martes, 10 de septiembre de 2013

VIII.- Don Héctor Palencia Alonso: la Luz y la Herida (8ª de 9 Partes)

VIII.- Don Héctor Palencia Alonso: la Luz y la Herida

(8ª de 9 Partes)

   Inevitablemente la temible Moira abrió para el maestro Héctor Palencia sus puertas un día 31de agosto. Día de consagración de la Catedral de México. Día de consagración de la Catedral de Durango. Día de San Ramón. Día de luna llena. La Moria, la locura alada, sagrada, la sublime locura del amor cristiano coronaba con ello la vida de uno de sus mejores hijos imantado por las esencias, por la poesía, por la filosofía esotérica. El balance de sus resultados en su tránsito por el valle de las lágrimas, sorprendente y majestuoso, cristalizó en el inusitado desarrollo de los copiosos talentos con que se engalana su región geográfica, alcanzando Durango con ello un altísimo grado de calidad e incluso de excelencia en lo que respecta a la recreación de los contenidos de la cultura, especialmente en lo tocante a las expresiones musicales y pictóricas. 
   Junto a los platónicos, el cristianismo del maestro lo llevó a intuir el ocultamiento que lleva a cabo el cuerpo respecto del alma humana, considerándolo por consecuencia como un obstáculo a la contemplación de la cosas verdaderas, como un grillo que nos mantiene encadenándonos en la caverna donde solo desfilan sombras y proyecciones de sombras de las cosas. Invitó a la contemplación de lo invisible y a la realidad inmaterial del espíritu por el camino de la estética y la cultura -depurada por medio del buen gusto insito en la religión de sus amores, cuya regla de vida moral se concentró en espíritu de libertad y en espíritu de caridad. Su resultado fue así la de una actitud ascética muy libre, muy abierta y muy pura, concordante en todo a la iglesia que se deriva del evangelio de San Juan. Su núcleo, nadie lo ignora, conjuga las dos dimensiones de oposición al placer y de limitación del poder, entendiendo que la voluntad o impulso ascético y su contraria, la voluntad de poderío, encarnan la dualidad moral en que radica a fondo y a priori la mismísima naturaleza y misterio del hombre.
   Porque la muerte, a la manera de la filosofía que medita en ella, que nos hace vivir la vida en su presencia, es también la gracia que posibilita separar las cosas visibles y materiales de las ideas y arquetipos eternos, dejando al hombre libre de la cárcel del cuerpo para que el espíritu, ya despojado de la ruda y tosca materialidad, sea atraído junto con todas las cosas puras para vivir confundido con el bien supremo. La vida del maestro de generaciones y de pueblos, emprendió así la aguda subida por la pendiente de la montaña del espíritu, inconcebiblemente, locamente, pagando el mal con bien, tolerando la cruz de las calumnias, despreciando las ofensas y los engaños, los pesares y los insultos, sin distinguir entre amigos y enemigos para los que siempre tenía la palabra edificante y el consejo consolador – actitud de estoico jubiloso que al estar hecha con la sustancia del espíritu escapaba en su comprensión a la mundaneidad y su presión histórica. 
   La vida es también la imagen de la muerte. Ahora empieza a vivir el Maestro, el hijo predilecto de la Cuidad de Suchil, su verdadera vida eterna. Nosotros a cosechar sus frutos. Porque su personalidad histórica es también para nosotros, aquí abajo en este mundo sublunar, un motivo perpetuo de rememoración y conmemoración colectiva. Catastrófico evento, es verdad, que señala también un inicio. Porque de tan irremediable pérdida podemos sacar también una eucatástofre y una lección postrera: que la promesa, como el amor, siempre de alguna manera se cumple, porque en parte es sólo una esperanza, un proyecto, una orientación del sentido, en parte un dibujo a ser iluminado por los otros, por la comunidad a la que el maestro supo heroicamente ofrendar sus días.





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