X.-
La Revuelta de las Ideologías:
Soberbia
de la Razón, Secretos Modernos y Verdad Personal
Por
Alberto Espinosa Orozco
XXVI
La época moderna ha resultado un tiempo de
engaño universal y el más alejado de la verdad, desembocando en la novedad
frívola o en el vacío y la muerte del alma: caracterizada por los estigmas de
un gozo que no goza, de un deseo que no desea y de un poder hacer… pero que no
se hace. Así, lo que mejor revela al hombre moderno es su falta de desarrollo
interior, su tendencia la unidimensionalidad de la nuda existencia, a la repetición
de acciones maquinales, mecánicas, en una especie de retrogradación del hombre
hacia el comportamiento animal donde se reduce lo humano a lo puramente sexual
o a un dejarse succionar por la presión histórica hacia el movimiento de la
masa y la materia inerte. Tendencia tanática, pues, a sumirse en la noche de la
materia y en el barro del mundo.
Se presenta así la necesidad de una
revolución del espíritu humano: volver a Dios y a la filosofía –por vía de una
nueva filosofía de la filosofía, es decir, de una nueva crítica de la razón, no
meramente inmanente, para poder voltear de nuevo hacia lo alto en una razón de
lo trascendente. Revolución o vuelta de la filosofía a sí misma, si es que la
filosofía es en sí misma y nuclearmente metafísica, como una vía del centro para
reconocer el estado de nuestra alma como entidad ontológica, para así poder restablecer nuestros lazos de armonía
con los sagrado y de amistad con Dios.
El mayor obstáculo se presenta, sin embargo,
en la filosofía misma –que incurre en el error de perspectiva intelectual, en
el protón pseudos, que es el pecado
de la soberbia. Porque soberbia y filosofía coinciden fenomenológicamente rasgo
por rasgo, en el idealismo trascendental, que identifica el todo con el
pensamiento ideal de las categorías, que identifica con el filósofo, quien
viene a ser Dios (Kant, Hegel). Idealismo trascendental, pues, del sujeto
intelectual autárquico y condición de posibilidad de todo lo demás, incluyendo y
principalmente de la Divinidad, cuando no se identifica el filósofo mismo con
ella. Porque la filosofía en plenitud está ligada a una impresión de dominación
sobre todo, al ser ciencia o disciplina de los principios, es decir, no de cada
cosa en particular, sino por ser dueño de los principios que las dominan –siendo efectivamente un saber
de dominación, pues al sabedor o dueño de los principios incumbe mandar a los
demás y no ser mandado por ellos (Aristóteles). Recuérdese la etimología de la
palabra “principio” (arché), que son
palabras de la familia de arconte y príncipe. Impresión pues de
superioridad, de ebriedad hasta los inicios del mareo, cruzada de imágenes de ascensión
y de elevación, donde el panorama mixto de imágenes y conceptos se enturbia
hasta los extremos mismos de la borrasca.
Impresión, pues de superioridad intelectual, pues es con la inteligencia con la que se
es dueño de los principios y, por medio de ellos, señor del universo. No tan
necesariamente con el pensamiento o con la razón, que son respectivamente la
facultad de pensar, bien o mal, y la facultad de raciocinar, de sacar consecuencias
y darle vuelta a las cosas; sino con la inteligencia, que es ver intuitivamente
las cosas y penetrarlas hasta sus últimas intimidades, pues intelección se
refiere tanto a intuición como a penetración. También, como ha visto la
psicología contemporánea, a la capacidad de hacerse cargo de las cosas, siendo la
superioridad intelectual propiamente aquella la que puede hacerse cargo de la
situación por eminencia dominadora de todo lo demás: la del universo mismo por
medio de las categorías de la razón o la inteligencia que se hace cargo de sí
como en sí y como ápice del universo. Vivencia intelectual, pues, que no sólo
versa sobre los principios, sino sobre el primer principio, concreta,
singularmente, o sobre el principio pura y simplemente: sobre Dios… para… para…
superponer su inteligencia sobre Dios mismo, o dominadora de Dios mismos, sobre
cuya existencia y esencia sentencia, que es la vivencia radical de su ser tal
inteligencia, en su esencia, luciferismo, demonismo (José Gaos).
