lunes, 5 de mayo de 2014

La Revuelta de las Ideologías: la Triple Escisión (Ideología y Mito) Por Alberto Espinosa Orozco

 La Revuelta de las Ideologías:
la Triple Escisión (Ideología y Mito)
Por Alberto Espinosa Orozco 
(Quinta Parte)



XII.- La Triple Escisión
Para curarnos de la triple escisión del hombre moderno-contemporáneo, producto de las filosofías solipsistas que nos segregan, en la ruptura con uno mismo, con los otros, con la creación de la naturaleza y con Dios, no queda sino recorrer nuestros pasos atrás, para volver a los orígenes del pensamiento y del ser, retomando así el viejo sendero –suturando las tres heridas que llevamos abiertas por la vida, con el amor y en la muerte. Pueden así postularse tres reglas del nous o inteligencia, cifradas en: una actitud abierta de servicio hacia el otro, hacia el contiguo y próximo –no diluido en un romántico amor al distante por la mera novedad de lo exótico, o al disetáneo cronológicamente, sino de verdadero amor por el prójimo, amándolo como a uno mismo; ahondar también la relación con uno mismo en la reflexión temperado sobre la propia conducta ante los otros, en un proceso recurrente de introspección moral; salvar también nuestra relación originaria con la madre naturaleza, hermosa cifra de la creación, y con el Creador, en actitud de oración, de petición, y de acción de gracias.
    Tres principios vulnerados por las ideologías y por el hombre rebelde tardo-moderno, que en su desmedido amor por el cambio y la mutación del tiempo histórico se ha dejado succionar o por la frivolidad de la moda o por las vacuas ilusiones de la utopía, roídas de nihilismo en su desmedida adoración por el progreso material, cuyo acento en el futuro, siempre inasible y evanescente, ha ido acompañado por una escandalosa decadencia moral que, bajo el pretexto de la novedad y del ahora, a frisado los límites, ya insufribles, de la anomia.
   Así, los ideales morales de la rebelión social se han diluido, hasta volverse cómplices de una tiranía colectiva al ser transformados en meras fórmulas de procedimiento, pero sin contenido real, desembocando en las paradójicas formaciones de un academicismo vanguardista de la parataxis o en un socialismo de burócratas mendaces, tendientes a la luciferina mística inferior de lo humillante. Porque hacer del socialismo un burocratismo, del libertario un libertino o de la orgullosa vanguardia una vanidad de académicos no ha sido sino perpetuar, cada vez con menos generosidad espiritual, una ideología rentable de domino, donde lo otro no queda asimilado a lo mismo, sino trasmutado en algo peor que lo mismo, al intentar hacer equilibrismos para jugar en dos tableros a la vez, en un indisimulable fachadismo, donde la simulación y el fingimiento alcanzan la dignidad del arte vanguardista sólo a fuerza de una inconcluyente revolución de los principios, revueltos ya en la repetitiva dialéctica rebelde de la negaciones.  



