XI.-
La Revuelta de las Ideologías:
La Lucha de Clases Morales
Por
Alberto Espinosa Orozco
XXVIII
Modernidad y rebeldía son palabras, si no
sinónimas, cuando menos contiguas, pues es la idea del mundo del hombre
moderno, por su mecanicismo y por su materialismo ateo, constitutivamente
disolvente y corrosiva de la idea cristina del mundo que, por lo contrario, concibe
la realidad constituida esencialmente por seres espirituales (que es la tesis
central del personismo); por personas, pues, que a su vez están sujetas, por
vía del libre arbitrio y de la fe, a la salvación de sus almas, a la
bienaventuranza de sus espíritus,… o la perdición, por la obstinación en sus
pecados, a la extinción en la muerte o a la condenación eterna.
Pero la idea del mundo cristiana ha quedado
en nuestro tiempo, si no barrida del todo, si al menos severamente desactivada,
reducida, confinada a una antigualla, aislada de los social y de la vida
práctica, en una especie de epojé o puesta entre paréntesis –reducción de la que
en nuestro mundo moderno no se ve como poder salir, por la misma fuerza de la
presión histórica y generacional que ha neutralizado su espíritu, por acción misma de la acumulación
y dilatación histórica de las faltas y trasgresiones morales. Incluso la noción tradicional y central del
pecado, de la culpa moral y de la falta religiosa, del error en una palabra, a quedado como enterrada bajo la
tolvanera del inmanentismo moderno, de la novedad y del cambio, de tal manera
que los hombres contemporáneos parecieran no saber ya distinguir entre su mano
izquierda y su mano derecha.
Por su parte, las ideologías modernas, al
supeditar al conjunto de la cultura toda al sistema de producción y sus
empresas se ha configurado, bajo la bandera del progreso y del desarrollo, como
toda una compleja religión del inmanentismo, a su vez alimentada por la publicidad
y la propaganda, por el arte de vanguardia y la industria de la diversión,
desembocando en nuestro tiempo en los vertiginosos totalitarismos robotizantes
de los procedimientos administrativos, de los planes y el control del futuro, dejándole
como ultimo respirado aparente al sujeto, que se debate en medio de la angustia
y desesperación, la entrada en el río del consumo desbocado o la entrega al
hedonismo exacerbado. Como su correlato y
complemento necesario actúa, a la manera de pivote cargado de resentimiento, el
sólito fenómeno del desdén estimativo y práctico de la persona humana en cuanto
tal, cuya beligerancia se ha revelado en nuestro tiempo bajo la especie del descarte,
de la exclusión o de la franca persecución de la persona -cuando no del anatema y el ultraje.
Puede decirse que el fin último de las
ideologías de dominio es acrecentar el poder de su oscuro paganismo, borrando del
todo el parámetro propiamente religioso y moral, cuyo sentimiento específico es la
compleja emoción de la santidad y de la nobleza, de piedad y blancura, de la
pureza y de la sencillez, de la celeste alegría y de la esencia. Con ello la
razón misma se ve profundamente trastornada, reducida a la mera prudencia
individual acoplada la mundo, al cálculo egoísta o a la astucia –en cuya
defensa invoca, sin embargo, alguna causa de justicia o libertad históricamente
trascendente que la propulsa, pero que las más de las veces no es más que un
parapeto que oculta las verdaderas motivaciones de la voluntad, irracionales,
impulsivas, nacidas de tendencias primarias y básicas del propio provecho
individual: hedónicas, cráticas o voluntaristas (personalismo).
XXIX
Las ideologías de domino parecieran así
inspiradas por un naturalismo muy cuestionable, ajeno a la cultura y contrario
a la raíz misma de lo social, cuyo paradójico evolucionismo pareciera
manipulado por el príncipe de las tinieblas, por el bellaco metafísico que
hace la guerra a todo lo que se llame Dios, puro o angélico y que finalmente se
lanza contra el hombre mismo por la razón de tener un linaje divino, de su parentesco con el Creador .
