VII.- Don Héctor Palencia Alonso: la Luz y la
Herida
(7ª
de 9 Partes)
Crisis es cambio. Puede ser para peor -el
terror de la novedad moderna que conlleva la disolución de los valores
tradicionales y es muchas veces promotora de lo incognoscible o del caos-, pero
también puede ser un cambio para mejor. Héctor Palencia luchó como nadie contra
los dragones del subjetivismo axiológico o de los valores, contra la ficción de
los deseos de poder de individuos y grupos, que al mezclar realidad y querer
enturbian la visión, incluso contra la pedestre calumnia que supo soportar como
la cruz orientadora que señala el camino de la montaña y su aguda pendiente.
¿Para qué abundar sobre la necesidad urgente del conservador de rescatar
valores puestos en riesgo por el desmayo de los afeminados o por la avanzada de
los abajo, para qué hacer el lamentable inventario de las insidias urdidas por
la soberbia o la pereza hechas con los materiales deleznables del resentimiento
o del lodo? Porque con el escepticismo contemporáneo, el inmanentismo, el
dogmatismo, o el relativismo historicistra en tanto posiciones intelectuales,
acaso no vale la pena ni enfrentar ni afrontar o confrontar –puesto que son
posiciones que por principio disuelven el principio de razón, el cual pareciera
parecerles una afrenta. Que a ellos quede la figura ejemplar del maestro como
quedaba la imagen del león muerto ante el hocico del perro vivo. Las ociosas
críticas de burócratas no culturizados o culiatornillados no tendrán otra
función que la de revelar su pertenencia a la liviandad pestilente de los
demonios del viento o al batir de alas de las importunidades de la mosca –pues la altura metafórica de un hombre no se
mide por la provocación de la rabia o del rumor entripado del coprofílico
socialismo intestino, sino por su resistencia al diente roedor del tiempo.
Porque, por otra parte, la tragedia del mundo contemporánea, su malentendido,
el gusano que corroe su raíz, es el dar a colasión un mundo donde nadie nunca
es reconocido –epítome de la famosa ceguera positivista ante los valores.
Para saltar los formidables obstáculos
sociales y psicológicos que estas actitudes desviadas de relacionarse
comunitariamente entrañan, el abogado Héctor Palencia Alonso llevó a cabo una
fundamental tarea historiográfica, destacando todas las aristas y valorando los
sobresalientes matices espirituales de las principales figuras de la cultura
durangueña. Su obra de historiador, en efecto, sentó las bases para la mejor
comprensión de la trascendencia humanística de las principales figuras
culturales, haciendo desfilar por sus páginas la galería completa de sus
principales presencias –a las que siempre supo tratar con ponderación y
generosidad o de las que dio escrupuloso y fiel testimonio. Con modestia y
hasta humildad dejó el esclarecimiento último y exhaustivo del concepto por el
forjado de “Durangueñeidad” a los jóvenes científicos de lo social y artistas
que lo suceden y ahora han de tomarle el relevo real en el tiempo -pues el
supo, estoy seguro de ello, sembrar en las jóvenes generaciones la inquietud
por el conocimiento de lo “propio”, y esperó siempre de ellas su participación
decidida en los problemas urgentes de Durango, confiado en que ellas serían
unidas e iluminadas por el amor a lo que también fue su tierra, su solar amado.
La cultura era entendida por el maestro no
sólo como un haber obtenido, como la suma de creaciones humanas acumulada en el
transcurso de los años, sino en lo que tienen de características particulares,
poniendo así el acento en lo que hay en ellas de distintivo por su modulación
en un grupo social y en un ambiente geográfico –aspecto social y comunitario
que da a los hombres una diferenciación formal por la fisonomía cultural
regional y cronológica. Es decir, la cultura implica en su fondo más íntimo un
sistema de patrones de conducta que caracteriza a los miembros de una sociedad.
