Germán
Valles Fernández: la Mística del Cuerpo
Por Alberto Espinosa Orozco
“Pero
entre los chacales, las panteras, los linces,
los
monos, los escorpiones, los buitres, las serpientes,
los
monstruos chillones, aulladores, gruñidores, rastreros,
en
la infame casa de fieras de vuestros vicios,
hay
uno más feo, más malvado, más inmundo!
Aunque
no hace aspavientos ni lanza agudos gritos
convertiría
con gusto la tierra en un despojo
y
en un bostezo se tragaría el mundo;
es
el tedio!, con los ojos inundados de un llanto involuntario
sueña
con cadalsos mientras fuma su pipa.
¡Tu
conoces, lector, a ese monstruo delicado,
hipócrita
lector, mi semejante, mi hermano!”
Al
Lector de Charles Baudelaire
.
I.-
Los Ángeles Caídos
La obra de Germán Valles Fernández se caracteriza
por su decisión de ir de frente a los problemas más angustiantes y dolorosos de
nuestra circunstancia, decantando sus materiales plásticos y herramientas lumínicas
hasta poder retratar en toda su desnudez la zozobra , desde la experiencia de su
propia perspectiva, uno de los escorzos
características de la época contemporánea –que si en su anverso se muestra como
un era secular y meramente inmanentista, se revela en su reverso como un mundo
cancino, agotado por el desgaste de sus fiebres y su hastío, agobiado también
por su carrera -que bien a bien no puede llegar a ningún sitio. Porque el tema
del artista durangueño no es otro que el del mundo de los cuerpos encallados que,
a medio camino del incendio, de la parálisis o del estancamiento, dejan
traslucir, al través de sus vicisitudes y extremas contingencias, la imantación
del mundo de abajo, del submundo, revelando así también las zonas más lúgubres
del inconsciente.
Puede decirse que el tema de su obra es, más
que el erótico, el de la erosión de los cuerpos –pasando de la exploración del
instante del placer y de la descripción de la mera escena disonante o espectacular,
a la búsqueda de la imagen prístina, del símbolo y el mito. Porque su objeto no
es otro, sin embargo, que el misterio del mal y de la caída del hombre. Tema
religioso también, que es el del hombre arrojado por su desobediencia fuera del
paraíso terrenal al barro, a las ciénagas y marismas del mundo, por haber
probado el fruto prohibido del árbol del conocimiento del bien y del mal. La
desgarradora visión del artista contribuye al tema al pasar revista a las
figuras de cómplices o víctimas de la caída, dando a la vez una idea final de
tal desplome al estudiar la anatomía y del desamparo de los cuerpos, sujetos a
toda suerte de presiones y deformidades, de vejaciones y degradaciones, de descargas
y perturbaciones, donde cada cual, ante la angustia de la presencia del abismo,
se aferra a la peña de otro cuerpo como el erizo se aferra a su roca en el
turbio agitar de la marea.
Retratos del cuerpo del ser humano
contemporáneo sujeto a las tentaciones de la voluptuosidad y del inconsciente, que
tras la exhibición más de su impudicia que su desnudes tiembla sin embargo por
dentro, ante el temor de lo indefinido o lo infundado, por la angustia y el
terror pánico de caer cada vez más hondo, succionado por el abismo de la
oscuridad, de lo que no tiende fono, para perderse finalmente en la nada.
Retratos del mundo del deseo y de la carne amotinada, pues, aguijada por las agudas
depresiones y las contorsiones psíquicas, acorralados por la miseria de la
materia, por el polvo, por el barro y el salitre. Procesión también del río
vertiginoso de los cuerpos réprobos, que
alternativamente emergen de las sobras o se vuelven a hundir en las tinieblas
de sus deseos inversos, tocando simultáneamente los extremos helados de la humedad
y de la desecación por el fuego, pasando también de la cómoda tentación de la
pereza a la ignorante asevia del tedio.
Recorrido, pues, por una época y una región
del ser atenazada por la nada; relato también de una vergonzosa historia que en
medio de la decadencia de las formas y de la decrepitud de sus contenidos muestra
la posible participación del hombre en los niveles más bajos de la creación, lindantes
con la materia en bruto. Mirada a las zonas oscuras de la existencia humana que
se atreve a presentar los fenómenos del alma inferior del ser humano tal como
se le presentan, iluminándolos bajo una perspectiva personal, para así poder someterlos
a la objetividad de la conciencia y a los ácidos corrosivos de la crítica.
Mirada cáustica, es verdad, que con los cloros purificadores de la ironía
descarnada llega a calar en el hueso y en el tuétano del problema de nuestro
tiempo, en la cuestión del hombre moderno,
que en estado carnal y de naturaleza, se ha dando a la tarea de intentar
explicar al ser humano por lo más bajo: por sus instintos, por su animalidad,
por lo meramente genético o por la materia, por la evolución, por la
historicidad, por la temporalidad o por su mera y llana existencia, extirpado
de él toda sobrernaturaleza e incluso toda esencia y todo espíritu, soslayando
los relatos su parentesco con lo divino o su relación con los ancestros y
los héroes, con el simbolismo y el mito.
Explicaciones risibles, pero que han dado pie asimismo a lo terrible:
transformar la sobrenaturaleza humana en lo infranatural, en lo desviado, en lo
invertido, en lo infrahumano e inhumano -que acaban por precipitarse con más
fuerza en la caída, para participar finalmente del demonio o de la bestia.
II.-
Filosofía del Cuerpo
Así, en las poderosas imágenes plásticas de
Germán Valles podemos leer una especie de filosofía del cuerpo, pues junto con
las expresiones mímicas del cuerpo humano, expresante de suyo de su animación,
se registran también los indicadores contemporáneos de una vitalidad convulsionada
y en decadencia, que anuncia su caducidad, o al menos su agostamiento, tanto en
la creciente pérdida de sus contornos y de sus determinaciones como de su lozanía
–a lo que hay que añadir tanto los azares y contingencias a que se ve sometido
el cuerpo humano, las tensiones y hábitos de vida, pero también las enormes presiones
contemporáneas, que lo llevan con frecuencia tan pronto al debilitamiento de su
fuerza que a la depresión devastadora, dando lugar así a la expresión mímica de
cuerpos de piel desbordante, enjuta o flácida, achicados, abombados o
achatados, marcados tanto por las tensiones que por las distensiones de sus
excesos, significando la carne cruda una animación meramente material y mórbida
(Bacon, Freud).
La carne avara que sólo sabe acumula la
grasa para sí, que desea colmarse con más que aquello que la colma, en el
intento frustráneo de retener sólo para sí una alegría que no quiere brindarse
sino a sí misma, en un deseo onanista y desbordado proveniente del maleamiento
de la s sociedad, cifrado en que unos pocos reclaman de sus congéneres mucho
más del servicio que están dispuestos a brindarles, acaparando después para
ellos solos todos los privilegios de la puta alegría (“Doña Avaricia”). Almas blandengues y obesas que incurren en el
pecado del relativismo moral, dejándose convencer, para salirse siempre con la
suya, de que el bien el mal no son sino funciones de ella misma
–desprendiéndose como conclusión, tarde o temprano, que cuando la gente actúa
movida sólo por sus mezquinos intereses egoístas no puede sino producirse un
estado de ansiedad y de miseria común.
Retrato contrastante también de la
existencia concreta del hombre moderno, donde desfilan los extremos de un mundo
profundamente desequilibrado, el que la legión de los egoístas, con todos sus excesos
y pecados, no abonan en su manga ancha sino al recrudecimiento de la miseria
moral y material, creando de tal forma una especie de espejo inverso de su
desmesura de placeres e ilimitación de poder. Región periférica de la
existencia en la que se siente más crudamente el fenómeno sólito del desconocimiento
de la persona, en el sentido estimativo y práctico, al grado de amenazar el
cuerpo mismo de la humanidad, al excluir a bastas zonas de la población del
mundo del trabajo, de la educación y de la cultura, arrojándolo luego sin piedad a los inmensos pudrideros
de la mendicidad o a la indigencia de la grey astrosa. Cuerpo desamparado,
desollado vivo, pelado, donde pulula lo cuasi-modal, las qusicosas de la pseudovida,
que no pueden dar lugar sino al surgimiento de lo infrahumano. Cuerpos sujetos
a las contingencias de la enfermedad y los accidentes del azar, capaces de
frustrar ya no digamos el desarrollo de etéreas esencias, sino incluso de
aniquilar a las mismas existencias.
Pintura directa, pero que al ser al mismo
tiempo critica y corrosiva igualmente detecta severos trastornos en el tejido
de la sociedad, trastocada por un circo
de sustituciones y dislocamientos, donde los que fueran claros órganos y centros
directores encargados de llevar equidad, salud y justicia a la especie, tanto
material como espiritualmente, se han desviado de su misión o se encuentran
totalmente enajenados y desfiguradas por otras potencias. Fenómeno de
corrupción, en efecto, donde la figura de la Justica aparece con antifaz y ciega,
como si se negara a la visión no por mor de la imparcialidad de sus juicios,
sino en un acto de concupiscencia, de impudicia y de exhibicionismo hiriente.
III.-
Las Presiones
Lo primero que hay que resaltar en las
atmósferas logradas por el artista es, junto con las tensiones internas sufridas
por los cuerpos, las enormes presiones atmosféricas en las que habitan o a las que
se ven sometidos. Presiones constantes, pertinaces, exasperantes, que llegan en
ocasiones al delirio, y que parecieran apabullar a los cuerpos dolientes al
ejercer toda su densidad y su peso sobre sus almas. Me refiero a las diversas
cargas, tanto cultuales como físicas y emocionales, con que se grava el destino
histórico de la humanidad. Así, sus retratos del cuerpo humano no los son menos
de un mundo donde el hombre se ve, por decirlo así, constreñido, obstruido,
atenazado y oprimido por todas partes – tanto por arriba como por abajo y por sus
cuatro costados, como si se tratara de la figura geométrica de un cubo
fantasmal que quisiera apresarnos, para ser finalmente sometidos y arrojados al
cilíndrico pozo estéril del confinamiento.
Por un lado, destacan inmediatamente las
presiones de lo alto: cifradas en los terrores bimilenarios de llevar una vida
en ausencia de Dios, reforzados por el hombre de la modernidad cuyas creencias
religiosas son sostenidas no más que por costumbre o por mero hábito, pero ya
vacías de la fe viva. Se trata de las presiones propiamente metafísicas,
ejercidas por las creencias culturales en la existencia y esencia de Dios, en
la otra vida, en la nueva creación del otro mundo, en la inmortalidad del alma
y su posible salvación y bienaventuranza por la intermediación de la gracia
divina –por más que estas presiones culturales se ejerzan con igual o mayor
peso sobre el alma de los réprobos, de los agnósticos, de los apóstatas, de los
herejes, puesto lo que está de por medio es justamente su posible muerte o su
condenación. Angustia por la salvación y liberación de los seres o insoportable
presión histórica para el hombre que ha hecho la experiencia histórica del
inmanentismo y materialismo moderno, conforme con vivir en esta vida en ausencia
de Dios y de la metafísica, regido por la lógica de la ambición de riqueza y el
ansia de consumo, enmarcado todo ello en una libertad descendente, reducida a
anomia moral, concebida a su vez como un
mero derecho de paso, done se expresa con todo su peso una misma frustración tanto
social como del individuo y un estado permanente de impunidad, de simulación y
de miserea común.
