José Manuel González: Rasgos y Tótems
“La desnudez es la luz que nos
viste cuando nada nos viste.”
Tomás Segovia
I
La obra plástica del artista durangueño
José Manuel González está marcada con el signo, muchas veces amorfo, de la
existenciariedad, de lo que lejos de coronar una esencia o exclusiva humana se
muestra como lo accidental que la trastoca o menoscaba. Sin embargo, aunque
preñada por las muescas del azar y la contingencia, incluso de lo equívoco, sus
estudios fisonómicos son también profundas inspecciones sobre el espejo del
rostro, de las aguas frecuentemente oscuras que corren al interior de la
vitalidad sentimental, intelectual o intuitiva del ser humano. Su reino de
investigación es en mucho el dominio de la reserva, de la “pureza del mal”, de
la mutilación y la incomunicación, en donde el dolor y la pena laceran y
tuercen los gestos con que los individuos transparentan sus movimientos
sentimentales de ánimo ya sea a modo de protesta, de reacción ante la realidad
caída del mundo, ya sea bajo la forma desolada de rebelión (religiosa, existencial
o sexual), de ira o de tristeza como consecuencias anímicas ante la negativa o
la imposibilidad de participar de la realidad vivificante de la creación.
Su tema, así, es en cierto modo, el del mal.
Es el fruto negro abordado por el arte, hoy más que nunca actual, de la
tragedia. Solo que ese tema es retomado con todos los matices en que lo decanta
la perspectiva de la modernidad dominadora, con todo el peso y los estragos que
causan los troqueles maquinales de su corona de hierro al devastar los finos
filamentos de la sensibilidad humana. Desde la perspectiva personal en que a
González se le presenta el fenómeno de la inconsciencia y de la mala voluntad,
no puede sino crear una obra a la vez original y convincente, estremecedora
muchas veces por lo que hay en ella de experiencia estética del “horror”, de
humor viscoso y negro o de nocturna maravilla monstruosa, la cual provoca en la
realidad concreta el movimiento a la
reflexión sobre la punzante belleza de lo terrible, mostrando, más allá de la función
del arte como gusto o armonía sentimental-sensible, las ancestrales regiones
traumáticas de nuestra memoria psíquica en sus tortuosos pasajes de kratofanías
o de horror sagrado.
Pareciera así que los fantasmas de su
imaginación y las sombras toman cuerpo y forma visible para mostrar lo que hay
en la realidad de resistencia, de opacidad impenetrable. Y ello lo logra
mediante el recurso del contraste, abordando la realidad de la persona en lo
que en ella se deja vislumbrar de transparencia y exposición, de pliegue
desplegado –empero, sus figuras frecuentemente emergen o se vislumbran como
prisioneras de las presiones y los efectos de la dominación y el sojusgamiento,
de una fuerza y un poder que parecieran inamovibles y sólidos sólo por su
mudez, por la apariencia de realidad que nos da lo resistente, lo inexpresable,
lo que al escabullirse al diálogo y a la transparencia del habla no puede ser
sino una torre silente, pues es en ello donde el orden se funda como defensa
que ni se delata ni se traiciona (pues es el orden de la enemistad y de la
guerra). Es la fuerza de lo impenetrable y de lo resistente, la cual en su
oscuridad solo pide el sometimiento y el silencio (Tomás Segovia).
González, por el contrario, explora la otra
faceta, la otra actitud ante la vida, no la fuerza del ser que nos resiste para
hacernos caer bajo su dominio (del ser que coincidiendo con lo instituido y
extraviado en el laberinto de la soledad nos da el espectáculo de la fuerza y
la dominación, pero es incapaz de darnos la fuerza misma, porque en el torreón
que celosamente vigila se oculta la mudez escondida de la reserva, de lo
encubierto), sino la debilidad del ser que nos da la cara y al abrirse a la
mirada nos da respuesta, que es capaz de vergüenza y de delatarse al no
coincidir consigo mismo, pero que al obligarnos también a responder nos da otra
fuerza: aquella que deja en las manos del destinatario el poder de no destruir,
sino de, al reconocernos, darnos el valor humano de lo compartible .
En efecto, las obras de Manuel González
tienen como herramienta esa otra fuerza, la fuerza desarmada y desarmante de la
verdadera poesía. Es la paradójica debilidad del rostro transparente que al
hablar se explica y así se descubre abandonando las armas por aspirar a una victoria
más alta, no sobre el contrincante, sino sobre la fuerza y la violencia mismas.
