Los Viejos Maestros de la Academia de San Carlos
Por Alberto Espinosa Orozco
Por Alberto Espinosa Orozco
Mientras tanto el viejo maestro Germán
Gedovius generaba entre los alumnos de la Academia de San Carlos un gran
entusiasmo por trabajar, recorriendo los caballetes haciendo correcciones y
dando consejos. Pintor prolijo y fuerte
Gedovius cultivaba el simbolismo modernista y era muy estimado por sus
discípulos debido principalmente a su sinceridad como maestro y honradez como
artista. Había permanecido en Alemania por ocho años y cultivaba un naturalismo
romántico de tientes simbolistas que marcó a toda una generación.
En la Academia se encontraban también el maestro Santiago Rebull (1829-1902), quien había sido seguidor del gran pintor francés Ingres, verdadero maestro clásico dedicado a descubrir en la superficie plana los movimientos esenciales de la vida que contuvieran la posibilidad del movimiento perpetuo, siguiendo para ello lineamientos filosóficos de origen pitagórico y soñando en la posibilidad de una pintura que aliara a la vez las formas geoméricas puras y la pureza del color. Santiago Rebull había pintado por orden de Maximiliano de Habsburgo un fresco en las terrazas del Castillo de Chapultepec con el tema de “Las Bacantes”, deidades que pintó con gracia y carnalidad terrenas –son los delirios de Histia y del culto a Dionisio, el menadismo de la posesión y la desmoralización. Fue el pintor predilecto de la Corte de Maximiliano, pintando un retrato del Archiduque de cuerpo completo, por lo cual se lo condecoró con la cruz de “Oficial de a orden de Guadalupe”. Los paneles fueron iniciados durante el Imperio y terminados en la época de Porfirio Díaz. En el año de 1867 el mismo Rebull restauró los frescos y completó los tableros que faltaban. Santiago Rebull poseía una conciencia artística muy desarrollada al estar interesado en el movimiento de la vida y de las cosas, intentando desprenderse de la vida vulgar que nos ata a la materia para poner en la superficie bidimensional y plana del cuadro lo esencial al movimiento de la vida, concibiendo así la posibilidad del momento perpetuo, como el de un sistema solar encerrado en un marco. La pureza de línea de Rebull sólo es comparable a la de su maestro Jean Auguste Dominique Ingres.
En la Academia se encontraban también el maestro Santiago Rebull (1829-1902), quien había sido seguidor del gran pintor francés Ingres, verdadero maestro clásico dedicado a descubrir en la superficie plana los movimientos esenciales de la vida que contuvieran la posibilidad del movimiento perpetuo, siguiendo para ello lineamientos filosóficos de origen pitagórico y soñando en la posibilidad de una pintura que aliara a la vez las formas geoméricas puras y la pureza del color. Santiago Rebull había pintado por orden de Maximiliano de Habsburgo un fresco en las terrazas del Castillo de Chapultepec con el tema de “Las Bacantes”, deidades que pintó con gracia y carnalidad terrenas –son los delirios de Histia y del culto a Dionisio, el menadismo de la posesión y la desmoralización. Fue el pintor predilecto de la Corte de Maximiliano, pintando un retrato del Archiduque de cuerpo completo, por lo cual se lo condecoró con la cruz de “Oficial de a orden de Guadalupe”. Los paneles fueron iniciados durante el Imperio y terminados en la época de Porfirio Díaz. En el año de 1867 el mismo Rebull restauró los frescos y completó los tableros que faltaban. Santiago Rebull poseía una conciencia artística muy desarrollada al estar interesado en el movimiento de la vida y de las cosas, intentando desprenderse de la vida vulgar que nos ata a la materia para poner en la superficie bidimensional y plana del cuadro lo esencial al movimiento de la vida, concibiendo así la posibilidad del momento perpetuo, como el de un sistema solar encerrado en un marco. La pureza de línea de Rebull sólo es comparable a la de su maestro Jean Auguste Dominique Ingres.