Ansia de ser y a la vez agobiante presión
por el intento de llevar una existencia como
antes del bautismo, ya como si se fuese uno de los semi-dioses, ya postrándose
inconscientemente ante los ídolos paganos –posición tan fabulosa como falsa que
si por un lado olvida la lenta marcha de la humanidad en la lucha por el logro
de los derechos y el reconocimiento de los principios fundamentales de la
persona, por el otro oculta una verdad histórica: que no hay cangrejos
cronológicos ni puede echarse atrás el río del tiempo -postulado entonces otra
marcha, la de los réprobos, hacia la condenación, que es el infierno. Se trata,
en efecto, de los hombres por engañados o por el peso de sus yerros se
encuentran prisioneros de sus cuerpos o esclavizados por las pasiones de la
carne, precipitados por las pasiones egoístas generalizadas a vivir sin promesa…
pero también sin esperanza, presionados
por un mundo inmanente y sin horizonte, achatado, arrojados simplemente ahí como una cosa (Dasein), sin poder ser más que el ser
para la muerte –pues todo lo que para la carne vive ha de morir también junto
con la carne.
Por otro lado, se encuentran las presiones
de la libertad descendente que tiran hacia abajo –por más que se disfracen con
las galas y los amanerados afeites de la ligereza o la liviandad. Tensiones,
pues, que van de intentar tomar el cielo por asalto o crecer como la montaña
que se codea con las nubes, a aquellas otras derivadas de la rebelión del mundo
de abajo, en las que el infierno
pareciera subir a la tierra sin que el cielo en cambio baje. Presiones
propiamente de la experiencia de la caída del hombre que ha emprendido la ancha
ruta de la libertad descendente y que, preso de las tentaciones y sumido por la
culpa, se ve obligado a caer como el plomo, como el peso muerto, en el mundo de
las sombras, del lodo y el olvido. A ellas hay que sumar las presiones
laterales, por los costados, de izquierda y derecha, y las presiones que empujan de atrás o jalonan hacia adelante.
Se trata así de las presiones más concretas,
económicas, políticas, que se presentan como instancias inmediatas de lo social,
en el espacio laboral o en el trabajo diario, que corren en el espectro polar
del gregarismo irresponsable al individualismo atroz –posiciones cada una de
ellas ligada a un sistema de lugares comunes asociados y que aprietan, por
decirlo, así por los costados. Una de las expresiones más notables de esa doble
presión generalizada son las cargas impuestas al sujeto por el predominio de la
vida pública sobre la privada e íntima, en detrimento de una vida privada cada
vez más rica y profunda, trasmutada en una existencia cada vez más especializada
y tecnificada, es verdad, pero también más automatizada y, lo que es peor, más proletarizada
espiritualmente y sentimentalmente superficial, conjugado todo ello con el
temor de la persona de no poder ser plenamente un individuo –que tan pronto
arroja al hombre a la locura de las convenciones y del statu quo que a los impulsos mórbidos de las masas.
Por último, se encontrarían las tensiones
producidas por las presiones de la pecaminosidad –que es doble, histórica y generacional. Por
un lado, la carga de pecaminosidad acumulada en el trascurso del tiempo, que
afecta al mundo hasta el grado de secularizarlo y laicizarlo del todo, en un
proceso sin embargo que ha resultado desviado al debilitar los sentimientos
morales en las personas, dando lugar por tanto a la perdida, tanto neumática
como psico-somática, de la libertad. Se trata de la carga propiamente heredada,
de los hábitos, deseos inconscientes y costumbres desviadas de los mayores,
trasmitidos por medio del ejemplo y la comunicación verbal, algunos de ellos
preñados con la semilla agria de la falta moral, que destempla por tanto la
voluntad de sus relevos en el tiempo, empujando de atrás a la comodidad de la
acidia muelle de las tentaciones, en una especie de caída hacia adelante que
obliga a morder el polvo, como las fichas de dominó tiradas en hilera, donde la
persona se deja llevar hasta ser pisoteada como el polvo, sin poder hacerse
responsable de sí misma o al dejarse arrastrar por la corriente de la
mundanidad.
Finalmente la presión generacional sería
aquella referida a la extensión de las faltas en un tiempo concreto, en parte establecidas
y determinadas por los medios de comunicación masiva, por las modas, por las
ideologías, los gustos e íconos, por confusiones y errores particulares de una generación y que, por así decirlo,
enfrentan al individuo, jalándolo hacia atrás e hinchándolo en toda su
superficie, hasta hacerlo caer de espaldas, vencido por el orden y la luz, más
cierta y refulgente, del día. Su falta más común ha sido la asevia, esa
rebeldía consistente en el rechazo y la ignorancia consciente respecto de las
cosas del espíritu, el horror por las grandes metáforas, el temor a la
invención y la creatividad, el dejarse atrapar por las doctrinas violentas e
insustantes del existencialismo astroso, que al ser de hecho y sin razón de ser
dejan colar todas las falsificaciones y falsías imaginables, abriendo la puerta
de tal suerte lo mismo al permisivismo moral que al libertinaje sexual que a su
denuncia.
Doble presión
de la pecaminosidad, pues, o doble carga también, en lo que ella tiene de
extensión y de intensidad a lo lago y ancho de un tiempo determinado, de una
era, siglo o mundo, que se expresa cada vez con mayor beligerancia bajo las
formas estéticas de la densidad, de los volúmenes y masas materiales, cada vez
más gruesas, pesadas y tectónicas, o de los contraritmos y de las disonancias
sonoras, en un espacio a su vez cada vez más comunicado, saturado de
información banal y globalizado –donde paradójicamente reina también cada día
más la efectiva incomunicación de la intimidad entre las personas.
Orbe, pues, de altas atmósferas de presión
y, por tanto, de escenarios cerrados y envolventes, que igual parecieran
invitar a la esclavitud que a la asfixia, causando en la persona una sensación
epidérmica de constante acoso o de ansiedad, revelándose así como presiones
propiamente corporales, no sólo ápticas o epiteliales, sino que se hunden en
las vísceras, en los órganos internos, que circulan por los fluidos de la
corporalidad por entre las mareas vegetativas del alma inferior, o como
sensaciones propiamente entrañables, pues, que llegan a opacar a los
sentimientos del corazón, más complejos y elaborados por la conciencia.
El estudio de la figura del cuerpo humano
llevado a cabo por Valles Fernández se abre camino por esa jungla de signos, de
los síntomas y presiones para revelar, en las poses hieráticas o contorsionadas
de sus figuras, las terribles apreturas ejercidas sobre la forma humana, sujeta
a fuerzas invisibles que lo atenazan, oprimen y angustian, estrechándolo, por
tanto, al llenar de temores y escollos, y de abrojos y cardos, su camino.
IV.-
El Sueño: el Viaje Inmóvil
Las
presiones, opresiones, tensiones, atenazamientos y sujeciones en las que está
como preso el hombre contemporáneo dan lugar a una peculiar fuga de lo real, de
lo concreto, cuyos procesos son parangonables con los de la involución. El más
notable de ellos es el de la depresión, en la que el hombre pareciera querer
buscar refugio en su propia interioridad, en su propia corporeidad o en el
sueño.
A la sintomatología de ansiedad y angustia
del hombre contemporáneo hay que sumar así la fuga de la realidad consistente
en la hibernación, en buscar un refugio en estados y posiciones prenatales para
así recuperar las energías perdidas o para defendernos de las hostilidades del
mundo. Sin embargo, la depresión puede también tener otro sentido: evidenciar
el conflicto que se da en medio de lo social entre las culturas geométricas y
las culturas históricas, entre la cultura de la gente dormida y la cultura de
la gente despierta.
Hay hombres, efectivamente, que se conducen
despiertos como si anduvieran dormidos –a esa rama pertenecen los adesos, los
mistagogos y los hierofantes, también hay que añadir a los hombres de la
cultura histórica, pues cada uno de ellos mira hacia adentro, cada quien a su
particular mundo personal, siendo su personalidad frecuentemente introvertida.
Así, lo único universal de las culturas históricas pareciera ser su
generalizado egoísmo, cuyo sistema de intereses vuelve a sus sociedades tan
cerradas, evasivas e imperturbables como variables. El primer rasgo de las
culturas históricas es precisamente su polivalencia, su pluralidad indiferenciada
donde los grupos crecen por dominados por una fuerte vida orgánica y que juzgan
la realidad de acuerdo a criterios oníricos (surrealismo).
El símbolo de las culturas históricas es,
efectivamente, el sueño, ese hermano de la muerte. Porque tanto el sueño como
las culturas de la gente adormecida tienen una nota análoga común: la de su
aislamiento –también el estar dominadas por su fuerte vida orgánica, únicamente
suya y auténtica. Coinciden así en sus ritmos con los grandes procesos
orgánicos, de la digestión, de la nutrición; y de transformación, como es la
fermentación. En ambos casos se trata de un retorno a la unidad orgánica
primordial, siendo su carácter negativo el intento de volver a une estado embrionario,
prenatal y paradisiaco de creación sin conciencia, donde el drama, la libertad
y el pecado prácticamente no existen (surrealismo). Así, si por lado el sueño
es símbolo del más perfecto recogimiento sobre uno mismo y de estabilidad
espiritual, su función es más el de prepararnos para la creación y el trabajo,
al restituir las fuerzas perdidas, como un momento de tregua, sentido que puede
adoptar el mal del sueño, la depresión, donde se anula el viaje y la aventura.
Empero, la cultura occidental no ha dejado ver en las culturas históricas su
participación en el error, en la pereza, en la privación, así como su
pertenencia al mundo de las modas, de los truismos, de las convenciones inanes
o de las locuras cultivadas: gente que anda en vida como si estuviera muerta. Porque
si el sueño es un refugio equiparable a los procesos de nutrición, o al
entremeterse en un nido para recobrar la energía perdida, es también un símbolo
del letargo de la conciencia y de la mente nublada donde rige la energía opaca
de los cuerpos varados y encallados en la isla de subjetividad. Junto a ellas se desarrollan también las
culturas geométricas, de la gente extrovertida que participa de una misma
realidad, que se ilumina con la misma luz y obedece a la misma ley. Cultura de la gente despierta, que tiene un
solo mundo que le es común y que es además universal –pues el plomo en el país
del agua tiene siempre un mismo sabor.
De tal manera, el acto de acurrucarse en la
posición fetal puede no ser sino la primera etapa de la vía para estabilizar el
espíritu y unir todo lo primigenio a partir de la apertura original –hibernando
en la guarida de la energía en una búsqueda de la profundidad tranquila
mientras todas las cosas retornan a la raíz. En efecto, las dos primeras vías
para la ascesis espiritual son la hibernación y la nutrición. Su imagen
responde entonces al lapso, al intervalo de tiempo y periodo de la vida el que
el iniciado deja que el mundo regrese a la organización original, produciendo
el silencio mental del total recogimiento en si mismo –preparándose así para la
acción esencial no determinada por los deseos condicionados. De tal manera el
espíritu en reposo original puede vagar y a la vez absorber las virtudes de la
energía receptiva del cuerpo (yin) y así, al purificar la mente y bañar los
pensamientos, alimentar el fuego interior para llevar la vitalidad al alma
superior (yang) hasta poder detenerse en el bien esencial que rescata al hombre
de la muerte y preserva la vida (espíritu). Se trata entonces del despertar
espiritual de la mente, de la formación del embrión espiritual que se prepara
para eclosionar del huevo en que lo mantiene cautivo lo receptivo y prepararse
para alimentar el cuerpo espiritual.
