miércoles, 23 de julio de 2014

Gillermo Bravo Moran: Ofertorio (Mural del Hotel Casa Blanca: La Procesión) Por Alberto Espinosa Orozco

Gillermo Bravo Moran: Ofertorio
(Mural del Hotel Casa Blanca: La Procesión)
Por Alberto Espinosa Orozco



I
 El Maestro Guillermo Bravo Morán pinto al acrílico un pequeño mural en el Hotel Casa Blanca en el año de 1965, el cual se encuentra en el pequeño Bar Eugenio, que presta servicio al Hotel y que permaneció cerrado por un cuarto de siglo, el cual se ha reabierto para eventos privados y ocasiones especiales a principios del siglo XXI –según informan un meseros encargado del bar.
   El Hotel Casablanca fue construido en el año de 1948 por iniciativa de su antiguo propietario, Eugenio Duran, siendo ahora dirigido por su hijo, Francisco Duran, y administrado por su nieto, Fernando Duran Escobosa. Ubicado en el Centro Histórico de Durango, en la calle 20 de Noviembre #811, el hotel de siete pisos y cuatro estrellas cuenta con 46 habitaciones, 10 de ellas panorámicas y una master sweet –ocupando, de 15 hoteles que hay en Durango, el 9º lugar, gozando su restaurante de un acreditado prestigio, ranqueado en el lugar 7º a escala regional, siendo además un reconocido punto de reunión.


   Cabe destacar que en lobby del hotel, en el descanso de la escalera, hay un pequeño mural pintado al oleo en grisalla por Hipólito Juárez, en el año de 1954, el cual recuerda al Hotel Richelieu, edificación que se encontraban frente a Catedral Basílica Menor, la cual fue demolida a punta de pico y mazo en 1917 para dar lugar a la construcción de la Plaza de Armas, remodelada a partir de esa fecha en varias ocasiones. En el restaurante hay dos cuadros más de intención mural: una estilizada naturaleza muerta, de grandes dimensiones, de la artista mazatleca Irene Arias, pintado en 1956, y un mural más de Rojo Garrido, de estilo abstracto-futurista, firmado en el año de 1976.[1] 









  La obra de Guillermo Bravo puede considerarse, junto con esos dos murales transportables, como un conjunto representativo de la tercera hornada del movimiento muralista en el norte del país. Por otra parte, el restaurante cuenta en su decoración con un valioso lienzo de estilo cubista del maestro Francisco Montoya de la Cruz y otro más al oleo, pintado por el propio Bravo Morán, siendo su tema un canto para la oblación, el cual probablemente guarda relación con el mural del bar. A tal colección hay que sumar un grupo de cinco hermosas acuarelas de la mano del mismo Guillermo Bravo con temas del paisaje local y de las fiestas populares. De las cerca de 70 pinturas murales con las que cuenta Durango, 20 de ellas aproximadamente se encuentra en edificios públicos y 10 o más de las restantes en recintos privados.[2]







   La que se puede considerar como la segunda obra mural del maestro Guillermo Bravo, es un acrílico pintado sobre triplay transportable, titulada “Procesión” (también conocida como Ofertorio”), pintada en 1965 en el Bar Eugenio, cuyo acceso se encuentra en la calle de Ignacio Zaragoza #309, a un costado del cuerpo del Hotel Casa Blanca. Realizada siguiendo las pautas y lineamientos de la Escuela Mexicana de Pintura, el gran lienzo recuerda por su pincelada y densidad las técnicas de Chávez Morado, por sus volúmenes las figuras de costarricense Francisco Zúñiga (1912-1998), teniendo por su tonó dramático y expresivo algo del humor corrosivo y hierático de José Clemente Orozco. Hay que agregar que la técnica de maestro Bravo Morán se vale de una especie de “pluralismo estético”, tanto en el dibujo como en la aplicación del color, incorporando técnicas vanguardistas caracterizadas por una gran rapidez y decisión de trazo, del que también participó generacionalmente Fernando Mijares Calderón. Son notables las influencias vanguardistas: el puntillismo, el impresionismo de un Van Gogh, el expresionismo e incuso el fauvismo y el cubismo, tanto como de los grandes muralistas de la primera hornada. La obra descuella, así, por la condensación estilística, en una lograda síntesis que nos habla del historicismo que alimentó las vanguardias, también por la fuerza de sus modelos autóctonos y tradicionales, por el dinamismo de sus figuras, el dramatismo de sus colores y de la composición en su conjunto.



II

   El mural del Bar Eugenio, prácticamente contemporáneo de la obra realizada en la Casa de la Juventud, ha de leerse como el otro lado de la moneda de la modernidad: como los vestigios de la idea cristiana del mundo, corroída y devastada por los ídolos contemporáneos del progreso, el cambio y la novedad.



