientos
diplomáticos de todo tipo. Pasaron ante nuestros ojos las imágenes de la roker,
del filósofo existencial, de don monseñor, del pintor, etc. Insensiblemente,
seguramente por los efectos del agotamiento que aún no llegaba a su cenit, me
empecé a desbordar verbalmente. El poeta-editor detonó algunos signos, a los
que respondí con sinceridad e inocencia, hasta que me di cuenta de que ya de
plano estaba disparando para todos lados, derramando excesiva información, un
poco enloquecido. Sin embargo la plática fue tomando tintes metafísicos.
Ponderé la situación general y atreví un diagnóstico: la balanza de los hechos
podía inclinarse en cualquier sentido, pues era una época de absoluta
ambigüedad. Las orejas del poeta-editor se afilaron al máximo. Amablemente
convinimos, ante una proposición mía, en jalarnos las orejas si hacíamos algo
mal hecho. Ya no se ni lo que no dije de más, pero en ese momento la
conversación llegaba a costas más firmes. La morena clara guapísima se asustó
un poco, dando señas de nerviosismo, ante lo cual intenté refrenarme a toda
costa. La morena clara flirteaba un poco conmigo, diciendo que ella andaba
buscando a un escritor. Interpreté, seguramente erróneamente, que amaba las
letras y a quien las encarnara, como una Musa griega. Me quedó el saco y pensé
que era yo ese escritor, que se enamoraría de mí. Entonces, la secretaria
modesta que estaba sentada a su lado izquierdo, realizando comentarios
impertinentes y bobos, se mostró nerviosa en exceso, haciendo movimientos que
juzgué desarticulados, pero que en fondo me dieron la impresión de ser
declaradamente mágico-tecnológicos. Entonces empezaron a sonar histéricos los
teléfonos. Al poco rato llegó un antiguo conocido de Docencia Superior con el que
antiguamente había tenido buen trato, junto con otra persona. Un moreno alto y
cortes el cual mostró temor y gallardía al verme y saludarme con amabilidad y
frialdad. Los telefonemas seguían llegando con estrépito. Entonces el
editor-poeta me aconsejo ir al café Acrópolis, para ver al poeta amigo común,
que frecuentemente por esas horas iba al restauran. Tomé el consejo y salí de las oficinas de la revista rumbo al
café un poco perturbado con mi mochila al hombro.
Algo me dijo que me diera prisa y así lo
hice. El clima de la ciudad me pareció notoriamente tenso. Después de pasar por
el restaurant El Paraíso, me tope con un hombre moreno, alto y robusto, de
chamarra de piel negra y botas altas, que me pareció uno de los siete, de los
nueve tigres. Cruzamos miradas de salvajería y ferocidad cuando nos vimos de
frente a los ojos. Apreté el paso, perturbado. Cuando entré a la Acrópolis,
mirando a ojo de pájaro, no encontré al poeta amigo. De cualquier forma recorrí las mesas, y
encontré en cambio, sentado en una mesa del fondo, a un antiguo alubno. Lo
saludé y me reconoció de inmediato, pero no recordé su nombre. Iniciamos una
plática lacónica. Le expliqué que estaba un poco cansado por el camino cuando
la platica se disolvía en el solipsismo. Le pedí a un mesero un vaso de agua,
el cual me trajo al poco rato. La conversación fue intencionalmente muy
general. Pude percibir en él muestras de fastidio, de domeñada soberbia, y un
marcado escepticismo académico, apenas salvado por una especie de narcisismo no
del todo derrotado, que de cualquier forma imaginé fantástico por su tono
decididamente abrasivo. Algunas muchachas pasaban tras la vidriera adoptando
poses que me parecieron sugestivas y excitantes sexualmente. Me enseñó una
publicación donde pude leer y recordar su nombre. La conversación, de por sí
escasa, se agotó completamente. Apuré el vaso de agua y me despedí de él con
cuidado, lentitud y melancólico cariño.
Regresé a la editorial por la calle
principal, primero un poco asustado, sentimiento al que sobrevino el de la
indignación y el enfurecimiento. Sentía a la ciudad entera sumida en un denso
letargo, manchada de hipnotismo hipócrita y hostilidad. Un pequeño arroyito de
agua que bajaba por la calle adoquinada detonó una emoción repelente y sombría
de absoluta inconformidad, ante lo cual empecé a marcar con gestos mímicos
apenas contenidos señales de la cruz en cada punto álgido de la calle
–intentando exorcizar no se que fantasma.