Las ideologías, así, mediante todo un
entramado de creencias, reforzadas por la publicidad o el lugar común, tienen
como objeto torcer el deseo y la voluntad de los hombres, para que anhelen sólo
cosas terrenales, materiales, o para cultivar los deseos de la carne,
terminando por comportarse, endurecidos por el orgullo y la codicia o
desmayados en la vanidad, ya como lacias mujeres, ya como caballos desbocados que
se precipitan feroces sobre la mujer del prójimo, ya cometiendo torpeza sexual los
unos con los otros o las otras con las de su mismo género –abriendo con ello la
puerta de la tiniebla, pero también la de la burla, la vergüenza y la perdición
moral. Por contrapartida estratégica, la rebeldía metafísica tiene como objeto,
a su vez, disminuir y diezmar a los justos, robando y saqueando a los que no se
portan mal, lanzando sobre el pueblo santo crueles temporales y tormentas,
orillándolos así ha crecer entre espinas,
con gran aflicción y desamparo.
Imposible no mencionar el fenómeno sólito de
la rebelión de los discípulos, quienes presos en los cambios de la modernidad
y sus novedosos herejías rechazan prácticamente los valores tradicionales, constantes,
eternos, guardando apenas un vestigio de las antiguas creencias, sostenidas en casos explicitamente, pero adoptadas si fe viva, precipitándose así en el ambiguo dominio de lo ideológico y su
congénito relativismo moral, para
desfilar en masa al despeñadero de del nihilismo, instalándose en la nada
muerta, o al sumergirse en la dimensión onírica y surrealista de la
transvaloración de todos los valores, anhelando no la alegría del maestro
generoso o que genera en la formación de sus hijos espirituales, sino el deseo
de poder, de riqueza, de vedetismo y brillo social, degradando incuso la
filosofía en la política al amoldarse a las circunstancias, pero reforzando en
cambio al ángel rebelde, al soberbio que hay en el hombre, pugnando inútilmente
por dejar atrás en su orgullo al viejo maestro formador de hombres junto con la tradición, por mor de la
independencia y la individualidad, pero siendo en el fondo aprisionados en las
cadenas del embotamiento y el malestar de la envidia o en la franca rebelión contra amor recíproco entre los hombres y en el nihilismo.
XXX
La peor y más sólita de todas las
enajenaciones, a lo que propiamente y como a ninguna otra cosa se
puede por ello llamar rebeldía, es la enajenación religiosa: el estar alejados de
Dios. Porque la ignorancia de Dios sólo puede indicar que el príncipe de las
tinieblas guarda dominio sobre tales guerreros desobedientes, teniendo en ellos por tanto sus
designios eficacia de engaño. Ateísmo, agnosticismo, son posiciones intelectuales, pero también morales, prácticas, que no pueden así sino
conducir a a ser ajenos a Dios, a estar enajenados de su divina presencia -adoptando en cambio, al rechazar la verdadera metafísica alguna mística inferior. Es
decir, se trata de una enajenación mayor, que implica el dejarnos estar muertos en nuestros delitos y pecados o por seguir la corriente del
mundo, que son ambas la condición corriente, vulgar, proletaria, impía, rebelde de la
época contemporánea, ciega en su obediencia nocturna. Porque es el príncipe de este mundo el mismo que el
príncipe de la potestad del aire que el de las tinieblas, operando sobre los
incrédulos e hijos de la desobediencia el anhelo de vivir conforme a los deseos
de la voluntad de la carne o de los pensamientos que de ella derivan, y aplaudiendo mediante sus abstrusas combiatorias instituidas a quienes así marchan uniformes... a su perdición. Cosa que de suyo se opone a
los valores del espíritu: a la creencia suprema que conduce al espíritu de sabiduría y al conocimiento de el Señor. Creencia, pues, que nos da la esperanza de salir del tunel de las confusiones e inversiones axiológicas, por abrir la puerta de la
posibilidad de la reconciliación con Aquel que es rico en misericordia y
poderoso para perdonar los pecados y para salvar, teniendo para sus santos la promesa de su
herencia, que es la esperanza de su reino de justicia, riqueza espiritual y gloria. Porque la
redención religiosa de la fe consiste precisamente en la conciencia de estar muertos en
nuestros pecados... y en salir de ahí, por obra de la redención de la esclavitud, de salir definitivamente de Egipto, pues, al ser liberados de servidumbre del pecado.
