José Manuel González: Donde Hubo Fuego
José Manuel
González, nació en la ciudad de Durango, México, en el año de 1953, de padre
árabe y madre aborigen mexicana Se asomó al Instituto Juárez, al que
propiamente no entró, donde sin embargo estudió anatomía y cirugía, conoció y fue amigo y discípulo del pintor Femando Mijares* de
quien es su único discípulo descollante entre la generación de los artistas que
están arribando a la madurez.
El arte
de González empezó por encordarse al través del recuerdo y la interpretación de
la música, la guitarra y el canto. Ha desembocado inevitablemente en ese oscuro
paraíso en donde sólo cintila el esplendor plateado de la imagen. Para el novel
dibujante, el camino del arte ha sido también, un campo nocturno, roído de
nihilismo y amenazado de desesperanza, donde, sin embargo, ha sabido tramar
redes traslúcidas para atrapar en la reminiscencia del humo y la ceniza,
luminosas mariposas de regeneración y de nueva vida Como para el poeta
romántico alemán Enrique Heme, como para Rubén Darío, él nicaragüense
modernista y audaz cosmopolita, el arte ha sido para Jasé Manuel González, un
lúcido experimento, pero también una forma de terapia y de medicina, de
consuelo y de alegría Porque acaso el motivo profundo de la creación es la enfermedad, la hiperestesia, la desgarradura, la constante insatisfacción
ante una visión del mundo escindida, y confusa. Por pereza
reflexiva y narcisismo, por
hipocresía, ignorante, olvidadiza maquinismo, por la orfandad poética. Por
comediante y moralista, por irracional y
gregarista. El arte termina provisionalmente con esos horrores, amargos y
acres., al dar la miel de llevar lo inanimado a la vida; pero también al comunicar
dementes al parecer,
muy distantes entre sí. Con el fértil terreno de la unidad de toda la
creación, José Manuel ha empezado a convalecer y en el camino ha empezado a
sanar.
Porque
González ha intentado, como tantos otros artistas de la Escuela Mexicana
a partir de José Clemente Orozco, quizás de José María Velas», desentelar de la
oscura y nutriente tierra el humus de nuestras más amañadas figurillas
folklóricas, tradicionales y circunstanciales mexicanas. Pero también humanas
en general, en la distinción de geografía. Su tarea ha sido así la de recuperar
Ídolos, imágenes, admirables y dolientes que hay que mirar una y otra vez, para
atacar su drama y su hondura, su suprema excelsitud caída, aprendiendo con ella
la serena alegría de aceptar la tristeza.
Practicar esa exhumación, acaso sólo podría realizarlo un hombre que,
como González, es en parte el otro; el extranjero, el nómada, el vagabundo
solitaria Sin embargo, el árabe, el castizo y el mexicano se funden en la
situacionalidad durangueña hasta hacer de la raza un cultivo propia Ya no el
mestizo, sino el indio urbano sofisticadísimo –que sin vivir la vida, más bien
filosofa y que felizmente se desdice de la filosofía para vivir mejor la vida.
De su
trabajo reflexivo el artista crítico ha extraído una visión meticulosa de la
fisonomía humana, encontrando en ella toda su extrañes a y maravilla, también
todo lo que tiene de resistencia a quienes, contaminados de progreso, y
novedad, han optado por dividir y marginar con el invisible horror del
desprecio a los que no encajan en la uniformidad rígida de sus gustos y
costumbres, de sus modas y sus abusivos placebos. En el marasmo de escultura,
asfixiante por inauténtica, el dibujante ha sabido navegar basta llegar a la
invención de una técnica, en donde sus frutos monocromos crean la playa sólida
de lo respirable, al modelar sus tristes ídolos ingrávidos con el nerviosismo
ordenado de las manos, hasta llegar a sus modelos interiores.
La técnica
tejida por el hacedor, tan auténtica como inexplorada, ha sido deducida
rigurosamente de la pobreza y sus materiales exhaustos, centonándoles con el
experimento de la mancha y del acaso. Partiendo de una nube sugestiva dada por
el “azar objetivo” (Anáré Bretón, Test de Rochard, David Aliara Siqueiros), al
arrojar la ceniza de tabaco sobre un papel algodonado, desdeñado de plano el
academicismo, va palpando sus figuras interiores para regresar atrás. Dado el
sombreado caótico y primigenio, el artista traza las luces promovidas por la
masa del pan más tierno de la goma, definiendo los perfiles con el dibujante
lápiz. Herramientas que llegan a ser blancas navajas y cinceles de hierra para
abrir la claridad y la definición en la noche del cuerpo. Por un lado, el polvo
de la dorada semilla aglutinado en cubo para limpiar ambiguas vaguedades; por
el otro, los rescoldos de lo que por un momento luminoso y tenue fue humo y
brasa, luz y columna de seda, cifra y dispersión, incendio y calma.. En medio,
la recuperación de la figura corporal, pero sobre todo la mueca de la mascara,
de la fisonomía del físico.
