XII.-
La Revuelta de las Ideologías:
El
Criterio Religioso del Bien y el Mal: la Lucha Espiritual
(1ª
Parte)
Por Alberto Espinosa Orozco
"La moral
es esa voz sublime, que impone respeto, que nos amonesta invenciblemente aunque
queramos callarla y tratemos de no escucharla".
Kant.
XXXIV
La época actual de la post-modernidad y las
ideologías globalizadas del pensamiento único han orillado a la reflexión
filosófica contemporánea a concentrarse en un pequeño racimo de temas
cardinales donde poder encontrar un respiradero a la presión histórica y
generacional de nuestro tiempo, que pesan en la conciencia como si fueran
verdaderas lozas de granito.
La filosofía de la educación se presenta así
como una reflexión sobre la formación de la naturaleza humana, y por tanto como
una teoría de la esencia misma del ser humano, de los propios o exclusivas del
ser humano derivadas de su esencia, planteando a la educación misma como la
utopía necesaria sobre cuyo fondo realizar los ideales de paz, libertad y
justicia social. Filosofía de la educación, pues, que constituye por sí misma el
marco de una filosofía de la esperanza, que permita un desarrollo humano más armonioso
-marco sobre el que articular sistemáticamente una serie de expresiones (del
pensamiento no menos que de la palabra bella, sin excluir las expresiones artísticas
y las mímicas del cuerpo humano), potentes para hacer retroceder a los flagelos
actuales de la humanidad, que van de la competencia atroz a la pobreza, de la
miseria y la marginación a las opresiones ideológicas, y de la exclusión y a la
incomprensión generalizada y al espíritu de la discordia.
Para avanzar sobre el salvaje río encrespado
del oscurantismo contemporáneo no queda sino abrir la reflexión; primero, a la
autocrítica de nuestra edad y de nosotros mismos, afrontando los peligros
ínsitos en la reflexión solitaria, personal, en primera persona, para un atento
examen y mejor cuidado de uno mismo, en el sentido de llevar a buen puerto una
existencia justificada, en un diálogo del alma consigo misma y con la verdad
personal en un proceso circular, cada vez más profundo, por círculos sucesivos
de concentración, de formación de la propia conciencia –resistiendo en el camino
los rigores de la soledad y de las diversas formas y presiones de la propaganda
ideológica, así como los fenómenos de descomposición social y a la crisis
familiar.
Así,
la misión de la filosofía se encuentra hoy más que nunca ante el único
problema, frente al cual todos los demás parecieran palidecer bajo sus afeites:
el del sentido mismo de la vida; ante el de la orientación de la vida humana y
la formación de la conciencia en el sentido de ser una vida buena, de provecho
y justificada, tanto social como metafísicamente o que no se agote en el mero
fluir histórico de la inmanencia.
Para ello es necesario, sin embargo, dejarse
de cuentos e ilusiones, romper las apariencias en una palabra y apegarse a un
criterio moral firme; acogerse, pues, y ampararse
en la verdad inconmovible propuesta por la tradición y arraigada en nuestra
cultura, que pone en juego a la vez a la
razón demeterica, que es la razón de la sin razón, esto es: el reconocimiento de la falta, la confesión de la culpa moral
quiero decir, la cual no puede sino mover a el arrepentimiento, expiación del error
y enmienda en la conducta; complementada con una razón de esperanza, de
redención, que no puede ser sino una razón de cuño religioso, apoyada en una
verdad universal y trascendente. Camino de redención y reconciliación con lo
eterno, pues, que es el camino de la liberación interior, de la apertura y el
verdadero diálogo también, que rompe los grilletes del confinamiento e ilumina
en las sombras para lograr salir de la caverna, que es el error, donde los
hombres van dormidos o se encuentran sitiados como presos.
Apegarse, así, a la verdad religiosa de la
reconciliación con Dios y el espíritu de verdad, que nos hará libres, como dice
Juan, reconociendo primero como es que el pecado encadena, para romper sus
grillos y liberarnos del yugo del mal. Reconciliación con Dios y la salida de la
muerte o del infierno también, que conduce pero se al espíritu de unidad,
fundando un firme criterio del bien y
del mal morales.