La tarea del artista Valles Fernández, ha
sido en mucho la de refinar su visón en el crisol de la aflicción, debatiéndose
en el valle de la luz y de las sombras al regirse por el método de inversión -pues
el que está en la oscuridad puede verlo todo cuando entra a la luz, mientras
quien está en la luz nada puede ver cuando entra en la oscuridad. Es por ello
que, conociendo la “o” por lo redondo, su aventura de exploración equivale a un
viaje iniciático, pues ha sabido situarse en un punto equidistante de ambas
fronteras polares para recuperar las normas, los cánones, los principios y
simultáneamente valorar la existencia con un nuevo sentido. La posición no
conformista del artista lo ha llevado así a moverse por una cuerda tensa,
teniendo que atravesar los abismos de los niveles oscuros de la condición
humana, las zonas brumosas de la conciencia, tratando de encontrar en las
realidades demetéricas lo que tienen de ritmo y de función creadora para la
existencia –yendo más allá del problema de la originalidad y aun de la de la
personalidad. Porque hay que cruzar sobre los abismos subterráneos de la
condición humana para poder así restaurar las normas y los principios, más que
estéticos, morales de nuestra vida, para poder participar así de una misma ley,
de un mismo ideal, de un mismo fin, y por tanto de una misma forma de vida.
Esfuerzo, pues, por salir del confinamiento, de la prisión de las
presiones, los que no pueden sino llevar al desarrollo de las culturas de los
hombres dormidos, caracterizadas por su perpetuo estado de reposo, donde hay
mucho de dolor y otro tanto de angustia, de congelamiento y de rigidez, siendo
por tanto proclives a la sobreabundcia de reglas, por el miedo a perder el
control. Otras de sus manifestaciones son el refugio en la masa indiferenciada o
el anhelo de una vida más vida, cuya intensidad sensualista concluye en el
desgaste de las formas, en el vencimiento y fatiga de las fuerzas, en la
decadencia moral que se expresa en términos de desgracia, desesperación y
degeneración –concluyendo en el nihilismo activo, en el rechazo del deseo de pervivir,
de insistir indeterminadamente en el propio ser, o en la claudicación del
espíritu, que tras la fachada de una vida sin ataduras se queda también sin
horizonte, sin esperanza de más allá y sin esencia salvadora.
V.-
El Alma Inferior: el Tedio
De tal manera la exploración del artista va
calando cada vez más hondo, como si recorriera los círculos concéntricos de la Comedia dantesca o penetrase la gruta
desimantada de los símbolos fatales, cuyo grotesco y tosco escenario estuviese
cargado con los densos cortinajes, pórfidos y meláfidos, de la noche y el
incendio.
Registro
de la sintomatología corporal de una era, la nuestra, la pintura de Germán
Valles es también, por tanto, el retrato de su decadencia y de su barbarie
moral. Así, el artista nos va guiando por los parajes sombríos de una triste
libertad, orgiástica, delirante, posesa, donde llega a reinar incluso la
aglomeración y la confusión de las formas, destacándose entonces por todas partes las presiones de abajo: del
submundo, de lo inmundo -que se filtran al través del subconsciente colectivo
hasta llegar a abrir las puertas de cuerno del sueño y de ese antro de fieras
que es el inconsciente.
Lo que el artista entonces nos pone
directamente ante los ojos es el espectáculo del dominio del alma inferior en
el hombre sobre el alma superior y el espíritu. Porque en la compleja
naturaleza humana hay un alma inferior (yin), asociada a la tierra, a la
receptividad del elemento vital que anima la carne, pero también a lo frío y a
lo oscuro o sombrío, que hay que transformar y purificar, para así restaurar la
energía del alma superior que, al afinarse, conduce a las claras costas del
espíritu.
El alma inferior, ligada al río de la
consciencia ya a su desarrollo, corresponde también al vagabundeo interior,
donde se hunde la conciencia para producir toda desatención y toda negligencia.
Cuando el alma inferior se encuentra encima del alma inferior el cuerpo, en
efecto, se adormece, el espíritu se vuelve turbio y nublado, sobreviniendo la
negligencia, en la que es fácil caer luego de realizar muchas tareas, todo lo
cual se expresa en el bostezo bobo que va invocado al caos (las fauces
devoradoras).
La energía entonces se dispersa, la mente se
encuentra inestable y la respiración se vuelve tosca –invitando entonces al
erotismo, a la identificación psicológica de los cuerpos que se funden a altas
temperaturas. El cuerpo, elemento de comunicación, de socialización por
excelencia, no revela entonces sin embargo sino una mente nublada, que tiende a
adormecerse, manifestando la energía dispersa en un espíritu que vaga con
alguna dirección, o que se aferra a una presencia que se apega (vivir con
fantasmas). Cuando el alma inferior ha tomado todo el control se da un olvido
donde toda subsiste una tenue llama que se apaga débilmente (negligencia
consciente), llegando a ser un olvido real, un no querer mirar hacia atrás
(negligencia inconsciente). En tal estado el espíritu es confuso, sombrío, pues
se trata de una oscuridad sin forma donde propiamente no existe el sentimiento.
Cuando la conciencia está atada al alma inferior la conciencia divaga, entrando
el sujeto en estados de embotamiento o depresión. Cuando el cuerpo está
gobernado por el alma inferior se revela en un temperamento afectado por la
sensualidad, por lo que padece grandes sufrimientos y da lugar a la escoria de
lo oscuro –porque entonces el cuerpo está siendo gobernado por al sensualidad y
la oscuridad puras y el alma cae en los elementos del cuerpo –perdiéndose por
tanto en los escollos de los riscos, límite donde los árboles desnudos hacen su
nido.
Cuando se tienen demasiadas cosas en la
mente, cuando se toma la vida demasiado en serio y no se es dueño de sí, cuando
la mente anda vagando, con demasiados cabos suelos y se establece en la
indiferencia o en la nada (estado de vacío mental), se corre el peligro de caer
en el mundo de las sombras, dominado por los elementos del cuerpo o de la mente,
de caer en las ilusiones mentales o psicológicas y, finalmente, en la inercia del
cuerpo y de sus hábitos, que carecen de energía creativa y de evolución, lo
cual se revela en un estado interno frío, de congelación y despojamiento, que
hacen del sujeto o un zopenco (un ídolo e barro) o un caradura –hombres que se
han perdido en los vericuetos del mundo, arrebatados por el viento de las
formas o congelados por el deseo desolado, posesivo, de las cosas.
El alma inferior, en efecto, tiene un
obsesivo apego al cuerpo y a las cosas, al grado de mezclarse con los objetos
de la percepción, de identificarse con las pasiones y con el deseo de posesión.
Alma pegajosa, apegada a la existencia física y a los objetos materiales, cuyo
reino interior se ve alienado por la confusión y por la mente ordinaria que se
dirige hacia la muerte, adhiriéndose con facilidad al imperio de las fuerzas
femeninas, pues, sometidas a la debilidad del desmayo y a la posesión. Así, las
aguas del alma inferior marchan hacia abajo, pues al ser su energía tensa y
opaca (yin) concentra toda la sensualidad que afecta al temperamento, estando
afectadas por tanto por lo lunático, lo opaco, lo misterioso y lo oscuro, por
la densidad de las tinieblas y la opacidad del reino de las sombras. El alma
inferior padece por ello durante la vida grandes sufrimientos –y tras la muerte
se alimenta de sangre, que es la oscuridad que retorna a la oscuridad, pues lo
semejante atrae a lo semejante.
Cuando
los ojos se han quedado ciegos, sin luz, sin energía creativa, surge también un
hoyo en la consciencia, que es llenado
inmediatamente por una malignidad. Se trata entonces de la ceguera del
espíritu, que reduce la inspiración a delirio, a obsesión, a manía o a posesión
–indicadores de que el sujeto ha entrado a la realidad sorda, cerrada,
despeñada entre las quebradas de lo amorfo y subpersonal. También en la
participación de una bizarra fe en el devenir oscuro y vacío de contenido metafísico
-que inmediatamente atrae los niveles del ser que propiamente no participan de
la vida, que desconocen la memoria estando por tanto desprovistos también de
forma.
Así, los retratos de Valles Fernández van
pasando revista a una serie de figuras emblemáticas afectadas por el alma
inferior, expresando sus formas en términos que bien pueden calificarse de
éticos, potenciando con ello sobremanera las cualidades estéticas de su
realización, al poner en el centro y en relieve el contorno de sus de vidas,
tan sombrías como insignificantes, devanadas en el inútil desgaste, en el sordo
combate en contra el triunfo de las formas, de las normas, pero también de lo
que es a la vez simple y puro: de lo angélico. Los cuerpos serpentiformes
dominados por el alma inferior y vegetativa, donde se revela la enajenación
entrañada en la pérdida de la identidad individual y, lo que es más grave, de
la pertenencia, la angustia de no poder pertenece, propiamente, ni a nada ni a
nadie. Onanismo sentimental donde los cuerpos vencidos por la fatiga se hunden
en el mundo de lo oscuro al tener los ojos inyectados por la sombra de la
pesada ligereza, de la pesarosa alegría, invadidos por las fuerzas inversas
adversas a la vida.
Las potentes imágenes del artista van así
dando minuciosamente cuenta de cómo lo amorfo, en complicidad con el devenir
evasivo, avanza hasta dominar el impuso vital-biológico, en una clara tendencia
a los automatismos psico-mentales que lindan con lo meramente subpersonal
-compensando simultáneamente las debilidades de la carne que rebajan el tono
vital por medio del gregarismo, la regresión a formas larvarias de la vida
donde descargarse de la responsabilidad individual, o por medio de las
kratofaías (sadismo) -indicios todos ellos de que el alma inferior ha asumido
todo el control.
VI.-
La Orgía: la Realidad Demetérica
La vitalidad y la energía decaen y degeneran
junto con el universo (principio de entropía). Los cosas envejecen, los valores
se olvidan, las tradiciones se pierden, la verdad deja de cultivarse y por lo
tanto se oculta. En el mundo del cuerpo hay también una continua pérdida de
espíritu y de conciencia, expresada en la conformidad con la vida, en la
compulsión de la rutina, en buscar o perseguir objetos, en no mirar nunca hacia
atrás, en no reflexionar ni observar nunca la mente. Sin embargo, cuando a las
personas echadas a andar para adelante se les acaba la energía positiva y
desaparece del todo, entran entonces en el mundo inferior, embarcándose en los bajos caminos donde reina
la sensación sin pensamiento que deseca al cuerpo, pues cuando el espíritu se
ha agotado completamente el cuerpo no es más que un árbol desnudo o que cenizas
muertas.
El tema de Germán Valles Fernández es así el
de la ficción, el de la irrealidad del mal. Porque el tema de lo fantástico en
su registro expresionista, crítico, no es otro que el de los caminos del
extravío -donde se han roto con desdén los lazos con la energía original, que
da vida a los valores espirituales y a la moral. Su experiencia estética es por ello frecuentemente
la de lo circense o… la de lo siniestro donde emergen los decorados
artificiosos y grotescos, la de los suburbios surrealistas y la de los
laberintos de la conciencia, poblado por callejones sin salida o por círculos
que se van cerrando, donde las formas se infectan de ambigüedad, al trastocar
sus propios límites, vaciándose así progresivamente de contenido, para acabar
siendo no más que la resistencia pura y no diferenciada de la materia en bruto
derrumbada, erosionada y corroída por la corrupción. La irrealidad de lo
caótico se presente entonces como indistinguible de la mera ilusión, en un
juego de sombras que resiste a la iluminación, al no poder participar de lo
dador de significación (que es lo creativo), ni mucho menos de la plenitud del
sentido (que es el Misterio).
Sí algunas de las obras de Germán Valles son
fuertemente expresivas de la decadencia moral y aun física de los cuerpos, es
cierto que algunas de ellas se subsumen también bajo la categoría estética de
lo grotesco –por explorar las bóvedas más profundas y subterráneas del
inconsciente, revelando de tal modo aquello que se encuentra oculto bajo la
personalidad corriente en términos de afeites voluptuosos, de adornos
caprichosos, pero también del gesto tosco o meramente imitativo, de la mueca,
done las flores del mal conviven alegremente con el facundo que ostenta como un
clavel el gargajo embadurnado en la
solapa -terminado sus sujetos por ser extravagantes y por tanto ridículos.
