José Luis Ramírez: Pasillos de la Memoria
Por
Alberto Espinosa Orozco
I
La selección presentada por José Luis
Ramírez en la exposición “Pasillos de Memoria” fue en realidad una
retrospectiva de su obra, en la que el artista ofreció en cada cuadro un
botón de muestra, dando cuenta de un ejemplar de sus múltiples exposiciones
anteriores o series de retratos y paisajes.[1]
Artista de fecunda imaginación y gran creatividad, prácticamente ilimitada,
cada vez más dueño de sus recursos expresivos y formales, José Luis Ramírez
aúna a sus dotes la mexicanísima virtud del vivo colorido, dando a su obra una
alta calidad artesanal, sumando entre sus méritos los altos timbres poéticos e
incluso de condensado humor, ácida ironía, y verdadera gracia. Autor crítico,
mustio, mordaz, y polémico, de humor agri-dulce y en ocasiones cáustico, el
pintor ha desarrollado su trabajo explorando con penetrante psicología sus
figuras, combatiendo así el oscurantismo, la cerrazón y sordera contemporánea con una mirada lúcida, en ocasiones
adivinatoria, siempre incisiva, expresiva y reveladora.
Su imaginación activa, al enfrentar la
aparatosa decadencia de nuestro siglo, tiempo y mundo, donde la norma pareciera
ser la permisión del desorden y verdad el encubrimiento, encuentra un justo
medio armónico y estable al situarse equidistante tanto de las dislocaciones
vanguardistas, de los extremismos bizarros y de la confusión del sinsentido,
como de la parálisis y el estancamiento de las formas. Realismo simbolista,
pues, que al enfrentar y evadir los excentricismos de manera zigzagueante,
resulta perfectamente capacitado para señalar, a veces con crudeza e índice de
fuego, el vacio que encierra la prioridad radical que tiene en nuestro tiempo
lo existencial por sobre la esencia, y lo formal y meramente aparente por sobre
el contenido íntimo de las cosas, desembocando necesariamente su crítica de
nuestro tiempo en la disección y diagnóstico de ´su compleja
sintomatología, describiendo por ello el
mundo como poblado de quimeras y transido de dolor, de frustración e
insatisfacción crecientes.
El amor por
la cultura popular, la preocupación por lo que pasa en la calle cada
día, desde el pájaro que pilla su
canción en lo alto de la rama, como en la orilla última del mundo, hasta el
hueco esperanzado de la mano mendiga limosnera, lo capacitan para abordar
los temas más punzantes de la cultura actual, guardando celosamente las
pinturas del artista durangueño un registro contextual de lo que nos pasa,
siendo en cierto modo su obra también un relato de la historia cotidiana, en la
que interactúan una gran cantidad de formas, de elementos y de
símbolos.
Por un lado, el asombro ante los ensayos y
marcha conjunta de la humanidad por ir a un más allá en la inmanencia,
característica nuclear de la modernidad, cuyas sorprendentes conformaciones, al
chochar contra el límite, parecieran clamar por un retorno a un centro más
estable de la persona. También descubrimiento, por el otro, de la intimidad
humana como llagada e ignorante de sí, que en la exploración de las
posibilidades de lo humano llega a frisar incluso con lo que la contrariaría o
se le opone: con las potencias inhumanos que abren las oscuras compuertas de las innumerables posibilidades del azar y
lo contingente o de lo que puede ser de otra manera –con las mutaciones del ser
o con las aniquilaciones del no ser. Territorio vacilante, de vacuidad y duda,
incluso de abismamiento en la fragilidad del tiempo fisurado, por donde se
cuela la posesión de la alienación y la convulsión de la violencia. Mundo que, al
estar todo permitido -por mor de la autonomía de carácter y de la libertad
concebida como un mero derecho de paso-, conduce irremediablemente, como si de
una resbaladilla enjabonada se tratara, no a la trasfiguración de las formas,
sino a su mutación o degradación, donde el hombre deja propiamente de ser lo
que es para convertirse en el otro radical vuelto de espaldas a los otros o en
enemigo de sí mismo (“Dualidad”).
Ante ese panorama desolador la pintura de
José Luis Ramírez, al ir directo al tuétano o la médula de sus asuntos y
sirviéndose de los ácidos corrosivos de la crítica y del humor, verde, morado o
negro, incuso de la decidida burla, nos hace frecuentemente sonreír… o gemir
–teniendo su obra, por sus poderes expresivos y revelantes, un parentesco
sanguíneo con la cruda sátira caricaturesca de José Clemente Orozco.