Desde esta indefensión ante el ataque la astucia del artista durangueño se concentra entonces
en pedir, en solicitar al otro que se vuelva transparente, a que abandone la opacidad
impenetrable de la incomunicación para hacerse así también totalmente
reconocible.
No es otra la estrategia de la estrategia de
la seducción, la que va urdiendo así la trama de una moral más alta. No la del
que nos despoja de nuestras “máscaras” y ropajes para ponernos en evidencia,
para poner en exhibición nuestras vergüenzas. Por el contrario, lo que el
dibujante intenta en cada una de sus sanguinas y claroscuros es el
desnudamiento entendido como luz, como iluminación mutua de las miradas. Porque
la luz y la iluminación que intenta proyectar su obra es aquella que da
consistencia sin quitarnos la libertad, que procura darnos sentido sin
volvernos seres degradados o absurdos, que da un continente sin explotar o
parasitar insensiblemente el contenido. Atmósfera pues que no es reflexión y rechazo de la luz,
sino el baño donde encarnan y aparecen las cosas. Ámbito pues de la
transparencia donde puede emerger lo secreto y lo invisible. El trabajo del
maestro González resulta entonces una ruda labor conjunta, donde en el telar de
la realidad caída del mundo se imbrican los plateados hilos anímicos de la
seducción, pero también de la generosidad.
II
Así, para el artista el mundo empieza por
aparecer marcado con los estigmas de lo pseudo, de lo cuasi modal, de las
cuasi-cosas o quisi-cosas, de lo
incompleto o mutilado. Los rasgos caracterológicos son descritos
icónicamente entonces por el autor a través de figuras antropohistóricas en las
que tanto la sociedad como el sujeto individual pueden reconocerse críticamente, con toda la carga
de contenidos de la cultura, de valores y de anti-valores consagrados por
nuestro tiempo. Se trata tanto de figuras ejemplares como de aquellas otras
execrables aportadas por la peculiar catástrofe neurótica, social e
históricamente condicionada, de nuestra edad moderna. De esta guisa van
apareciendo por la mano del dibujante expresionista los polos cardinales de los
temperamentos humanos, tanto en lo que tienen de complexión psico-fisiológica
como en la evolución de la individualidad que condiciona en los hombres la
diferenciación psíquica. De tal suerte surgen, por virtud de la manufactura
artesanal, el rescate graduado de la caracterología humana. Desde el fondo de
la mancha de carboncillo las altas luces volumétricas van trazando las formas
arquetípicas o los tipos humanos, para dar
a la realidad bidimensional de la imagen una contundencia, por decirlo
así, escultórica a sus figuras. Los tipos humanos son vistos entonces en lo que
tienen de fijeza, de huella o expresión estática, de disposición habitual o de
predominio de un mecanismo permanente que marca el rostro en lo que hay en él
de disposición dominante, de postura entera ante la vida o el mundo.
Por un lado, los tipos sentimentales o
psíquicos, en los que el movimiento de ánimo se estabiliza en un gesto o en
ademán conmovedor, los cuales recorren desde las imágenes del hijo de la deidad
crucificado por los poderosos y el vulgo hasta la mujer abnegada roída por la
angustia que le suscita el mundo en torno, o por el ceñudo quijote en su lucha
contra los dragones del viento. Por el otro, los tipos pneumáticos o
reflexivos, en los cuales no es infrecuente encontrar las figuras modélicas del
gnosticismo anomista, del sensualismo dionisiaco o del libertinismo absoluto, y
en donde tan vana como vacuamente se intenta vindicar los extremos siniestros de lo impúdico, lo
desvergonzado o lo abominable que hay en la desafortunada disolución de yo (de
la “ipseidad”). Especimenes extremos de esa perpetua mala hierba
del intelectualismo absurdo y exacerbado, en los cuales empero se revela el
afán insito a la especie de justificación, de universal justificación, y donde
el animal racional que enferma sentimental y anímicamente se ve impulsado en su
trasgresión e insuficiencia a exacerbar la inteligencia y el racionalismo hasta
los despeñaderos patológicos de lo contra-natura. También llegan a marcar su
puesto los tipos hílicos o perceptivos obsesionados por las formas puras o
entregados a la contemplación, en los cuales, de manera apolínea, hay el
predominio de la tendencia y el gusto por los volúmenes y las formas, ya en el
concentrado monje que medita y ora a favor de su encomienda atesorando entre
sus manos el doloroso crucifijo, ya en el acerado perfil del rudo peleador
olvidado.
