José Manuel González: Pulvis es et in Pulverem Revertiris
“Te ganarás el pan con el sudor de tu frente
hasta que vuelvas a la tierra de la cual
te has formado
pues polvo eres y en polvo te
convertirás.“
(Génesis 3, 19)
“Si los hombres son polvo
eso que el viento levanta por el camino
son hombres.“
Octavio Paz
I
Junto con José Ortega y Gasset puede
afirmarse, no sin hipérbole, que el tema cardinal de toda la historia de la
pintura ha sido el polvo. El polvo, la materia vieja e invariable levantada y
organizada de nuevo por los remolinos del viento, por el hálito de los estilos,
de los espíritus o musas que aumentan y enriquecen idealmente el universo. José
Manuel González trabaja el polvo, el tema de la historia de la pintura, bajo
uno de sus modos más radicales y extremos: el de la materia abrazada por el
fuego, por la combustión de todos los deseos, las emociones y pasiones. Fuego
que quisiera por un momento ser todo esplendor, para coincidir, acaso sólo por
un momento, con el alma, con la sustancia del mundo –pero que al ser ceniza, residuo dejado al extinguiese el
baile de las llamas, es símbolo de penitencia, de la conciencia de la nulidad
de la creatura frente al Creador, de la nada, del pecado y de la muerte.
En la arena extrema del calro-oscuro el
artista recuerda en cada una de sus obras la gigantesca, la descomunal
contienda entre Ormuz y Arimán, del Logos
esencial y estable contra el confuso devenir de Cronos, oscilante, mudable y múltiple, entre el Verbo y el Tiempo
en el hombre. En ese foro de contornos tenebristas, el dibujante ha buscado el
extraño éter luminoso que en muchos casos encontró su modelo y preceptor
Fernando Mijares. Porque acaso la misión de ambos artistas ha sido en el fondo
la misma: la de edificar de nuevo la casa del hombre, la de reconstruir su
auténtica morada… a partir de la intemperie, de la horfandad y el desamparo.
Para ello hace falta no más, pero tampoco menos, que ser otro para dejar de ser
y ser de nuevo el mismo –superando el terror de dar forma a lo informe, vida a
lo muerto e inanimado.
El arte de González participa de la estética
moderna dentro de un estilo expresionista, pero agregando a ella un componente
artesanal de cuño popular y de raigambre religiosa. En efecto, el artista que
es José Manuel puede considerarse, por sus métodos de trabajos rudimentarios y
precarios, por la forma de distribución y el costo de sus obras y por su amor
al oficio, como un artesano. Sin embargo, por el contenido de su obra es
también un artista moderno. Obra, pues, doble y contradictoria, que al ser
crítica de sí misma dialécticamente se convierte en un tercero: en un arte
revolucionario y religioso. Pero ¿qué es el arte moderno?, y después ¿qué es la
artesanía?
II
Puede decirse que arte clásico es la técnica
y la sabiduría tradicional de imitar la luz y la forma del alma encerrada en un
espíritu viviente. Estética de la tradición, cuyas notas técnicas son el canon de la luz, la medida y la proporción. La modernidad estética ha
preferido, por el contrario, los extremos: no la tradición, sino el ahora
cambiante en movimiento, no la imantación de la luz, sino la expresión de la
sombra excéntrica, del extravío informe, de la indefinición y la carencia. Por
un lado la copia clásica de la creación, de lo lleno y lo sólido, del ser o la
esencia: de lo pleno. Por el otro, más que la imitación, la creación moderna
del vacío. Dos versiones del arte que se contrarían –porque, como nos recuerda
el existencialismo, el ser existe tanto como el no ser.
Estética de la sorpresa ha calificado
Octavio Paz al arte moderno. Es verdad. La belleza moderna no es más la del
modelo ideal propuesto por la tradición, sino la figura singular y bizarra, que
tras el manto de la novedad reintroduce en el presente lo monstruoso. El arte
moderno, sin bien no puede definirse en su marcado existencialismo, puede sin
embargo caracterizase por su búsqueda de la novedad y de lo raro, de la
sorpresa del ahora e incluso de lo horrible. No es el pasado, con sus leyes
éticas y figuras simbólicas lo que define al presente, no la imitación del
arquetipo, de la figura digna o grande, de los espíritus del panteón heleno y
romano o del dios encarnado del
cristianismo, no la representación del sabio, del héroe o del genio, sino la
crítica de la tradición y la refutación de la eternidad por la metamorfosis de
la realidad en novedad transitoria. Más que un sentimiento, que al estar
formado valora las propiedades del objeto atractivo por rasgos determinados, lo
moderno es más que nada una sensación, ambigua y vaga, hecha justamente de la
indefinición y dispersión de la esencia. La estética moderna es búsqueda
excéntrica e incansable de realidades cambiantes e impredecibles, inclinada en
su decadencia sobre las maravillas y horrores de la sucesión. También estética
purgativa y, en su límite más abstracto, estética de la desencarnación de la
presencia.