En principio Dios el ser que es en sí y por
si –estable, fijo, inmóvil, seguro: piedra según la intuición analógica, y aún
refugio. Pleno, perfecto, realidad absoluta, sagrada (esse). Todo entero, concentrado en sí mismo, preñado siempre de su
propia voluntad creadora. Paro la razón en su despliegue olvida su origen, que
en su origen la razón es oriunda de la inteligencia (nous), tomando en cambio ese principio para hacerlo suyo, en un uso
soberbio de la razón, pasando a postular a la razón misma como lo que es en sí
y por sí, para divinizar a la razón… para divinizarse el mismo filósofo con
ella por… por… por soberbia –por ese sentimiento de elación de ánimo, de
elevación intelectual, propiamente categorial, o de superioridad intelectual
que se eleva sobre todo lo demás, incluyendo a Dios mismo, a quien incluso cita
ante el tribunal de la razón para que demuestre su existencia.
El idealismo trascendental puede verse, en
efecto, como un fracaso de la actitud mágica: creer que el hombre hace al mundo
mientras hace su pensamiento. El pensador viene a ser así un demiurgo, un
creador de mundos, que puede por tanto hacer o deshacer el mundo según su
voluntad. Actitud cercana a la actitud mágica, consistente en creer que se
puede hacer cualquier cosa o que puede hacer lo que se sea o que se puede ser
cualquier cosa, por la mera fuerza del alma. Jaula del pensamiento, y que
conlleva por tanto al confinamiento, pues parte de falsos supuestos: que nada
está dado del exterior, que nada dado está vivo, o que no es válido o que
carece de significado.
La concepción de la razón como partícipe de
la divina, entones, se escinde, volviéndose la razón autónoma respecto de la potencia
a que se debe y, por tanto, se subjetiviza, desprendiéndose de su núcleo
espiritual natural (la buena cualidad del nous),
hasta quedar imantada por la bellaquería metafísica, que es la rebeldía de la
soberbia, del bellaco metafísico, que coléricamente quisiera ser más que el que
más o estar sobre Dios, alimentado por una inapagable sed de ser más de lo que
se es, o de soberbia, amurallándose por consecuencia tras la máscara del
orgullo o de la vanidad y engañándose a sí mismo –dejando por tanto la
filosofía de ser “saber de lo más” o metafísica, e incluso “saber lo más
posible” o enciclopedismo, abandonando el sistematizmo anejo de la disciplina para
desbarrancarse hacia el costado subjetivo, existencial, no esencial,
contingente, de la filosofía. O degradándose en razón histórica o en la
religiones laicas de la modernidad, en ambos casos siendo presa de las apariencias
de las ideologías, de las metafísicas inferiores y sus arcaicos ídolos, cráticos,
hedónicos, pandémicos. Todo ello redundante en el extravío del centro del alma
humana y sus trasgresiones excéntricas, extremistas, ya sea por el lado de la
novedad y el cambio, ya sea por el lado de los extremismos materialistas de la
era contemporánea.
Idea
del mundo del hombre contemporáneo consistente en una especie de masoquismo metafísico
trascendental, desprendido de la antropologisación de la razón que intenta
explicar lo superior por lo inferior, lo más valioso por lo que no tiene valor
y en cuya arena se han pulverizado los sistemas filosóficos. Despeñamiento de
la filosofía en la política también, varada en la sociología hegemónica y
planificada de las potencias que se disputan el mundo, en una muy paradójica razón
histórica, dialéctica, acomodaticia a las contradicciones de la
historia, todo lo cual entraña un radical relativismo escéptico en materia de
valores. Razón siempre en movimiento, atenta a la novedad y al cambio; razón
cambiante y temporal, no atada a algo fijo o estable, no idéntica consigo misma. A
la vez una y cambiante. Todo lo cual ha dibujado sobre el horizonte un paisaje más bien de tiniebla y de
arenas movedizas.