Mundo inmediatamente a los pesados telones pórfidos y melíficos donde pulula lo
grotesco e incluso lo invertido y donde el casos agresivo invita
inevitablemente a la parodia de la objetividad, caracterizada por ser una
imitación burlona de la realidad carente en absoluto de libertad.
Reaparece así el motivo generacional recurrente
de las personalidades indefinidas o inestables, cuyas figuras ejemplares son el
payaso y el arlequín de la comedia del arte, resueltos en términos del carnaval de los
sentidos. Orbe en el cual los personajes pululan sin ideas, sin principios ni
carácter, llevando la cara pintada o embadurnada de afeites femeninos, a la
manera de una chirriante mascarada (James Ensor). Sus cuadros son entonces espejos
de situaciones conflictivas irresueltas, que por lo tanto vuelven imposible la
personificación del individuo ligado a la confusión de los deseos, quien tiende
se cansa de tender pesados puentes en el aire que no salvan obstáculo alguno,
al no saber distinguir lo que es mero proyecto de lo propiamente posible, sin tampoco
poder poner en foco sus apetitos egoístas, los que lo van arrastrando a una misma
miseria común. Rostros en cierto sentido enmascarados, sujetos a la presión y
aún a la posesión por otras fuerzas, que en gesticulaciones de alegría pasan,
como sin notarlo, de la comedia al corazón insípido del drama.
Llaman la atención, tanto por la conformidad
entre la visión y la realización material, como por la perfección de su expresión
emocional, los cuadros “Las Vírgenes”,
“Carne de Cañón”, “Magdalena” e “Inspiración”, pero sobre todo el extraordinario lienzo de
intención mural titulado “Las Bellas
Artes”, donde se resume y condensa toda una idea de los extremos en que
puede caer la desorganización social: imagen prístina, pues, de la decadencia
moral que, por más que se quisiera eleve a forma de vida, no constituye de
hecho sino la misma prueba existencial que corona grotescamente al inmanentismo
moderno, roído desde dentro por un oscuro y ofensivo paganismo (secularización
desviada). Así, puede decirse que el tema del artista es el de la fascinación
del mal: el de su hechizo no menos que el de su monotonía y parálisis.
Aparecen así, por un lado, la particularidad
y el subjetivismo extremo del mal, su falta de universalidad, su capricho; por
el otro, el ritmo que le imprime a la escena su anomia moral, su patética lucha
contra las normas eternas, contra la ley que nos hace hombres, en un inútil y
estéril esfuerzo por hacer que nos pertenezca aquello por lo cual
pertenecernos. Así, la gruta del desencanto se abre como un espacio que en
conjunto se cierra, envolventemente, al participar del mundo de las sombras, llamando a una serie de lugares comunes
asociados, imantándolos, atrayéndolos, pues lo semejante imanta a lo que es a
su lo semejanza. Estancias donde la media
luz comulga malamente con la bajeza. Escenarios de gruta donde los pesados cortinajes
pórfidos y meláfidos crean una atmósfera insalubre y densa: Jardín de Epicuro
situado en medio del valle de las tinieblas convertido en la casa del llanto
donde se albergan las aberraciones del comportamiento social para exaltar la
realidad del cuerpo. Porque el cuerpo, si bien se mira, es el órgano de
socialización por excelencia, es la instancia que nos relaciona inmediatamente
con los otros, sacándonos de nuestro encierro solipsista, de nuestra ipseidad
monadológica, para comunicarnos, e incluso para fundir el cuerpo a otro(s), por
medio de la identificación psicológica, bajo el clima propicio de las altas
temperaturas provocadas por la fruición y por la frotación de la carne –hiperestecia
encendida a su vez por la influencia del
alcohol o los enervantes.
Abandono del espíritu a favor de las
pulsiones imperantes de los instintos que desemboca en la sensualidad réproba de
la libertad descendente: en la degeneración y decadencia que inmediatamente es
imantada por la negatividad de la nada muerta o por el vacío de lo indefinido
(“Atrapados”, “Carne de Cañón”). Porque de
lo que trata el artista Valles Fernández es entonces del alma sórdida, baja,
emergida de las tinieblas de la noche, carcomida por las metáforas delirantes y
la concatenación de similitudes; es el alma enviciada, brutalizada, en donde
cada uno ha caído en la trampa de hacer de su vientre una trampa, hasta
terminar por tocar ese extraño extremo de lo humano que es la enajenación en la
mera existencia, donde el hombre degenera en ser de naturaleza dada, que es el
“ser arrojado ahí”, que es el ser para la muerte (Dasein).
Visión de lo que en la orgía hay de baile
siniestro, pues, tras cuyos grotescos cortinajes se oculta la amenaza de la
trasformación de los símbolos y sus sentimientos asociados en meras sensaciones
cada vez más primitas, más primarias y táctiles, hasta quedar reducidas a meros síntomas de la corporalidad, fijados
en los fluidos y las sensaciones y secreciones internas, que pasan por las partes
más blandas y dolorosas del cuerpo, y que al pasar por las entrañas alcanzan el
ambiguo estatuto de “sentimientos entrañables”, que no son otra cosa que los
laboratorios del deseo mezclándose con el inconsciente. La orgía se revela
entonces como el otro costado de la libertad moderna, puramente contractual,
como ese derecho de paso que ha dado como producto una serie de hombres
frustrados: de autómatas, de facundos e irresponsables. Costado otro, pues, que
termina por apresar a los hombres en el reino de las formas y el deseo, hasta
hacerlos caer en el mundo del
conformismo o de las sombras, estableciéndose en la nada muerta, en el vacío de
lo indefinido o en la indiferencia, donde se apagan los sentimientos,
perdiéndose en ilusiones mentales o psicológicas, en los caprichos de los
deseos o en las zonas oscuras del inconsciente, en una clara involución que
marcha contra el mundo de la energía creativa y de la conciencia.
Porque en los rituales orgiásticos, la
sensualidad violenta lucha contra las leyes y las normas, dándose al
abismamiento para aniquilar en la
multitud el sobrepeso, la gravedad espiritual y también la carga de lo
personal. Porque la orgía, por más que sea considerada como “biológicamente” necesaria
para la vida colectiva, por más que aparezca siempre aparecen entre los
periodos del trabajo ciego, de esfuerzo continúo e ininterrumpido, como una
cadencia que dirige al hombre en la vida colectiva. Lo que en realidad pide al
hombre es devolverlo al estado larvario,
que entonces lo solidariza a los niveles más bajos de la creación. La orgía
representa así un estado patológico que daña el tejido social, ya muerto y sin
vida, simbolizado ya por esa aglomeración desdeñosa y a la vez devorada por las
pulsiones que son las larvas, ya cayendo por el curso de las agua descendentes,
que se deslizan hacia los lagos del infierno, no participando propiamente del
contenido de la vida al no reconocer ya ni forma ni memoria.
En efecto, la humillación, la anulación de
la identidad, el asumir otra personalidad para fingir ser algún otro u otra
cosa en el delirio analógico, no puede sino crear el rio revuelto, espantoso,
de las evocaciones y las sustituciones. Libertad alarmante que al intentar salir
de si, de las fronteras propias, que al desbocarse para fugarse, queda finalmente encallada a otros cuerpos,
que son llevados por el espantoso rio del tiempo para disolver moralmente al
individuo –con todo lo que ello conlleva también de acto de disolución social. Escapada
fantástica, pues, que, empero, con sacar al hombre fuera de sí mismo termina en
su correlato: el la adaptación del individuo a la mecánica social, confinado en
su interioridad culpable y a la vez en actitud de conformismo con la vida, atrapado
así en la densidad de las presencias que se apegan, viviendo pues entre sombras
y las proyecciones de un mundo de fantasmas.
El esfuerzo de Valles Fernández así no es
otro que el de la parada en sitio, la de detenerse delante del no-ser y, al
mismo tiempo, respetar las normas, los límites, las formas –como un acto de
escucha, como un acto de dominio sobre sí mismo para mantenerse así en el
porvenir, en la atmósfera cargada de sentido que nos da a la vez un horizonte,
pudiendo por tanto cruzar sin merma de la luz el valle pesaroso del río de los
cuerpos. El signo de la escucha se presenta entonces como aquello que distingue
la comprensión, que diferencia al ser del no ser, que también es potente para
identificarnos con nosotros mismos, sin ser succionados o arrebatado por el
río, vital y colectivo, del devenir. Pues todo acto de escucha es también un
acto de dominio sobre sí, y de “parada sobre el sitio” del río de lo
subpersonal y amorfo. Que impone límites y distinciones entre las coas.
Detenerse, pues, para en ver en los signos las formas de la personalidad
antropológica, para a la vez que se miran sus límites poder respetarlas y
normalizarlas, salvándose así de la triste libertad orgiástica y delirante de
la obsesión, de la posesión o de la oscura inspiración de los automatismos que,
como en los pueblos orientales, no puede distinguir el ser del no-ser, o el ser
de la nada.
La orgía, el impulso vital a perderse, así
como la realidad de la vida psico-mental evasiva y amorfa, son limitadas por el
signo, por la forma pura, por la norma que establece el artista por medio de la
luz potente, para logar la expresión de los límites perfectos -señalando a la
vez, en su otro polo, lo que constituye la peor de las confusiones de la
heterodoxia moderna: la confusión entre la vida y el impulso vital. Porque función creativa de la vida se cifra
en las normas, en los ciclos, en los ritmos cósmicos, y por tanto en la vuelta
de los tiempos --mientras que el impulso vital se refiere sólo a la duración
psico-metal, cuyo porvenir biológico no puede ser sino oscuro, por vacío de
todo contenido metafísico.
Al entrar en los abismos subterráneos del
ser humano el artista se postula, pues, como un guía para atravesar con la mirada
esa ceguera, para cruzar los niveles confusos de la existencia, del caos, de lo
demoniaco y de la neurosis, donde en su extremo los cuerpos aparecen ahítos de
placer y semen, en el espectáculo de la carne femenina desnuda, ya flácida por
el agotamiento, por la fatiga de un gozo que ya no se desea sino para desear un nuevo placer que ya no goza y se da la parálisis de los
sentimientos y del cuerpo mismo,. Porque la fascinación por lo prohibido y
frenesí de los sentidos no pueden sino concluir en la enajenación de la
voluntad, en la esclavitud de la voluptuosidad o en el pandemónium del colectivismo
orgiástico determinado por los impulsos egoístas del inconsciente o por la
incontinencia de la concupiscencia. La estrategia del pintor es entonces la de atravesar
esa opacidad con las herramientas de la luz; utilizando colores puros,
luminosos, deteniéndose cuidadosamente para hacer una parada en sitio: para
distinguir las formas y los límites. Porque la pintura de Valles Fernández es a
la vez una máquina del tiempo que hace girar luz y simultáneamente la detiene -primero
tomando distancia al interponerla ante el espectador como un escudo y utilizando
el color en sus pinceles como una espada para atravesar las esferas de la noche
mediante la recuperación de las formas y las normas, siempre en lucha con las
impulsos más tensos y los más amenazantes poderes turbulentos de las sombras.
VII.-
La Magia Negra
Acaso lo más trágico de la condición humana
es su regreso a las formas inferiores de la mística, que lo impulsan
irresistiblemente a perderse en un absoluto de esencia tóxica: en el
libertinaje sexual, en la orgía, en el alcohol, en el opio, en la cocaína o en
la histeria colectiva. Porque el instinto a entregarse, a perderse, es tan
poderoso como el instinto de conservación, de persistir en el propio ser, al
instinto de salvación, que es parte del orden natural de las cosas, donde se
encuentra el sentido central de la existencia, donde se forja un destino a la
espera de un agua de vida que sacie nuestra común sed de redención. Paralelamente
a él malamente convive, empero, el instinto de salir de sí, de fugarse a toda
costa, donde encontrar ese medio por el cual el rito ayude al sujeto a
olvidarse en un absoluto inmanente, que se agota en sí mismo. Nada mejor para
ello que el “arte de la decadencia”, que las realidades demetéricas a que
conducen las místicas inferiores, que la magia oscura, que la magia negra de
los rituales orgiásticos.