Crítica de la tradición e inversión de su
perspectiva, la modernidad entraña una refutación de la eternidad que invita a
negar el pasado con sus figuras simbólicas y leyes éticas, afirmando con ello
un nuevo absoluto: el presente inestable y caprichoso, contingente y equívoco,
cambiante e imprevisible. En su extremo post-moderno lo absoluto se fragmenta,
dando cabida a todas las épocas y civilizaciones… y al relativismo escéptico
donde se mezclan todas las tradiciones y de todos los estilos. O mejor, ya no
hay belleza discernible, ni canon
clásico, ni sistema o visión del mundo –sólo el ahora, que en su flujo y
reflujo arroja a la playa del arte las maravillas de la sucesión marcadas con
el signo de la muerte.
En efecto, la hermosura buscada por los
modernos está lastrada por un carácter
negativo, hecho de extrañeza y excentricidad, que al abominar de la
figura esencial y de toda esencia, aplana la singularidad del hombre en
representantes fallidos de su naturaleza. Sus figuras son así las de la
angustia (Eduardo Munch), las del marginado (Van Gogh), las del lépero y el
criminal (José Luis Cuevas), las del oprimido o de la prostituta (José Clemente
Orozco). Formas que expresan la infinitud de la subjetividad interior,
refinadisimas en virtud de la autonomía de carácter posibilitada por el
liberalismo contemporáneo, pero que al estar marcadas por la conciencia del
cambio, se vuelven figuras irregulares y deformes, raras y muchas veces vacías,
marcadas con el estigma de la conciencia desgarrada: con el signo de la
desdicha. Mundo que al carecer de sustancias orientadoras en que descansar, se
precipita aceleradamente y desbocado en búsqueda del ahora, del presente
inquietante –pero no de la presencia. No más lo lleno, lo sólido, lo denso
–sino la ligereza insoportable de la existencia inconsciente e impulsiva, que a
toda costa busca el olvido de la realidad o del ser.
El sol negro de la melancolía, atisbado por
el proteico Alberto Durero lo mismo que cantado en su ocaso por el gentil
Gerard de Nerval, ha presidido toda la época moderna. Su universo no está
poblado por signos tradicionales y compartidos por todos, sino por multitud de
figuras y tradiciones contradictorias e inconciliables, acuñadoras del
nihilismo y, en último término, instrumentadoras de la dispersión del sentido y
de la disolución de la realidad. Estética de lo particular, que convierte la
creación artística en accidente original y a éste en repetición mecánica, la
vanguardia en academicismo y la revelación del presente en confirmación de la
historia. Acaso porque la hermosura buscada por el hombre moderno no sea en el
fondo otra que la belleza del mal.
III
Las figuras de José Manuel González son
también la expresión de la conciencia
desdichada o escindida que ha
marcado a toda nuestra época, presa de la melancolía, la angustia, la
desesperación inconsciente y las distracciones inútiles e insuficientes, a fin
de cuentas insatisfactorias. Época, pues, contraria a la naturaleza humana que,
de acuerdo al canon ético clásico, aspira por si misma al amor y a la felicidad
para realizarse a sí misma.
El artista durangueño, en efecto, ha
incursionado en ese abismado reino para, a partir del uso de escasos elementos
a la mano y del acopio de maravillas obsoletas, a partir de la falta, la
destrucción y el encuentro, erigir de nuevo al mundo. Así, el tema de José
Manuel pareciera ser en principio el de la insatisfacción o el de la opresión.