II
Escenarios de horror y pesadilla o acosados por
presencias ominosas, las atmósferas de algunas pinturas de José Luis Ramírez
nos hacen sentir en carne propia la densidad y temible presión generacional de
nuestra altura histórica, desde la niña de encrespados cabellos que con candor
nos mira (“Compañía fiel”), hasta la aguda mirada bruja de erizada complicidad cuyo gesto de hiriente indolencia a la vez
hierve y se evapora (“Respiración lenta
de ojos azules”), o el aislamiento que surge en medio de la copa de la
reflexión y que inhabilita los esfuerzos constructivos (“Caída libre”), pasando por la imagen pobre del barril del quinto patio iluso del que
emerge una Venus de Citerea... hinchada de anemia.
O las femeninas abluciones en la bañera, que en su espuma dramáticamente se combina con las burbujas antiácidas de la sal de uvas, para después seguir su camino indiagramable, como en el Mago de Oz, por la estela marcada por el camino rojo que, como los existencialistas caminos del bosque, no van a ninguna parte (“Decisiones estomacales”), o el acoso de espíritus arcaicos que vienen de muy lejos a perturbar el sueño, desde las profundidades horadadas de la pesada noche insomne (“Ángel secreto”). Mundo donde convive lo mismo el gigante dormido, disminuido en el sopor después de la función circense (“Gigante”), que el nicho del ídolo de barro donde la ninfa de los cerdos celebra chapopoteando la danza de los limos al levantar un jarro (“Trofeo”).
O las femeninas abluciones en la bañera, que en su espuma dramáticamente se combina con las burbujas antiácidas de la sal de uvas, para después seguir su camino indiagramable, como en el Mago de Oz, por la estela marcada por el camino rojo que, como los existencialistas caminos del bosque, no van a ninguna parte (“Decisiones estomacales”), o el acoso de espíritus arcaicos que vienen de muy lejos a perturbar el sueño, desde las profundidades horadadas de la pesada noche insomne (“Ángel secreto”). Mundo donde convive lo mismo el gigante dormido, disminuido en el sopor después de la función circense (“Gigante”), que el nicho del ídolo de barro donde la ninfa de los cerdos celebra chapopoteando la danza de los limos al levantar un jarro (“Trofeo”).
Obra plural que apela al estallido de lo visceral, para en un latigazo dejar salir las fuerzas oprimidas, que condensan en una serie de símbolos instantáneos aquellas realidades censuradas por la conciencia, que en una meditada erupción final figuran en un gesto gráfico el interdicto o lo no dicho, o lo que está latente agujoneando el inconsciente. Atmósferas pesadas, densas, tectónicas, cuya presión y espesor, sin embargo, se resuelve al articular un juego de signos o emblemas que riman con los otros, cooperando a dar coherencia al todo de la composición que, entonces, en la asamblea del color bien temperado, danza. Lo innombrable, la trasgresión y lo prohibido, lo que no puede ser, al ser detectado y formulado por la intuición estética del artista, se decanta entonces en el signo, en la pequeña leyenda al calce o en el código encriptado, para expresar o insinuar de tal manera lo indecible, aportando una especie de visión premonitoria de la realidad y de claridad a la reflexión despierta.
Sus obras nos hablan así, a la manera de una
extensa alegoría, de los elementos tóxicos de la modernidad que, sin darnos
cuenta, han ido irrigando los vastos sembradíos de la cizaña o donde los
gérmenes de la vida son sacados a secar al sol entre las sales del desierto (“Fosa común”, “Miopía” de
la serie Yuxtaposiciones).
Así,
en cada uno de los cuadros del sorprendente artista durangueño encontramos la
escena clave de un relato fantástico, el cual equivale al nudo de las acciones dramáticas
o a una clave simbólica, donde de manera clásica se da igual la catarsis que la
agnagnórisis; es decir, ya el
reconocimiento de la identidad de los personajes; ya la purificación emocional
o espiritual por intermedio de la presentación de un castigo ejemplar al
infractor, de una consecuencia no querida o fatal, que lleva al espectador a un
complejo sentimiento de pesar que despierta su conciencia y así lo redime de
las bajas pasiones detonadas por la desmesura (hybris fáustica), que invita por tanto a la mesura.