   Por un lado, pues, la alegoría de la modernidad y su fábrica de útiles, artefactos, máquinas y procedimientos, que arrojan al hombre moderno a una vida cada vez más mecanizada y maquinal, apagando o enturbiando su sed metafísica, debilitando su fuerza y su voluntad hasta apresarlo en los impulsos y tendencias más apremiantes e inmediatos del inconsciente, en una especie de caída libre al fondo del barro del mundo y de la materia, estrechándolo a una vida meramente inmanente, al confinamiento de lo excéntrico, frívolo y superficial, creando para ello a la vez vanas ficciones de un aparente dentro o de un falso centro mediante los órganos de la publicidad, de las falsas doctrinas materialistas o la propaganda. Por el otro, en cambio, el rescate de la imagen popular y colectiva de la procesión, que preserva en una comunidad de fe trascendente el impulso religioso de salvación del alma, el cual conduce al camino del centro y a la reconciliación con lo absoluto o Dios (esse). Imagen estremecedora, que a la vez que desmonta las formas del mal desde el centro de la realidad o del ser se pone en relación con la sustancia inmutable, espiritual, perfecta y suma, pues el acto religioso consiste justamente en formarse y contenerse, en tenerse, concentrarse y formarse en el principio eterno, oponiendo así a la caída en el abismo la rigurosa subida a la montaña.



   Como si el artista, al sentir en nuestro tiempo el pulular de la falta de fundamento (Undground), al experimentar el tenebrosos trasfondo espiritual que gravita y pesa constitutivamente sobre la modernidad, como si al sufrir la angustia de la nada entrañada en el cambio y la novedad acelerada, antes de desbarrancarse o de chocar contra el límite prefiriera, urgido por el horror que suscita tal experiencia de vacío, hacer un alto en el camino y detenerse -para así reflexionar sobre los cimientos de nuestra cultura e identidad. Momento de detenimiento y de “parada en sitio”, pues, que y que ante el abismo que se abre a cada instante da la vuelta, dirigiendo entones la mirada hacia lo espiritualmente firme, inmutable y seguro, apelando entonces a los vestigios populares de la tradición donde se refugia la comunidad de fe trascendente.
   El tema del segundo mural, es, en efecto, el de una procesión –fenómeno a duras penas superviviente entre las costumbres mexicanas que el artista elige como caso ejemplar de religiosidad para realizar sobre ella su meditación fenomenológica. El tablero nos habla entonces de una arcaica práctica cristiana, consistente en un desfile religioso, donde un grupo de files va de un lugar a otro con una imagen sagrada del templo -y donde, por tanto, se mezcla lo sagrado con lo profano.
   El origen de tal práctica se remonta a los desfiles militares de la antigüedad, pero a partir de los siglos XIV y XV adquirió una matización esencialmente piadosa cuando las órdenes mendicantes vieron en ella un poderos instrumento de evagelización, como una forma de acercamiento de lo sagrado al pueblo, para el adoctrinamiento y enseñanza en los misterios de la fe.
   Relacionada con los Autos Sacramentales de la Colonia, la procesión es también un “culto exterior", considerado desde el punto de vista litúrgico, donde se lleva a cabo un acercamiento de los sagrado y a los misterios por parte del pueblo (frecuentemente analfabeto). Desde el Concilio de Trento, tales manifestaciones supusieron un poderoso elemento de evangelización, debido no sólo al impacto visual que entraña la procesión, sino sobre todo a su efectividad tanto en la experiencia individual como colectiva, por darle un sentido concreto a las ideas metafísicas.[3] El sentimiento característico de la procesión es el de duelo, el del dolor y la pena que se lleva por dentro, lo cual se representa externamente bajo la forma de la serenidad y tranquilidad de una marcha penitenciaria. 
   Desde la perspectiva litúrgica se trata de un cuerpo, de un pequeño rebaño, que marcha en comunión con los santos, los cuales expresan de tal forma su unidad –mientras el demonio, el enemigo oculto, intenta dividir a los fieles y suscitar entre ellos enemistades de todo orden. La procesión sigue así un recorrido trazado, yendo en bloque compacto de fieles orando y rezando, guardándose de tal modo de las asechanzas del engañador.  En este sentido la procesión puede verse ligado al sacramento de la penitencia: de conversión a la verdadera fe, de confesión, perdón de los pecados y de reconciliación con Dios. Los penitentes realizan, en efecto, muestras de duelo, que es la acción sacrificada realizada como muestra de devoción. La penitencia, así, es la última parte en el camino de la conversión, estando ligada a la oración y a la confesión de los pecados para corrección y su curación.  Acto, pues, de reconciliación con Dios que mediante la penitencia procura el perdón de los pecados (especialmente de los graves, capitales, como el adulterio, la apostasía o el homicidio), teniendo por tanto un valor medicinal y cuyo sentido escatológico es el de la reconciliación con la iglesia, con el pueblo de Dios, confiriendo la conciencia de la participación activa de toda la comunidad. Así, el pecador arrepentido entra en paz con la iglesia a la vez que se reconcilia don Dios, encontrando la esperanza de la salvación, los dones del Espíritu Santo en el interior de los corazones, y fortaleza ante las adversidades.
   La función de las procesiones penitenciales es así redimir al penitente del pecado, quien se limpia y purifica en virtud de las obras, las oraciones y los gemidos del pueblo, pues para la Iglesia uno puede ser redimido por todos. Es entonces la purificación como obra de la Iglesia, siendo la reconciliación penitencial eficaz en la medida en que actúa en el interior del hombre por medio de la conversión y la obra de la gracia divina.
   La procesión es así una penitencia pública destinada a que la Iglesia desate y perdone los pecados y relacionado con el arrepentimiento religioso veraz de la contrición, que es el sentimiento de pesar por haber ofendido a Dios –pues quien exageró en el pecado ha de abundar en la penitencia, ya sea en ejercicios para mortificar las pasiones ya sea para apagar los apetitos de la carne.
    Así, la obra “Procesión” del Maestro Guillermo Bravo, también conocida como “Ofertorio”, hace a la vez referencia al acto de ofrendar, de sacrificar los alimentos en un sentido religioso –adquiriendo la significación arcaica de los ritos agrícolas de fertilidad, que en el fondo llaman a un restablecimiento de los límites y de las normas. –obedeciendo la pureza del ritual, así, como trasfondo, a la exigencia de una transformación moral, teniendo en realidad a ésta como objeto.[4]



