VIII.- Don Héctor Palencia Alonso: la
Luz y la Herida
(8ª de 9 Partes)
Inevitablemente la temible Moira abrió para
el maestro Héctor Palencia sus puertas un día 31de agosto. Día de consagración
de la Catedral de México. Día de consagración de la Catedral de Durango. Día de
San Ramón. Día de luna llena. La Moria, la locura alada, sagrada, la sublime
locura del amor cristiano coronaba con ello la vida de uno de sus mejores hijos
imantado por las esencias, por la poesía, por la filosofía esotérica. El
balance de sus resultados en su tránsito por el valle de las lágrimas,
sorprendente y majestuoso, cristalizó en el inusitado desarrollo de los
copiosos talentos con que se engalana su región geográfica, alcanzando Durango
con ello un altísimo grado de calidad e incluso de excelencia en lo que
respecta a la recreación de los contenidos de la cultura, especialmente en lo
tocante a las expresiones musicales y pictóricas.
Junto a los platónicos, el cristianismo del
maestro lo llevó a intuir el ocultamiento que lleva a cabo el cuerpo respecto
del alma humana, considerándolo por consecuencia como un obstáculo a la
contemplación de la cosas verdaderas, como un grillo que nos mantiene
encadenándonos en la caverna donde solo desfilan sombras y proyecciones de
sombras de las cosas. Invitó a la contemplación de lo invisible y a la realidad
inmaterial del espíritu por el camino de la estética y la cultura -depurada por
medio del buen gusto insito en la religión de sus amores, cuya regla de vida
moral se concentró en espíritu de libertad y en espíritu de caridad. Su
resultado fue así la de una actitud ascética muy libre, muy abierta y muy pura,
concordante en todo a la iglesia que se deriva del evangelio de San Juan. Su
núcleo, nadie lo ignora, conjuga las dos dimensiones de oposición al placer y de
limitación del poder, entendiendo que la voluntad o impulso ascético y su
contraria, la voluntad de poderío, encarnan la dualidad moral en que radica a
fondo y a priori la mismísima naturaleza y misterio del hombre.
Porque la muerte, a la manera de la
filosofía que medita en ella, que nos hace vivir la vida en su presencia, es
también la gracia que posibilita separar las cosas visibles y materiales de las
ideas y arquetipos eternos, dejando al hombre libre de la cárcel del cuerpo
para que el espíritu, ya despojado de la ruda y tosca materialidad, sea atraído
junto con todas las cosas puras para vivir confundido con el bien supremo. La
vida del maestro de generaciones y de pueblos, emprendió así la aguda subida
por la pendiente de la montaña del espíritu, inconcebiblemente, locamente,
pagando el mal con bien, tolerando la cruz de las calumnias, despreciando las
ofensas y los engaños, los pesares y los insultos, sin distinguir entre amigos
y enemigos para los que siempre tenía la palabra edificante y el consejo
consolador – actitud de estoico jubiloso que al estar hecha con la sustancia
del espíritu escapaba en su comprensión a la mundaneidad y su presión
histórica.
La vida es también la imagen de la muerte.
Ahora empieza a vivir el Maestro, el hijo predilecto de la Cuidad de Suchil, su
verdadera vida eterna. Nosotros a cosechar sus frutos. Porque su personalidad
histórica es también para nosotros, aquí abajo en este mundo sublunar, un
motivo perpetuo de rememoración y conmemoración colectiva. Catastrófico evento,
es verdad, que señala también un inicio. Porque de tan irremediable pérdida
podemos sacar también una eucatástofre y una lección postrera: que la promesa,
como el amor, siempre de alguna manera se cumple, porque en parte es sólo una
esperanza, un proyecto, una orientación del sentido, en parte un dibujo a ser
iluminado por los otros, por la comunidad a la que el maestro supo heroicamente
ofrendar sus días.
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