Cuando llegué a la revista el agotamiento
era total. Me senté en la silla, desplomado, cuando me dejan solo con la morena
clara. Intenté ser suave y fluido. Platicamos en unos minutos de todo un poco,
experimentando arrobo por su belleza que, salvo un detalle, imaginé en ese
momento perfecta. Sin embargo, al poco tiempo empecé a negar mímicamente con la
cabeza y, a toda prisa, a absorber los signos plásticos que ornamentaban la
habitación, como si de claves definitivas se tratara. Un pirograbado con el
conejo de Alicia en el País de las Maravillas me ratificó el presagio. Le pedí
a la morena clara que si me podía recostar, descansar un poco en piso superior.
Intenté encargarle la mochila, ponerla bajo su custodia, pero algún geto o
ademán de temor en ella me hizo resolverme por dejarla simplemente debajo de la
mesa de redacción. Subí y el poeta-editor que trabajaba despistadamente me
ofreció una sillón viejo de ejecutivo burocrático reclinable en el que descansé
por cinco minutos echando la cabeza y el cuerpo hacia atrás, pero
definitivamente la excitación y el cansancio me impidieron dormir. Sentí, acaso
con paranoia, que por la ventana el hombre que miraba desde la calle me
espiaba. El poeta-editor corregía un programa en la computadora que andaba
fallando. Del tapanco superior bajó la secretaria rubia y, un poco después, el
conocido de Docencia, los cuales se despidieron sin protocolo. La morena clara
subió entonces y se despidió en general, enviándome apenas una mirada, supongo
que de curiosidad. Intenté besarla con los ojos. Ella, que descendía la
escalera, hizo una pausa… y siguió adelante. Entonces mi amigo me mostró un
papel con un dibujo que me evocó en el acto aquel estribillo infantil del
“Corre conejo, corre veloz...“ Cuando el poeta-editor y yo bajamos a la sala de
redacción había cien pesos sobre la mesa. Me senté y los tomé limpiamente y sin
palabras. Él tenía que salir a una diligencia por lo que nos despedimos, aunque
insistió varias veces en vernos a las seis de la tarde en nos e que punto.
Salimos de la editorial y cada uno tomó su camino.
En cuanto subí al auto busqué una tienda, en
la que compré unos cigarrillos Marlboro de diez pesos. Recorrí tristísimo la
ciudad buscando la salida, lleno de malas, de horribles ideas alucinantes. De
pronto sentí que el coche que iba delante de mí me espiaba, como si el
conductor fuera un adivino o un mago poderoso que intentaba sondear la voz
interior de mi pensamiento, amenizándome temiblemente. Alcance a ver que miraba
por el espejo retrovisor con insistencia. Eso no es posible, contrarrestó mi
racionalismo. Tomé entonces por el camino de la Bufa pensando poder visitar a
la Virgen del Patrocinio, pero la ciudad me expulsaba, llevándome derecho a la
carretera. Tuve un pequeño momento de confusión y angustia, pues quería salir
inmediatamente de la Ciudad de los Signos. Dando alguna vuelta en el lugar
preciso encontré la carretera de salida y me sentí aliviado, abrí la ventanilla
para fumar un cigarro y, poniéndome cómodo, apoye el braso sobre ella. Entonces
me detuvo un semáforo. El conductor del coche de enfrente, que era un modelo
austero, antiguo y conservado, blanco amarillento, me indicó con insistencia
que bajara el brazo de la ventanilla. Perturbado, corregí mi postura apoyándolo
sobre el brazo interior de la portezuela, fingiendo modesta trasparencia e
invisibilidad. Un hombre alto, parecidísimo a mi primo, salió de no se donde,
realizó una señal de seguir de frente por ese camino y subió a un auto. Los
ángeles están de mi parte, pensé sobresaltado. Poco más adelante había un
letrero que indica el camino hacia Cuidad Juárez, Chihuahua. Me paré en una
estación gasolinera y le puse los noventa pesos restantes de gasolina al auto.