Radiografía, pues, de la antropología
psíquica, del ánima y el animus humana en que se expresa laucontinúa lucha y la
reconciliación periódica entre lo apolíneo y lo dionisiaco, entre la escultura
y la música, entre los extremos fantásticos del sueño y la embriaguez. Por un
lado los tipos humanos que acarician en la imaginación o en la fantasía su
íntima visión, como si de un faro marino se tratara para sortear la tormenta
moderno-contemporánea; por el otro aquellos que dan rienda suelta a la libertad
del instinto y al goce que hay en la disolución del individuo o en la regresión
animalesca del gregarismo. En un extremo, las formas determinadas dominadas por
la medida, por el número y la delimitación que hay en el dominio de lo salvaje
e insumiso que funda el principio de individuación y la contemplación platónica
de las ideas puras (lo apolíneo); en el
otro, la violación del principio de la persona finita (y aquí los trazos y las
líneas tocan también los límites últimos de la abstracción de las formas), que
da lo mismo lugar a la fusión anímica que se encuentra en la reconciliación y en
la fiesta (formando en la identidad de valores y símbolos los principios de la
colaboración mutua y de la comunidad), que los lamentables excesos de los
rituales orgiásticos disolventes tanto de la comunidad como de la persona (lo
dionisiaco).
Otra característica notable en la obra del
maestro González es el haber sabido captar y sintetizar los tipos autóctonos,
folklóricos y típicos de la mexicanidad. Frecuentemente nos hacen recordar a
las figuras dominantes del inconsciente colectivo, perfiladas con maestría ya
por el psicoanálisis del mexicano efectuado hace siete décadas por Samuel
Ramos. Se trata, es verdad, preferentemente de los tipos defectuosos que
pululan en nuestra cultura, los cuales reflejan o condensan los modos desviados
de relacionarse socialmente que tenemos en nuestra latitud geográfica. Galería
de la desdicha por la que desfilan lo mismo el pelado y el pendejo que el
lépero o el patán, o el rufián y sus modos de valentín durangueño que el
caradura o taimado borrachín de pueblo. También tienen su parte los rostros
humillados por la pobreza y la opresión, por el ostracismo y el vilipendio, por
la desatención y la incuria frecuentados por la miseria de nuestras costumbres
sociales. El indio y la mujer, el artesano y el campesino, el negro o el mulato
y sus derivaciones son, empero, tratados no sólo en lo que tienen de figuras
dramáticas y de conciencias desdichas, sino sobre todo con la ternura simpática
del sabio médico o del enfermero experto, pues su actitud no es sólo la de
quien diagnóstica un mal o una enfermedad, sino la de quien los procura para
establecer un programa completo de atención, de sanación afectiva e
intelectual.
También, es verdad, son destacadas las
figuras ejemplares de la santidad, la sabiduría y el heroísmo en disímbolas
figuras que si bien son emparejadas a las otras en lo que tiene su existencia
de humillación y de angustia, en lo que hay de temporalidad o de “ser arrojado
ahí” (dasein), no se confunden o mezclan sin más en la marmita de la
tradición o en el caldo amorfo de la mera historicidad, sino que son
presentados como claramente discernibles en lo hay en ellos de tipos de
excepción y de modelo a imitar por acendrar o especializar alguna exclusiva
humana, de pulir o consagrar algún rasgo humano esencial.
III
Tótems y nahulaes, pero también
interdicciones y consejas populares, son así puestos ante los ojos por el
artista mediante el hechizo de la analogía, el cual pareciera advertirnos no
sólo de los peligros contemporáneos que hay en el intento desesperado de fundar
al hombre en las raíces oscuras de la animalidad, cosa que sería una ficción,
un falso fundamento, sino que, yendo más lejos, atisba en esos lejanos
parecidos o en las familiaridades profundas de la semejanza hasta que punto los
vasos comunicantes de la relación poética nos hermanan con el mundo, nos
estrechan para elevar o nos emparientan para levantar a la creación entera a un
nivel superior. De nada serviría quedarse en la torre de marfil, por decirlo
así chiflando en la loma, tratando a esas figuras o sus proyecciones con la
distancia displicente del zoólogo o del mórbido botánico (José Luis Cuevas).