Los maestro de la academia en ese entonces
eran Rebull, Velasco, Parra y Andrés Ríos -un pintor costumbrista que pintó un
San Juan y un Paseo por Santa Anita. El resto de los maestros era un conjunto
de oficiales de la artificiosidad, de atildados expertos en la incomprensión
sin límite ni fondo, de pedantes serviles de la sociedad metropolitana, de
profesores flojos, impermeables a la belleza, melindrosamente dictatoriales y,
en suma, mediocres. Junto aquellos se en contra la magnifica compañía de los modelos
de yeso de los escultores clásicos donde se desarrollaba la habilidad en el
óleo, el pastel, el lápiz y la tinta, junto por un gusto por el esfuerzo.
Leandro Izaguirre, un importante pintor de
temas históricos, y Félix Parra, quien aplicaba los conocimientos matemáticos a
la óptica y a la composición siendo también un gran enamorado y sabio conocedor
del arte indígena y de la arqueología mexicana, dejando de ello testimonio su
Fray Bartolomé de las Casas. Hay que sumar a la lista a Andrés Ríos, pintor
costumbrista maestro de Diego Rivera, para quien confiesa haber sido un maestro
de arte extremadamente interesante, y; singularmente, José María Velasco, el
gran paisajista mexicano del siglo XIX, quien descubrió la luz y el colorido
sin igual del valle de México, llegando a establecer para cada tono una
situación precisa, al grado de poder ser medible.
Asistían a la Academia Rubén Guzmán, un
pintor de mucho talento, y el mencionado Alberto Fuster, un artista brillante, de concepciones
alegóricas grandiosas, muy apreciado por José Clemente Orozco, por ser al mismo
tiempo un profundo conocedor de la técnica pictórica, artista a quien se deben
telas memorables de largo aliento como el Cristóbal crucificado (2.48 x
2.09) Prometeo (2.50 x 1.05) y Apoteosis de la paz (2.90 x 6.25). Las
enseñanzas de San Carlos más que académicas eran clasicistas y tradicionales,
pues consistían en el amor y el conocimiento al detalle del oficio y de la
artesanía de la pintura, todo lo cual vino a ser destruido por el verdadero
academicismo.
Por su parte, el caso de Antonio María Fabrés y Costa (Barcelona, 1854; Roma, 1936) es notable. A los 13 años ingresó a la Real Academia Catalana de Bellas Artes de San Jordi, marchando a Roma los 21 años de edad, donde se relacionó con los inventores del Art Noveau Fortuny, Pradilla y Villegas Cordero, quienes incursionaban en el realismo romántico con temas orientales y medievales, siguiendo de lejos el "Purismo" de gran Johann Friedrich Overbeck (1789-1869) y la Escuela de los Nazarenos, acusando sin embargo inequívocos síntomas de decadencia estética y moral. Orientalismo puramente ornamental, pues, que sería calificado de ampuloso, incuso de "arte burgués", al que se le llamó despectivamente "art pompier". Estilo básicamente preocupado por la precisión y la perfección en el detalle minucioso en el dibujo y sus trucos para lograr efectos lumínicos, cuyo resultado no podía ser otro que el de mera acumulación decorativo de ademanes y de objetos alcanzando, por su propia naturaleza, como tema canónico en que realizarse, el de los Pachas y los Harems (de "harim", mujeres) de los orientales. Fabrés viajó a Paris en 1894 cosechando fama y fortuna con sus elaboradas acuarelas.
Viajó a México en 1902, donde permaneció hasta 1907, invitado por
Porfirio Díaz, siendo nombrado Director de Pintura en la Academia de San
Carlos, remplazando a un envejecido Santiago Rebull. En un momento dado tuvo
como fervientes discípulos a Saturnino Herrán, a Diego Rivera y a José Clemente
Orozco, quienes ávidamente abrevaron de sus enseñanzas -siendo Saturnino Herrán,
el más influenciado por el estilo perfeccionista y orientalista de su maestro.