XI
Tomé la carretera que va hacia el aeropuerto
y, más allá, hacia Fresnillo, y aceleré a toda velocidad, hasta que el coche
empezó a vibrar, regulando la marcha hasta el límite. Otros coches de modelos recientes me
rebasaban esporádicamente, corriendo como almas que lleva el diablo. Mantuve el ritmo acelerado sorprendido que
otros automoviles llevaran más prisa aún que la mía. Debo haber subido a cien,
a cientotreinta, ciento veinte kilómetros por hora, porque el coche, aunque
podía correr aún más, sólo lo lograba haciendo temblar el manubrio de dirección
y la carrocería. Después de pasar el aeropuerto los coches presa del vértigo
empezaron a disminuir. El paisaje de tierra colorado me encendió la sangre y,
sintiendo humillación indignada, maldije mentalmente la situación del estado de
mis ancestros varias veces.
En algún momento del trayecto me encontré
con el último retén militar. Los coches que venían delante hacían una modesta
fila y al llegar a ella me detuve. Piensa en lo más elemental, me dije. ¿Que
es?, me dije como en un juego de adivinanzas. La oración, me respondí. Rápido,
rápido, ¿de qué consta? Artículo, sujeto, verbo y complemento, me respondí
recordando automáticamente mi gramática elemental. ¿Cuál oración es? El Dios
bueno ríe, me dije. En ese momento se
acercó el oficial, de rostro pétreo y perruno. Reí un poco, de una manera traviesa
y nerviosa, fingiendo no se qué maldad. “¿De donde viene?“, me inquirió con frialdad el oficial. “De
Zacatecas“, respondí. “¿A donde va?“, “A
Durango“, le respondí. “¿A que se dedica?“. “Trabajo…“, y sentí que debía de
agregar algo más en el acto. “Soy profesor“. “¿Profesor de qué?“, interrogó sin
concesiones. “De humanidades“, respondí con aplomo. “Puede pasar“, me dijo. El
camino se abrió y sentí un gran alivio. Lo que más deseaba en ese momento era
salir cuanto antes del estado de Zacatecas. Estaba muy asustado y no quería ni
voltear para atrás.
Después de un lapso relativamente largo de
tiempo vi a la distancia la primera caseta de cobro en activo. No lo podía
creer. Como no llevaba un centavo, al ver la luz en verde de la caseta, fingí
demencia y pasé por ella de largo, pero no a velocidad. El cobrador me grito
exaltado y frené como unos cien metros de la caseta. Un paisano alto y delgado
corrió hacia el coche y me detuvo molesto. Le dije de inmediato que tenía una
urgencia, que no traía dinero, pero que por favor me dejara seguir, que le
regalaba un saco. Espéreme, me dijo, y corrió a decirle algo al cobrador.
Regresó con él. Le supliqué que me dejara ir. Pero que no, que eran siete
pesos. Le dije que no traía dinero, que traía una gran urgencia, que por favor
me dejara ir, que le daba un saco a cambio. No sin indiferencia el cobrador le
dijo al paisano delgado y alto: “Ahí arréglese con el joven, que le va a dar un
saco o algo así“. El cobrador regresó a su cabina. Tomé el viejo saco de Tweed
y vi que le quedaría como pintado al paisano delgado y alto y se lo di. Me
alegré por la jugada. El paisano me dio un boleto de seis pesos y fracción y
salí corriendo a toda velocidad.
Seguí marchando aceleradamente. Vi una señal
caminera que decía “Defina su carril“. Lo definí tomando el carril de baja
velocidad. Otros coches me rebasaron, corriendo como a quien lo persigue un
muerto. La atmósfera carretera no me gustó nada, pues hasta ese punto se sentía
un clima como opresivo. Seguí corriendo deprisa. Un poco más adelante otra
contrariedad. Otra caseta de cobre se apreciaba a la distancia. Había tres
casetas. Vacilé un poco. ¿Por cual de las tres puertas entro? Me iba a meter por la segunda caseta hacia la
izquierda cuando recordé la señal anterior y seguí por mi carril. El cobrador
era una muchacha, una mujer de ojos claros a la que otra le acompañaba. En
cuanto las vi sentí un inmenso alivio. “Déjeme pasar, no tengo dinero, tengo un
gran apuro en Durango“, les dije. La mujer de ojos claros y amplios carrizos le
comentó a la otra cobradora que yo no traía dinero. Me preguntó la segunda si
era una urgencia. Le dije “Sí, es una urgencia, vengo limpio, le suplico de
rodillas que me deje pasar“, agregue con tono de súplica desesperada. La
primera cobradora salió de la caseta y todavía me preguntó algo. Me dejaron
pasar. Les ofrende una gran reverencia de agradecimiento, diciéndoles de todo
corazón “Muchas gracias preciosas“, y salí pintado a toda velocidad.
