Amistad
(Memoria y Olvido)
Por
Alberto Espinosa
La
amistad con el mundo no era nada
más
que el amor del tiempo y la hermandad
con
el prado y el cielo, con el perro y el
gato
y
con la luna, con el fuego y el sol, con el agua
y
el viento, con el árbol ya viejo y su renuevo
y
con el helado aliento del enfermo.
En
la disimulada danza de las horas
la
lenta amistad ha sido eso: el compartir
el
pan, la sal, el vino, el viento, el día y la palabra,
sobre
todo la palabra que abre la esperanza del mañana
-marchando
en la pendiente entre la noche impía,
rodeando
los pozos secos, sedientos de negrura.
Y
con los muertos... ¡Ah, sí! La amistad
que
sostenemos, ateridos, con los muertos,
con
nuestros muertos -que infatigables
nos
observan más allá de las compuertas:
que
nos escuchan y nos observan y nos hablan
-sin
decirnos nada, nada, ni siquiera una palabra.
Y
la amistad con el silencio peregrino
que
asecha entre las grietas del camino;
con
el silencio, donde se escucha entre ecos
los latidos del mundo que pasó, que se ha
perdido,
confundido
entre la ambigua bruma, en que se estrechan
en
combate la incesante memoria y el fragoroso el olvido.
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