No se
traía, empero, de la recuperación de la figura pura, digamos universalizable.
No. Más bien es la figura inspirada, por una situación y el momento de captarla
la descripción fiel de la travesía o el trayecto que hay en su búsqueda y en su
encuentro. Un poco también la figura misma de la inspiración y la espontánea
ganga que hay en el momento de la gracia, que recuerda añeja libertad prometida
en la inocencia.
Sus
imágenes tienen alga de figurillas de barro negro cocido por la cultura
oaxaqueña, algo también de su brillante sequedad., de la húmeda resonancia de
su | plata y de su música. Así, la exploración del claroscuro llevada a cabo
entre las sombras carbonosas por el dibujante, conduce al descubrimiento
volumétrico de lo que antes fue sólo una huella. Aparecen así las formas
indígenas mexicanas, desde el tarahumara, pasando por el tepehuano y el
zapoteco, llegando hasta el incaico y mapuche, y más allá aún en su búsqueda de
lo original absoluto y del origen. No k vacua originalidad novedosa y su
caducable capricho, sino la más ardua búsqueda de la originalidad del gesto
que, dictado por las leyes de los muertos y extraviado en la oscuridad de los
tiempos, nos hace por siempre pertenecer a la tribu de lo humano.
Ídolos,
formas humanas inteligibles (ideas) que pudieron ser de carne o de barro, pero
que prefirieron el humo, el algodón y la ceniza, surgen entones como pequeñas
hormigas y fabulosas luciérnagas desde un fondo primigenio marcado por la
reducción del despojamiento, en cierto sentido de la pureza Fisonomías
estáticas, concentradas y permanentes en las que el mundo pérfido .se desvanece.
En efecto, la fijeza que hay en sus formas es la del sitio de la solidez, lugar
donde el arquetipo empieza a reposar en la estructura estética del mundo
sublunar para curarse del cansancio y la fatiga.
De tal
suerte, su tarea estética, la misión que belleza le encomienda, pareciera ser la
de revelar el dolor miserable de
la humanidad en purga. Es cierto. Son formas que no son sino las de la desdicha
encarnada en el cuerpo del hombre. Pero visualizadas de tal manera, que dejan
ver toda su dignidad o grandeza, moviéndonos a conmiseración; a la inflamación
cordial que llama a la piedad ante la desventura.
¿Sentimiento acaso religioso? Pudiera ser. Emoción cuya hermana gemela
es la caridad activa de la buena voluntad. Visión que hace del artista que es
González, ser también el otro, el lego de convento. Persona que pasa por
insignificante, pero que lejos de enredarse en el muñeco de las pasiones
espejeantes del placer efímero, es más bien el anacoreta único, el solitario
que sube a las cimas frías y soleadas del vidente.
No queda
entonces sino meditar en sus imágenes; en el niño tristísimo de grandes ojos de
esperanzada madreperla; en la india paupérrima e hinchada de anemia, inca
desposeída quizás hasta de memoria con su niño oprimido al vientre como un bebé
de subdesarrollo cierto. Pensar en el rostro inmaculado del egipcio, azorado de
brillantez ante los mil colores fríos de la luz del rey de los diamantes;
tesoro ajeno escarbado de la tierra, a la vez hiriente y miserable. En el
hombre afilado con sombrero; en el señor enmohecido y desolado. Pero también en
el monje .en o en el budista, de extraordinaria melancolía y de sosiego. O en
el querubín negro, donde compensatoriamente la imagen del bebé asesinado, asado
y muerto, se revierte en el genio que atrasara a los criminales a la región de
Dite, como nos canta Dante. O el Blusita, inolvidablemente abandonado, que
sueña bailando con sus dedos mejor en su silla vieja de hamaca, trenzando la
ondulación del aire en las seis cuerdas de la pequeña mandolina, de su
instrumento humilde, hecho de color y de fiesta, de tierra y tambor.
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