Sin embargo, la soberbia de la razón, de ser el hombre en si por si por la propia razón, entraña un íntimo error de perspectiva: olvidarse el yo del yugo de ser
creatura, librándose así de los mandatos divinos de la moralidad, viviendo como
si Dios no existiera, confinado el sujeto así en un sujeto intelectual
autárquico, condición de posibilidad de todo lo demás, incuso de Dios, que es
creada por ella o a la que el hombre se identifica (que es la esencia, radical,
apical, del ser demoniaco o luciferino). Por lo que ha quedado la filosofía
misma varada en las aguas estériles cuyo único puerto ha sido el de la
asistematicidad y el existencialismo. Donde ni importan que razones dar, ni
importa en el fondo tener razón, por la prioridad absoluta de la existencia
sobre la esencia, y de la apariencia sobre el meollo (o del significante sobre
el significado); filosofías de la
existencia, filosofías meramente mundanas, pues, que terminan poniendo todo el valor
de la existencia, pues empiezan por no tener esencias o modelos ideales, en el
diminuto instante incluso, volviéndose instantaneistas, pues las existencias
son todas concretas, individuales –las cuales no pueden sino abrir las puertas
del contingentismo, el azar y la casualidad, conduciendo a la postre a la desesperación
y a la angustia del bien o a la pérdida pneumática de la libertad o a un crudo paganismo.
En cambio, una razón concebida como partícipe
de la divina, tanto para la religión como para la filosofía, encuentra su ápice
en el problema de la redención del espíritu humano, siendo para ellas
imperativo el volver a Dios por la vía natural de la moralidad. Y es tal razón
la que prescribe la penitencia y el ascetismo: dominar los instintos,
principalmente el sexual, oponiéndose así a la naturaleza humana para
sobreponerla, acrecentando la energía física y espiritual y brindando con ello
un sentimiento de bienestar a la comunidad, por conducir al camino del centro, recto,
de la sabiduría, que es el que lleva al conocimiento del propio ser y de Dios.
XXVII
Acaso la peor de todas las ignorancias sea
la de la realidad del pecado –tanto en lo concierne a la metafísica como en sus
consecuencias sociológicas inmediatas. En primer lugar, porque ignorar la
categoría moral del pecado lleva en el mundo real a la conformación de
sociedades no trasparentes, regidas por la secrecía, y de personalidades
tortuosas, sumidas en la opacidad y en la simulación.
Porque ocultar los pecados, no ser
trasparente, ser opaco ante los demás, defenderse ampulosamente de las propias
faltas ante los otros con la máscara de la vanidad, de la ampulosidad o del
orgullo, es decir: volver el pecado particular un secreto, no puede conducir
sino a una escisión de la personalidad, en cuyo juego de espejos se incuba el
fenómeno, tan sólito en dentro tiempo, de la doblez: de la alienación mental o de la enajenación, en
una especie de transformismo y polivalencia de la persona cuyo resultado no
puede ser otro que el espectáculo doloroso de personalidades “actorales”, que
simulan un mundo y disimulando sus reales intenciones, siendo por tanto
personalidades excéntricas o sacadas de
su centro, pero también ignorantes sobre la situación real, sobre el estado de
su propia alma (entendida ésta no sólo como el fluido del acontecer
psicomental, sino metafísicamente o esencialmente como entidad ontológica).
Lo que es más, la comisión de un pecado es
grave en lo personal, pero si socialmente se calla, si se oculta en el interior
de la conciencia, se vuelve terrible –porque de tal suerte se dejan en libertad
a las “fuerzas mágicas”, como las llama Mircea Eliade, o dicho en términos
coloquiales, se da poder a los infiltrados, al enemigo oculto siempre
acechante, para que urda sus redes cómplices, amenazando entonces a toda la
comunidad al arruinar los esfuerzos de los hombres, trayendo la derrota en la
guerra o la escases en la producción –e incluso contaminando el mismo entorno
natural, causando igual la desaparición del venado que las inundaciones o las
sequías (por la ruptura del pacto de armonía y de solidaridad entre la
naturaleza y el hombre).
Las sociedades arcaicas conjuraban tales
peligros en su modo de vida cotidiano mediante una solución: la confesión oral
de los pecados. Cuando una desgracia asalta a una comunidad es aún en día
costumbre que las mujeres se confiesen entre si sus pecados, que los hombres se
encuentran con sus hermanos y confiesen sus faltas, como sucedía antes, en la
sociedades arcaicas transparentes. Cuando no hay secretos personales o
particulares cada uno conoce lo que concierne a la vida privada de su vecino,
tanto por su modo de vida cotidiano como por la confesión de los pecados, y así
cuando un individuo a trasgredido alguna ley moral se apresura a confesarlo
públicamente –y a confesarlo como lo que además es: un simple accidente en el
océano del devenir universal, como algo inmanente que atañe al sujeto, el cual
así implícitamente reconoce tal actividad como carente de todo valor
metafísico.