Porque en la orgía se da propiamente es el
acto demoniaco de la descomposición de las formas, de la dislocación de las
fronteras, el abuso de las comparaciones, las sustituciones y de la auto
anulación. Más allá de tratarse de la mera sexualidad violenta y sangrante, lo
que hay en juego en la orgía es la violación de las normas y de los principios,
el sobrepaso de la propia personalidad, la desmesura fáustica, o el
aglomeración de la multitud para dar paso a la anulación de la identidad. El
“gesto” del cambio de la identidad, frecuente en la orgía, donde una mujer
pertenece a todos, donde abundan los adulterios, donde cada cual toma el lugar
de otro para reemplazarlo o torcer su identidad, no resulta así diferenciable
de otras herejías, a la vez que consagra esa tendencia social a lo numérico
exclusivo, que reduce al individuo a un mínimo común denominador y que por
tanto pugna por suprimir la unicidad, la individualidad, la personalidad.
Porque el mundo de la magia oscura no es el mundo de los ritmos cósmicos y las
correspondencias; sino de las dislocaciones del sentido y el frenesí de los
sentidos, en lucha abierta contra lo concreto; hasta llegar al acto demoniaco
de la descomposición o de la auto-anulación, de la humillación, el servilismo y
sometimiento psico-biológico. Se trata en el fondo de un rito, de una lucha
cuerpo a cuerpo contra las normas, donde hay una efectiva trasgresión de la
ley, pero que fácilmente degenera a su vez en mera representación monótona,
mecánica, de los movimientos corporales y de idénticos tropismos psíquicos, que
nada dicen, por lo que resulta mudos o emergidos del coque con el puro
accidente, o ya presos en las formas muertas o vacías de la inacción, del
desmayo o de la parálisis. En efecto, el argumento de lo orgiástico, que es su
secreto, no consiste tanto el las transgresiones o vejaciones sexuales que
comete, sino en su cascada de de comparaciones y transfiguraciones, que dan
lugar a la maceración de la carne y a los automatismos, fragmentaciones, licuefacciones,
vaporizaciones psicológicas y a la dislocación de los objetos, dando lugar en
la tentación de la sustitución o de la posesión a la abierta incitación al pecado
ya no digamos de la fornicación, sino incluso de la blasfemia y finalmente de
la apostasía –donde encuentra su consumación la rebeldía de los ángeles
caídos, a quienes, en efecto, Dios no
perdonó.
Por un
lado, lo que la magia hace creer al hombre es que puede hacer su mundo mientras hace su
pensamiento, penando como el idealismo lo hace que todo está dado desde el
interior, sugiriendo entonces al hombre que puede, al controlar la circulación
de las energías espirituales, domar o controlar el mundo de lo invisible, que puede
adquirir una fuerza sobrenatural para hacer o ser cualquier cosa –y cuya expresión
degradada se encuentra bajo la máscara
de la autenticidad, presente en el hombre que descubre por experiencia que si
bien no puede hacer o deshacer el mundo según su voluntad, puede al menos
resignarse con vivir lo más auténticamente posible una parte de ese mundo,
siendo llanamente tal cual es. Mundo efectivamente poblado por hombres de ojos
ciegos, que no saben a donde van -porque
no creyeron en la luz, ni la entienden, ni los salva (por más que haya venido
la luz en carne viva a salvar al mundo de sus tinieblas), porque pertenecen ya
al mundo tenebroso poseído por la energía opaca de la demente indiferencia, de
la vida plana y sin relieves, donde el tiempo estancado y paralítico
irremediablemente se va a pique –por ser el tiempo evasivo de lo que se dice en
secreto, de lo que se hace en la sombra, el tiempo mejor olvidable y por tanto
indigno de memoria.
Por el
otro, hay que notar que la fuerza negativa de la magia negra, asociada a las
sociedades cerradas cohesionadas por el secreto, es terrible, pues llega a
amenazar a toda una comunidad. En la esfera de la vida profana la magia
sustituye la confesión pública oral, donde se purifican los asuntos de este
mundo, llevando a cabo una trasmutación completa de los valores al tratar lo sagrado
de una manera profana y dar a lo profano un valor sagrado. Tal cambio de
valores equivale a un sacrilegio que afecta también la ontología, perturbando
la unidad de la armonía cósmica –pues el universo es solidario del hombre y el
desorden de los ritmos cósmicos no puede sino expresarse en la sequías, en las
inundaciones, en la escases. El hombre moderno desquicia así también a la naturaleza,
al invertir los valores tradicionales (tradición de la ruptura), donde los
grandes secretos son religiosos o metafísicos, confiriendo la secrecía a la
vida profana, donde los eventos episódicos quedan cuidadosamente ocultados y se
vuelve un sacrilegio la confesión de un adulterio. Así, el auge de lo nuevo (la
tradición de la ruptura) arroja sobre las verdades tradicionales un manto de
desdén, enterrando su cristalina
fuente por el simún de la arenas, porque
las viejas verdades se olvidan pronto; mientras tanto crecen los errores y se
multiplican por todas partes, adaptándose como los virus a las nuevas
circunstancias, reapareciendo siempre bajo nuevas formas, más atractivas, más
fascinantes, más modernizadas. Así, bajo el implacable imperio de la moda, de
la novedad, del cambio, puede resurgir de vez en vez lo más arcaico, el antiguo
camino; pero también resurgen las supersticiones las y las herejías bajo el
signo de la novedad. Maldición del hombre moderno, condenado a caer, a resbalar
siempre hacia más abajo, para saciar su sed existencial del extravío de las
esencias, de experimentar en cabeza propia las nudas existencias, para
finalmente perderse del todo bajo las formas de las místicas inferiores.
Así, el artista que es Valles Fernández nos
lleva al interior de los pasajes luzbelicos de las tinieblas, donde se da la
aparición y desaparición de los objetos llamados o expresados por otra cosa,
donde cruzamos el espantoso río de los cuerpos en que todo se pierde entre las
evocaciones, las alegorías y las metáforas en una libertad alucinante que cae
al infinito cuando se ofrece a las cosas rebasarse a sí mismos y salir de sus
fronteras, corriendo por todos lados en busca de un signo o de un significado
que los exprese, pero que al ser meros disfraces de las correspondencias
mágicas quedan varados en la oscura libertad de sus imágenes no creativas, sin
sorpresa ni originalidad. Paseo dantesco, pues, por los reinos luzbélicos de la
desolación, cuyo combate contra Dios no consiste en luchar
contra Él abiertamente, sino en esencia en imitar vulgarmente su creación. Son
por ello estigmas que tipifican al
luciferismo la sustitución, la imitación y la fachada. También la tentación de
emprender contra la religión para inmediatamente hacerse una inferior (místicas
inferiores). Perversión, pues, de la sed natural de redención, que lleva al
individuo que no cree en la religión ni en las realidades trascendentes, no a
librarlo de esa sed, sino a vulgarizarla, para ser entonces presa de las
metafísicas inferiores, haciendo entonces que su sacrificio se cifra entonces
en el poder que tiene el hombre de aniquilarse como ser separado y afligido,
aceptando un absoluto tóxico que lo lleva a la nada, llena de infinito… vacío,
para perderse así en la orgía, en la fornicación, en el alcoholismo o en el
opio, tomados como tristes sustitutos del orden magnífico, donde se vuelven vulgarmente
incapaces de distinguir la experiencia del non
esse, de la fuerza del vacío absoluto, del ese, de la realidad absoluta.
Se trata así de dos tentaciones luzbélicas,
diabólicas, paralelas: por un lado la tendencia de la sensualidad, de la
acidia, de la negación de la vida hacia atrás, que en el desmayo niega la vida
al sumirse en ella, cayendo en las aguas estancadas de lo indeterminado (apeiron), destejiendo de tal modo el
tejido de la creación. Tendencia regresiva de la degradación materialista,
degeneradora, disgregadora, que hay en todo lo vivo, en todo lo organizado, de
volver al estado en bruto, en reposo, de la materia muerta, para caer en el
caldo de las aguas que fluyen hacia debajo de la descomposición –escapando de
la vida, de la norma, de la ley, de la luz, para sumirse en el fango vital,
para hundirse en el devenir, en una retrogradación que, al dejar vacante al logos a favor de la existencia,
participa de los niveles ínfimos de la creación
-yéndose finalmente a fondo, a pique, para morir. Por el otro, la
tendencia complementaria de negar la vida hacia adelante, de borrar totalmente
la creación al salir totalmente de la vida, escapando fantásticamente,
soberbiamente de ella, por medio de la fantasía, de la ficción, del auto-endiosamiento
de la soberbia, que es propiamente el pecado imaginario del espíritu
desencarnado. Fuerzas oscuras que corroen el cuerpo vivo de la humanidad; que
bajo la bandera colorida del fervor de los sentidos o de las abstracciones del
espíritu se olvida de lo inmediato de lo próximo, de lo concreto.
El pintor nos presenta así una serie
orgánica de imágenes del reino de Pandemonium, dominado por la figura femenina de
la Afrodita Terrestre o Pandemica, del eros femenino concupiscente -que causó
la caída del hombre. Reino de Pandora también, que teniendo todos los dones y
siendo la creadora, al abrir imprudentemente su cofre dejó escapar el vicio, la
enfermedad y la vejes para atormentar de tal modo a los mortales y hacerlos
desgraciados. Porque al contrario de la gracia que viene de arriba, que es como
por añadidura, que desciende, que es un lugar donde se entra o donde se está,
cada quien se busca su propia desgracia, pues se es desgraciado –es decir, arrojado al mundo de la imperfección, de
lo sujeto a corrupción, de la profano, sin lugar sagrado en que refugiarse,
siendo por ello víctimas del vicio, de la enfermedad, de la pérdida de energía,
que literalmente nos poseen. Retrato
pues del sufrimiento del alma inferior, del alma egoísta, inferior, tensa y
opaca del hedonismo -que por buscar ante todo la propia satisfacción
desequilibra la naturaleza humana en la hybris
fáustica, que es la desmesura, siendo a la postre conducida también al
reino de lo grotesco, de la iniquidad o de la impiedad (“Las Tres Gracias”).
Porque
placer y dolor están unidos por la raíz como una muela, pues son como dos
hermanos gemelos, siendo que entre más aumenta el placer de los sentidos más es
la insaciabilidad, la sed de gozo, el tormento de no alcanzar nunca la
satisfacción entrevista, y por tanto mayor también el dolor psíquico a padecer.
Así, los placeres perjudiciales de las adicciones, de los excesos del vientre
se revelan en el fondo como una la lucha
contra las normas, donde sobreviene la confusión del paso del esse al non esse o del ser a la nada. –en un salto mortal donde en el lugar
de la eternidad se abre más bien el abismo.
El espíritu sereno, pero exigente y nada
conformista de Valles Fernández explora de tal forma las zonas oscuras de la
existencia, ilustrándola por la mística
de las tinieblas, en toda la gama de sus fenómenos más radicales, de
humillación, de posesión y de inconsciencia, para encontrar si no las normas
que lo rigen, al menos si los ritmos de la vida subterránea y de la noche
prenatal. Realidad puesta de espaldas, es verdad, puesta patas para arriba, que
efectivamente da idea de un mundo de cabeza, al que corresponde prácticamente
una efectiva inversión de los valores, donde la oscuridad no se presenta sólo
como una mera ausencia de luz, sino como una entidad, emparentada con la Madre
Noche custodiada por demonios, que igual es el seductor que el veneno de Dios. Confrontación,
pues, con esos niveles de la condición humana, cuyo valor estriba en descubrir
lo que para el hombre significan esas nuevas zonas demetéricas de la existencia
humana de aparente confusión, que más allá del caos o de la neurosis, preparan
desde fondo el limo, el humus de la regeneración y de un nuevo nacimiento.
