II.- Don Héctor Palencia Alonso: la Luz y la Herida
(2ª de 9 Partes)
II
Erasmo de Rótterdam escribió alguna vez en letras áureas que no hay nobleza
sin virtud. Es verdad. Las virtudes que adornaban la augusta personalidad del
Maestro Palencia se estructuraban como una constelación de valores, como una
pléyade de estrellas imantadas alrededor de una actitud fundamental ante la
vida cuyo carácter, nadie lo ignora, llevaba el sello del cristianismo: de la
humildad, la caridad y la esperanza. En efecto, Don Héctor Palencia Alonso se
aferró a su solar nativo para mejor servir a la comunidad original a la que
pertenecía y cuya identidad no se cansó nunca de exaltar -salvándola
frecuentemente de las insidias circunstanciales del olvido o de los peligros acechantes
de la ceniza o de la indolencia del polvo.
Nada más ajeno a su espíritu que la
voluntad impositiva perseguida por el poder o el adoctrinamiento. Por lo
contrario, Héctor Palencia cultivó pacientemente las viejas virtudes del
liberalismo a las que le es aneja la mera voluntad expositiva de los valores.
Nunca el imperativo de la imposición con su duro tridente autoritario, sino el
valor de la propuesta, de lo que se sugiere al espectador para que le tome el
relevo real en el tiempo. Tal actitud, es cierto, se estructura como una ética
artística –quiero decir, como una ética de la seducción, como una poética. A
diferencia de lo que podría pensarse tal actitud conlleva una carga mucho más
grave de deberes morales de los que se suelen pensar, entre los que hay que
destacar sobre todos el respeto absoluto por el libre albedrío, por la libre
determinación de la persona. Porque la filosofía de la vida cultivada por el
maestro fue siempre la del personismo, la cual antes de perderse en
abstracciones sin cuento y categorías supraindividuales donde se escenifica el
soberbio espectáculo de la razón como desprecio del individuo
(hegelianismo-idealismo), opta mejor por el menos común de todos los sentidos,
por el sentido común, que parte de la persona, de lo dado irreductible, para
desarrollar en ella sus predisposiciones o aptitudes de carácter o para
articular alegres situaciones de convivencia formativa.
Algunas veces, para el observador
inexperto, podía dar la impresión de debilidad de carácter. No es verdad. Por
lo contrario, su obediencia y sumisión a la jerarquía instituida, su liberalismo
y tolerancia ante las manifestaciones, muchas veces exasperantes, de la
libertad ajena (algunas veces anárquicas o francamente descendentes) revelaban
una enorme fuerza interior y de carácter, hacha de voluntad interior y de
determinación implacable y sorprendente, especialmente cuando algún principio
de la equidad, la libertad o la justicia se encontraban en juego. Ajeno tanto a
los atavismos del inconsciente colectivo como a las convenciones sociales de
doble fondo o a la inanidad de los tabúes, su compañía fue siempre un surtidor
de inquietudes o de revelaciones, de atisbos o de confirmaciones, de profunda
comprensión y frecuentemente de verdadera dicha.
Quiero decir con ello que el querido
maestro fue un singular y ejemplar educador de su comunidad y de aquellos que
tuvieron la fortuna de coincidir con él o en algún momento de sus vidas lo
rodearon. Porque en Héctor Palencia se daba de manera natural como en nadie el
gusto por generar, por sembrar inquietudes cordiales e intelectuales en sus escuchas,
por cultivar las vocaciones con la firme suavidad del verdadero iniciador y la
precisa óptica del discriminador de talentos. La humanidad del padre, por no
hablar de la santidad del maestro, radicaba efectivamente en esa generosidad,
que es gusto por engendrar y formar a los hijos espirituales. Su pasión y
entusiasmo por el reino de la filosofía, el arte y la religión, por el área
grande de la cultura en tanto territorio de lo extraordinario y trascendente
del quehacer humano, lo llevó a cultivar también las plantas amables del humor
y de la ironía, atendiendo con ello no a posiciones intelectuales sino vitales
–repelentes para las almas agostadas de los apáticos y hastiados de la vida, de
los abúlicos y desidiosos o de los estetas aprácticos (frecuentemente
refugiados en las insidiosas pociones intelectuales del dogmatismo autoritario
o del escepticismo disolvente).
Todo hombre lleva en potencia un maestro
que es la exclusiva del hombre en donde se magnifica y realiza plenamente lo
que en todo hombre hay de espíritu generador o de padre. En Don Héctor Palencia
esa potencia se actualizó circunstancialmente hasta los extremos de la esencia
plenamente acabada. Ello acaso se debió a que el maestro durangueño se asomó a
los hontanares de la historia y de la cultura donde se genera lo distintivo del
hombre, sacando de esa experiencia regulativa un patrón o medida de lo humano
con que medir y formar, guiar y aquilatar la vida de sus congéneres y la suya
propia. Su magisterio, nadie lo ignora, estuvo fundado en los robustos pilares
del espíritu de libertad y el espíritu de caridad. El entusiasmo de esa
vocación hecha de servicio y libertad hallaba en su pasión por lo
acendradamente humano la forma de expresión más contagiosa y formativa, más
positiva y fecunda que quepa imaginar. Porque la vida es promesa de su propio
cumplimiento y anuncio de lo que en lenta y tortuosa germinación bajo la forma
de una pléyade de artistas y humanistas, que asombran tanto por su granel como
por lo granado de sus subidos méritos debiendo todos ellos una parte de sí al
Maestro Palencia, cuyo trabajo en pro de la cultura supo estimular la misión de
cada artista y letrado, no menos ennobleciendo al lugareño que arrebatando de
admiración al peregrino.
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