En tales sociedades, en cambio, lo que
siempre ha sido secreto, materia de iniciación y de estudio, han sido las
verdades trascendentes, o que versan sobre las realidades metafísicas, los
mitos y los misterios religiosos –asequibles sólo a una minoría culta, larga y
minuciosamente preparada para lograr acceder a su real significación. Los
secretos no conciernen así a la vida profana de los individuos, no son secretos
episódicos, sino propiamente dogmáticos, referentes a las realidades
trascendentes y sagradas.
Así, lo que esta dicotomía nos hace ver es
que todo lo humano, demasiado humano, todo hecho profano quiero decir, al
volverse secreto se transforma en cierto modo en un ídolo, en una Gorgona que
petrifica el alma humana, siendo por tanto un centro de energías negativas,
dañino tanto para el individuo como portador de desgracias para toda la
comunidad, por lo que al volver pública la falta, se desactiva tal fuente, como
al volver el secreto exclusivo de las materias metafísicas, trascendentes, o
que no son de este mundo. Es decir; si el secreto conviene sólo a lo sagrado, volver
secreto lo profano es darle un valor que no tiene, y por tanto un sacrilegio
–porque tan es sacrílego tratar lo sagrado como algo profano cuanto trasmutar
los valores al dar a lo profano un valor sagrado. La teoría tanto teológica
como cosmológica de la sustancia metafísica no ha dejado siempre de ver en ello
una ruptura de nivel, y una quiebra en la lógica de los sagrado, cuyo cambio de
valores trae aparejado una perturbación en la armonía de la unidad cósmica,
pues el universo se presenta para tales sistemas como solidario con el hombre.
Pues bien, tal es lo que sucede en las
sociedades modernas, donde las personalidades son generalmente opacas, no
transparentes, cada una ellas un átomo, un individuo aislado, separado y sin
interesarse realmente los unos de los otros. La civilización ha cambiado con lo
moderno los valores mismos, viéndose como una cualidad la discreción e las
personas, ocultándose tanto la vida interior como los eventos personales
profanos, pues se callan, se silencian aventuras, pecado, aventuras y
desventuras, es decir, todos aquellos hechos que no tiene una trascendencia
metafísica, que se pierden en el río amorfo del devenir que va dar a la nada,
todo lo que concierne a los niveles profanos de la condición humana, siendo
vista la confesión de un adulterio como un sacrilegio. Como su contraparte, en
las sociedades modernas se ha perdido por completo la idea del secreto relativo
a las realidades religiosas y
metafísicas, pues sin necesidad de iniciación o juramento cualquiera puede
cualquier texto sagrado o criticar cualquier religión.
La sociedad mexicana, aunque occidental, no
es de toda moderna, como muchos países de Latinoamérica; de ahí su singularidad
sin par en el concierto de las naciones. Una de sus resistencias a la modernidad
se cifra en un símbolo: la Virgen del Tepeyac. Pero no sólo, porque aún pervive
entre nosotros el respeto secreto de las realidades trascendentes y el impulso
por comunicar a nuestros hermanos los pecados, en una labor de expiación de las
culpas y de purificación de las almas, pues no ha desaparecido de nuestra
cultura ni la noción de pecado, ni mucho menos la idea de la redención
individual y colectiva por acción de la confesión, del sincero arrepentimiento
de nuestras faltas, de la enmienda, así como del don de la divina gracia
trascendente.
Característica del hombre
moderno-contemporáneo y su paradójica religión inmanentista es la preferencia
impulsiva por los valores vitales inmediatos en detrimento de los valores
espirituales, de más difícil consecución o logro. Max Scheler lo expresado
mejor: los impulsos egoístas y materialistas son lo menos valioso, pero lo más
potente, lo espiritual y sus ideales es lo más valioso, pero lo más impotente.
Idea deprimente, que confirma esa visión pesimista, ese masoquismo metafísico trascendental
que caracteriza al hombre moderno-contemporáneo.
XXVIII
Por un lado, la huida, en nuestra época de
masas, de comunitarismo, de sistemas socializantes, de la verdad personal, que es
una de las consecuencias del descenso de la filosofía en la historia y aún en
la política. Porque la verdad personal, alude, por paradójico que ello resulte,
a la antigua universalidad perdida de la filosofía: a la fe y a la verdad de la
razón trascendente, que se ayuda de la intuición analógica, ya que trata de
suyo de realidades sobrenaturales que escapan a los sentidos, como el alma
ontológica o Dios.