Porque la cultura de una sociedad, alimentada por los logros distintivos de sus
figuras, resultado a su vez de la invención social, se compone en su núcleo
esencial de ideas tradicionales –esto es, históricamente obtenidas y tamizadas,
seleccionadas y trasmitidas por la comunicación oral y la lengua escrita. La
pasión cultural distingue nuestra país ante la mirada del extranjero. Los
mexicanos, en efecto, queremos serlo porque a la vez que detectamos en la
difusa atmósfera del tiempo nuestro pasado histórico fecundo y glorioso,
queremos ser: ver en acto al país dibujado y que se nos muestra sólo en
potencia, lastrado por la caída en que lo sumió la decadencia y conquista de
nuestra cultura.
Nostalgia de sentirse herederos de un pasado
histórico fecundo y el terror sagrado de ver ante nosotros el presente
decadente o vacío de pueblos improvisados. Por un lado la caída, por el otro la
esperanza de una grandeza futura inocente aún de toda caída en el retroceso del
cacique, del fundamentalista, del jefe providencial, de la revuelta de los de
abajo, de los vulgares, en la regresión del individualismo, en el
apelmasamiento del peligroso gregarismo, o en la tela arácnida tejida por el
obligado gangsterismo de las asociaciones políticas... en los traumas endémicos
y atavismos ancestrales de nuestras costumbres y que en realidad son sólo
llagas, lastres, ficciones de imperios o cosmogonías del caos. El olvido del
ser del que tanto se quejaba el mago Tolkien, al ver triturados por la
industria y los detritus arrojados por la modernidad en términos de fantasmas y
sombras los verdes prados y los valles, los jardines amados de la vieja
infancia. Por el otro lado la fe en que tal mundo puede aún recuperarse.
La “Durangueñeidad” es así el concepto y la
tesis con que el maestro supo encapsular
una hermosa filosofía del hombre y de la historia: como las pautas de la
cultura históricamente obtenidas en una sociedad que resultan válidas para
nuestra más sana convivencia. Porque la Historia no es solo lo que le pasa al
hombre, lo que pasa y al pasar se convierte en polvo y ceniza, haciendo al
hombre un mero “ser para la muerte”. No. La Historia, lo ha dicho el maestro,
siendo la más bella y trágica obra de Dios, siendo la incansable devoradora del
tiempo, es también lo que va constituyendo a un ser espiritual, siendo una
modalidad de lo que llamamos vida. Es verdad, la Historia es también origen y
símbolo.
Al destacar la vida de los hombres
durangueños que nos han legado con sus obras estilo a nuestras vidas, gusto a
nuestros afanes estéticos y rumbo a nuestros ideales y esperanzas el Maestro
Palencia Alonso a la vez ponía un dique a los tiempos de cambio y revueltos que
corren, desangelados en parte por las tremendas técnicas de comunicación
masiva, las cuales nos ponen de hinojos ante las grandes potencias que cuentan
con sofisticados y eficaces instrumentos de propaganda para sus criterios
axiológicos –muchas veces, hay que decirlo, lastrados por el afán guerrero, de
la competencia innoble o llanamente mercenarios, megalómanos y mezquinos
(elementos modernos materia de la irresponsabilidad y el olvido). La
“durangueñeidad” no es así sino un concepto particular, extensible y
rebautizable en cada región geográfica de nuestra tierra debido a su generosa
plasticidad, del viejo ideal del provincialismo. La trascendencia de tal
actitud efectivamente radica en encontrarse en él la potencia suficiente no
sólo para exaltar el alma nacional, sino también para recobrar y perfeccionar
un estilo de vida propio, congruente a las características derivadas de la
esencia de cada región.
La durangueñeidad es así el concepto matriz
para acentuar algo muy valioso que hemos perdido, que no es sólo articulador de
lo social sino también de la vida interior del espíritu de la intimidad. Sólo
se puede recobrar lo que se ha perdido. Tal es a estructura misma del valor,
hecha de deseo, de carencia, pero también de visión y de futuribilidad. Para
volver a ver, para volver al ser y
disolver las brumas vertiginosas engendradoras del olvido, el maestro se
apegó a tesis del zacatecano Ramón López Velarde, que con el santo olor de la
panadería en el recuerdo respirable escribió para su Suave Patria:
“Patria, te doy de tu dicha la clave:
se siempre igual, fiel a tu espejo diario;
cincuenta veces es igual el AVE
taladrada en el hilo del rosario,
y es más feliz que tú, Patria suave".
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