VIII.-
La Maceración de la Carne
El
hombre podría definirse como el único ser en peligro de dejar de ser lo que es,
de degradarse a un ente de ser dado, evadiendo la responsabilidad que implica
la libertad: que es el forjarse, el luchar contra el destino para hacerse, como
un ser creativo, como un “ser que hacerse”. La decadencia de la cultura, de la
moral, de la educación, muestra a las claras la senectud de las fuerzas del
cosmos, que el mundo se ha hecho viejo, poniendo al hombre de ser no ser
hombre, de ser un no-hombre, contrariando con ello radicalmente su esencia, su
naturaleza espiritual, dando pie a una sociedad corroída por el vicio y por la disolución de
la persona, por la pseudotranza, por el falso misterio o por el misterio
degradado en la vulgaridad de lo profano profunda o en la mera parapsicología
de salón donde se efectúa, lo mismo que en la mis negra, la mímica de la
participación (surrealismo), dando a colación un cuerpo unido la energía de la
opacidad, hasta convertirse en un mismo magma amorfo.
Ante tal espectáculo desolador la defensa
del pintor Valles Fernández es la de la invocación de la luz bajo el registro,
no menos hiriente, de la ironía, bajo
cuya técnica disgrega al hombre profano al mostrar y simultáneamente anular las
formas vulgares de equilibrio psico-somático. Su estrategia es así la de
disolver efectivamente los estados de conciencia alimentados por la bonanza de
la carne, de derribarlos de sus grotescos altares, de humillarlos al revelar
todo lo que hay en ellos de despersonalización, de dolor y de risible. La acidia
muelle queda entonces reducida, junto con otras formas de comodidad humana, a
sus estados más vergonzantes y de decrepitud, donde el hombre mismo es reducido
a un plasma amorfo, cuya sed insaciable de gozo produce no más que un
empobrecimiento del ser y dentro del cual sólo pueden debatirse el tedio, la
desesperación y la nada.
Técnica de maceración de la carne, pues,
consistente en mostrar fehacientemente lo que en la carne del hombre no
sobrepasa la condición humana, rediciéndola así a la inmanencia de la vanidad,
luego a la despersonalización del barro, hasta llegar finalmente al polvo del
olvido -mostrando a la vez lo que hay en el cuerpo humano de animal humillado y
de vegetal dormido. Definición del hombre por su hedonismo, por su capacidad de
sentir y hacer sentir placer, pues, que desemboca en el agujero en la
conciencia, el cual empieza como liviandad, como alegría de la vida, que
prosigue en la desmesura de ilimitación del placer, entrando finalmente en el
callejón sin salida del hoyo en la conciencia del sensualismo intrascendente
(fenomenismo). Pintura que plantea así una aguda contradicción, una tensión ya
insufrible, en la que el Jardín de las Delicias (“Las Bellas Artes”), aparece como un poderoso cristal de aumento o imagen potenciada de los extravíos del alma
inferior -que a las claras muestra la pequeñez de la condición humana, porque que
todo lo carnal se descompone en este mundo sujeto a las ilusiones y los dolores;
porque pretender rehuir el dolor o la
solidaridad, motivados por los pruritos del egoísmo o de los impulsos
inconscientes, conduce indefectiblemente a la experiencia de la sordidez, del
asco, o del confinamiento en la covacha cochambrosa del olvido..
Tarea, pues, de experimentar y hacer
experimental al observador los extremos de la sordidez y de la desolación del
alma humana, hasta llevarlo al limite, a la sensación cultural más automática
de todas: el asco, ante cuyas escenas el ser humano inmediatamente retrocede
con actitud de notoria repelencia, en defensa orgánica del propio ser, huyendo
de la muerte, de los extremos, hacia un punto más estable de la contemplación.
Porque el trabajo del artista es en el fondo el de conducirnos, por el camino
de una luz más diáfana, a la liberación tanto del cilindro, que es el pozo de
la concupiscencia, como del oscuro cubo del confinamiento, que es el cuerpo, prisión
del alma inferior, para lograr salir así de la densidad de la materia, de la
energía tensa y opaca que hay en las tinieblas. Porque si el alma inferior,
depositada en el cuerpo físico y que navega por el río de la conciencia en lo
que tiene de devenir oscuro, nubla la mente, embotado y deprimiendo el
espíritu, el alma superior tiene la tarea como misión fundamental quemar la
escoria del alma inferior, de controlar el mundo de la sensualidad,
que por tender a lo oscuro y negativo tiende a resbalar por la pendiente de las
fuerzas succionantes de las sombras, o a
convertirse en tumba de la conciencia que libera al antro de fieras del
inconsciente Tarea, pues, de quemar la escoria del alma inferior, de trascender
densa opacidad que hay en lo oscuro, controlando, fundiendo y disolviendo el
alma inferior, para así poder refinar y completar el alma superior, que es
donde se oculta el espíritu original, que hay que preservar, restaurando de tal
suerte lo creativo, que es la luz de los ojos, que es el alma que ve lo que no
tiene forma y que escucha lo que no tiene sonido, y que en medio del silencio
sueña al hacer girar la luz de la conciencia.
IX.-
El Tiempo y el Ídolo: la Bestia y el Demonio
Así, a luminosa corriente irónica del
artista no llega a su culminación voltaica sino hasta dar cuenta de que en tales expresiones de la
lívido, de los placeres maléficos o de los deseos insatisfactibles, se filtra
de cualquier manera la forma, la norma, la ley, el símbolo, el mito, la
mística, la metafísica y la religión –por lo que el hombre siempre ha de tener
un punto de apoyo fuera de la historia, ajeno a lo que es engullido por las
grandes aguas del devenir o por la boba boca del caos.
El pintor Valles Fernández va de tal modo
recuperando los modelos que participan de alguna mística inferior, viendo así
como participan de sus formas, de sus figuras, de su carácter –porque el mito
encarna en la vida, o tal vez sea mejor decir, porque la vida encarna en el
mito. Porque como los humanistas de todos los tiempos nos han afirmado, los
dioses no mueren, sino que prosiguen y se transfiguran alcanzando las formas
más crueles de la degradación. Porque aunque ya no se crea en la existencia de
Dionisos, el hombre los revive en su concia y en su experiencia de la
embriaguez, mostrando a una deidad cada vez más triste, cada vez más vulgar,
cada vez más lisiada y desesperada.
Sus
cuadros pueden verse entonces como alegorías de las fuerzas nocturnas, donde no
sin burla helada Cronos preside el festín de la carne, mostrando la yaga viva
de su moñón como un grotesco trofeo de
la impudicia. Es Dionisos, es Plutón o es Hades, es Jano o es el Tiempo -que se
opone por su propia esencia al Logos, a la palabra y al verbo salvador, en una
colosal gigantomaquia. Deidad, pues, del rechazo, de la frustración afectiva y
de la exasperación, cuya melancolía erudita no es otra que la de la envidia, de
la codicia, de la acumulación de la avaricia que engendra y devora a sus
propias creaciones por la misma excitación de su deseo, que quisiera saciar sus
pasiones insaciables, pero agotando con ello las fuentes de la vida. Ser de la
destrucción que, sin embargo, resulta por su duro convencionalismo incapaz de
adaptarse a la evolución de la sociedad y de la vida, quedando encadenado al
aspirar a una perfección estancada, sin futuro y por tanto sin sucesión posible,
en una clara regresión hacia la disolución, la división y el desorden tanto a
escala psíquica, como moral y metafísica.
Mundo también del tumultuoso y delirante Baco
que so capa de una moral emancipada suprime las prohibiciones y tabúes,
promoviendo los desbordamientos sensuales y los carnavalescos desfogues de la
exuberancia, induciendo con ello a la vinculación con lo irracional de los
cultos propiamente dionisiacos y de los ritos orgiásticos, donde hay que
alienarse para ser transfigurado, anulando la personalidad para ser poseído por
el dios –pero que en realidad son sólo una torpe búsqueda de lo sobrehumano, que
al intentar romper la barrera que nos separa de lo divino, para liberar al alma
de sus límites terrenos, alcanza apenas la regresión hacia las formas caóticas
o primordiales de la vida, ligándose también por ello a los turbios moldes
donde se acuñan los rechazos, las represiones y las frustraciones, cosa que en
el mejor de los casos probaría el parentesco del alma humana con los demonios,
no contentos ni con la suerte ontológica de su naturaleza degradada.
Así, en uno de sus registros, las pinturas
de Germán Valles han sabido presentar con una extraordinaria expresividad, a la
vez cáustica y realista, una serie de figuras clave, destinadas a turbar, a
oscurecer y debilitar la conciencia al manejar los hilos de las pasiones -como ese
sabio químico del que habla Baudelaire, que en la almohada del mal ha sabido
evaporar el metal de la voluntad humana para trasformar el gusto, haciendo que
se hallen encantadores los objetos más repugnantes –llevando así a sus discípulos
por pestilentes tinieblas del5 horror, paso a paso, hacia el infierno, dejando
como único consuelo al pobre libertino besar el seno ajado de la vieja ramera,
o robar al pasar un placer clandestino, que exprime fuertemente como una seca
naranja –mientras los espíritus van ocupados por la estupidez, el error, el
pecado y la mezquindad, que mueven la animación de los cuerpos y alimentan los
remordimientos, como los mendigos que nutren con su crápula a su piojera,
cayendo todas las almas, pusilánimes o audaces, bajo su influjo.[1]
Pintura, pues, que espejea el orbe de
multifacéticas presiones, que acaban por dominar al hombre en base a sus pulsiones
orgánicas poderosas para llevar al individuo a perderse, a entregarse al reino
de las sombras al apresarlo en las murallas interiores del instinto. Mundo de
arrepentidos cobardes y de tercos pecadores que van en búsqueda de la casa de
las lágrimas con sus grotescos decorados de ajada gruta, anticipando con ello
la voluntad de las místicas inferiores de perderse en un reino de siniestras
imantaciones, donde lo semejante a la sombra busca a lo semejante: lo amorfo,
lo indefinido o lo inconsciente. Mundo de la tentación, pues, significadas por
los obstáculos, que incita al hombre, cuando la salvación no puede llegar por
el amor, cuando no se cree o no se puede creer en un orden trascendente, a
entregarse a las confusiones de Dionisos, a esa sed de olvidarse de sí, a esa maldición
dionisiaca que hace resbalar al hombre moderno por el tobogán vertiginoso del
nihilismo, que va cada vez más hacia
abajo, para caer sin fondo, hacia la nada.
Sed de aniquilarse, pues, que se descubre como una fe en una oscura
mística, en la cual enajenarse, por la cual sacrificarse y perderse –y que por
lo mismo se opone al orden natural de las cosas, a la sed de salvación, al
impulso por valorar la vida y encontrar un sentido central a la existencia.