Porque el a
priori o lo que constituye más a fondo la naturaleza humana es la dualidad
de los espíritus que inspiran nuestra conducta práctica: el del bien y el del mal,
los cuales pueden verse como dos manantiales metafísicos en perpetua oposición.
Como prueba de su existencia basta la experiencia personal de la intuición
moral –que negativamente se experimenta como estado de rebeldía, de guerra,
sublevación o desobediencia ante la norma, pero también como temor y temblor en
la desobediencia y en la caída.
Su concepto ético propio es el de pecado,
prestigioso ante el mundo más también peligroso, por entrañar inextricablemente
el sentimiento del remordimiento de conciencia, de culpa y de temor, porque en
sí mismo conlleva castigo, un prurito o ardor interno que consume, causado radicalmente
al separarnos del Padre, al que con la mala acción desobedecemos, desoímos o
damos la espalda. Escisión no sólo de Dios, sino que a la vez desarmoniza y
enfrenta al hombre desequilibrado consigo mismo, contra si mismo, autohiriéndose
por decirlo así, perturbando profundamente
también sus relaciones con la comunidad, disolviendo los lazos de hermandad o
de familia, teniendo como pírrico
paliativo el trabar relaciones cómplices (herejías) o de carácter inmanente
(gregarismo), al ser movido el hinchado sujeto de la culpa en realidad por
mezquinos intereses o meramente egoístas (la crápula).
Retroceso del humanismo y caída en la
barbarie, pues, ante lo cual no queda sino ampararse en un criterio seguro, en
una doctrina absolutamente confiable –armándose con ellos ante las nuevas amenazas
de las ideologías contemporáneas, erigidas en portentosas religiones de la
modernidad, ya sean de facciones, de partido o de estado, de tendencia totalitaria,
que bajo la máscara de los privilegios materiales amenazan despóticamente con
corromper y desfondar por completo los fundamentos mismos de la nobleza humana.
XXXV
Como quiera que esos factores contribuyen a
la profunda decadencia del humanismo, lo cierto es que estamos ante el espectáculo
del hombre postmoderno, el cual se presenta más que perplejo o dubitativo en la
escena contemporánea, como decididamente descarriado, resuelto decididamente en
emprender un camino falso, errado, movido en su locura por una especie de insaciable
sed de perderse, de extraviarse.
Experiencia generacional, pues, de depresión
crónica ante la crisis postmoderna, que da la sólita imagen de seres contristados,
conturbados, oprimidos del ánimo y dolidos del corazón, presas del temor y de
la inquietud existencial -por encontrarse en trance de perdición y descarrío
dado el abandono cultural de la antigua fe y la adopción de otra… o de ninguna.
Experiencia de la discontinuidad de las creencias religiosas básicas, pues, que
no sólo abren el paso a una moral más atrevida, más audaz, sino a una grave
relatividad de los valores, agudizando con ello el carácter accidental de la
existencia –que refuerzan la adopción meramente impulsiva de creencias
irracionales o de falsas doctrinas (ideologías). En otros casos, vivencia aguda
de la contradicción existencial entre los vestigios de una fe vivida, entre las
reliquias de una metafísica querida, y las superposiciones históricas de una
vida cifrada en valores meramente inmanentes, encontrándose estos hombres
indecisos, dubitativos, en un cruce de caminos y sin saber qué dirección seguir,
inseguros del camino a tomar, o que van fluctuantes de un camino a otro e irresolutos,
que serían propiamente los perplejos.