El camino se volvió decididamente tendido,
penetrando en las grandes extensiones del norte del país. Pequeños cerros
aplanados y a la distancia algunas poderosas montaña. En un momento dado el
camino se partía. Las señales indicaban las direcciones de Durango y Torreón.
¿Me voy para Torreón o para Durango? ¿Durango o Torreón? ¿Torreón o Durango?
Aquilaté la situación y decidí seguir de frente rumbo a Durango.
XII
El camino era
monótono, de grandes rectas que subían por grandes lomas y montes desérticos.
La amplia recta de pronto topó con una curva cerrada rematada por un monte y
tuve que frenar con brusquedad, recobre inmediatamente el vuelo y me proyecte
con inercia a rebasar a dos o tres vehículos. Un poco después, un hombre con
una bandera roja me indicaba detenerme. Otro reten, pensé desconsolado, no
puede ser. Frene bruscamente ya encima del camino en reconstrucción. Unos
camineros, que me parecieron salidos del mismísimo cielo, arreglaban un tramo
del camino. Pasaron unos coches en sentido contrario, y el caminero del otro
lado me dio el banderazo y le metí a fondo al acelerador.
Traté de
contemplar el paisaje árido, atormentado por un sol rubicundo al que en aquel
momento tomé como compañero y guía. El paisaje adquirió otra dimensión mucho
más amplia y extendida, y otra tonalidad mucho más arenosa y amarilla. En algún
momento del camino atravesé el Trópico de Cáncer, latitud que marcaba con un
monumento, según creo de forma esférica. Me bajé para contemplarlo y me sacudí
insistente el polvo de los zapatos.
A lo lejos me
llamó la atención una montaña, la cual, por la dirección de la luz, aparecía
claramente formando la figura de un inmenso gigante recostado sobre su costado
llevando entre las piernas y sujetándola con los brazos la cabeza de un cerdo
degollado. La imagen de un héroe de otros tiempos, pensé, acaso petrificado
desde la antigüedad más antigua, atreví ya en plena alucinación. Después he
pasado otras veces por esa región, pero la posición de los rayos solares, el
juego de luces y sombras, no me han vuelto a revelar más esa imagen imponente
que tomé la primera vez por pétrea y absolutamente objetiva.
Seguí a
velocidad por la carretera y comprobé
que el rendimiento de la gasalina era estupendo. Varias camionetas Ford nuevas
del mismo modelo empezaron a cruzar en sentido contrario a toda prisa. Los
colores de los flamantes camionetones eran
guinda, blanco y verde botella.
Pasaban una y otra y otra… y otra vez más. Seguí manejando con la mano derecha
y con el brazo izquierdo apoyado sobre el bracillo de la portezuela, intentando
comodidad y relajamiento. El número de las camionetas que circulaban
desaforadas en sentido contrario me dio la impresión de una marabunta de
gigantes hormigas huyendo de su hormiguero o, mejor, ahora, de irracionales
pájaros escapados de su jaula. Pasaban amenazantes,
en grupos de cinco, ocho. Tres blancas seguidas de dos guinda, cuatro o cinco
verdes, una guinda. El espectáculo se volvió en cierto sentido monótono. Tres
verdes, dos guindas. Otro equipo de blancas y verdes, o de guindas y blancas, o
de verdes y guindas. Perdí la cuenta, pero deben de haber sido cientos de
ellas. No se por qué pensé que iban rumbo a Guadalajara. El espectáculo se
prolongó por un tiempo amenazante.
Entré en una
larga recta en la que rebasé a varios camiones de carga viejos. Un camión rojo detuvo mi impulso. Entonces
una vieja camioneta color verde, pero de potente chasis me rebaso. Alcancé a
ver el rostro del conductor, el cual me pareció conocido. Serio aunque un poco
risueño, con sonrisa socarrona, sardónica, se parecía notablemente al candidato
presidencial del partido en el poder. No puede ser, me dije. A de ser un
ranchero que resulta muy parecido. Intenté rebásalo a él y al camión rojo.