Conciencia, pues, del dogma de la redención de nuestros pecados
por la muerte de Jesús, quien venció al pecado con su muerte y venció a la
muerte con su resurrección, y que al hacerlo tiene el poder de redención del
ser humano cuando este se acostumbra a su yugo, que no es muy pesado y que es
suave. Lo que equivale pues a conciencia pura, religiosa, que nos desenajena en
el sentido espiritual sumo, de liberar a la persona de alguna pena, o del dolor
de una situación de pérdida patrimonial, de la congoja de la ruptura o del
empeño de nuestro bienestar por una causa. Porque Cristo se ofreció dando la vida por sus amigos, y
pagando con su muerte el precio de la redención de los cautivos, abriendo con ello definitivamente la puerta en este mundo a los espirituales, no así a los psíquicos, que pese a saber dieron la espalda para volver a Egipto,
sino de los hombres verdaderamente libres, que siguieron el fluir del Jordán cuando sus
aguas fluyeron hacia arriba, que es donde se celebra la desenajenación de la conciencia de Dios, equivalente, por tanto, a una
desenajeanación y liberación de sí misma de la persona -aunque con la ayuda espiritual de la comunidad de los fieles, de los hermanos, o de lo sobrenatural.
Todo lo cual le resulta en especial opuesto al príncipe de las tinieblas, quien se revuela de furia, y ante lo que precisamente se revelan los hijos de la rebeldía, de la ira, de
la cólera, pues en su amor a sí mismos desmesurado, es el del fuego que arde,
capaz de quemarlo todo en su iracibilidad, cuyo fin es el abismo del
olvido y su fondo de sombras y cenizas. Rebeldía, pues, ante las creencias: especialmente la de
la muerte de Cristo en la cruz y su resurrección gloriosa, promotora de su misericordia infinita para la redención definitiva de los hombres, mediante la salvación, que es el nuevo
pacto de la redención de los pecados, o el poder de justificar, pues, al impío, para
salvarlo, disolviendo, tapando, dejando atrás los pecados, que es precisamente
la entrada al más allá del espíritu. De cargar los pecados de otros, de no
enseñorearse en sí, sino mejor servir, o en una palabra: de la práctica de la santidad, en los que reciben el
espíritu de la verdad, cuyo yugo de justicia es sin embargo suave y cuya carga
en realidad no es pesada al acatar apenas unos cuantos mandamientos básicos. Especialmente el de amar al salvador de misericordioso,
en la esperanza del resplandor de la vida futura, asociado con la idea de la utopía
apocalíptica del dogma de la restitución milenarista.
XXXI
De hecho no se trata en el fondo sino de la oposición que
constituye el mismo a priori moral del hombre, o de su desequilibrio sustantivo, que
lo hace ser libre y espiritual ( o inmoral) que es, debatido en una oscilación moral
constante y antinómica del hombre, el cual se debate, en efecto, entre el bien y el mal moral -que es la oposición constitutiva y a
priori del deseo del espíritu como contrario al deseo de la carne. Por lo que dice también el evangelio: “El que
no es conmigo contra mí es; y el que conmigo no coge, desparrama.” (Lc. 11. 23).
Como formación social el obstáculo máximo a
vencer es la rebeldía prohijadas por las ideologías políticas hegemónicas en la arena mundial, expresadas ya
bajo la forma de embustes publicitarios, de doctrinas materialistas, de positivas parcializaciones o por la vía directa del
embrutecimiento. Por lo que la solución a tamaña crisis se antoja
más teológico-flosófica que política, pues no es sólo la codicia y el circuito
cerrado de la explotación lo que explica o agota el problema, sino que lo mejor es transitar por el
humilde método de la atención; de fijar y concentrar la conciencia para poder volver al viejo sedero, con la intención de conservar, restituir y finalmente robustecer el espiritualismo.