Panorámica, pues, de un terrible opción
moral, que va de la aceptación de la muerte del alma cristiana en el seno mismo
de la intimidad de la persona (que equivale sin más a la muerte del alma), a
una nueva conciliación de la conciencia moderna con la antigua ley y los
profetas. Por un lado, pues, la presión del mundo, que insta a una escisión del
hombre con los vestigios de su antigua fe perdida y con la comunidad de fe -en
una vuelta a una especie de crudo paganismo; por el otro, los vestigios de esa
misma fe, que se expresa no más que por hábito pero sin voz viva, de una forma
mortecina o meramente ritual, cuando a la manera de simuladores de la justicia
que, como rebeldes amaestrados se resuelven en actores a sueldo, en fingidores
de valores, en gesticuladores de toda laya o que llanamente se declaran
cínicos, en crueles naturalistas hedónicos y desalmados. Los más, siguiendo una
de tantas rutinas mecánicas que levan a la enajenación o al autoengaño,
guidados por los vagos ídolos de la fortuna o del beneficio material, que estando
despiertos los hace llevar una vida de dormidos, como si estuviesen hechizados
viviendo una existencia en la inconsciencia. Por el otro, experiencia del despertar
de la conciencia, a la que sucede la experiencia estética, desagradable, del horror,
por darse cuenta de la ceguera moral que nos habita y de la sorda desobediencia
a los antiguos preceptos –y que, al chocar contra el límite, nos hace con
espanto retroceder, a levantarnos de el sepulcro del cuerpo, como si hubiésemos
estado muertos, para intentar, de ser posible, una reconciliación con Dios, una
desenajenación de Dios y una restitución de la alianza eterna. Experiencia pues
de l caída, que lleva como reacción a una restitución de los viejos valores, y que
racionalmente toma la forma de una vuelta al idealismo, al espiritualismo y a
la metafísica, aceptados como la verdadera filosofía –la que se presenta, por
un cabo, como una crítica de la razón, en particular a las severas extralimitaciones
de las ideologías y las filosofías modernas e incluso de las falsas filosofías,
que da por ciertos una serie de argumentos meramente probables; por el otro
como una vuelta a la formación de la conciencia moral a partir de la revelación
del bien y del mal que se instruye en las Sagradas Escrituras y por medio de la
fe, en una entrega a la doctrina fundamental del Hacedor, de Dios como creador
del mundo, como no creado o causa de sí mismo, o como Dios único y eterno. Creencias
todas ellas articuladoras de una comunidad duradera fundada en la alianza con
Dios y a la voz de los profetas, aceptados como personajes vivos.
Tesis espiritualista que repugna al burdo
materialismo de nuestro tiempo, incapaz de concebir lo incorpóreo como tal,
pero donde el espiritualismo lleva a cabo la gracia de realizar la obra de conciliación
de la razón con la fe –en una filosofía que prueba su eficacia al conducir a la
verdadera libertad de la buena conciencia, de la conciencia recta, justa,
articuladora de una comunidad de fe trascendente y trascendente ella misma –en lucha
directa contra las falsas filosofías, que llevan a la ceguera de la propia
conciencia, a la esclavitud del pecado, o a las ideologías de la enajenación,
de la cólera, de la doblez y de la inconsciencia.
Porque para el espiritualismo las fuentes
del conocimiento moral, en última instancia del conocimiento del bien y del
mal, no son otras que las aportadas por la fe y por la revelación de sentido
oculto de las escrituras –que ve a la vez los límites de la razón y el saber
que la rebasa, y todo ello como un racionalismo interno a la fe. Porque la fe
viene entonces a ser aquello en que la razón se sustenta, o que toma a la razón
como instrumento de la fe, teniendo pues tal filosofía un carácter conciliador
(con la antigua fe) y hermenéutico, dado el sentido equívoco, analógico,
alegórico de las Sagradas Escrituras o de las verdades de la fe en general.
XXXVI
Pero volvamos así al a priori moral del hombre, que es lo que constituye propiamente la
naturaleza humana y debe estar a la cabeza de toda analítica existencial. El
hombre tiene su impulso (de la voluntad) en dos cualidades, y ambas están en
él: el bien y el mal. El manantial del mal es una fuerza colérica, infernal, sedienta,
infernal, la cual da malos frutos, pues conduce a la herejía, al error, a
burlarse de la verdad, al pecado y a la muerte. Es la fuerza colérica que hay
en la naturaleza y que hace al demonio furioso y frenético. Por su parte, el
manantial del bien es una fuerza santa, amable y celestial, cuyo fruto son los
hombres santos, sabios e inteligentes que constituyen la cabeza de la Iglesia y
que son la luz del mundo.
