viernes, 27 de julio de 2018

Cachorro, el perro que (sólo) le ladró a la muerte Por Petronilo Amaya

Cachorro, el perro que (sólo) le ladró a la muerte
Por Petronilo Amaya
 

Era una bola de suave pelambre –con ojos de cielo- aquel viernes 16 de marzo cuando Enrique Barajas lo confió a mi suerte. Presentábamos CantaLetras 62 en el Corazón de Villa, así, el pequeño can quedó unido a la poesía y a la música: Reyna Valenzuela, Jéssica Cobos, Marce Quiñones y Paty Rodríguez leyeron versos que lo tranquilizaron, despuesito, los alumnos de Enrique estrenaron para él sus canciones. Durante el brindis fue la sensación: Martín Guerrero, Juan Emigdio, Mónica Reveles, Rafael Ortiz, Dora Bañales, Úrsulo y Julio César Andrade lo acariciaron, mientras otros le tomaban fotos o, incluso, lo cargaron un rato. A mis luceros: Citlalli y Luna les tocó llevarlo a casa, porque este valedor tenía que seguir degustando vino tinto y mezcal con poetas y amigos de la revista, y después, debía darle cuerda a la noche, con José Francisco Marín atestiguando que la fiesta no acaba mientras nos dure el ímpetu.
Tal vez la señal de apego en aquella primera imagen impuso el nombre de “Cachorro”, y de ahí pa’l real, como decimos en Coneto, yo, a darle sus alimentos al bebé que era, y él, a crecer en tamaño y en recuerdos. Pronto alcanzó independencia, rápido aprendió sus primeras lecciones: comer solo, subir la escalera y allá arriba cumplir sus otras necesidades, marcando y cuidando las fronteras de nuestro reino.
El y yo nos teníamos el uno al otro, para protegernos.
Apenas creció un poco, demostró su hiperactividad cual ningún otro perro que hubiera acompañado mis días. Acá en Coneto mi infancia tuvo algunos, y ya en la familia que formamos Rosa Elva y yo, nos acompañaron -en tres décadas- más de diez, destacando Palomo, aquel labrador blanco igual a página nueva, y en la última etapa, Jueves y Chiquilín, nobles y buenos como mezcal matizado por los labios que me hechizan. Pero Cachorro resultó sin antecedente: su energía y entusiasmo lo incitaban a destruir macetas, desbaratar trapeadores, volver inservible cualquier recipiente, acabar con escobas y recogedores, desclavar tablas, escarbar, mover piedras grandes y pequeñas de un lugar a otro, morder salientes de madera o acero, perforar envases de plástico y arrastrarlos como penitencia, y robarme, al mínimo descuido, ropa del tendedero.
Fueron varias las veces que lo llamé a cuentas, con esperanza de moderación, sobre todo a media noche, cuando se daba vuelo jugueteando con pedruscos o palos, o cuando traía mis camisas o pantalones trapeando la azotea. Me veía como si entendiera los regaños. Al poco tiempo fumábamos la pipa de la paz, así hubiera destrozado sábanas o calzones, entonces se acercaba a mis caricias y cuando venteaba mi calma, pasada la tormenta, era un niño consentido que juntaba su cabeza a mis piernas.
Pero no sabía ladrar por más que yo intentaba mostrarle cómo hacerlo. Ahí estaba diciéndole: mira, así: guau, guau…guau, guau… Lo reprendía formal por esa omisión: ¿así cómo vas a cuidar la casa?, ¿así, mudo, cómo vas a ahuyentar a los ladrones? y nada más corría de un lado a otro con sus potentes muñecas, demostrándome su poderío y quién sabe si contestando de alguna forma mis interrogantes.
Muchas veces le repetí la lección de cómo ladrar ¿Te acuerdas, Kora? No hubo el aprendizaje deseado, hay que enfatizarlo.
Cada mañana le servía su alimento y le encargaba la casa. Por las noches –una que otra vez en la madrugada- nada más oírme llegar gruñía y rascaba la puerta. Yo iba a checar que estuviera bien y a ponerle agua nueva. Rutina que me complacía.
El viernes 20 de julio anduvo muy contento, en la noche, Lalo, el esposo de Citlalli, se dio unos minutos para jugar con aquel cachorro que a sus cinco meses ya medía como sesenta centímetros de altura. Lalo lo zarandeaba y Lunita reía, lo abrazaba y el noble se dejaba querer. Se despidieron amigables, como otros viernes. Ninguna premonición preocupó a nadie.
