jueves, 8 de enero de 2015

José Luis Ramírez: Pasillos de Memoria: Por Alberto Espinosa Orozco

José Luis Ramírez: Pasillos de la Memoria 
Por Alberto Espinosa Orozco


Idolatremos todo padecer,
gozando en la mirífica mujer.”
Ramón López Velarde





I
   La selección presentada por José Luis Ramírez en la exposición “Pasillos de  Memoria” fue en realidad una retrospectiva de su obra, en la que el artista ofreció en cada cuadro un botón de muestra, dando cuenta de un ejemplar de sus múltiples exposiciones anteriores o series de retratos y paisajes.[1]
   Artista de fecunda imaginación y  gran creatividad, prácticamente ilimitada, cada vez más dueño de sus recursos expresivos y formales, José Luis Ramírez aúna a sus dotes la mexicanísima virtud del vivo colorido, dando a su obra una alta calidad artesanal, sumando entre sus méritos los altos timbres poéticos e incluso de condensado humor, ácida ironía, y verdadera gracia. Autor crítico, mustio, mordaz, y polémico, de humor agri-dulce y en ocasiones cáustico, el pintor ha desarrollado su trabajo explorando con penetrante psicología sus figuras, combatiendo así el oscurantismo,  la cerrazón y sordera contemporánea con una mirada lúcida, en ocasiones adivinatoria, siempre incisiva, expresiva y reveladora.





   Su imaginación activa, al enfrentar la aparatosa decadencia de nuestro siglo, tiempo y mundo, donde la norma pareciera ser la permisión del desorden y verdad el encubrimiento, encuentra un justo medio armónico y estable al situarse equidistante tanto de las dislocaciones vanguardistas, de los extremismos bizarros y de la confusión del sinsentido, como de la parálisis y el estancamiento de las formas. Realismo simbolista, pues, que al enfrentar y evadir los excentricismos de manera zigzagueante, resulta perfectamente capacitado para señalar, a veces con crudeza e índice de fuego, el vacio que encierra la prioridad radical que tiene en nuestro tiempo lo existencial por sobre la esencia, y lo formal y meramente aparente por sobre el contenido íntimo de las cosas, desembocando necesariamente su crítica de nuestro tiempo en la disección y diagnóstico de ´su compleja sintomatología, describiendo por ello el mundo como poblado de quimeras y transido de dolor, de frustración e insatisfacción crecientes.
   El amor por  la cultura popular, la preocupación por lo que pasa en la calle cada día, desde el pájaro que pilla su canción en lo alto de la rama, como en la orilla última del mundo, hasta el hueco esperanzado de la mano mendiga limosnera, lo capacitan para abordar los temas más punzantes de la cultura actual, guardando celosamente las pinturas del artista durangueño un registro contextual de lo que nos pasa, siendo en cierto modo su obra también un relato de la historia cotidiana, en la que interactúan una gran cantidad de formas, de elementos y de símbolos.







   Por un lado, el asombro ante los ensayos y marcha conjunta de la humanidad por ir a un más allá en la inmanencia, característica nuclear de la modernidad, cuyas sorprendentes conformaciones, al chochar contra el límite, parecieran clamar por un retorno a un centro más estable de la persona. También descubrimiento, por el otro, de la intimidad humana como llagada e ignorante de sí, que en la exploración de las posibilidades de lo humano llega a frisar incluso con lo que la contrariaría o se le opone: con las potencias inhumanos que abren las oscuras compuertas  de las innumerables posibilidades del azar y lo contingente o de lo que puede ser de otra manera –con las mutaciones del ser o con las aniquilaciones del no ser. Territorio vacilante, de vacuidad y duda, incluso de abismamiento en la fragilidad del tiempo fisurado, por donde se cuela la posesión de la alienación y la convulsión de la violencia. Mundo que, al estar todo permitido -por mor de la autonomía de carácter y de la libertad concebida como un mero derecho de paso-, conduce irremediablemente, como si de una resbaladilla enjabonada se tratara, no a la trasfiguración de las formas, sino a su mutación o degradación, donde el hombre deja propiamente de ser lo que es para convertirse en el otro radical vuelto de espaldas a los otros o en enemigo de sí mismo (“Dualidad”).