La fuerza de Dios es la fuerza santa, quien
da a los hombres el mandato del bien, quien exhorta incansablemente al bien, a
ser santos como Dios es santo, a ser santos en todo proceder, a ser obedientes,
mansos, a ser siervos de la verdad, a ser amigables y misericordiosos, a
refrenar la lengua de hablar mal y de engañar, a no devolver mal por mal, ni
maldición por maldición, sino a bendecir, en hacer el bien, a huir del mal, a amar
la vida y buscar la paz, a imitar lo bueno y a ser justos teniendo buena conciencia
(2ª Cata de Pedro 3. 9-13), pues no quiere Dios la rebeldía ni el mal, dando en
cambio el Espíritu Santo a quienes se lo piden (Lc. 11.13).
De acuerdo a lo que muestra Jacobo Boheme
hay una riña violenta en la naturaleza entre las cualidades del bien y del mal,
entre las cualidades buena y mala, imagen de la riña y choque entre el reino
infernal y el reino celestial que mana para formar seres angélicos. El drama de
tal riña se escenifica en el hombre como en ninguna otra criatura –salvo el caso
de los ángeles rebeldes, quienes con su revuelta obtuvieron junto con Lucifer
como premio la expulsión del cielo y la caída, que sería el origen del mal en
el mundo y de que la cualidad colérica se haya mesclado en toda la naturaleza
terrestre. La caída de Adán y Eva se debería a que se arrojaron a lo colérico,
a los deseos de la carne (el pecado original), de tal manera que se le pega el
mal al hombre –aunque éste es capaz de vencer a la mala cualidad en la
naturaleza, por su buena cualidad que es y viene de Dios y en ella es soberano
el Espíritu Santo, pues el hombre es hijo de Dios, quien lo hiso del mejor
meollo de la naturaleza para que domine el bien y venza al mal.
Pero el hombre es libre y tiene su impulso
en ambas cualidades, pudiendo echar mano de cualquiera de ambas cualidad, pues
en este mundo vive entre las dos, estando el bien y el mal en él. Y así, aunque
el mal se le pegue al bien, al igual que sucede en la naturaleza, la cualidad buena del hombre puede vencer al
mal, pues si levanta su espíritu a Dios mana en la buena cualidad de su
naturaleza y el Espíritu Santo lo asiste para ayudarlo a vencer. En el alma
malvada, en cambio, vence la cualidad colérica, pues es el demonio poderoso en
lo colérico y su príncipe eterno. Cuando el hombre se hunde en los deseos de
este mundo, mana y domina, en efecto, la cualidad colérica de la sabia infernal
y se corrompe, pues deja que domine en él el demonio con su veneno.[1]
Por la debilidad de la carne el hombre se
´presta a ser siervo del pecado, entregándose con sus miembros a hacer la
maldad y a la impureza. Así, la rebeldía propiamente religiosa consiste en ser el
hombre libre relativamente a la justicia, por ser en cambio esclavo del pecado,
y cuya vida vergonzosa no tiene otro fin que el de la muerte, que es la paga
del pecado -pues la carne es como yerba y su gloria como la flor de yerba, que
crecen un día, pero al día siguiente se seca la yerba y la flor cae (1ª Cata de
Pedro 1.24).
Por lo contrario, el hombre puede optar por
liberarse del pecado para ser reo de Dios, siervo y esclavo del Espíritu, aceptando
su yugo, que es suave, teniendo como buenos frutos las obras de la santidad y
como fin, como paga y recompensa, la vida eterna como miembro del cuerpo de
Cristo Jesús (Romanos 6. 19-23). Opción de la libertad es, en efecto, huir de
la corrupción que está en el mundo por obra de la concupiscencia y de la cólera,
liberándose de la esclavitud de las pasiones. El hombre es llamado por la virtud
de la fe a ser virtuoso -y a mostrar en la virtud ciencia, y en la ciencia
templanza, y en la templanza paciencia y en la paciencia temor de Dios, y en el
temor de Dios fraternidad, y en el amor sin fingimiento de hermanos el corazón
puro de la caridad, para participar así de la naturaleza divina (2ª Cata de
Pedro 1. 4-7).