Porque Saturno, al igual que el adversario,
que el espíritu orgulloso y soberbio que
se pasea recorriendo la tierra, representa el espíritu de la involución que cae
irrefrenablemente en la materia –siendo su engañosa la luz la desviación de la
luz primordial que se oculta en la materia, reflejada en el desorden de la
conciencia humana, en la mente nublada que, confundida, sobreexcitada, turbada,
entra en la oscuridad al adoptar una falsa jerarquía de valores, entrañada en
sus malas sugestiones e incitaciones, y causando con sus relaciones sociales
invertidas y con el cobre vergonzoso de su función separadora infinidad de
penas y sufrimientos, de desapegos, de abandonos, de renuncias, de sacrificios
(“Melancolía”). Parodia de Dios,
cuyas torcidas tentaciones no dudan en emplear medios ilícitos, pues están
encaminadas a arrancar al hombre de su relación con el espíritu, deseando así romper
las alas a todo lo creador y cuyas fuerzas perversas desintegradoras quisieran
someter al hombre a la tiranía de su propio dominio –siendo por ello la fuente
de la mala suerte, de la impotencia y la parálisis, del centro subterráneo que
late en el fondo de la noche donde no hay ni luz ni gozo de la existencia y
que, sin embargo, nos insta a exaltarnos en las tribulaciones, como una palanca
de la vida moral, intelectual y espiritual, pues al enfrentarlas ellas obran la
paciencia de los largos esfuerzos reflexivos, también el esfuerzo sostenido por
liberarnos de la prisión del cuerpo, de su animalidad, de la vida instintiva y
de las pasiones –engendrando así la paciencia a la esperanza en la gloria de
Dios, quien de tal suerte derrama su gracia en nuestros corazones.
Encuentro,
pues, con la presencia de imágenes metafísicas, que labran la suerte del más
allá, de la otra vida, del otro mundo, por más que lo hagan de manera negativa
presentando en esta vida, en este mundo, en el más acá, bajo la figura de seres
arrogantes y jactanciosos que, sin embargo, no han podido diferenciar al hombre
de la bestia, ni identificar su objeto de deseo, cayendo por tanto en la
barbarie del hermafroditismo o en la androginia, representa de tal modo una
condición negativa del espíritu humano. Porque los dioses paganos efectivamente
no mueren, sino que subsisten, persistiendo en la imaginación y en comportamiento
de los hombres, alcanzando las formas más crudas de la vulgarización y más crueles
de la decrepitud –estando tales formas activas en el reflejo de la experiencia
y de la vida de los hombres.
Pintor interesado en la inmersión en las
aguas estancadas, Germán Valles, sondea las profundidades de vacío, del non esse, de la nada –por su misma
constitución diferenciada y aún opuesta a la realidad absoluta del esse, del infinito bien, de lo pleno, de
la luz, que es Dios. Y lo que encuentra el artista en su camino es un mundo den
gente dormida, que mira cada una hacia adentro, hacia su mundo
personal y subjetivo, carentes de la cultura universal. El mal se revela
entonces como lo particular, también como lo azaroso y contingente, como lo que
afecta a la gente introvertida o dependiente de una cultura meramente
histórica, teniendo sus organismos entonces el carácter de lo impenetrable, de
lo aislado o estando sus individuos dominados por una fuerte vida orgánica,
imperativa, en proceso de transformación y fermentación. Vida onírica también,
en lo que tiene de regreso a la unidad meramente orgánica de la creación prenatal
y sin conciencia, donde no existen propiamente ni la libertad, ni el pecado, ni
el drama. Vida en el error, que de suyo lucha contra lo concreto y se opone a
la cultura universal de la gente despierta, extrovertida, que viven con una
misma luz y en una misma ley.
Retratos alegóricos, pues, de esos dos extremos
polares de la falta humana que se llaman la bestia y el demonio. Por una parte,
la pereza bestial de la tendencia regresiva, disgregadora que hay en todo lo
vivo y organizado cuando se deja succionar por la tendencia entrópica del
universo, por la fuerza reaccionaria e involutiva de la vida, que se hunde finalmente
en el marasmo de las aguas abismales putrefactas y en descomposición. Por la
otro, la soberbia satánica, que niega la vida al intentar, no tanto liquidar el
universo, sino tragárselo, apropiárselo; que niega la vida escapando de ella
mediante el pecado imaginario de borrar la creación al invocar lo que hay en la
tiniebla de absoluto, de sin-sentido ilimitado, y que en su delirante
abstraccionismo, pudiendo decir lo que sea, sólo atina a decir una cosa: que es
muda.
Aparece entonces la escultura del ídolo: que
es la sombra, la mascara vacía, la imagen de quien ha cerrado los ojos de una
vez y para siempre, cuya boca tapiada indica la sentencia del no, definitiva y
total, cuya la ceguera pareciera reclamar el acumular toda la sombra para sí, y
que al estar abstraída del cuerpo señala el conflicto tanto de la idolatría
como del negador: ser una mascara, por más que polimorfa, por más que hoyada
por la luz en su interminable facetismo psicológico, no pudiendo ser así sino
una ausencia. Impotente para dar un rostro a su peso vacio, o unos ojos con luz
a la burla cruel de su mirada ausente. Mundo, pues, de la mudes y a la vez de
la ceguera, de la opacidad de lo cerrado, de lo que no se brinda ni abre, que
resiste como la materia bruta, sosteniéndose siempre afuera -pero que acaba
siendo no más que ocultación, como aquellas almas que se encuentran
deshabitadas por no pertenecer a nada, quedando finalmente desalmados al
escapar de sus cuerpos la luz de las miradas. Imagen de ese otro absoluto, que
es la noche, donde subsisten las sombras fugitivas perdidas entre la
complicidad de la negligencia y del encubrimiento.
Descenso, pues, que por las sendas
prohibidas llega a los círculos concéntricos; viaje al submundo de la noche a que conduce el saber
de lo mundano; a la morada invisible de la muerte y de los lugares infernales,
donde el hijo de del Tiempo reina insensible y despiadado, inexorable y
colérico, tocado con la capa del lobo azul y el casco de piel de perro, marcado
su rostro por la dureza del gesto y por las huellas del azufre, vigilado por el
monstruo Cancerbero y presidido por sus cuatro caballos de opaco ébano. Es
Plutón, es Hades o es el Orco que reina entre las lúgubres sombras miserables
resueltas por el humo, por las cenizas y la nada. Lugar donde la sombra y la
neblina dan cuenta del oscuro reino, donde los ríos del olvido, del fuego y la
congoja conducen el inconcebible pozo de los odios. Lugar invisible e ilusorio,
en cierto modo irreal, donde las almas vagan abatidas entre tétricas legiones
de espíritus menores; laberinto sin forma ni salida, perdido en la tiniebla y
en el frío, poblado por monstruos y demonios, donde los condenados habitan entre las abigarradas cavernas, como fuentes sin agua,
como nubes trastornadas por el viento en torbellinos, fijados cual fantasmas en
la pena y endurecimiento en su pecado cual estatuas. Pozo de la sensualidad en
llamas, ahogado por la abolición de la dispensa y donde se sufre la privación
radical de la luz, de la presencia de Dios, que es la vida.
Porque, a fin de cuentas, individuos, familias,
sociedades, pueblos y naciones enteras resultan meramente ilusorias cuando se
consagra el oscuro paganismo, cuando no participan más que del devenir
universal (la historia), a la manera de cualquier organismo que vive un tiempo,
para después morir, agotándose en lo vivido y disolverse finalmente en la mudez
y en la ceguera de la nada (inmanentismo), donde la tiniebla no tiene que nada que
decir sobre la luz que la atraviesa.
X.-
El Camino del Centro
El camino de la metafísica no es otro que el
guiado por la certeza de la autonomía absoluta del alma humana –para lo cual
hay que poner toda la atención en la verdadera libertad del espíritu. El
desastre, el sufrimiento, el drama de la condición humana estriba en el olvido
de que su alma es libre –pero el hombre no se da cuenta, por descuido, por ignorancia, por una absurda amnesia que
lo hace desconocer el valor y la situación real de de su alma, apresada entre las
redes del barro y del olvido. Cuando se está en un estado de conciencia o de
apertura, sin embargo, se revela prístinamente esa verdad: que el alma es
libre, y que es el centro de la propia
persona. La tarea de la mística, pero también del arte verdadero, es
mostrarnos, es hacernos descubrir a nosotros mismos quien somos, a través de concentración, de la
contemplación o de la belleza; es hacernos descubrir el centro del hombre.
Empero, la condena de la condición humana es
no acordarse de esa verdad fundamental, es ignorar el propio centro, es no
reconocer la propia alma –no me refiero al alma entendida en un sentido
moderno, como la psique o la vida meramente psico-mental (a la manera de una
sutil manifestación de la materia reductible a su vez a la mera sensibilidad),
sino a lo que en realidad es: una entidad ontológica relaciona con el espíritu
y, por consecuencia, autónoma respecto a todo lo demás. De ahí la capacidad que
hay en todo hombre de acordarse de la verdad, de recocer su propia alma (puesta
de manifiesto tanto en la técnica socrática de la mayéutica, como en los
ejercicios de respiración en el taoísmo). Porque la verdad reside en el hombre,
forma parte integral, central, de su ser, al ser esencial a su naturaleza. El
centro del hombre es su alma, ligada a su vez esencialmente a la realidad
absoluta del espíritu. Es por ello que todos los caminos de la sabiduría
confluyen en una misma fuente: ser caminos de la libertad, que al llegar al
centro del propio ser pueden desarrollar la conciencia y la cultivar esencia,
pudiéndose relacionar así con el todo (que es lo sagrado, la realidad
originaria).
Si para la religión y la vida religiosa el
acto central es salir de una zona profana para entrar a una zona sagrada, salir
del devenir, de lo transitorio, de lo temporal, de la historia, para entrar en
un templo, en un altar (centro del mundo); para la mística de la luz como para
la metafísica, pero también para el arte, el acto fundamental es reconocer que
el hombre tiene en su cuerpo un templo vivo, y en el centro del templo un alma,
un altar – recordando así que nuestra propia alma no nos pertenece, sino que
somos más bien nosotros los que le pertenecemos, por ser un lugar en el que
entramos, que es también sagrado. El hombre tiene que reconocer lo sagrado
fuera de sí, que es lo opuesto a lo profano, al devenir (non esse); pero simultáneamente tiene que descubrir y reconocer lo
sagrado dentro de sí mismo: su alma, ligada esencialmente a un principio que
nos precede y nos trasciende, al que podemos todavía volver a pertenecer, con
el que podemos reconciliarnos para ser acogidos, que es donde radica el
espíritu y la realidad absoluta (esse).
La solidaridad en el error, en la confusión,
la adopción de místicas inferiores se debe a esa incapacidad del hombre de recordar la
verdad, a la ceguera de que tal verdad forma parte del mismo centro espiritual
de la persona. El camino de la libertad, por lo contrario, no puede estar sino
en llegar al centro del propio ser –aunque el precio para ello sea salir del
devenir, alejarse de la historia y del mundo, comprendiendo que no todo lo que
sucede en la historia es significativo, que lo que se consuma es casi siempre
amorfo, irracional o debido al azar, adquiriendo la conciencia de que la
historia no implica el progreso, desolidarizándose por consecuencia de los
eventos y despreciando en cierto modo al mundo, para poder concentrarse en las
significaciones morales y en los símbolos de nuestro tiempo, forjando de tal
modo un criterio seguro de contemplación
-para poder buscar así también el templo de Dios, el Espíritu de Dios
que mora en nosotros y que es santo -mientras que las obras de cada cual serán
probadas a su tiempo por el fuego, y por el fuego será destruido por Dios quien
viole su templo, cuando llegue el tiempo
de que Él saque a la luz las obras ocultas por las tinieblas (I Co: 3: 15 a17).
