Las primeras
semillas de la Escuela Mexicana de Pintura surgieron en 1890 a partir de la feliz
coincidencia entre un editor e impresor y un grabador y dibujante: Venegas
Arroyo y José Guadalupe Posada (1852-1913). Así, entre los senos de la imprenta
y el dibujo surgieron los primeros gérmenes del arte autóctono mexicano contemporáneo por mano de Posada, quien llegó
a ser el primer caricaturista, dibujante y grabador popular del México prerrevolucionario,
dejando una huella estética indeleble en la siguiente generación. El mérito de
José Guadalupe Posada fue el saber hacerse natural de México y hacer de ello
una patria transparente por no ocultar la tierra, el humus muchas veces trágico
del que surgía la nueva era de la nación; pero a la vez el realismo de su obra
logró transubstanciar el carácter nacional bajo la forma esencial de la
condición humana, Porque claramente lo
que buscaba en su obra era la patria invisible, aquella donde está el
fundamento y que es posible atisbar por medio de la revelación de la belleza y
de la plenitud de las significaciones. Es por ello que par Posada naturalizarse mexicano no fue una
tarea diferente de naturalizarse ser humano. Su arte, lejos de reducirse a las
calaveras populares con que comúnmente se le identifica, cultivó una gran
variedad de estilos, ciñéndose siempre a los pequeños y grandes eventos de cada
día, y en ocasiones se adelantó a los métodos académicos al acudir a recursos
técnicos aportados por la experiencia y la disciplina científica. Su trabajo de
grabador labró así matrices cuyas impresiones en su conjunto dan la impresión
de un realismo profundo, cuya relación compositiva se estableció libremente
entre los polos de lo abstracto y lo concreto o relista, pues lo que buscaba
entre ellos era la expresión de la interioridad de la vida.
En efecto, para el año de 1890 en la cerrada
de Santa Teresa el grabador José Guadalupe Posada (1852-1913) había abierto un
humilde taller de grabador. En la misma cerrada, junto a él, ponía una imprenta
bien equipada Antonio Venegas Arroyo, autor de corridos y crónicas y
extraordinario editor de publicaciones populares –cuentos ilustrados,
adivinanzas, calaveras, oraciones, etc.). De esa vecindad nació una alianza que
futuro arte mexicano. Las ediciones de Venegas Arroyo se vendían en una casa en
la esquina de Guatemala y Republica de Argentina (situada sobre las ruinas del
Templo Mayor), donde los grabados de Posada eran iluminados a colores a mano y
exhibidos en los escaparates.
Hacia el año de 1868 José Guadalupe Posada
había entrado como aprendiz en la imprenta gráfica El Esfuerzo de José Trinidad Pedroza
(1837-1920), donde se hacían estampas de la imaginería religiosa, viñetas para
cajas de cigarros y caricatura política de trazo afrancesado. Allí aprendió
Posada los secretos de la estampa en madera y en piedra, desarrollando el
dibujo al grado de la maestría, como lo revelaría su obra creadora cuando fue a
vivir a la Ciudad de México.
En el centro de la Ciudad de México por
aquel entonces germinaban un gran número de imprentas, donde se reproducían una
serie considerable de publicaciones periódicas, de costumbres, entretenimiento
y de carácter satíricas. Liberales y conservadores se manifestaban y daban
vuelo a sus ideas y posiciones en papeles como La Palabra Ilustrada, El Hijo
del Ahuizote, El Chamuquito, El Colmillo Público, El Fandango, El Hijo del
Fandango, El Centauro Perdido, El Argos, El Moquete, La Tijera, La orquesta,
México Gráfico, El Almanaque del Padre Cobos, El Teatro, Don Chepito, Juan
Lanas, El Popular, El Diablito Bromista, La Guacamaya, Mefistófeles, El Moscón,
El Padre Padilla, El Gil Blas, entre otras. Irineo Orozco, el padre del pintor
José Clemente, había sido un inquieto industrial en pequeño y había tenido en
Ciudad Guzmán (Zapotlán el Grande para los conservadores) una pequeña imprenta
y una fabrica diminuta de jabones. Cuando llega a la Ciudad de México en 1890 puso en un pequeño taller
su propia imprenta. Es justamente la
época en que la prensa tradicional e independiente comenzaba a dar un giro
hacia la prensa dependiente del gobierno, más moderna y informativa (El
Imparcial). No obstante, las gruesas vetas de la caricatura mexicana y el arte
litográfico se habían quintaesenciado en ese crisol, siendo representantes de
esa tradición Carlos Alcalde (1871-1917) y José María Villasana
(1948-1904).