III
Presentación, pues, del cruel teatro del
mundo moderno que, sobre la negación del reino sobrenatural y de los valores
tradicionales, ha impuesto la desangelada opción de la indiferencia por los
otros y del poder y la dominación técnica sobre los elementos materiales de la
naturaleza y sobre el hombre mismo, dando por resultado una vida de necesidades
crecientes y de consumo, especificada en un tipo de hombre no continente y
carente de metas espirituales, cuyo trayecto mecánico es el de una
retrogradación hacia el estado anterior de lo humano, el de una opción
metafísica que paradójicamente anula al hombre como tal, y que al impulsarlo
hacia el vértigo de la aceleración en la búsqueda de poder y de dicha en el deleite y el placer, lo empuja también hacia la materia inerte, precipitándolo, finalmente en
los espacios abisales de la muerte.
Marco
general sobre el que el artista va internándose, cautelosamente, para describir
el otro lado de la moneda: el hibridismo cultural que crea la industria y el
entretenimiento sobre el tejido social, dando así idea, mediante una serie de
fragmentos, de su rostro oculto, despiadado y bifronte. Porque al sondear en el
traspatio inconsciente de los ojos, el artista encuentra, como claves
hermenéuticas, las máscaras reveladoras y terribles de su esencia: lo mismo la
imagen del carnaval del circo y de la diversión atroz, que la alegoría de la
trastera.
Por un lado, en efecto, la imagen
recurrente del deshuesadero como un inmenso pudridero de maravillas obsoletas, que
es a la vez parroquia de detritus que convoca a los fantasmas, que campo santo
profanado que acumula las fuerzas negativas. El basurero aparece entonces como
lo ignorado por todo valor de uso o de cambio, como lo que ya no puede ni
usarse ni reutilizarse, como un anti-valor que el sistema mismo reusa utilizar, dejándolo caer en el vacío, completamente descartado –donde ha de contarse al hombre mismo que, funesto y sin esencia, olvidado de
los nombres, es echado a perder por el olvido de los hombres o engullido por desorden
de las sombras.
El tierno símbolo de los peces payaso de Walt
Disney ("Fosa común") equivale entonces a una alegoría
pesimista, cuyo simbolismo codifica el sentimiento de orfandad de nuestro
tiempo: la imposibilidad de volver a casa o de recobrar la integridad de
nuestra alma. Ato de peces desecados, donde se mezclan indistintamente
deprimidos, infiltrados y pirañas, que
nos habla de la muerte y descomposición grupal de los organismos biológicos por
corrupción, ya por la alteración de la pureza de sus materiales o por la
distorsión de la integridad de una sustancia, ya por mescla con otra cosa, ya
por desmembración de sus partes, ya por desviación de su curso esperado. Escena
del muladar siniestro, pues, donde se cancela la búsqueda de lo humano y se
llega al extremo del desprecio y rampante desconocimiento de la persona humana
en cuanto tal.
Imagen que registra tanto el amor natural entre los hombres como congelado
o disociado, que, luego de llevar agua a su molino, llegan al extremo último y
atroz de arremeter contra la misma existencia del congénere, donde alternan las
pirañas moribundas con en boquear asfixiante de seres deprimidos. También
expresión del drama cósmico y metafísico, donde las crecidas fuerzas de la
noche amenazan desde dentro a las profanidades y a los tronos el mundo, al
trastornar el orden y las leyes mismas de la naturaleza por la ruptura con el
pacto esencial y eterno con lo que nos hace hombres.
IV
Así, cada cuadro en la obra de José Luis Ramírez
aparece como una pieza a la vez independiente y necesaria para ir completando
el complejo rompecabezas que retrata nuestra era tardo-moderna. Laberinto de crudo
y extremo existencialismo donde al verla de cerca también se vive la prioridad
absoluta de lo aparente y material sobre el espíritu y la metafísica, en una
vida meramente terrenal, consagrada por la mística inferior de la religión
inmanentista y sus ídolos de plomo –donde todo el tiempo, sin embargo, se
filtran por secretos intersticios los signos y huellas vagarosas de la muerte.
Imágenes centrales en su extremismo, pues,
que a manera de vertiginosos astros calcinados atraen a otras imágenes
relacionadas, concomitantes o contiguas, como si de satélites o de la cuada de algún
extraviado comenta se tratara. Cada pintura equivale así a una estafeta que, en
el relevo del sentido, da lugar a otra imagen, en donde se van describiendo todos
los matices posibles del hombre moderno-contemporáneo como un ser inconsistente
y ambiguo, a la deriva y contingente, o como el ser innecesario de innecesarios
atributos, e incluso, como quiere el existencialismo radical, como un ser
meramente orgánico o ser para la muerte.