Como para Schopenhauer el mundo se le revela al artista empañado de pesimismo:
polarizado en la miseria y el dolor que ocupan gran parte del mundo, teniendo
como correlato capilar para los que lo esquivan el tedio, que penosamente asecha
en cada rincón. Acaso porque placer y dolor, no encontrándose nunca en el mismo
tiempo, están atados por un lazo inseparable, como las dos raíces de una muela,
de tal modo que cuando uno llega, bien pronto viene a sustituirle su enemigo y
compañero.
Sus imágenes, así, son figuras de la
insatisfacción provocada por lo incompleto y no definido, por lo informe y mal
acondicionado. También son metáforas de la tristeza que hay en toda
destrucción. Figuras sujetas a la
opresión del vicio, la pobreza, el desprecio o la miseria. Ángeles que en el
vértigo de la caída se van despojando hasta de las prendas mismas de su
humanidad, para volverse seres grotescos, marcados por la accidentalidad y la
contingencia que frustra su esencia como la de seres cojitrancos. Más que
alegorías, expresiones de dolor por la joroba y la manquedad de la existencia.
Iconos cuyo significado estético es el sentimiento de pesar por las
imperfecciones de un mundo ante el cual el hombre no se siente responsable. Sin
embargo, tal sentimiento puede mover al hombre de virtud hacia la compasión,
incluso hacia la piedad y misericordia de la verdadera caridad.
Esta cualidad de su obra se debe,
probablemente, a que el artista introduce una nota artesanal y pobre en su obra
gráfica, que siendo un tósigo y un cauterio es también una ética y una ternura,
tocando así los temas modernos de lo bizarro, en la singularidad de sus figuras
laceradas por el infortunio, con una especie de ligera pureza alada. Acaso esta
nota la adquiere por el discipulado al lado de su maestro y guía, el pintor
Fernando Mijares, de quien aprendió las calidades de la trasparencia,
interpretada y traducida en términos de
labor artesanal y de vivencia religiosa.
Sus dibujos sobre ceniza parecieran, en
efecto, estar soplados con el material de un cristal finísimo y en fraguas de
altísima temperatura, dando como resultado volúmenes escultóricos a medio
camino del incendio que destruye y del agua que sacia la desértica sed del
enfermo. Figuras en donde la dura densidad de la ceniza ardiendo sobre las
ruinas psíquicas del hombre moderno, se combina con la blandura liquida de una
imposible fe –que sería mejor llamar con el nombre de esperanza. El triunfo de
lo pictórico no se vuelve entonces una desencarnación de la presencia, un mero
juego gratuito más del arte puro, sino la incorporación del sufrimiento en un
conjunto de signos heterogéneos que, sin embargo, no aspiran a la dispersión,
sino a la unidad, no a la representación de la nada, sino al reflejo de lo más
concreto que hay: nuestra propia situación caída, nuestro contacto con la vida adolorida y mancillada, que pide a
gritos su reivindicación y su redención.
En la obra de José Manuel González no hay la
soberbia pretensión de labrar figuras originales, excepcionales y únicas
–fetiche del objeto intercambiable en mercancía con que se vive el fin de la
idea del arte moderno (Octavio Paz).
Tampoco el peligro de quedar enjaulado en la prisión del mercado, pues
el dibujante ha sabido resistir sus tentaciones en la independencia resistente,
avalada por la amistad de modestos mecenazgo. Por lo contrario, en sus imágenes
se expresa la vivencia de una especie de humildad, de pasión religiosa por lo
que representa el objeto. Por un lado la descripción del dolor, la orfandad y
el extravío de los miserables, de los
pobres, de los abandonados, que intenta captar la belleza interior de la
subjetividad atormentada. Por el otro, el contraste de un misterioso pasaje, a
lo largo del cual desfila el hombre a la luz de alguna concepción de lo divino.
Dicho de otra manera, la humilde actitud artesanal del artista que es González
lo cura de la enfermedad de la estética moderna. Pero ¿qué es, que significa la
artesanía?