El sábado en la tarde noté que había comido poco. No me preocupé, imaginé un chantaje, como otras veces, por lo que le cambié las croquetas por las que más le gustaban, pero el domingo advertí, ahora sin con ansiedad, que ni las había tocado. Me di ánimos: mañana estará bien.
El lunes que regresé de mis compromisos –después de una mañana espléndida y una tarde de ajetreos- entendí que la cosa iba en serio: Ya no podía levantarse y sus ojos había perdido el brillo. Raudo le hablé a Luis Alonso, un sobrino veterinario, que sin demora llegó a revisarlo, y no obstante las horas de la noche, conseguimos los medicamentos y él, pacientemente, se los inyectó o suministró. Como a la media hora Cachorro se reactivó, caminó, subió las escaleras y mientras lavábamos el patio regresó a hacer otra de sus suertes: varias veces metió la cabeza a la tina con agua y se refrescó con algarabía, como lo hacía casi a diario.
Luis Alonso se entusiasmo y me contagió. Los milagros existen, dijo y se despidió del perro hablándole suavecito: échale ganas, de ti depende, campeón. Mostraba total mejoría. Luis Alonso me preguntó por las vacunas (sí las tenía, pero no hallé la cartilla), me dio algunas recomendaciones y ofreció regresar el martes a media mañana para continuar el tratamiento y determinar si lo hospitalizábamos o ahí mismo se recuperaba.
No hay que cantar victoria, agregó como despedida. Yo soñé que Cachorro se convertía en un ejemplar enorme y que sus ladridos le gustaban a una amiga mía que, sonriente me guiñaba el ojo y me murmuraba: sí te aprendió, ladra como en verso. Un ladrido potente me despertó: fui a verlo, estaba parado, tambaleante, le marqué a Luis Alonso para decirle que Cacho seguía mal, que se apresurara. Los arcanos que desconocemos decidieron no darnos más tiempo: Volví a asomarme y ya agonizaba, me acerqué, lo acaricié…le grité. Fue en vano. Se elevó al edén canino el medio día del 24 de julio.
Desconsolado, tal si anduviera sonámbulo, lo guardé en un costal, luego lo acomodé en una caja de cartón y lo subí al auto. Había sido mi compañero y no quería tirarlo en cualquier punto, anduve por las orillas de la ciudad buscando sin buscar. La providencia salió a mi encuentro: en un baldío cierto señor hacía unos hoyos. Me acerqué, le pregunté ¿qué van a plantar aquí?, me dijo que los dueños querían unos árboles de ornato, ofrecí compensarlo si hacía más profunda la excavación para sepultar ahí a mi perro. Estuvo de acuerdo, le ayudé a ratos. Tres cervezas después depositamos a Cachorro en un sitio que habrá de ser jardín.
Mi eventual amigo me entendió porque también aprecia a los perros, ahorita, me dijo, nada más tengo cinco, eran siete, pero uno me lo atropellaron y tuve que enterrarlo, el otro se fue con una perra en celo, por eso nomás me quedan cinco. Le cayeron tan bien las heladas a las que les dio trámite mientras escavaba, que me dio ánimos a su manera: no se agüite, así es la vida, yo le daría uno de mis perros, pero son rete bien corrientes. Le subió volumen al radio de donde brotaron notas tristes cantadas por José Alfredo, me acordé del poema de Abigael Bohorquez, Llanto por la muerte de un perro y caí en cuanta que Cachorro, inmisericorde, también me dejaba en despoblado, por eso mis lágrimas y el consuelo de aquel camarada: ¡Arriba el ánimo, su perro va a florecer, carajo!



1 comentario:

  1. Excelente manera de recordar a un fiel amigo compartiéndonos su historia que refleja la nostalgia y vacío de ausencia, dejando gratos recuerdos de un ser muy especial como parte de su historia.
    Me gusta mucho la manera como nos comparte su inesperada partida.
    Cachorro por siempre en su corazón.

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