   Ante ese panorama desolador la pintura de José Luis Ramírez, al ir directo al tuétano o la médula de sus asuntos y sirviéndose de los ácidos corrosivos de la crítica y del humor, verde, morado o negro, incuso de la decidida burla, nos hace frecuentemente sonreír… o gemir –teniendo su obra, por sus poderes expresivos y revelantes, un parentesco sanguíneo con la cruda sátira caricaturesca de José Clemente Orozco.







II
   Escenarios de horror y pesadilla o acosados por presencias ominosas, las atmósferas de algunas pinturas de José Luis Ramírez nos hacen sentir en carne propia la densidad y temible presión generacional de nuestra altura histórica, desde la niña de encrespados cabellos que con candor nos mira (“Compañía fiel”), hasta la aguda mirada bruja de erizada complicidad cuyo gesto de hiriente indolencia a la vez hierve y se evapora (“Respiración lenta de ojos azules”), o el aislamiento que surge en medio de la copa de la reflexión y que inhabilita los esfuerzos constructivos (“Caída libre”), pasando por la imagen pobre del barril del quinto patio iluso del que emerge una Venus de Citerea... hinchada de anemia.







  O las femeninas abluciones en la bañera, que en su espuma dramáticamente se combina con las burbujas antiácidas de la sal de uvas, para después seguir su camino indiagramable, como en el Mago de Oz, por la estela marcada por el camino rojo que, como los existencialistas caminos del bosque, no van a ninguna parte  (“Decisiones estomacales”), o el acoso de espíritus arcaicos que vienen de muy lejos a perturbar el sueño, desde las profundidades horadadas de la pesada noche insomne (“Ángel secreto”). Mundo donde convive lo mismo el gigante dormido, disminuido en el sopor después de la función circense (“Gigante”), que el nicho del ídolo de barro donde la ninfa de los cerdos celebra chapopoteando  la danza de los limos al levantar un jarro (“Trofeo”).








     Obra plural que apela al estallido de lo visceral, para en un latigazo dejar salir las fuerzas oprimidas, que condensan en una serie de símbolos instantáneos aquellas realidades censuradas por la conciencia, que en una meditada erupción final figuran en un gesto gráfico el interdicto o lo no dicho, o lo que está latente agujoneando el inconsciente. Atmósferas pesadas, densas, tectónicas, cuya presión y  espesor, sin embargo, se resuelve al articular un juego de signos o emblemas que riman con los otros, cooperando a dar coherencia al todo de la composición que, entonces, en la asamblea del color bien temperado, danza. Lo innombrable, la trasgresión y lo prohibido, lo que no puede ser, al ser detectado y formulado por la intuición estética del artista, se decanta entonces en el signo, en la pequeña leyenda al calce o en el código encriptado, para expresar o insinuar de tal manera lo indecible, aportando una especie de visión premonitoria de la realidad y de claridad a la reflexión despierta.
   Sus obras nos hablan así, a la manera de una extensa alegoría, de los elementos tóxicos de la modernidad que, sin darnos cuenta, han ido irrigando los vastos sembradíos de la cizaña o donde los gérmenes de la vida son sacados a secar al sol entre  las sales del desierto (“Fosa común”, “Miopía” de la serie Yuxtaposiciones).  










      Porque lo que articula el trabajo de José Luis Ramírez es un profundo deseo narrativo por dar coherencia y hacer inteligible la realidad contradictoria, muchas veces irracional, en que vivimos. Esfuerzo vehemente y efervescente del “logos”, de la razón y de la reflexión, por hacer un relato consistente del mundo en torno y de dar cuenta de su degradación temporal, cuyas herramientas no pueden sino ser las del cuento, la leyenda e incluso de la fabulación mítica.  También las de la poesía, que al yuxtaponer o relacionar por analogía dos cosas muy distantes entre sí, al parecer completamente ajenas, crea un tercer término de homologación, una metáfora visual, que orienta la mirada en una dirección inédita y que, al revelar algún aspecto nuevo de la realidad, reordena nuestra visión del mundo.
   Así, en cada uno de los cuadros del sorprendente artista durangueño encontramos la escena clave de un relato fantástico, el cual equivale al nudo de las acciones dramáticas o a una clave simbólica, donde de manera clásica se da igual la catarsis que la agnagnórisis; es decir,  ya el reconocimiento de la identidad de los personajes; ya la purificación emocional o espiritual por intermedio de la presentación de un castigo ejemplar al infractor, de una consecuencia no querida o fatal, que lleva al espectador a un complejo sentimiento de pesar que despierta su conciencia y así lo redime de las bajas pasiones detonadas por la desmesura (hybris fáustica), que invita por tanto a la mesura.