El epicentro urbano de tales excentricismos,
el ombligo de la “aldea global” es
figurado por el artista bajo la especie de una ciudad gótica y ubicua que a la
vez no está en ninguna parte (“Tiempo de
Circo”). Obra magistral, en la que el pintor pareciera observar, como mirando
por el diminuto ojo de una cerradura, a la nueva Babilonia olvidable, en donde
hay algo de Roma, de Praga, de Budapest o de Florencia, descubriendo en su
gótica plaza pública el pulular de seres ambiguos e híbridos, de homúnculos
confundidos con batracios, dados con frenesí y en vano a la ociosa tarea
conjunta de burlarse del pacto original y de negar la esencia humana, en una
especie de guerra sin cuartel contra el sentido.
Apologistas de la excentricidad, perversos y
charlatanes de toda laya, escapistas de la realidad y equilibristas del tedio, que junto al zorro de chistera y al ufano
coyote de tirantes se apoderan de la palestra pública para exhibir sus artes
embusteras, de apariencia y engaño, teniendo como cometido obnubilar la
conciencia, convocando a voces y plena luz del día la irrupción de lo
indistinto y, finalmente, del caos. Fuegos polícromos de artificio
chisporroteando en la caverna umbría, donde el hombre queda aprisionado, como
en un antro, que da alas negras al tipo de hombre moderno, no continente,
determinado más que por su voluntad por sus impulsos primarios, hedónicos y
cráticos. Coronación de un nuevo tipo de homo,
que es el hombre moderno, endurecido por la vanidad y blando ante los deseos de
la carne, que se regodea en el laberinto del instinto o se abismas entre las
mezquindades vacuas del ego, donde el alma apetitiva, no dócil ante los
requerimientos de la razón y rebelde o sorda ante los mandatos del espíritu,
concupiscente y voluptuosa, avara e inferior, toma todo el control -soliviantándose
por tanto contra la norma y produciendo, en el turbulento remolino que abre el
hoyo en la conciencia, la anomia moral y el subjetivismo galopante.
Visión de la plaza de armas transformada en
una incivil Disneylandia de bolsillo, en la que se da una especie de autorebajamiento
de lo humano, solidarizado con las formas más bajas de la creación, y cuya
disipación y permisivismo implica una vuelta a los estados anteriores a la
evolución, dando lugar a la caída de
bruces en la materia que lo imanta al apelmazamiento de las masas. Escenario a
la vez cortesano, cavernícola y carnavalesco, de pesadilla y horror, roído por
la fragilidad de la contingencia y acosado por el accidente. Imagen de
minucioso microcosmos también, donde la olvidable metrópoli babilónica es
presidida por una vaga teología idólatra, rondada por el carro funerario del
vampiro Nosferatu que tirado por los caballos negros de la muerte, Centro de lo
excéntrico y apologética del monstruo, donde no sin desvergüenza se rinde culto a las
místicas inferiores en la práctica de los ritos dionisiacos.
Arriba en el lugar del cielo, los grotescos
querubines amotinados, bruñidos por el óxido del bronce, adorados abajo al fingir
el culto a la personalidad inexistente: monumentos egregios del polvo levantados
a las sombras, donde la Venus alada sostiene un cabo del púrpura festón donde
se exhibe la doble rosa roja de Francia y una avioneta ya sin control que pasa
llevando entre los aires, como la nueva promesa del nuestro tiempo, la fascinante
leyenda: “La que le guste a Usted”. O
el disimulado dibujo de una mujer montada en un jumbo jet que apunta con un
rifle, o el de esa otra que se mece cayendo sostenida de un paraguas, rematado
por la media naranja, que señala la fuga del obsequio clientelista y popular de
quienes comiendo el sudor, regalad después el agrio limón partido como insuficiente gota de agua.
En el centro de la obra la seráfica cabeza cercenada de ángel coronado, que es un
niño que gime violentado, del que surge el cuerpo en silueta de un pillastre dado
a la fuga con su botín, cuya leyenda dice: “La
luna es de queso”. Imagen reduplicada en el niño de porcelana que corona la
cúpula del edificio central, portando un extraño cuadernillo desdoblado donde
aparece el doble mensaje, orweliano y
autocontradictorio: “Aquí hay; No
Nada” (Aquí hay no; Aquí hay nada). Destaca la avioneta publicista que
vuela por el aire con el subliminal mensaje: “La que le guste a usted”, que ya sin control se precipita a tierra.