La dicotomía es tan vieja como la humanidad
misma, y se puede ilustrar con la alegoría bíblica de los dos hijos de Abraham:
primero, por los hijos de Agar que nacieron según la carne y que pertenecen al monte
Sinaí, cuya imagen es la de la servidumbre, por trabajar en las obras de la
carne, y que por sembrar para la carne cosecharán en ella corrupción, pues el hombre
no puede sembrar en un campo cizaña para luego cosechar trigo en él. Se trata también de una imagen: de la figura de la
ruptura del lazo de comunicación, de comunión con Dios, que es la imagen de la enajenación de la religión: que es la incomunicación o ausencia
de Dios en el corazón del hombre, que es también el mal del desamor y que también es la sordera. Enajenación, pues, de lo santo que hay en el hombre, hasta
llegar, por insistencia el pecado de la rebeldía, de la desobediencia, a su expresión final, que es la idolatría, equivalente a hacer marchar la religión hacia atrás, a la religión del miedo o a sus
nuevas formas, siempre cambiantes, cada vez más fascinantes y atractivas, de la herejía.
En segundo lugar, está el otro polo de la balanza, que determina la
oposición en esa lucha de clases morales: son los espirituales,
personificados en Isaac, quien nació libre y según el espíritu. Se trata de los hombres que han
crucificado su carne junto con sus afectos y concupiscencias, que han dado muerto al liviano chacal de la cartuja interior, y que son los hijos
de la futura Jerusalén celestial, la gran madre, también llamados hijos de la promesa,
pues son aquellos que con sus obras siembran para el espíritu, del que cosecharán vida eterna –aunque en el
mundo desde un principio se hace violencia contra el reino de Dios, reino que reside en realidad en el hombre interior, en el corazón bueno, y que constituye al hombre nuevo, el hombre espiritual, no sujeto al yugo de la
servidumbre de la carne, que vive libreados por la gracia de Cristo y que es
justificado por la gracia del Espíritu Santo, con esperanza de justicia por la
fe que obra por amor. Por lo que los predestinados, los elegidos, escogidos
antes de la fundación del mundo, vendrían a ser los santos sin macha, los que han sido
lavados, santificados, justificados en nombre de Jesucristo y del Espíritu de
verdad, que es el Espíritu Santo que derrama el amor en los corazones, y que es
fuente de la gracia y los dones.[1] El
Espíritu Santo, que levanta de entre los muertos a los pecadores, que santifica
el cuerpo, que conoce los misterios más profundos de Dios y que posee todo
conocimiento.[2]
Se trata del Espíritu de contrición y de verdad, que aspira a las cosas
superiores, cuya acción santificadora para obedecer a Cristo procede del padre
–y a quien el mundo no pudo recibir.
Por el contrario, todos aquellos inspirados por el espíritu de las tinieblas, que son los que cometen injusticias, no
heredarán el reino de Dios. Porque sus obras son las obras de la carne, cuya
antigua levadura es la del orgullo, el vicio y la maldad, resultando por ello
hijos de ira o sujetos de enajenación moral. Injustos, no justificados,
reprobados, resultan aquellos que no han dejado de ser carnales, reinando por
tanto entre ellos las envidias y las disputas.
Así, la tabla de las inmoralidades, que son los frutos del árbol silvestre, o las obras de los hijos de la
rebeldía y de la carne, de los que no heredarán el reino de Dios, se
condensa en unas cuantas figuras, que son las prohijadas por las obras de
reprobación: el adulterio; la fornicación; la inmundicia; la disolución; las
idolatrías; las hechicerías; las enemistades; los celos; las contiendas y las
disensiones; las herejías; las envidias, los homicidios; las embriagueces; las
orgías y cosas similares.
Actos impropios todos ellos, sólitos en necios e insensatos,
que por su volumen presentan en la actualidad tal envergadura y alcance que lo que más conviene es dar un paso atrás,
horrorizados, y retroceder, para volver los ojos hacia algo más estable y
seguro, fincado en la tradición que no perece -simplemente con el objeto de
poner en su sitio el criterio moral y religioso, el oriente del valor, que es
el motivo de la acción sensata y el camino recto del hombre justo. Porque los valores del Espíritu de verdad son los motores de la acción sensata, que abren la posibilidad misma
del futuro histórico de la humanidad, la cual radica en la superación del
impulso rebelde de la dominación del congénere, de someter ciega y ferozmente
al prójimo –creyendo falsamente que la grandeza de la propia estatura se mide
en la percepción del otro como un ser reducido, humillado, degrado, que encoge
el cuerpo, dobla las rodillas y cae por tierra. Por lo contrario, la estatura
del ser humana se mide por la dignidad mutua de las personas: por la percepción
interna de la propia postura erguida, o por la percepción del alma ajena a la
altura del alma propia.