IV
La artesanía, por su lado, se especifica por
el amor al oficio y por la lenta adquisición de la maestría, porque su modo de
hacer y su técnica, están enraizados fuertemente a la práctica tradicional. En
efecto, la actitud artesanal significa también la continuidad de una tradición,
ligada al lento aprendizaje al lado de un maestro, cuya práctica es la humildad
del oficio. Puede ser el aprendizaje de un oficio popular (mester de juglaría), como el del
zapatero o el carpintero, incluso como el del albañil, que con su modesto
sombrero de fieltro corona la jerarquía de la maestría. La artesanía, entonces,
no produce industrialmente, ni fabrica, ni mucho menos diseña: hace con las
manos objetos de utilidad, que a la vez expresan el amor por lo bien hecho, la
paciencia cuidadosa de lo realizado despacio y a conciencia. Es decir, su labor
implica una ética del trabajo: por un lado la servidumbre y la humillación, la
limitación y la dificultad complicada en el largo aprendizaje del oficio; por
el otro, la racionalidad y la responsabilidad que ello implica, vivida por la
comunidad de los artesanos como una jerarquía de valores, de la que se deriva
un orgullo prestigioso.
Sin embargo, cabe también otro modelo de
artesanía: el entrañado en el aprendizaje de un oficio culto (mester de clerecía), que es
justamente el caso del oficio poético, pero también, cuando menos desde el
Renacimiento, del oficio del pintor. En efecto, el artista culto del
Renacimiento hereda la moral del artesano: la modesta práctica y la humildad
del aprendizaje del oficio –sobre cuya base empieza a despuntar la idea del
genio, no entendido como la originalidad o el éxito de los modernos, sino
justamente como una gracia dada a algunos después de dominar la maestría del
oficio.
La artesanía se presenta entonces como una
resistencia al mundo de la mercancía industrial, por medio de una ética del
trabajo independiente. También por su modo de hacer cada ejemplar
individualizadamente y con mucha paciencia, como un modo de trabajo que
devuelve el valor “natural“, el “aura“ a las cosas, volviéndolas objetos personalizados,
útiles o bellos, pero que en ambos casos no están hechos para tirarse en la
trastera de las maravillas obsoletas, sino para ser amados. Lo mismo los platos
de loza fina y que los paños de verdadera lana, la silla mexicana o el equipal
hechos a mano que la alcancía que hace del centavo que cae un pájaro que pía,
igual un poema que una pintura. Arte, pues que se interesa en su actitud por el
sentido total del universo, incluyendo en él al hombre, siendo su criterio lo
significativo, lo verdadero, la congruencia con la realidad.
V
Podría decirse que la obra de “el Chore“,
como fraternalmente se le conoce, es la de un arte cosmético, no interesado
tanto en la imagen sino en la sensación pura que suscita, igual la suavidad que
la amargura. Que es una obra roída por el dolor y el tedio, por el nihilismo y
los remordimientos, cuyo resultado es un acto de venganza, de rencor y de
evasión de la realidad. O que es un arte mágico fugado hacia lo artificial para
crear “otro mundo“, donde se borra la frontera entre lo real y lo imaginario
permitiéndonos una absoluta amplitud de criterio que nos permite sentirnos
genios en nuestro propio rincón. No lo creo.
En primer lugar, porque a pesar de que el
arte González frecuenta la belleza convulsiva del mal, lo hace para ver en ella
lo significativo, lo verdadero, no el artificio, sino la búsqueda del sentido
que ese mal arrojó en la totalidad. En principio, porque su estética es la
moral del artesano y su arte un arte campesino que tiene un deber que cumplir.
La cultura no es así para él, como no lo es para muchos de nosotros, un mercado
o una evasión de la realidad. En segundo lugar, porque, al igual que muchos
otros artistas indohispánicos inscritos en el movimiento de la modernidad, el
dibujante no hecha atrás dos mil años de cultura cristiana, sino que como un
sofista moderno lleva a cabo la obra negra de delatar los grandes abismos
morales, culturales y humanos de nuestro tiempo, recubiertos
superficialmente por las ofuscantes
apariencias de la civilización moderna.
En efecto, a partir de la evidencia del
sufrimiento de los seres, del ser, el dibujante extraordinario que es González
muestra el revés del tapiz: la despiadada, desalmada lucha por la vida (Maternidad,
Náufrago, Niña triste), la lucha
de clases (Campesino, Cargador), el resentimiento de los peores (Jugador), la dolorosa masificación del hombre (Brozo), pero también el misterio de
su individuación, no sólo por el tiempo, sino esencialmente por su relación con
Dios (Pastor, Fraile).
Así, en la obra del artista puede leerse
simultáneamente el gran tema de nuestro tiempo: por una parte, la estética de
la sorpresa, promovida por la modernidad escéptica y antirreligiosa, atea y
nihilista; pero también, en su nota más profunda y valedera, el impuso de la
estética clásica a la armonía cósmica y de la voluntad de la actitud artesanal
a la trascendencia humana y religiosa. Doble motivo que de modo evangélico
expresa a su manera una doble buena nueva: el poder de la congregación de los
fieles y la futura redención de los humildes.