III
   Presentación, pues, del cruel teatro del mundo moderno que, sobre la negación del reino sobrenatural y de los valores tradicionales, ha impuesto la desangelada opción de la indiferencia por los otros y del poder y la dominación técnica sobre los elementos materiales de la naturaleza y sobre el hombre mismo, dando por resultado una vida de necesidades crecientes y de consumo, especificada en un tipo de hombre no continente y carente de metas espirituales, cuyo trayecto mecánico es el de una retrogradación hacia el estado anterior de lo humano, el de una opción metafísica que paradójicamente anula al hombre como tal, y que al impulsarlo hacia el vértigo de la aceleración en la búsqueda de poder y de dicha en el deleite y el placer, lo empuja también hacia la materia inerte, precipitándolo, finalmente en los espacios abisales de la muerte.
    Marco general sobre el que el artista va internándose, cautelosamente, para describir el otro lado de la moneda: el hibridismo cultural que crea la industria y el entretenimiento sobre el tejido social, dando así idea, mediante una serie de fragmentos, de su rostro oculto, despiadado y bifronte. Porque al sondear en el traspatio inconsciente de los ojos, el artista encuentra, como claves hermenéuticas, las máscaras reveladoras y terribles de su esencia: lo mismo la imagen del carnaval del circo y de la diversión atroz, que la alegoría de la trastera.
   Por un lado, en efecto, la imagen recurrente del deshuesadero como un inmenso pudridero de maravillas obsoletas, que es a la vez parroquia de detritus que convoca a los fantasmas, que campo santo profanado que acumula las fuerzas negativas. El basurero aparece entonces como lo ignorado por todo valor de uso o de cambio, como lo que ya no puede ni usarse ni reutilizarse, como un anti-valor que el sistema mismo reusa utilizar, dejándolo caer  en el vacío, completamente descartado –donde ha de contarse al hombre mismo que, funesto y sin esencia, olvidado de los nombres, es echado a perder por el olvido de los hombres o engullido por desorden de las sombras.










   El tierno símbolo de los peces payaso de Walt Disney  ("Fosa común") equivale entonces a una alegoría pesimista, cuyo simbolismo codifica el sentimiento de orfandad de nuestro tiempo: la imposibilidad de volver a casa o de recobrar la integridad de nuestra alma. Ato de peces desecados, donde se mezclan indistintamente deprimidos, infiltrados y  pirañas, que nos habla de la muerte y descomposición grupal de los organismos biológicos por corrupción, ya por la alteración de la pureza de sus materiales o por la distorsión de la integridad de una sustancia, ya por mescla con otra cosa, ya por desmembración de sus partes, ya por desviación de su curso esperado. Escena del muladar siniestro, pues, donde se cancela la búsqueda de lo humano y se llega al extremo del desprecio y rampante desconocimiento de la persona humana en cuanto tal.
   Imagen que registra tanto el  amor natural entre los hombres como congelado o disociado, que, luego de llevar agua a su molino, llegan al extremo último y atroz de arremeter contra la misma existencia del congénere, donde alternan las pirañas moribundas con en boquear asfixiante de seres deprimidos. También expresión del drama cósmico y metafísico, donde las crecidas fuerzas de la noche amenazan desde dentro a las profanidades y a los tronos el mundo, al trastornar el orden y las leyes mismas de la naturaleza por la ruptura con el pacto esencial y eterno con lo que nos hace hombres.




IV
   Así, cada cuadro en la obra de José Luis Ramírez aparece como una pieza a la vez independiente y necesaria para ir completando el complejo rompecabezas que retrata nuestra era tardo-moderna. Laberinto de crudo y extremo existencialismo donde al verla de cerca también se vive la prioridad absoluta de lo aparente y material sobre el espíritu y la metafísica, en una vida meramente terrenal, consagrada por la mística inferior de la religión inmanentista y sus ídolos de plomo –donde todo el tiempo, sin embargo, se filtran por secretos intersticios los signos y huellas vagarosas de la muerte.
   Imágenes centrales en su extremismo, pues, que a manera de vertiginosos astros calcinados atraen a otras imágenes relacionadas, concomitantes o contiguas, como si de satélites o de la cuada de algún extraviado comenta se tratara. Cada pintura equivale así a una estafeta que, en el relevo del sentido, da lugar a otra imagen, en donde se van describiendo todos los matices posibles del hombre moderno-contemporáneo como un ser inconsistente y ambiguo, a la deriva y contingente, o como el ser innecesario de innecesarios atributos, e incluso, como quiere el existencialismo radical, como un ser meramente orgánico o ser para la muerte.