Porque ante la corrupción de los cuerpos
roídos por la decadencia y la decrepitud, erosionados por la degeneración y la
inflamación, ante la vitalidad misma del universo y la organización original de
la creación primera que degeneran con el tiempo (entropía), no queda sino
asirse al espíritu original primero, que es lo infinito, de donde procede la
misma producción del universo, para vivir así de forma trascendente y ver la
esencia (el rostro original), poniendo en orden al gobierno interno del alma
superior y controlando las fuerzas violentas del alma inferior de lo oscuro. Recordar
ese misterio es también la entrada que nos permite recorrer la vieja senda, el
camino que lleva al centro de la persona, liberándonos con ello de la bestia y del
demonio que hostilizan desde fuera, pero que también nos habitan desde dentro. Tarea
de quemar la escoria, pues, para recuperar la sed del agua viva, la sed de
comunión, de salud, la sed orgánica de contemplación y de participación en el
todo, en el cosmos como un orden jerárquicamente armonizado, por medio del amor
a la vida y al prójimo; para reconciliarnos también con Dios, y ser otra
vez familiares suyos y hermanos de sus hijos. Así, la visión a que nos conducen
las pinturas del artista Germán Valles Fernández no es otra que a la de la
historia, el devenir y la sabiduría misma del mundo como pertenecientes al non esse, opuesto a la realidad absoluta
del esse -pues lo sagrado está fuera
de la historia como principio ontológico y no es creado por el hombre, sino que
le precede y lo trasciende.
La obra del maestro Germán Valles nos
enfrenta desde el primer momento con almas que son desgraciadas, poseídas por
el vicio o por la enfermedad, pues la desgracia está asociada a nuestras acciones, a nuestros
pecados. Porque aunque el pecado está premiado y aún es prestigioso, el que
peca profana una cosa sagrada y así al exilarse del todo y asociarse con la
nada escoge el castigo –no porque el pecado sea penado, sino porque quien lo
escoge está simultáneamente escogiendo el castigo, porque el pecado es especialmente,
en sí mismo, castigo. Despreciar la luz, la serenidad, la paz, el amor, como
hacemos hoy en día de manera prácticamente inconsciente, tiene como su fondo la
adoración de ídolo: el conflicto y el mal, que llevan inevitablemente a la
desgracia, a ser desgraciado, a ser abandonados de la gracia, soltados de la
mano de Dios. Así, por contraste, su obra clama todo el tiempo, de una forma a
la vez serena y luminosa, sin desesperación, por lo contrario: por la
recuperación de la gracia, por la restauración de un centro más estable de la persona que le devuelva
la salud, el equilibrio. Porque a diferencia de la desgracia, que nos tiene
como su presa, el hombre puede elegir libremente por la gracia, que no se posee
ni nos posee, sino que es un lugar al que se entra, en el que se está: y que al
entrar en él se revela como un lugar sagrado, que no puede pertenecernos, sino
al que más bien sólo podemos pertenecer cuando nos abrimos y nos abandonamos,
que es también un confiar y un depender, es decir una fe (con-fidnes). Porque el alma es también un lugar prometido y a la
vez sagrado que nos insta a coincidir con ella, para recuperarnos a
nosotros mismos, para que así encarne en
la vida, aunque sin poder nunca
identificarse o definirse por ella. Porque el alma es como un templum, algo sagrado a donde entramos
para revelar en su firmeza lo mejor de nosotros mismos.
En el plano teológico el don del libre
albedrío se relaciona directamente con la gracia divina: Dios elige a los
suyos, para darles la vida, la salvación y la eternidad, teniendo sobre los
seres humanos poder de decisión desde toda la eternidad. Sin embargo, al don
del libre albedrío en el hombre corresponde la gracia cuando se ha optado por
el bien. Porque el hombre, en efecto, puede escoger libremente la suerte que
desea para su alma, al decidir entre dos
opciones: la vida eterna o la muerte. Lo sorprendente, en efecto, no es tanto
la voluntad divina de escoger a los suyos, ni la libertad del hombre, en los
estrechos límites de la condición humana; lo sorprendente es que pudiendo
escoger la vida eterna algunos escojan más bien la nada, la muerte, la
condenación –ya sean los empecinados contumaces o los engañados por el mundo.
XI.-
El Expresionismo
Acorde con los grandes expresionistas
alemanes, (James Ensor, Egon Schila, Eduard Munch, al los que habría que sumar
a Oscar Kokoschka), pero también impactado por la obra de los realistas crudos
más modernos (Francis Bacon, Lucian Freud), la obra de Germán Valles Fernández
nos pone delate del espectáculo de la corrupción, de los excesos de la carne en
el mundo contemporáneo, siendo su estilo sarcástico, irónico, incluso
sarcástico, por lo que su registro emotivo hay que buscarlo en algunos
hilos del filón de José Clemente Orozco.
A escala local pueden detectarse otras influencias sufridas o experimentadas
por el artista, por haber recorrido ya antes una senda paralela, donde destaca
notablemente la obra de de Elizabeth Linden Bracho, pero también la de Manuel
Soria y, más recientemente, la de Alma Santillán.
De Linden Bracho, pero también de la escuela
de Francisco Montoya de la Cruz, el artista hereda la maestría en el trato con
la materia, cuya sabía espátula luminosa transforma incluso las superficies más
pesadas y densas, absorbidas por la
humedad del barro y la esterilidad de la ceniza rayana con el vacío y con la
nada muerta, o reducidas a toscos pedruscos pedregosos, en cristales
tornasolados e incluso diamantinos,
dando con ello entrada a una especie de inversión de los valores,
transformando las cosas podridas del mundo en focos de luz.
Acto de conciencia que, al explorar la
“bella convulsiva” de la tradición de la ruptura, visita también un extremo
posible de la condición humana, donde pareciera que se yuxtaponen y empastan
hasta confundirse del todo las categorías estéticas cardinales de la belleza y
la fealdad, hasta el grado de trocarse y volverse finalmente indistinguibles,
trastocando el gusto por una perversión que tuerce verdad para engendrar
engaño, dando por fruto por consecuencia la perturbación, la desarmonía e incluso el choque, entre los
mismos postulados del bien y del mal morales. De ahí la necesidad que hay en su
paleta de caminar por ese tortuoso sendero a la vez con la luz del oleo,
expresando a la vez la necesidad moderna de sentir la realidad dentro de sus
aspectos más pesados y tectónicos. Así, la densidad de los materiales con los
que trabajo sólo puede ser compensada mediante la utilización de colores cada
vez más transparentes y puros, a semejanza de los meros ritmos musicales que
combaten contra la pesada resistencia y simultaneidad orquestal de sus figuras,
que por su propia naturaleza tienen horror de lo puro, o que repelen lo simple
o lo angélico. Lucha contra las locuras cultivadas de la modernidad, que el
artista contrarresta apelando directamente a los símbolos de la humanidad y a
la restitución de las normas. Por ello su obra no resulta despiadada, sino más
bien la de una visión pesimista de la condición humana, por ser un retrato de
sus extravíos más punzantes, de su estulticia y de asevia, de su ignorancia
respecto de las cosas del espíritu, especialmente de nuestra verdadera
naturaleza sobrenatural- aunque no sobrehumana.
Pintura de realismo profundo, pues, que
simultáneamente da cuenta de la caducidad del mundo viejo, arrastrado por
ángeles pecadores, donde se muestra también el agotamiento de la creación, que
pareciera caer cada vez más bajo por la caducidad de sus fuerzas regenerativas,
por la degradación de las cosas dejadas al mero tiempo histórico, donde hay una
constante pérdida de concentración y de energía positiva, para entrar en una
especie de pausa y de parálisis –desde
donde se prepara la germinación de un nuevo nacimiento
Pintura expresionista, pues, bajo cuyo
registro se fijan las expresiones de la anarquía y de la miseria de una etapa
histórica en franco declive y decadencia, roída por sus faltas y erosionada por
sus desequilibrios respecto a la norma eterna, siendo por tanto su registro
estético propiamente el de lo grotesco e incluso el del sarcasmo –ingredientes
mediante los cual nos permite asomarnos a las bóvedas subterráneas de la vida,
cuyos adornos caprichos y toscos nos
hablan a la vez tanto de lo extravagante y ridículo que hay en querer imitar la
creación mediante su degradación, como de algo encriptado, que al ser un enigma
requiere descifrarse.
XII.-
Creación y contemplación
La creación por principio significa
equilibrio, organización, fertilidad, estilo. En un sentido más radical
significa luz: concentrarse en un objeto para darle vida, hacer que viva un
lenguaje, que las cosas comuniquen, que podamos dialogar con ellas. Es entonces
entrar a un estado de apertura donde se pueda vivir de forma trasparente. Cuando una persona vive
así, cuando esa persona es creadora, entonces comunica, y al hablar nos obliga
a dejar atrás nuestros disfraces –porque también nos revela, nos hace verdad,
obligándonos a decir quien somos. Acto de despojamiento del mundo de las
ilusiones que equivale también a un acto de desnudamiento; pero de una desnudez
que no nos petrifica, sino que por el contrario nos desentume de los hielos,
que entibia el pecho sin caldear a la mirada y que por ello convierte todo en
creación y en vida –que puede curar con la enfermedad y aliviar con el dolor,
que puede también, como el amor, dar lo que no tiene.
El artista Germán Valles Fernández es de esa
estirpe. Porque su contemplación es la de la energía luminosa y clara, es la de
la concentración del espíritu, de donde nace la vida. Su tarea así desde el
principio ha sido la de restaurar la luz para inflamar el fuego del espíritu y
hacer correr el agua de la vitalidad; también la de refrenar el alma inferior y
oscura, que desprecia la vida y de donde proviene toda sensualidad que afecta
el temperamento, para disolver sus tinieblas y transformarla su humedad en agua
clara -tomando para ello como base la tierra de la atención, el sentimiento de
respeto a la ley moral y la energía luminosa y clara del alma superior que
aprecia la vida.
Sin embargo su labor tiene que marchar
forzosamente a contrapelo, porque en la edad contemporánea nuestra nadie se
preocupa por su alma y nadie le interesa su propio misterio (su puesto y lugar
en el cosmos). Sed de absoluto, pues, que no se ha de saciar en las fuentes
corruptas de los misterios degradados, ni en el sensualismo
contingentista, o en el pasado oscuro de
la historia de la humanidad, menos aún en las locuras de los convencionalismos,
en la mediocridad espiritual, en la opacidad metafísica o en el agnosticismo
perturbado. Hambre de totalidad y de reconciliación, pues, que sólo puede
alcanzarse por medio de una visión del mundo sub especie aeterniti, como aquel sentimiento para los obras de
arte que establece una norma, un criterio de contemplación a la manera de un
principio de validez, por tanto más metafísico que estético. El arte es
entonces concebido como una labor que debe conducir al espíritu –subiendo paso
a paso por las escaleras del conocimiento trascedente, restableciendo por tanto
las normas de la condición humana –las cuales apenas apelan de lejos a la
individualidad, concentrando su atención en la luz, en el símbolo, en el canon,
en la armonía y en la ley eterna.
Esfuerzo sostenido de detenerse, de pararse
en sitio, de resistir, deseando simultáneamente la liberación de todos los
seres, para hacer volver a la vida a las cosas putrefactas. Parada en sitio,
pues, visión, que se extenúa por perseverar en el camino para asegurar la
permanencia de la nobleza humana y el desarrollo del espíritu –a pesar de tener
que enfrentar el espectáculo de los ojos ciegos, de los hombres que esclavos de
sus propias concupiscencias caen y caen cada vez más bajo. Visión que no por
ello deja de comunicarnos las cosas elevadas en su esfuerzo por sublimar la
mente; que nos hace comprender también la idea de la unidad de la vida -que no
somos seres independiente como los átomos separados, que somos uno con el
cosmos, pues así como el universo afecta nuestras vidas, las acciones del
hombre no resultan indiferentes a la totalidad. Visión, pues, que nos recuerda
también la verdad antropológica de que a cada hombre toca volver a recorrer el
camino, compensando el equilibrio perdido en cada era con sus acciones,
equilibrando con ello su mundo al solidarizarse con los niveles existencia que
participan de la vida haciendo que los ojos sean las ventanas del alma –porque
aunque pequeño y sin poder el ojo humano no es menos que un espejo donde se
reflejan los espacios estrellados.
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