No. Nada de eso. Se trata, por lo contrario, de destacar en ellos lo que hay de
resistencia en su posición frente al mundo o de dolor y pena frente a una
realidad trágica y condenada (José Clemente Orozco).
Frente a los terrores y espantos del
destino, sobre la oscura capa que envuelve a la profunda noche, el artista
regional ha sabido destacar no sólo lo que en nuestra era pervive de posibilidades
en el refinamiento y la autonomía de la persona para legislarse a sí misma,
sino también los obstáculos y las miserias que impiden la libertad de
realización de la persona.
Poesía
y psicología, pues, en esencial correlación (medicina). Estudio del amor a la
vida (psicología), y expresión rotunda
de la vida del amor (poesía lírica) en donde sobresale el cuidado y la simpatía
por lo simple o lo sencillo, por lo pobre o diezmado, por lo excluido. La
empatía ante el dolor ajeno, el ponerse en lugar de y co-sentir, puede verse
así como un consentir para dejar que los seres menguados manifiesten por
contraste las aptitudes y predisposiciones de carácter con las que el genio de
la naturaleza o de la especie dota a cada ser al venir al mundo, revelando con
ello el primer fenómeno de la vida, el
fenómeno de la significación o vitalidad con todo lo que hay en ella de
enfermedad y de chancro, pero también de potencia y de auténtica medida del
valor.
Así, las huellas de los movimientos o
estados afectivos modificando e individuando el rostro con el tiempo, son
puestas de relieve en un primer momento como de huéspedes morosos que han
alcanzado carta de residencia definitiva en la fisonomía de la persona. No se
trata, empero, del género del retrato o de la caricatura. No exactamente.
Porque el artista va más allá. En la atribución de esencias caracterológicas,
de catalogación de los tipos humanos en el trabajo de psicología profunda, hay
en el autor una infatigable búsqueda., por decirlo así submarina y nocturna,
del deslumbrante mundo divino que también reina en el hombre. Más allá o más
acá o antes de ese fondo sombrío de las distorsiones de la personal
individualidad, aguijadas por el moscardón de la desidia o picoteadas por impío
buitre del materialismo, el artista va sugiriendo a la esperanza sobre la cual
ha de campear algún día la ilusión sonriente.
IV
Habría que agregar que tampoco le es ajeno,
sino del todo esencial, el necesario viaje a Oriente. Como buen romántico,
González explora a su modo y en su tesitura estilística la seguridad anímica de
las doctrinas de redención que dan un asidero eterno al alma humana. Más que
Grecia, el artista pareciera realizar la crítica a la civilización de Occidente
mediante una singular inmersión en las raíces históricas mismas de la formación
de la psicología y el inconsciente de la humanidad. Destacar ese componente
historicista que hay en el desarrollo de la psicología, es no sólo enfrentar a
los hipógrifos de las presiones y neurosis condicionadas de nuestra edad,
también es el pistón, el motor que le permite un viaje por todos los lugares y
tiempos del mundo para extraer, por así expresarlo, los códigos genéticos y
culturales que diezman y socavan la realidad diaria de la persona.
Por último, no queda sino destacar tres
rasgos en el finísimo artista que es José Manuel González Daher: son las
virtudes modestas de la generosidad y la humildad, pero sobre todo la
fraternidad con que toca a las cosas del mundo. A esas cualidades que hay en su
persona y en su obra hay que agregar, en
su imperativo artesanal, una nota más necesaria al arte de todos los tiempos:
su nombre es el de nobleza, el de pureza de intención. Porque el arte no es, como algunos creen por
perversión o hastío, un escape de la realidad, mucho menos “magia” maquinal
tendiente a la apropiación de la realidad, tampoco sádica lástima o mera
conmiseración. Su función ha sido también la de ser medio de armonización con
las figuras de la hermosura y con el orden luminoso de la creación del mundo.
Porque el arte es una sub-creación cuya final tarea acaso radique en la
búsqueda y el encuentro de un arte de la vida, de un gaya ciencia, de un gay
saber, de un gay saber.
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