Tuvo repetidos enfrentamientos con el Director de la Academia de San Carlos, el
Arquitecto Antonio Rivas Mercado, quien lo criticaba en la prensa por sus
rarezas y extravagancias. Amigo, sin embargo, de Porfirio Díaz, quien le
encargó incluso la decoración de Palacio de Bellas Artes, nombrándolo para ello
como Inspector General de Arte. En lo personal, el egregio dictador encargo a
Fabrés el diseño y decoración de la Sala de Armas de su residencia personal en
la Calle de Cadena) luego llamada Capuchinas, hoy Venustiano Carranza): 150
Mtrs.2, que el forró con láminas de cobre y acero con extraños motivos
palaciegos, en lo que se incluía la escultura de un Leviatán.
Empero, comenta José Clemente Orozco en su Autobiografía, pronto
toda aquella escuela quedó arruinada al invadir como un cáncer a la Academia el
aflojamiento de la disciplina, la cual fue paulatinamente roída por la lepra de
los fósiles, el fácil sensualismo ejercido a hurtadillas detrás de los caballetes,
sumándose la inquerencia de la bohemia de melena, pereza y alcohol. Luego de la
desaparición de los métodos de orden y disciplina quedó sólo la ineptitud y la
rutina. El gusano de la mezquindad periodística también fue engordando al
ensañarse contra Antonio Fabrés, al que se juzgó, por su engañosa pincelada, de
ampuloso y exótico, de insoportablemente anacrónico e incluso de falso, el cual deja en sus obras no otra sensación que la del tedio.
En el año de 1903 el viajero, socialista
utópico, escritor y pintor Gerardo Murillo, conocido ya para entonces como el
Dr. Atl (1875-1967), había regresado de Europa trayendo el arco iris de los
impresionistas y todas las audacias fauvistas de la Escuela de París. De joven
había estudiado en Guadalajara, su ciudad natal, pintura académica con Felipe
Castro, marchando a la capital a la capital a los 21 años para estudiar en la
Escuela Nacional de Bellas Artes. Sin embargo, un año después, en 1897, partió
a Europa pensionado con un apoyo de mil pesos otorgado por el gobierno de
Porfirio Díaz y el apoyo del gobierno de Jalisco. Instalado en Italia descubrió
el socialismo que en esa época inflamaba al viejo continente, ingresando a la
Universidad del Estado de Roma para estudiar filosofía con Antonio Cabriola, un
académico riguroso que se carteaba con Federico Engels, y asiste a los cursos
de derecho de Enrico Ferri, hombre elocuente y carismático que agitaba a los
jóvenes al proclamar la revolución inevitable, pero cuyo pensamiento socialista
contenía también las semillas del fascismo italiano, que pronto comenzarían a
germinar en las conciencias creciendo como una mala hierva. Murillo colabora
entonces con el Partido Socialista italiano y trabaja en el periódico Avanti.
Se trasladó a París quedando imantado por los pintores impresionistas y
postimpresinistas, así como las propuestas de la primea vanguardia,
participando en el Salón de 1900 con su Autorretrato, el cual obtuvo el segundo
lugar y medalla de plata en el importante certamen. También decoró los muros de una villa romana
en 1901, representando la lucha del hombre frente al cosmos y la sociedad
–murales que fueron posteriormente destruidos.
Luego de viajar por Alemania, España e
Inglaterra regresa Gerardo Murillo a México. Tiene 29 años de edad en 1903 y
viaja pronto a su ciudad natal para realizar dos exposiciones de su obra, las
cuales acompaña con una serie de conferencias en las que se proclama sobre la
necesidad de renovar las expresiones artísticas del clasicismo y el
academicismo mexicano, enfatizando la riqueza oculta en las grandes pinturas
del Renacimiento. En el año de 1904 se integra a la Escuela Nacional de Bellas
Artes logrando pronto un estudio en la Academia de San Carlos y trabajar para
la institución de arte, primero como restaurador y experto en arte, puesto que
ocupa durante varios años, restaurando, clasificando y evaluando las diversas
colecciones de la escuela, y dictaminado y valuando obras que la Academia podía
adquirir, para después ser aceptado como maestro de dibujo geométrico.