   El epicentro urbano de tales excentricismos, el ombligo de la “aldea global”  es figurado por el artista bajo la especie de una ciudad gótica y ubicua que a la vez no está en ninguna parte (“Tiempo de Circo”). Obra magistral, en la que el pintor pareciera observar, como mirando por el diminuto ojo de una cerradura, a la nueva Babilonia olvidable, en donde hay algo de Roma, de Praga, de Budapest o de Florencia, descubriendo en su gótica plaza pública el pulular de seres ambiguos e híbridos, de homúnculos confundidos con batracios, dados con frenesí y en vano a la ociosa tarea conjunta de burlarse del pacto original y de negar la esencia humana, en una especie de guerra sin cuartel contra el sentido.
   Apologistas de la excentricidad, perversos y charlatanes de toda laya, escapistas de la realidad y equilibristas del tedio,  que junto al zorro de chistera y al ufano coyote de tirantes se apoderan de la palestra pública para exhibir sus artes embusteras, de apariencia y engaño, teniendo como cometido obnubilar la conciencia, convocando a voces y plena luz del día la irrupción de lo indistinto y, finalmente, del caos. Fuegos polícromos de artificio chisporroteando en la caverna umbría, donde el hombre queda aprisionado, como en un antro, que da alas negras al tipo de hombre moderno, no continente, determinado más que por su voluntad por sus impulsos primarios, hedónicos y cráticos. Coronación de un nuevo tipo de homo, que es el hombre moderno, endurecido por la vanidad y blando ante los deseos de la carne, que se regodea en el laberinto del instinto o se abismas entre las mezquindades vacuas del ego, donde el alma apetitiva, no dócil ante los requerimientos de la razón y rebelde o sorda ante los mandatos del espíritu, concupiscente y voluptuosa, avara e inferior, toma todo el control -soliviantándose por tanto contra la norma y produciendo, en el turbulento remolino que abre el hoyo en la conciencia, la anomia moral y el subjetivismo galopante.




   Visión de la plaza de armas transformada en una incivil Disneylandia de bolsillo, en la que se da una especie de autorebajamiento de lo humano, solidarizado con las formas más bajas de la creación, y cuya disipación y permisivismo implica una vuelta a los estados anteriores a la evolución, dando lugar  a la caída de bruces en la materia que lo imanta al apelmazamiento de las masas. Escenario a la vez cortesano, cavernícola y carnavalesco, de pesadilla y horror, roído por la fragilidad de la contingencia y acosado por el accidente. Imagen de minucioso microcosmos también, donde la olvidable metrópoli babilónica es presidida por una vaga teología idólatra, rondada por el carro funerario del vampiro Nosferatu que tirado por los caballos negros de la muerte, Centro de lo excéntrico y apologética del monstruo,  donde no sin desvergüenza se rinde culto a las místicas inferiores en la práctica de los ritos dionisiacos.
   Arriba en el lugar del cielo, los grotescos querubines amotinados, bruñidos por el óxido del bronce, adorados abajo al fingir el culto a la personalidad inexistente: monumentos egregios del polvo levantados a las sombras, donde la Venus alada sostiene un cabo del púrpura festón donde se exhibe la doble rosa roja de Francia y una avioneta ya sin control que pasa llevando entre los aires, como la nueva promesa del nuestro tiempo, la fascinante leyenda: “La que le guste a Usted”. O el disimulado dibujo de una mujer montada en un jumbo jet que apunta con un rifle, o el de esa otra que se mece cayendo sostenida de un paraguas, rematado por la media naranja, que señala la fuga del obsequio clientelista y popular de quienes comiendo el sudor, regalad después el agrio limón partido como  insuficiente gota de agua.