XXXII
La esperanza, que se haya nuestro alcance, comienza por el camino del arrepentimiento sincero para, luego de pagar o
purgar la falta, con la verguenza o con la aflicción, poder ser lavados, purificados, santificados y
justificados en nombre del Señor, tomando el pan sin levadura de la humildad, de la pureza y de la
verdad. Por lo que es preciso purgarse de la vieja levadura, del inchado orgullo y de la flatuilenta vanidad, para hacer así una
masa sin la levadura, purgada del orgullo y la maldad, andando en amor, imitando a Dios,
como hijos amados y edificando en amor el cuerpo de los hermanos. No andar,
pues, como los paganos, como los gentiles, presos en la vanidad de la mente,
con el entendimiento entenebrecido, ajenos a la vida verdadera por ignorancia
de Dios y por la dureza del corazón, como aquellos que ha perdido el sentimiento de la
justicia, y que se entregan desvergonzadamente para cometer todo acto de
inmundicia con ansia.[3]
Para lo cual conviene no tener tratos con
gente de mala vida, separándose de los que pretenden ser hermanos siendo
inmorales, codiciosos, idólatras, mal hablados, borrachos o ladrones, quitando
así el pecado de en medio de la hermandad. No dando así lugar al diablo, enmendándose
cada cual de sus malas acciones. Pues es preciso despojarse del hombre viejo, que es
corrompido en conformidad con los deseos engañosos; renovando así el espíritu
del entendimiento, revistiéndose del hombre nuevo, creado conforme a Dios en
justicia y en santidad verdadera.[4] No ser, pues, como niños inconstantes, que se
dejan llevar por los vientos de las doctrinas que soplan al derredor, que son arrebatados y agitados por las olas del engaño, por los embusteros que con
astucia engañan al alma debil en el espíritu del error.[5] Alejarse,
pues, de toda fornicación, de toda inmundicia, de toda avaricia –al grado de
que ni se miente en la comunidad tales cosas, no usando tampoco de palabras torpes,
insensatas, indecentes, insultantes o chistes groseros, actuando lo mejor y propiamente, como conviene ser a los santos.[6]
Alejarse, pues, de las tinieblas, de los
hijos de la desobediencia: de fornicarios, inmundos o avaros (que son idólatras),
pues no tendrán herencia en el reino, desatando en cambio por tales cosas la
ira de Dios. Por lo que no hay que tener parte ni asociarse en las obras
estériles de las tinieblas, sino más bien reprobarlas, pues son cosas
vergonzosas lo que hacen en secreto, y obras infames que se condenan cuando son
puestas a la luz del día.[7] Pues
todas las cosas que son reprobadas, todas esas infamias que se condenan, son
hechas manifiestas por la luz.
La fe bautismal equivale así a una iluminación axiológica, por lo que dice aquel pasaje de Isaías citado por Pablo:
La fe bautismal equivale así a una iluminación axiológica, por lo que dice aquel pasaje de Isaías citado por Pablo:
“Despiértate,
tú que duermes, y levántate de entre los muertos, y te alumbrará Cristo.”
(Isaías 26.19; Hebreos 10, 32)
Despertar, pues, y levantarse del cieno para purificar los corazones de la mala
conciencia y lavar los cuerpos con agua pura –sin pecar, pues luego de haber
recibido el conocimiento de la verdad sólo queda al pecador o el seincero arrepentimiento y la consecuente enmienda o la expectación y amenaza del
juicio y del ardor del fuego.[8] Para
llegar con ello a la unidad de la fe y al estado de los varones perfectos, conscientes de que no
pueden hacer todo lo que quieren –que es el ideal ascético del comportamiento cristiano.