A unos pocos pasos de la imprenta de Venegas
Arroyo, ubicado originalmente en la calle de Encarnación, hoy San Ildefonso, se
encontraba la primaria Escuela Anexa a la Normal (luego cede de la Facultad de
Filosofía y Letras) donde estudiaba José Clemente Orozco, quien frecuentaba las
vidrieras del establecimiento de Arrollo y Posada entrando furtivamente para
tomar las virutas de metal cepilladas por el buril del grabador. Posteriormente
el maestro José Guadalupe Posada se trasladó junto con la imprenta de Venegas
Arrollo a la calle de Santa Teresa la Antigua (posteriormente llamada
Licenciado Verdad), para finalmente poner su propio taller de dibujo no lejos
de San Carlos, en la calle de Santa Inés (hoy Moneda), sitio al que iban los
estudiantes de arte, probablemente también
el precoz Diego Rivera quien ingreso a los doce años a la Academia, para
contemplar las impresiones de las láminas de grabado que Posada ponía a seca en
el aparador del taller. Se trataba de caricaturas de los hombres políticos, de
jueces y generales, también de escenas de la calle y de mujeres de mundo
–algunos de ellos comparables a los Caprichos de Goya por su singular crueldad,
otros a los dibujos franceses de Daumier por el refinamiento del estilo. Arte
del infierno y de la condenación donde alternaban las danzas macabras surgidas
del folklore mexicano con esqueletos y calaveras infundidas todavía con el
hálito de la vida, articulando en el chasquido de sus huesos los juegos de las
juergas, cuya macabra jocundidad tenía por objeto llevarse de corbata en el
baile de la muerte a los despistados e incautos -planos en que Posada
satirizaba los sectores más acartonados y corruptos del afrancesado reinado de
Porfirio Díaz (1830-1915) quien es nombrado presidente en 1890 –pero que de
hecho había empezado a ejercer el poder desde 1876, cuando la burguesía
oligárquica nacional se divide en dos facciones rivales, una apoyando a Benito
Juárez, quien se disponía a aplicar su programa ideado en Veracruz en 1859, y
otra, más ávida y audaz sometida a los intereses financieros del exterior, que
impulsa a Porfirio Díaz, encontrando en él un caudillo flexible para sus intereses
e implacable ante los campesinos y los obreros, iniciando el levantamiento armado y atizando
el descontento popular.
Luego de logrado el triunfo sobre la
Intervención Francesa y el Imperio de Maximiliano muere Benito Juárez de
anguina de pecho siendo presidente de la República siendo sustituido por
Sebastián Lerdo de Tejada quien contiende con Porfirio Díaz en las elecciones
presidenciales saliendo triunfador. Porfirio Díaz comanda entonces un basto
sector militar descontento y con el Plan de Tuxtepec se levanta en armas con el
lema “Sufragio efectivo no reelección”. En noviembre de 1876 gana la batalla de
Tecoac y. toma el poder desterrando a Lerdo de Tejada. El 24 de noviembre ocup
la presidencia designando a un gabinete integrado por distinguidas figuras del
liberalismo: Ignacio Ramírez “El Nigromante” es nombrado ministro de Justicia,
Protasio Tagle ocupa Gobernación, Vicente Riva Palacio el ministerio de
Fomento, Justo Benítez el de Hacienda, y Pedro Organzón el de Guerra. Salvo la
presidencia del general Manuel González (1880-1884), quien mantiene intacto el
esquema del poder, Porfirio Díaz va a gobernar a México de 1877 a 1910 cuando es
obligado a renunciar por la revolución maderista. Porfirio Díaz fue un hombre
de escasa ilustración, carente de ideas generales, además de ser torpe al
hablar, y aunque había sido como soldado un destacado luchador contra el
invasor francés y los conservadores como presidente fue olvidando sus ideales
liberales.