Incursión, pues, por la vía de la tradición
religiosa, humanista y filantrópica de Occidente, la cual tiene como vicios y
contra-valores extremos: la profunda maldad de la codicia y el egoísmo de la
usura, que toma de los otros infinitamente más de lo que da, vicios que tienen
como trasfondo el sacrificio de los miserables y disminuidos. Tradición que
tiene, así, como anticrotálicos los valores y virtudes cardinales contrarias:
la íntima piedad y compasión, el impulso de beneficencia y caridad hacia los
desfavorecidos –actitud que ha llevado incluso a las democracias cristianas a
forjar leyes para el socorro de los pobres, en auxilio también de la armonía y
la belleza.
Por un lado, pues, la visita de los
fantasmas del espíritu fáustico goetheano a los que hay que ver de frente: de
la anciana deficiente, de la carente e insuficiente a la que siempre falta
algo, Mengel (Falta); tristemente causada por
la deudora y culpable, Schud (Deuda);
atrayentes de la cenicienta necesidad apremiante, Not (Miseria); seguida por el oscuro hermano
cegador, Tod (Muerte).
Por el otro, la presencia inquietante y poderosa de la inmensa cura, Sorge (Solicitud), que
se preocupa de los enfermos, por curar a las personas de sus males, que cuida a
la persona de cada uno de los otros –y cuyo significado es el esfuerzo por
conquistar día a día la libertad. Es el trabajo afanoso de quien se inquieta
por el futuro posible. Es la voluntad que, partiendo del mal, de aquello que
causa dolor, desesperación y rebeldía, logra salvarse, por querer un bien ideal
que mueve a su consolidación, a su concreción. Se trata de la solidaridad con
los caídos y de la preocupación por la propia persona, que desespera al
entregarse a una obra, pero que por el esfuerzo sostenido de la voluntad vuelve
a erigir de nuevo la morada, la moral, la casa del hombre.
VI
El arte, nadie lo ignora, es una forma de
vida. Pero el real trabajo artístico es también una forma de la fe o, si se
quiere, es otra fe: la fe en el espíritu de la belleza, que es la esperanza en
la armonía y la fraternidad del hombre en el cosmos y en la apacibilidad del
todo. Amor al arte, que es el valor fundado en una poderosa creencia y en un
sentimiento vital, esencialmente comprometidos con la vida. Es el estar del
lado de la promesa, con la promesa, con-prometido con el destino del hombre.
Cuando el hombre vive tiempos de miseria y de zozobra, cuando no hay de que
agarrarse, siempre queda el arte para romper con su canto el hechizo hipnótico
de las sirenas que nos distrae de la realidad. Queda, pues, amarrarse
firmemente al mástil del arte, como a un clavo ardiendo, para escuchar, en el
adolorido canto de la voz del artista, de nuevo la voz de la memoria. Porque el
arte no es una cosa hecha de
determinada manera, sino una cosa vivida
de determinado modo.
El artista es quien presta voz a las cosas,
porque para él las cosas quieren, buscan decir lo que significan. Trata
entonces de tú a las cosas. No para manipularlas como objetos útiles o mágicos,
eficaces o asignificativos, sino para dialogar con ellas como con sujetos
reflexivos, escuchándolas e interpretándolas, no para dejar dicho, sino para
dejar decir lo que requiere, lo que solicita ser expresado a la luz del
espíritu, del dador de la vida y el sentido. Es acaso sólo entonces cuando la
vida puede ser vivida como obra de arte: como el sitio de las apariciones, como
el lugar de la presencia.
La ceniza, residuo de la combustión, él algo
indeterminado que queda después de la extinción del fuego, tiene como simbolismo
la muerte y la penitencia, pues la materia prima de la ceniza da lugar a la
conciencia de la nada, de la nulidad de la creatura. La ceniza, ligera como el
polvo del suelo, recuerda al hombre su origen de tierra y viento, de fuego y
travesía, siendo signo de penitencia, de dolor y de arrepentimiento. Sin
embargo, la ceniza es también símbolo del retorno después de la purificación de
los elementos por el fuego.
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