Participó también en los Talleres de Pintura y Dibujo Nocturno, en los que con
palabra fácil e insinuante hablaba de su vida en Roma, de sus correrías por
Europa, y entusiasmadamente de algo increíble y maravilloso: de las grandes
pinturas murales de la Capilla Sextina y de los inmensos frescos del
Renacimiento, cuya técnica se había perdido durante 400 años. También de la
necesidad de que un pintor completo se preocupara de la parte física y química
del oficio, de cómo estaba preparada la tela, de que reacciones químicas iban a
producirse y de lo que eran los colores- el mismo inventaría para 1909 los
colores secos a la resina, los “atlcolors”, consistentes en unas barritas de
color con base de cera, petróleo y resina, parecidos al pastel pero más
resistentes y de fácil manejo, los cuales se podían sobreponer indefinidamente
produciendo una inmensa gama de tonos de sorprendente luminosidad, potentes
igual para pintar sobre un papel que sobre una piedra del Popocatepetl. También
despertó a sus contemporáneos sobre la
importancia del arte popular… e incendió las conciencias al arremeter contra los métodos de enseñanza
de las artes en la academia, por lo que en los corrillos de la escuela se ganó
por ese tiempo el remoquete de “el Agitador”. Y en esa agitación de las
conciencias y exacerbación del ánimo
latió también el sueño del socialismo bíblico y la caballería andante,
inflamada por la abnegación, la defensa de los débiles, la protección de los
desposeídos y el enaltecimiento de la piedad en nombre de orden
suprasensible Nuevo Renacimiento de la
cultura, pues, cuyos ideales sociales estaban secretamente alimentados por una
concepción esotérica y metafísica del mundo.
Fue así que bajo su impulso en los Talleres
de Dibujo Nocturno de la Academia la técnica original enseñada por Fabrés fue
modificada sustancialmente hasta convertirse en un método de trabajo
perfectamente dinámico y moderno. Se continuó con la idea del dibujo
concienzudo, pero hecha cada vez con mayor rapidez, para adiestrar más la mano
y el ojo, disminuyendo el tiempo de copia a una hora, a quince minutos, hasta
llegar a hacer croquis rapidísimos, en fracción de minuto y poder pintar un
modelo en movimiento, para lo cual se exigía la simplificación del trazo, hasta
volverlo instantáneo, con lo que se lograba que apareciera el estilo personal
de cada estudiante.
De tal modo se fue creando de nuevo una
situación de confianza generalizada, surgiendo el primer bote revolucionario en
el campo de las artes bajo la forma de una abierta rebelión contra la idea de
México como un sirviente colonial, como un país atrasado, de una raza inferior
y degenerada cuyos rastacueros tropicales sólo podían aspirar a pintar como en
París y ser juzgados por sus críticos –naciendo la sospecha que tal situación
colonial no era sino un hábil truco de comerciantes.
Se trataba de una revuelta general contra la
cultura imitativa, cuya base psicológica se sustenta en el complejo de
inferioridad. Despertar de la conciencia, pues, de que México tenía una
personalidad propia ya forjada y que valía tanto como cualquier otra y que por
consiguiente podíamos hacer tanto o más que las culturas europeas. El sentimiento de expansión de la conciencia
y de liberación de las almas fue tan alto que adquirió el tono de la profecía,
pues se llegó a sentir que nosotros también podíamos producir un filósofo como
Kant o un poeta como Víctor Hugo, arrancar el hierro de la tierra y hacer
barcos y maquinaria y levantar ciudades prodigiosas, crear naves y explorar el
universo, pues, a fin de cunetas, nosotros descendíamos de dos razas de
Titanes. No se traba de soberbia, dice José Clemente Orozco, sino de confianza
en nuestro propio ser y en nuestro destino.
Aquel ambiente visionario de efervescencia
idealista sirvió inmediatamente para que los pintores fueran los primeros que
abrieron los ojos, dándose cuenta así de la realidad del país en que vivíamos.