La economía del porfiriato se caracterizó por
la penetración del capital extranjero y el latifundio excesivo, concentrando
grandes porciones de tierra sobre la base de la hacienda. Los capitales
norteamericanos, ingleses y franceses fueron controlando así la minería, los
ferrocarriles, la electricidad, la banca, el gran comercio y finalmente el
petróleo, deformando con ello la economía mexicano al grado de ver aparecer
nuevas formas de dependencia política. Con ello, sin embargo, se modernizaron
algunos sectores periféricos de la estructura económica, habiendo una bonanza
en las industrias incipientes y en los comerciantes. El impacto de la expansión
ferrocarrilera sirvió para integrar vastas regiones, promoviendo con ello una
movilidad social hasta entonces inédita en el país. El gobierno fuerte cerraba el ciclo de
rebeliones que desde 1810 habían sumido al país en una situación caótica
económica y políticamente. Sin embargo, el precio de la paz social fue alto:
gobernantes y políticos se reelegían una y otra vez como señores de horca y
cuchillo en sus regiones, soportando los jefes políticos eternos a una
dictadura personalista y militarista que concilió con el clero, prestó
servicios a los hacendados y a la burguesía nacional y extranjera mientras que
reprimía a los disidentes políticos y a las clases explotadas. El congreso maniatado, la represión sistemática
cualquier intento de oposición, al
congreso y un periodismo cooptado o perseguido completan el triste cuadro de la
dictadura porfiriana.
El centro de la Ciudad de México lucía por
aquellos tiempos, además de sus rancios palacios coloniales, con los nuevos
palacios afrancesados de la oligarquía porfiriana, todo aquello rodeado por una
multitud de vecindades en las que llegaban a alojar hasta 500 personas, las
cuales se extendían de la Merced y la Palma hasta los barrios bajos de
Nonoalco, constituyendo el grueso del proletariado urbano. Junto al aumento de
la masa popular fue creciendo también lo que Justo Sierra denominara el “mal
del siglo”: el alcoholismo. A principios de siglo había en la capital 946
pulquerías, 365 de ellas nocturnas, y
321 cantinas, alcanzando aquel habito no sólo a escritores y artistas, sino
también a los artesanos y a las damas de la sociedad. La prostitución
proliferaba en las calles, en las cantinas, en los cafés y mercados y junto con
el alcoholismo daba por resultado el consecuente embrutecimiento de los
parroquianos hasta los extremos más abyectos de la imbecilidad. El altísimo
número de prostitutas daba así un marco
aterrador de la realidad secular en la capital mexicana.
Tal humus de negra decadencia fue utilizado
posteriormente por el dictador Victoriano Huerta como el barro propicio en que
sembrar un sinfín de garitos por toda la ciudad de México, los cuales
dispersando sus esporas crecieron como el hongo, llegando a superar en número y con mucho las
casas de juego a las cantinas y pulquerías. Se contaban por miles, habiendo dos
o más en cada cuadra. Casas lujosas para desplumar a los burgueses y
proletarias para exprimir la raya a los obreros. Cuenta Clemente Orozco que por
la noche la ciudad se convertía en algo fantástico, pues los numerosísimos
centros de juera estaban atestados de oficiales del ejército huertista y de
mujeres ligeras. El reclutamiento para el ejército del usurpador era parecido a
la leva. Cerraban una calle, una cantina o un garito cualquiera y los varones
más fuertes eran secuestrados y enviados a filas, sin siquiera apuntar el
nombre de los nuevos soldados en un libro.
También proliferaban los centros de
espectáculos, especialmente los teatros de revista, cantándose entre ellos el
Teatro Principal, el Abreu, el Renacimiento, el Hidalgo, el Riva Palacio, el
teatro Moderno, el Guillermo Prieto, el Orrin. En ellos se representaban obras
clásicas y modernas, teniendo su lugar la opera y la zarzuela, pero también el
circo, los títeres y la pantomima. Con los años el mismo José Clemente Orozco
recordaría, en la década de los 40s., la considerable violencia de aquel mundo
perdido y la ferocidad sicaliptica desatada en los garitos y los teatros.
Angustias de la carne que en medio de un ambiento denso y nauseabundo
enterraban la tristeza del alma, para luego agitar los impulsos y explotar en
la lascivia o en la bronca. Socialismo de la carne cuya masa se abraza o se
agita y a si misma hiere en medio de una atmósfera oprimente, envenenada por
los vicios y la concupiscencia morbosa.
Verdaderamente interesante.
ResponderEliminarMuchas gracias, Alberto
Desde pequeña me cautivó Posada. Cuando estaba en la primaria llegaban a mis manos unas impresiones tipo periódico en color sepia con la obra de Guadalupe Posada, era para mí una maravilla ver esas imagenes y leerlo. Yo estaba en primero o segundo grado de primaria y aún recuerdo tener en mis manos esa joya. Excelente maestro Alberto Espinosa
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