A su lado, los símbolos pueriles, sentimentales y edulcorados, de la vaca de
peluche y el gatito inflable de las niñas que soporta en su cabeza al egregio
ángel de bronce parasitado por dos caricaturas de personas – emblemas de los fantásticos
ídolos de goma de la cultura trasnacional, que tienen como contraste, en la
plaza abajo, la cabeza cárdena de la muñeca degollada.
Mundo edulcorado y misceláneo hasta los
extremos del dolor de muelas o de la nausea, donde se da a la vez una
estridente inversión de valores y una borrosa confusión del sentido, abriendo
la yaga purulenta del pecado -donde el dulce aroma de la pudrición es olfateada
de cerca por la muerte. Mundo de licencia y permisión del carnaval atroz, que
va fraguando una imagen del pandemónium postmoderno, donde los seres ambiguos e
híbridos se funden y confunden en un ámbito engañoso, sobrepoblado de espíritus
malignos y de demonios. Mundo de hechos positivos, meramente temporal, negador
del otro mundo, en el que sin embargo se filtran, como el salitre en la
humedad, las presencias invisibles y ominosas de ultra tumba, y en el que las
fuerzas del inframundo elaboradamente combaten, tan turbia como decididamente,
a las potencias luminosas del supramundo.
Obra, pues, que minuciosamente se
despliega para concentrarse en cada una de sus figuras; para luego desplegarse,
plegarse y replegarse, ensimismada, sobre sí misma, mostrando así los dobleces,
contrariedades y abusos del sentido que presionan y recaen sobre el paisaje
urbano.
Metafísica
de la vacuidad, que termina por exhibirse como una amenaza orquestada de las
sombras, las que aparecen subrepticias por los costados del cuadro, un paso
antes de cubrir el foro y enrollarlo como un lienzo, haciéndolo colapsar y
desaparecer por completo, dejando así caer pesadamente el telón del abigarrado
drama insípido protagonizado por la liviandad, la mascarada, la negación y la
nada.
V
El arte de José Luis Ramírez, rico en
sugerencias y significados, de exquisito colorido y de compleja composición que
no desdeña nunca el amor por el detalle, ha sabido enfrentar, mediante las
armas de una especie de neobarroquismo regional y de un refinado y radical humor,
lo que de irracional, grotesco, paradójico
y caprichoso tiene nuestra era, equilibrándolo en lo posible.
Es verdad que el estilo del artista ha
transitado por el riesgoso sendero de la modernidad, llamándole la atención en lo
que tiene de asombroso y sorprendente, desarrollando su obra el gusto por lo
anecdótico y por la excesiva ornamentación, por el efectismo y por cierta
exageración; no lo es menos que sus obras buscan también cierta grandilocuencia,
no carente de majestuosidad. Por un lado
sentimiento de horror por el vacío de una era sin sustancia, alejada del
espíritu; por otro, movimiento pendular que visitando las zonas tangenciales y
excéntricas de lo humano vuelve todo tiempo, en claras líneas radiales, al
centro mismo, más íntimo, estable y seguro, de la persona y de la forma esencial
humana, acercándose así al clasicismo.
Retrato de la pesada ligereza de nuestro
mundo, es verdad, que el artista durangueño José Luis Ramírez registra sobre
todo bajo la forma de una lucha entre los signos, poblada de señas, indicaciones,
códigos, pronunciamientos y leyendas, equilibrando los elementos discordantes o
eviscerados de cada composición, apenas digeribles, con otros edulcorados o que
los contrarrestan, en una especie de poética de la tensión, a la vez aterradora y festiva, donde se da la proporción y armonía a fuerza de complementariedad. Así, ante el bombardeo informativo que dispara la
atención del espectador en todas direcciones sin permitirle desarrollarse, el
artista opta por la atenta reflexión, por la concentración y la crítica de los
elementos eidéticos de nuestra era, parándose en el sitio y fijando su mirada
en el desenvolvimiento de cada una de sus figuras, logrando también el
refinamiento, cada vez más solvente, de las calidades técnicas y expresivas de
su oficio, dando por resultado una especie de turbulento ritmo sosegado y de estilizada magnificencia a
su obra, de extraordinaria originalidad y fertilidad creativa.
[1] ICED, COINACULTA, Museo Palacio
de los Gurza y Festival Revueltas 2014. Del 14 de octubre al 14 de noviembre
del 2014.
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