XIII.- Figuras de la Rebeldía
   La fuente de la que bebe el rebelde moderno es la de la inconformidad –frecuente esa fuente ha sido el de un pozo envenenado. La “razón demetérica” de todo ello habría que buscarla en la tentación del “no”,  en la hinchazón del deseo negativo que, infectado por el aguijón del mal, igual dice no a la vida que a la muerte, en los extremos de la pereza o en de la soberbia –ya enfangándose en la vida, en la caída hacia adelante, yéndose a fondo, a pique, a morir, perdiéndose en las aguas pútridas del estancamiento: ya revelándose con el espíritu abstracto en las estructuras intangibles, resbalando en la caída hacia atrás, al negar los ciclos naturales de la vida.
   La palabra rebelde viene “bellum” o hacer la guerra, pero en nuestra época ha tomado también la acepción de resistir, de resistencia contra un orden injusto o contra una ideología a la vez hegemónica y sin fundamento; por su parte, la palabra revuelta viene de segunda vuelta o volverse del revés, lo que da idea de mezclar una cosa con otra, de crear un estado de confusión, de adulterar, de ir contra las costumbres en un impuso primario, aunque también puede interpretarse como lo contrario, como expresión de protesta movida por la nostalgia, por la pérdida del orden. Revuelta, revelarse: darse la vuelta… pero también invertirse, voltearse. Por un lado revolverse: hacer frete al enemigo, combatir al espíritu del aire, luchar contra el mal, enderezar las cosas; por el otro, revelarse como antisolemne, como ateo y anarquista que desconoce la cabeza, participando del error con irrespeto, con abandono de las antiguas leyes, en una razón sin Dios, negadora de Dios, cayendo de bruces en el engaño, en la mediocridad y en la falsía. Confusión de los planos donde comulga igual el poeta solitario que el héroe maldito. Ambigüedad de los vocablos: hilaridad del diablo.
   La modernidad ha entronizado, efectivamente, a la figura del rebelde, del inconforme, rasurándolo de uñas y garras haciéndolo así partícipe de los juegos de poder del déspota. Su figura más cumplida se encuentra en el existencialista de la filosofía contemporánea, que busca a troche y moche una moral “más laxa”, volviéndose así aceptado su ir en contra de las buenas costumbres –pero que a la vez intenta acaparar todos los privilegios y monopolizar todo el sentido. Es el rebelde sin causa, pues, cuya inconformidad es constitutiva, alimentado por el resentimiento y la frustración, cuyo corazón está emponzoñado por el deseo negativo o de la pura negación, siendo así el hombre sin principios, embozado en un naturalismo más bien cínico, sordo a los requerimientos de la moral. El rebelde en nuestra era de novedades, cambios acelerados, pulula así entre nosotros bajo disfraces variopintos, al estar hecho de particularismos, excentricidades y extremismos –de excepciones a la norma, llevándolo todo a una enfermiza transmutación de valores cuya dislocación del sentido y distorsión de las referencias llevan al horizonte brumoso de  la licuefacción de la razón, dando lugar así la desatención del distraído y a la absorción en la nada muerta del negligente. Porque el rebelde pacta con el déspota, dejando de ser ninguna para ser alguien, a condición de volverse colaboracionista de Don Nadie.
   La ideología, ese uso de la filosofía, mezclada con otro casa, para la dominación de las conciencias –llámese política, economía, futuro o religión-, ha intentado, efectivamente, de poner el centro en lo excéntrico, de tal manera que el error, que la excepción, se generaliza y se vuelve por tanto aceptada. El rebelde, así, laboriosamente domesticado, representa mansamente su papel en la comedia o en el circo, aprendiendo lo mismo a simular que a disimular.  Su complicidad con el déspota en turno y sus happenings vanguardistas consagran así un oscuro ideal del hombre moderno: la idea de que el hombre no es más que la sublimación de sus instintos, de sus impulsos y tendencias –aunque a todo eso se le llame, determinismo social e incluso llanamente socialismo. La rebeldía, sin embargo, no cede: la nueva rebeldía se manifiesta entonces no como protesta de los desposeídos, sino como inconformidad de los satisfechos y abyección del hartazgo.
   Inversión de los polos magnéticos que se resuelve en irreflexión e irresponsabilidad, pues tal rebeldía al quedar atrapada en la mera inconformidad no puede espiritualizar la naturaleza humana, resolviéndose muy frecuentemente en una inflexión hacia el lado de la voluntad de poderío, hacia el mero querer expandir de la propia voluntad –ya vuelta impersonal. No una vuelta a la razón, por la que tradicionalmente se ha definido al hombre, sino a la inconformidad en sí -en una voluntad de querer ser, más que en un ser, que abre la posibilidad de ser el otro del hombre: el ser sin nombre.  Las faltas del hombre rebelde, del hombre moderno, se suceden así entonces en cascada: desde el imperativo propiamente inmoral de usar de medios malos para fines buenos, hasta el uso de una razón meramente instrumental que declara implícitamente su horror atávico por las esencias, su ansia de éxito y de aparentar, en un vitalismo meramente egológico que exalta tanto los reflejos en esquirlas de Narciso como el feroz personalismo autoritario, a lo que habría que sumar su gusto por lo frivolidad, por la superficialidad, su falta de rigor y de radicalismo crítico .quedando así frecuentemente preso en una jaula de conceptos abstractos, reducido a un átomo, y por ende, a lo mecánico, es decir, a las maquinaciones implícitas de la ideología.