Por el otro lado, deseo de huida de la soledad
ontológica, capital, formal, a que conduce la soberbia de la razón autárquica, que
se refugia compensatoriamente en la masa, en el gregarismo, en el erotismo, en
el maquinismo y aún en el ciencismo. Porque el castigo para la soberbia es la
caída: la ruptura con la comunidad de fe trascedente, conducente al
confinamiento en el abismo solitario de sí mismo… y a la nada, pues el que cree
ser algo no siendo nada a sí mismo se engaña. Enfrentamiento, pues, con la
propia nada, con la propia nihilidad, con el propio vacío existencial y su
falta de ser… con… con… con el pecado, con el primer pecado… que en su patente
imperfección puede en cualquier momento acarrear al ser… para dejar de ser… Caída,
pues, en el abismo sin fondo, desfondado, sin justificación práctica, de la
reprobación, o en el abismo solitario del propio ser, de la propia existencia o
cuyo fondo no es otro que ese angustiado sí mismo. Horror ante el cual la
soberbia se refugia en otra comunidad de fe, ya no trascendente, sino meramente
inmanente, por la necesidad de sociedad, de socios que lo saquen del horror del
solipsismo –para negarles luego la sociedad.
O bien,
paradoja de la filosofía y de la soledad, cuando el filósofo está acompañado de
todo, mediante el estudio y la reflexión en las categorías de la razón,
resultando entonces el menos solitario de todos, en razón de humildad y
obediencia ante la Totalidad y ante el misterio –pero también el más alejado de
la verdad universal, por horror al gregarismo, que es la vivencia de la soledad
intelectual y espiritual.
En ambos casos se daría, sin embargo, la vivencia
de la individualidad como forma categorial de la realidad universal, como a-priori de la sensibilidad, y la vivencia
de la filosofía misma como forma de expresión de la individualidad singular que
se abstrae de la totalidad del mundo en torno para abstraerse… en la totalidad
de la realidad -viviendo por tanto con singular intensidad, en la experiencia
de tal verdad personal, también el horro de ser individuo –separado, y afligido,
precisamente de la totalidad. Que es la experiencia apical del horror de la
soledad: la de ser individuo.
La huida del horror de la soledad, de ser
individuo, bien conocida, es la social, en el apelmazamiento de unos con otros
en la masa, que socializa al hombre hasta el extremo de dejar de ser individuo,
y que precisamente viene muy bien para sustituir la comunión religiosa –pues el gregarismo de la masa bien puede tener
como imán el olvidarse de sí mismo para sentirse mejor.
La huida de la individualidad puede tener,
sin embargo, otras motivaciones: el huir de la verdad personal, histórica, situacional
–que a la vez que segrega de la grey, estrecha al sujeto contra sí mismo, pues
sólo obliga al sujeto que la conoce o al que le es dada, teniendo que responder
a ella con una responsabilidad absolutamente singular, que no es posible ni
descargar ni compartir con nadie. Ante ello, en cambio, por horror a esa responsabilidad,
a esa singularidad de la verdad, el hombre común prefiere sumirse en la masa
lógica de las ideologías, en le gregarismo humano, en el rebaño, que salva de
la soledad individual. Horror que es también un motivo secreto del atractivo e
imperio de la ciencia y del ciencismo, pues a la verdades universales puede
asentir y a-gregarse gregariamente el hombre en la congregación apretada del
rebaño, cuando se socializa la ciencia por los terrores bimilenarios a la
individuación.
Mundo de socialización creciente, de
masificación, pues, que llega a la academia, al arte, socializando al hombre
mediante las vanguardias vertidas en la originalidad uniformada, o en la
publicidad y las ideologías dominantes, impidiéndole entonces al individuo profundizar
a fondo en su experiencia personal. O en
la universidad, donde la figura del versado o del docto o del individuo creador
crecientemente desaparecen, sustituidos por el investigador positivista, enrolado
en empresas colectivas.
O bien volver, junto al examen y
reconocimiento de la verdad personal, histórica, situacional, a una sociedad de
fe trascendente, de real e íntima convivencia con un cuerpo de creyentes, no
unidos tanto por la inteligencia, por la razón, sino por el sentimiento profundo
del amor trascendente –frente a las potencias inmanentistas de nuestro mundo
actual, de la publicidad, de la tecnocracia, de la socialización del hombre y
del totalitarismo.
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