Gerardo Murillo, luego de decorar los muros del Salón de Actos de la Escuela
nacional de Bellas Artes con desnudos de mujeres y poniendo a prueba sus
“atl-colors” en 1908, se fue a vivir al Popocatepetl; Saturnino Herrán
(1887-1918) comenzó a pintar a las criollas de la sociedad mexicana y José
Clemente Orozco exploró los peores barrios de la ciudad de México para apresar
con su pincel las sombras pestilentes de los aposentos cerrados, dibujando la
casa de las lágrimas con sus damas de vida galante y tambaleantes caballeros
borrachos. Fue entonces que empezó a aparecer en las telas, como una aurora,
poco a poco, el verdadero paisaje y rostro mexicano, las formas y colores
familiares y concretos de la realidad nacional, gracias al entrenamiento a
fondo de los pintores y la disciplina rigurosa
–todo lo cual significó el primer paso en la liberación de la tiranía
estética extranjera infiltrada gota a gota como un veneno en la academia y el
gusto patrio.
El Dr. Atl formó entonces el Centro Artístico
el cual, en medio de tendencias anarquizantes y socialistas, logró aglutinar a
un número considerable de artistas antiacadémicos, nacionalistas y rebeldes. El
Centro Artístico sirvió así de foro a Gerardo Murillo para expresar sus
profecías sobre el próximo “fin de la civilización burguesa”. Al poco tiempo
México sufriría los primeros estertores de ese fin de mundo moderno y los
dolores de parto del contemporáneo, experimentado los artistas visionarios por
medio de la fantasía las primeras proyecciones de una nueva edad por venir. La
idea de la pintura mural empezaba a cuajar en la mente de los artistas.
Saturnino Herrán, entre 1908 y 1910, consiguió unos tableros de gran formato
por encargo del maestro Justo Sierra para la Escuela de Artes y Oficios. En la
misma época el mismo Herrán planteó los dibujos monumentales para el friso del
Palacio de Bellas Artes llamado Nuestros Dioses. Fue el mismo Justo Sierra quien encargó en 1910 al pintor jaliciense Jorge Enciso la
decoración con motivos mexicanos de las escuelas Gertrudis de Armendáriz y
Vasco de Quiroga en la colonia La Bolsa (hoy Morelos), los cuales fueron
posteriormente destruidos.
Para 1910 se contrató una costosa exposición
de Pintura Española Contemporánea de los pintores Zuluaga y Sorolla que
adornaron el lujoso Pabellón en la Avenida Juárez para celebrar el centenario
de la Independencia. El Centro Artístico protestó airadamente, logrando que el
gobierno de Porfirio Díaz les concediera tres mil pesos que, sabiamente
administrados por el pintor Joaquín Clausell, se usaron para montar, en
septiembre de 1910, la famosa “Exposición Colectiva de la Academia” que
contó con la participación de 50 pintores y 10 escultores, y fue publicitada
mediante un cartel de Gerardo Murillo de dos figuras desnudas y el cono de un
volcán, logrando, a decir de Clemente
Orozco, un éxito grandioso. Envalentonado, el grupo dirigido por Gerardo
Murillo pidió muros en los edificios públicos, consiguiendo los primeros días
de noviembre de 1910 por parte de la
Secretaría de Instrucción la decoración del Anfiteatro de la Escuela Nacional
Preparatoria de San Ildefonso. Cuando los andamios estaban ya instalados para
iniciar la obra en noviembre del mismo año… estalla la Revolución armada de
México el día 20 del mismo mes La gran obra de la pintura mural mexicana
quedaba temporalmente suspendida.
2) La arena del
olvido se ha encargado de ensombrecer
la figura del arquitecto Roberto Álvarez Espinosa, quien es el autor del monumento a Fray
Bartolomé de las Casos de la Catedral Metropolitana, también el responsable de
acabar la construcción del Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México,
siendo también autor de otras muchas otras obras de mérito.
Maestros de la Academia de San Carlos: Velasco, Pina, Parra, Barragán y alumnos. Plata sobre gelatina
En
esta imagen Justo Sierra al centro, acompañado por el director de la
Academia Antonio Rivas Mercado y el subdirector Antonio Fabrés, José
María Velazco atrás, y en rojo con una flecha Adamo Boari, también se
encuentran Federico mariscal y Nicolas Mariscal
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