Espíritu Santo de gracia, que en el nuevo concierto, luego de los días de la
gran tribulación, pondrá sus leyes en los corazones de su pueblo,
escribiéndolas en las mentes –olvidando sus iniquidades y sus pecados.[9]
Así, los frutos del Espíritu Santo, que son
las gracias, son concebidas como siete dones cardinales: ciencia; consuelo;
fortaleza; inteligencia; piedad; sabiduría, y; temor de Dios. Cabe destacar la caridad,
que es el amor propiamente cristiano; pero también el gozo; la paz; la paciencia;
la generosidad; la benignidad: la mansedumbre y la templanza; por último, la fe
y la continencia –pues contra tales cosas no hay ley que las prohíba.[10]
Hay muchas similitudes
entre las virtudes y los dones, pues ambos son hábitos de la voluntad que
residen en las facultades humanas buscando practicar el bien y ser honesto,
teniendo como fin la perfección del hombre. Sin embargo, mientras que las
virtudes son movidas por la razón, los dones son movidos directamente el
Espíritu Santo como instrumentos directos suyos.
Se trata así del misterio de redención, pues Cristo compró a
su pueblo mediante su sacrificio, para que ande con y para el Espíritu y con cuyo
auxilio combatir las tentaciones de la carne, con sus afectos y
concupiscencias. Porque el deseo de la carne es opuesto al deseo del Espíritu;
y el deseo del Espíritu es opuesto al deseo de la carne, pues esas cosas se
oponen por su propia cualidad de naturaleza la una a la otra.
Misterio fundamental para el creyente, porque de lo que trata la religión cristiana
esencialmente es del problema de la reforma moral y espiritual del hombre; de liberarlo,
para que pueda salir de la enajenación moral y espiritual y adquirir una nueva conciencia.
Lo que implica una dura pelea, diaria, contra el enemigo que asecha con poder y gobierno desde fuera,
pero también contra las tentaciones internas de la debilidad de la carne, que
asechan desde adentro pululando en el inconsciente. Pelea por la purificación del cuerpo también, porque el cuerpo no es para la fornicación, sino templo
de Dios, que es para el Señor -como el Señor es para el cuerpo, pues cada
uno de los santos es miembro del cuerpo de Cristo y Él es su cabeza. Porque el Espíritu de Dios es
santo, y mana también en el hombre, puesto que somos de su mismo linaje.
Por su parte, baste determinar las notas esenciales
de la caridad, la cual es: sufrida, paciente, benigna, sin envidia, no
jactanciosa, no orgullosa o hinchada, no indecorosa, no busca su propia
ventaja, no se exacerba o irrita, no juzga ni piensa mal, no se alegra de las
injusticias sino que se alegra en la verdad, y todo lo sufre, todo lo espera,
todo lo cree y nunca se acaba.
XXXIII
Por la misma dobles de la naturaleza humana,
el hombre contemporáneo se encuentra ante el dilema de ser salvado por medio de
una ética superior, de base religiosa, cristiana, o de ser engullido por la
corrupción del tiempo histórico, que en sus pseudo-moralidades cada vez más permisivas todo va quitando o degradando, presionando
a los hombres para hacerlos vivir en el mal y la impiedad, hiriendo al alma con
pecados imborrables, o al acorralarlos para adherirlos a la parte material e
inferior de su naturaleza, sin poder reconocer su parte divina -resultando a la vez, paradójicamente, envidiosos de la divinidad, por el antagonismo en pugna de la propia constitución humana, a la vez anhelante de un más allá y simultáneamente avergonzada por haber rebajado su alma a la
naturaleza de los brutos o de las bestias.
Ante un mundo que se sumerge en la decadencia y ante la noche que envuelve a las naciones, donde las tinieblas son abiertamente preferidas a la luz, donde se ejercen leyes huecas, ni justas ni piadosas, donde la inversión de valores toma al impío como un sabio y el piadoso es visto como un loco, el frenético como un valiente y el peor criminal es tenido como un hombre de bien; ante un mundo que amaga con perder por todo ello el equilibro, decía, queda volverse al principio inmóvil, a la eternidad en reposo, queda tener la fuerza para volverse al principio estable de la ley moral, para liberándonos de la potestad de las tinieblas hacer las cosas de Dios, para seguir su voluntad y hacer su querer –para tener el conocimiento, el entendimiento y la sabiduría espiritual, para ser dignos, ser santos, irreprensibles, irreprochables, sin mancha, y por tanto dignos de estar en su presencia, como hijos de la luz. Fortificándose en las buenas obras, estando firmes en la fe, agarrados a la esperanza del evangelio, para con el hombre nuevo abundar en misericordia, compasión, benignidad, paciencia, humildad, mansedumbre, magnanimidad y perdón, con el vínculo de perfección que es el amor, la caridad cristiana.