Definitivamente no se dejó. Forcejemos por un momento. Me dio un poco de temor
y algo me dijo que guardara mucho cuidado y distancia. El camino se hacia más
angosto y topaba a la distancia en un cruce de caminos. Realicé maniobras
frenéticas. No recuerdo si rebasé entonces a dos o tres vehículos. Sólo me
faltaba una camioneta blanca de caja para entrar sólo, en primer lugar a la
curva, pero no lo logré, entrando con precipitación y metido tras la camioneta
blanca de caja al cruce de caminos, dando un giro de casi noventa grados.
Tomamos juntos
la curva y al ver su potencia y la pericia del piloto seguí metido atrás de
ella. Las camionetas Ford nuevas en sentido contrario cada vez aparecían en
mayor número. La camioneta blanca de caja llevaba una leyenda: “¡Material
Peligroso“. Me dije, yo me voy detrás de ella.
El sol empezaba
a reclinarse, luciente y esplendoroso como un héroe. Sentí su presencia
amigable y rigurosa, experimentándola claramente como un gran ojo bondadoso, o
mejor, como un fraternal amigo. Sin palabras se sucitó una especie de diálogo,
de cercanía comunicativa. Ahora sí, me dije, que Dios me guíe. En eso que
empiezo a ver un chisporreteo de brillos en la carretera asfáltica. Acelera,
pensé, en cuanto veas una lluvia, una chispa de ellos. La táctica me dio
resultado. En cuanto veía un rayito de sol brillando reflejado en las
piedrecillas cristalinas del asfalto negro aceleraba un golpecito. Vuélale,
porque si no aquí té quedas, pensé. Seguí viendo los brillitos y acelerando
exaltado –a la vez que relacionaba todo eso con mi destino, con las
dificultades que encontraría en el futuro, masoquistamente pidiendo más rigor,
mas complicaciónes aún para el futuro, cosa que el astro concedió sin
,iramientos.
Las camionetas
Ford en sentido contrario seguían pasando a gran velocidad, casi bufando de
esfuerzo y furor. Sentí mucho peligro y me volví a meter detrás de la camioneta
de material peligroso. De pronto note que los dos banderines que estaban en los
extremos de la defensa trasera movidas por el aire me hacían señales
inequívocas de acércate, acércate…, aléjate… acércate. Las obedecí
puntualmente, escondiéndome de las camionetas Ford nuevas que en sentido
contrario pasaban a gran velocidad, como una estampida de búfalos o como una
plaga de langostas. Durante un buen tramo del camino pasó lo mismo. Las
banderitas me alejan y acercaban con sus movimientos al vai-ven del aire:
acercate, acercate, acercate… alejate, acercate, alejate… acercate… etc. Estaba
a la vez exaltado y aterrado. Pasaban las camionetas con furor. Me pareció que
algunas de ellas resguardaban un trailer largo, de color gris, que paso entre
ellas pesado, regio y oprobioso, como si trajera en sus entrañas un botín de
guerra.
Despues de
varios kilómetros, cuando por fin terminó de pasar la caravana de camionetas
nuevas Ford, la camioneta blanca de caja de material peligroso redujo un poco
la velocidad y me permitió rebasarla haciéndome el chofer una seña con la mano.
Cuando pasé junto al chofer nada me pareció mejor que agradecer su maravillosa
ayuda con un claxonazo coto: piip. No me atreví a voltear a ver al conductor,
que imaginé un ángel, pero alcancé a hacer una reverencia de humildad con la
cabeza. Un poco más adelante la camioneta blanca de material peligroso se me
emparejó y me saludó con un claxonazo: piiip. Saludé con absoluto asombro sin
voltear a ver al conductor, pero sentí una alegría infinita. Un poco después
sollocé un poco al sentir mi vida a salvo.
XIII
A lo lejos apareció la ciudad de Durango. Un
cielo imponente servía le de marco. Malvas, naranjas, morados de las nubes
formaban un palacio, un castillo imponente que se posaba sobre la cuidad. Me
acerqué conmovido. Entré a la ciudad Victoria de Durango a las siete de la
tarde exactamente. Casi exánime estacioné el automóvil a una cuadra de la
primera iglesia que encontré. Era el Sagrado Corazón. Cuando me baje del auto y
estiré un poco las piernas sobre la acera, di un par de pasos y descubrí
atónito que había un nombre escrito en la banqueta: era el de mi diminutivo.
Después de treinta y ocho horas de camino, había llegado a la Ciudad de los
Símbolos.
Victoria de Durango, Durango
Notas, a dos días de llegar
del viaje, del 29 a 31 de octubre de 1999
Redacción final, enero-febreo
del 2002
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