 XIV.- Ideología y Mito
   La filosofía lejos de ser refractaria a esa crisis de pliegues y dobleces verbales ha sido su centro y su escenario, dándose por consecuencia una crisis sin paralelo en la filosofía misma, en el pensamiento, en la razón –por la que tradicionalmente se había definido al hombre –definido ahora más que nada por su pura y nuda existencia, para la propiamente puede haber vida, pero no filosofía. Nostalgia de la filosofía primera, pues, de la metafísica, en medio de la crisis universal de la civilización occidental moderna que ve en la plurificación de las diversidades una expresión más de la cifra de la particularidad, donde se pierde precisamente toda universalidad posible
   Una de las razones de aquella nostalgia filosófica de universalidad estriba en que la misma figura del rebelde se ha vuelto así resbaladiza, confusa ella misma, pues señala a la vez a dos deidades inmortales: Luzbel, el ángel promotor de la caída, y a Prometeo, el titán del fuego salvador caído en desgracia –en el centro, desgarrado por esa doble tendencia del espíritu humano, al mortal Sísifo, condenado a llevar la inacabable piedra derrumbada a la cumbre sin fin de la colina; que al igual que Faetón, tal vez Belerofonte, simbolizan el mito ancestral de la ascensión y la caída: imagen de la osadía del espíritu humano y de su fracaso, jeroglíficos de la libertad en donde se entrelazan los componentes de la eternidad y de la ruina.
   Así, en primer lugar, el rebelde es Luzbel, pues la palabra rebelde deriva efectivamente de “bellum”, palabra guerrera que ayuda a componer su nombre: ángel sublevado contra los principios eternos y contra Dios que, luego de su caída, se ensaña al maquinar la perdición de los hombres e intentar volver a tomar el cielo por asalto. Porque la ética de Luzbel, el hijo de la Aurora, deriva de ser, y en primer lugar, el inconforme y desobediente, el indócil e intrigante que esparce entre el pueblo los rumores y la confusión, haciéndose simultáneamente pasar por libertario o estallando en blasfemias. Por su parte la palabra revuelta significa tanto volver del revés, mezclar las cosas adulterándolas, como retorno, regreso, vuelta: segunda vuelta, en alusión a la revolución de los astros que vuelven a su punto de partida, a su principio, de donde la idea no tanto de rodar cuanto de enrollar y desenrollar, de desplegar lo plegado: de explicar. Su figura es la de Prometeo, quien ayuda a los hombres robando el fuego, la luz, de los dioses –cuya revuelta es más bien la revolución misma del tiempo, que pone fin a una era histórica y que, a semejanza de la ronda de las estaciones, marca con su término el comienzo de otro tiempo que despunta. Ambas figuras asociadas el planeta Venus, pues, cuya figura mitológica es doble, la de Hésperus y Fósforus: la estrella de la mañana y la estrella del atardecer.
    El hombre tardo-moderno ha elegido en camino una figura fluctuante, que responde a la ambigüedad del tiempo que corre: Sísifo, cuya tarea infructuosa y repetida es subir a la punta de la inacabable pirámide. Su drama: no querer morir, no aceptar a muerte, el fin de un ciclo, quedando preso por tanto en una juventud perpetua, ignorante, irresponsable, obediente solo a un señor ya vuelto abstracción pura, sin rosto, que lo devora; su experiencia, ir hacia los extremos de las posibilidades inmanentes inscritas la naturaleza humana para tocar el límite de lo imposible, hasta chocar con el límite, y ser obligado por la fuerza misma delas cosas a recular, experimentando  en cabeza propia el “no hay más allá” de lo posible.  Los mitos, los dioses, los ídolos de su nueva religión inmanentista, de su vivir como si Dios no existiera, como si todo estuviera permitido, como si el pecado no existiera, como si lo espiritual fuera una sperestructura de lo material, como si pudiéramos apropiarnos de la ley por la cual pertenecemos, no son otros que las figuras del progreso, de la abundancia programada, tecnificada, institucionalizada, prevista, y de la revolución, guiada por la dialéctica de la historia. Que inevitablemente ha desembocado en la tiranía de los burócratas o en la restauración cesárea. Mito moderno, pues, que tiene algo de “non serviam” de  luzbélico, algo también de llevar el fuego salvador al ser humano: ambos resueltos en el esfuerzo inútil de no aceptar nuestra condición de mortales, a costa de perder el alma, de postrarse desactivados para la fraternidad o en la nada muerta –todo ello en medio de un falso igualitarismo que no puede sino conllevar a un falso respeto, en el fondo profundamente antisolemne, vulgarizado.

   Mito del tiempo, del tempo futuro que se agota, erosionado por la invisible masa de sus pertinaces contradicciones, y que por tanto se vacía. Porque no es el tiempo sólo una medida abstracta, sino algo concreto, un fluido, un cuerpo  una sustancia, una fuerza que se llena se vacía y que se acaba, que crece o decrece, que se gasta y consume. Porque el tiempo es algo, como nosotros, vivo, que nace, crece, decrece, decae y que renace, una sucesión que muere y que es seguida de otra que regresa, pues un tiempo se acaba a la hora que otro retorna. Acabamiento interno de una era cósmica, que marca el inicio de otra: unos dioses, unos mitos, entonces se apagan, tal vez para siempre, mientras regresan otros tiempos con sus dioses. 




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