Queda así, pues, la verdad del evangelio de la salvación religiosa: menospreciar los vicios con todo lo que es materia, dedicándose en cambio al cultivo de la religión del espíritu, cuna del alma inmortal, pues con la ayuda de Dios es posible amputar de nosotros toda malicia, para luego dejarse guiar junto con las almas purificadas al mundo verdadero de la belleza pura.
Ante un mundo que se sumerge en la decadencia y ante la noche que envuelve a las naciones, donde las tinieblas son abiertamente preferidas a la luz, donde se ejercen leyes huecas, ni justas ni piadosas, donde la inversión de valores toma al impío como un sabio y el piadoso es visto como un loco, el frenético como un valiente y el peor criminal es tenido como un hombre de bien; ante un mundo que amaga con perder por todo ello el equilibro, decía, queda volverse al principio inmóvil, a la eternidad en reposo, queda tener la fuerza para volverse al principio estable de la ley moral, para liberándonos de la potestad de las tinieblas hacer las cosas de Dios, para seguir su voluntad y hacer su querer –para tener el conocimiento, el entendimiento y la sabiduría espiritual, para ser dignos, ser santos, irreprensibles, irreprochables, sin mancha, y por tanto dignos de estar en su presencia, como hijos de la luz. Fortificándose en las buenas obras, estando firmes en la fe, agarrados a la esperanza del evangelio, para con el hombre nuevo abundar en misericordia, compasión, benignidad, paciencia, humildad, mansedumbre, magnanimidad y perdón, con el vínculo de perfección que es el amor, la caridad cristiana.
Queda así, pues, la verdad del evangelio de la salvación religiosa: menospreciar los vicios con todo lo que es materia, dedicándose en cambio al cultivo de la religión del espíritu, cuna del alma inmortal, pues con la ayuda de Dios es posible amputar de nosotros toda malicia, para luego dejarse guiar junto con las almas purificadas al mundo verdadero de la belleza pura.
[1] El misterio del Espíritu Santo,
, que habló a nuestros padres por medio de los profetas. Hech. 28, 25. Es el
Espíritu de verdad, cuya misión es conceder sabiduría, fortalecer la fe, dar
testimonio de Jesucristo y confirmar su enseñanza. Hec. 6.3; Jn. 14. 16; 15,
26.
[2] 1 Co. 3, 16; 6, 19; 12, 3-13;
Hech. 7.51: Ro. 8.14: 2 Co. 1.22: 5.5: 2.10.
[3] Efesios 4 18-19.
[4] Efesios 4. 22-24.
[5] Efesios 4, 14.
[6] Efesios 5. 3.
[7] Efesios 4. 19.
[8] Hebreos 10, 27.
[9] Hebreos 10, 16.
[10] En el sínodo de Roma del año
382, bajo la presidencia del Papa Dámaso I se trató de los dones aplicando la
profecía de Isaías a Jesucristo, viendo en el Espíritu Santo una fuerza
septiforme que descansa en Cristo. 1) Espíritu de sabiduría: Cristo virtud de
Dios y sabiduría de Dios (1Co 1, 24). 2) Espíritu de entendimiento: Te daré
entendimiento y te instruiré en el camino por donde andarás (Sal 31, 8). 3)
Espíritu de consejo: Y se llamará su nombre ángel del gran consejo (Is 9, 68 ).
4) Espíritu de fortaleza: Virtud o fuerza de Dios y sabiduría de Dios (1Co 1,
24). 5) Espíritu de ciencia: Por la eminencia de la ciencia de Cristo Jesús (Ef
3, 19). 6) Espíritu de verdad: Yo soy el camino, la vida y la verdad (Jn 14,
6). 7) Espíritu de temor (de Dios): El temor del Señor es principio de la
sabiduría (Sal 110, 10).
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