   En el centro de la obra la seráfica  cabeza cercenada de ángel coronado, que es un niño que gime violentado, del que surge el cuerpo en silueta de un pillastre dado a la fuga con su botín, cuya leyenda dice: “La luna es de queso”. Imagen reduplicada en el niño de porcelana que corona la cúpula del edificio central, portando un extraño cuadernillo desdoblado donde aparece el doble mensaje, orweliano y  autocontradictorio: “Aquí hay; No Nada” (Aquí hay no; Aquí hay nada). Destaca la avioneta publicista que vuela por el aire con el subliminal mensaje: “La que le guste a usted”, que ya sin control se precipita a tierra. A su lado, los símbolos pueriles, sentimentales y edulcorados, de la vaca de peluche y el gatito inflable de las niñas que soporta en su cabeza al egregio ángel de bronce parasitado por dos caricaturas de personas – emblemas de los fantásticos ídolos de goma de la cultura trasnacional, que tienen como contraste, en la plaza abajo, la cabeza cárdena de la muñeca degollada.





   Mundo edulcorado y misceláneo hasta los extremos del dolor de muelas o de la nausea, donde se da a la vez una estridente inversión de valores y una borrosa confusión del sentido, abriendo la yaga purulenta del pecado -donde el dulce aroma de la pudrición es olfateada de cerca por la muerte. Mundo de licencia y permisión del carnaval atroz, que va fraguando una imagen del pandemónium postmoderno, donde los seres ambiguos e híbridos se funden y confunden en un ámbito engañoso, sobrepoblado de espíritus malignos y de demonios. Mundo de hechos positivos, meramente temporal, negador del otro mundo, en el que sin embargo se filtran, como el salitre en la humedad, las presencias invisibles y ominosas de ultra tumba, y en el que las fuerzas del inframundo elaboradamente combaten, tan turbia como decididamente, a las potencias luminosas del supramundo.












      Obra, pues, que minuciosamente se despliega para concentrarse en cada una de sus figuras; para luego desplegarse, plegarse y replegarse, ensimismada, sobre sí misma, mostrando así los dobleces, contrariedades y abusos del sentido que presionan y recaen sobre el paisaje urbano.
   Metafísica de la vacuidad, que termina por exhibirse como una amenaza orquestada de las sombras, las que aparecen subrepticias por los costados del cuadro, un paso antes de cubrir el foro y enrollarlo como un lienzo, haciéndolo colapsar y desaparecer por completo, dejando así caer pesadamente el telón del abigarrado drama insípido protagonizado por la liviandad, la mascarada, la negación y la nada.
V
   El arte de José Luis Ramírez, rico en sugerencias y significados, de exquisito colorido y de compleja composición que no desdeña nunca el amor por el detalle, ha sabido enfrentar, mediante las armas de una especie de neobarroquismo regional y de un refinado y radical humor, lo que de irracional, grotesco, paradójico  y caprichoso tiene nuestra era, equilibrándolo en lo posible.
   Es verdad que el estilo del artista ha transitado por el riesgoso sendero de la modernidad, llamándole la atención en lo que tiene de asombroso y sorprendente, desarrollando su obra el gusto por lo anecdótico y por la excesiva ornamentación, por el efectismo y por cierta exageración; no lo es menos que sus obras buscan también cierta grandilocuencia, no carente de majestuosidad.  Por un lado sentimiento de horror por el vacío de una era sin sustancia, alejada del espíritu; por otro, movimiento pendular que visitando las zonas tangenciales y excéntricas de lo humano vuelve todo tiempo, en claras líneas radiales, al centro mismo, más íntimo, estable y seguro, de la persona y de la forma esencial humana, acercándose así al clasicismo.
   Retrato de la pesada ligereza de nuestro mundo, es verdad, que el artista durangueño José Luis Ramírez registra sobre todo bajo la forma de una lucha entre los signos, poblada de señas, indicaciones, códigos, pronunciamientos y leyendas, equilibrando los elementos discordantes o eviscerados de cada composición, apenas digeribles, con otros edulcorados o que los contrarrestan, en una especie de poética de la tensión, a la vez aterradora y festiva, donde se da la proporción y armonía a fuerza de complementariedad. Así, ante el bombardeo informativo que dispara la atención del espectador en todas direcciones sin permitirle desarrollarse, el artista opta por la atenta reflexión, por la concentración y la crítica de los elementos eidéticos de nuestra era, parándose en el sitio y fijando su mirada en el desenvolvimiento de cada una de sus figuras, logrando también el refinamiento, cada vez más solvente, de las calidades técnicas y expresivas de su oficio, dando por resultado una especie de turbulento ritmo sosegado y de estilizada magnificencia a su obra, de extraordinaria originalidad y fertilidad creativa. 
















[1] ICED, COINACULTA, Museo Palacio de los Gurza y Festival Revueltas 2014. Del 14 de octubre al 14 de noviembre del 2014.










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