El hombre, en efecto, es llamado a la
libertad, pero no para cubrir con ella su malicia o para utilizarla como
pretexto para servir a la carne, como los hombres ciegos, que no pudiendo ver
de lejos se olvidan de la purgación de sus pecados, de purificar sus almas por
la obediencia de la verdad por medio del Espíritu (1ª Cata de Pedro 1. 22: 4.
10); o como hacen los desobedientes, los embusteros y engañadores con las almas
débiles, a quienes hablan de libertad siendo ellos mismos siervos de esclavitud
(2ª Cata de Pedro).
XXXVII
Desde la perspectiva de la filosofía de la
naturaleza puede decirse, de acuerdo con Jacobo Boheme, que la naturaleza misma
tiene dos cualidades que manan con gran aplicación: una amable, de sabia de
vida, celestial, santa, en la que domina el deseo del bien o el Espíritu Santo
y cuya fuerza santa da buenos frutos; otra colérica, huraña, sedienta,
infernal, en que domina el espíritu del mundo o la fuerza infernal con su
veneno, que da malos frutos, corrompidos, agusanados –dualidad de cualidades
cuya distinción conocieron Adán Y Eva en el Paraíso y que originó su caída,
porque así como hay bien y mal en la naturaleza, hay bien y mal en el hombre.
Sin embargo, Dios hizo al hombre para que
domine en él el bien y venza al mal –cuando levanta su mirada al cielo, pues el
espíritu santo lo ayuda a vencer. Porque al igual que en la naturaleza el mal
se le pega al bien, también en el hombre, pudiendo su buena cualidad vencer a
la mala por venir aquella de Dios y dominar en ella el Espíritu Santo. En
cambio, la cualidad colérica vence en el alma malvada, pues el demonio es
soberano en lo colérico y sui príncipe eterno. Es la obediencia nocturna, la
rebeldía del pecado, que al decir que se le pega al bien ya indica un principio
de parasitismo, al que llamamos modernamente enajenación. La obediencia al mal
es así debilidad ante lo colérico, que toma por decirlo así todo el control y
que otros identifican con el alma inferior. Es la cólera de la naturaleza,
pues, que arruina a tanta conciencia noble por el impulso colérico, furioso,
frenético y vano, pues el demonio tienta y seduce al hombre con su fuerza
mundana, con los placeres carnales, con el orgullo, con el deseo de riquezas y
de poder, creciendo por tano en él la herejía y cayendo en el gran error al guasear
y burlarse de la verdad y despreciar a Dios –no pudiendo así captar la verdad
del Espíritu Santo, que predica penitencia, sino viviendo como vulgares paganos,
a la manera de las bestias en medio del arte y la exuberancia mundana. El
impulso de bien, por el contrario, se asocia a la aspiración de las cosas
elevadas y por tanto al espíritu, dando por consecuencia frutos suaves, dulces,
elevados y válidos, dando por consecuencia hombres santos, sabios,
inteligentes, que conocen a la naturaleza y respetan a su Creador, siendo por
ello la luz del mundo.
El impulso del hombre esta así entre el mal
y el bien, pues vive entre ambos y ambas cualidades están en él, pudiendo echar
mano de ambas, sirviendo al pecado para la muerte, u obedeciendo a Dios para justificar
–asistido por el Espíritu Santo, que es dado por el Padre a quien se lo pide (Lc.
11-13). Porque a pesar de haber mal en la naturaleza y de pegarse el impulso
colérico al hombre, Dios dio al hombre el mandato del bien y la prohibición del
mal, porque no quiere Dios el mal, sino que venga su reino y se haga su
voluntad en esta tierra, a la manera celeste –haciendo que a diario se le
exhorte al hombre al bien.
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