III
    Lo primero que vemos, allá a lo lejos, en un extremo del paisaje agreste, a la distancia, como en un tercer plano, la silueta del Cerro del Mercado, el cual se yergue majestuoso bajo la forma la una abstracción geometrizante, que algo guarda de almenado castillo fortificado en sus resguardadas paredes de hierro y silicatos, destacando en la parte baja de la maciza montaña una conformación de enormes formaciones cristalinas.
   Por contraste, sobre la tierra salitrosa del llano, calcinada por la acción del sol de la sequía y erosionada por la frotación de las arenas, se asoma apenas una rala vegetación –la cual advierte, sin embargo, la resistente viveza de espinos, abrojos y cactáceas. A manera de contrapunto, en el otro extremo del tablero despunta un vibrante sol pelado e inclemente, imparcial y casi desollado, que dicta sobre el llano, con su feroz fulgor, la sentencia categórica de la sequía calimotosa. Sol vangoghiano, donde el astro despellejado es el corazón de una braza hiriente y cuya reverberación de la luz abre su cíngulo de pulsantes vibraciones para abrazar la misma mano del pintor, hasta hacer que el oleo derrame sus traslúcidas sustancias en movimientos de plumas superpuestas que son alas, o en emanaciones fecundantes de milimétricas semillas de la vida, para derramarse finalmente sobre un paisaje plano y a la vez saturado de aristas minerales.  


   Completa la escena la riqueza colorística de los detalles: los matices de luz de agua que son jade y que maduran en los rostros oliváceos: los blancos cristalinos que rompen la luz como el diamante para formar estrellas; los rojos empapados de sangre que parecieran gritar en cuello estridencias de sequía; los granas fatigados que maduran en pitayas; las zarzas escarlatas y resecas en que arde el fuego del recuerdo; los terracotas acerados del castillo de hierro horadado por las horas; los tostados amarillos de las mieses que guardan algo de la alegría del sol y de su dulce miel; los indefinibles arcanos en las ropas de los rosas mexicanos; los oxidados metálicos que se corroen al sol hace mil años y que dejan sobre las rocas vetas de un quemado cobrizo que fue de oro. Procesos ácidos y amargos de las desecaciones, destilaciones y digestiones de la materia decantados por la alquimia de la luz y que acrisolan los colores en medio del matraz ingrávido del aire. Así, todo en la obra nos habla de un mundo de matizaciones, de medios tonos y de sutiles valores cromáticos, pero también materiales y espirituales.


   La combinación de colores, texturas y tonos cálidos y resecos, que tocan los extremos del sulfuro o del puro blanco estático, tiene así como objeto anclar la fuerte línea argumental de la obra, cuya melodía interna está repleta de agudas distinciones, vertidas en tinturas, donde se ponderan el peso de cada ser y sus volúmenes. Así, cada uno de los grados de saturación del color se constituyen como una serie de pautas, acentos, tonos y medios tonos cromáticos, que pasan de las sístoles de las vibraciones aéreas del impresionismo a un cierto tenebrismo, cuya pesada densidad expresa una marcada diástole melancólica. Interpretación, pues, de un ámbito cromático local, marcado por una situación específica, que a la vez se conjuga con una reacción psicológica ante el paisaje, saturado de luz y anegado por el polvo de sombras, modeladora del alma colectiva, bajo el prisma de una época cultural cuyo espíritu se dio a la tarea de revelar, de manera creativa, la riqueza y asombrosa variedad de las formas culturales propias y de los valores nacionales.


IV
   Como figuras centrales aparecen en el mural un grupo de siete mujeres vestidas de blanco, púrpura y grana, que avanzan acompañadas por una imagen sacra. El centro sobre el que gira la composición del tablero es así otro tablero, está vez de pequeñas dimensiones: el de la imagen artística de un santo, portado por una mujer que lo levanta en lo alto, la cual resalta entre la comitiva, ataviada con un estilizado manto de lino blanco, símbolo de santidad, siendo estrechamente acompañada por otra, a sus espaldas, que asoma apenas, con ropajes de un mortecino color morado, y resguardada por otras dos, vestidas igualmente con suntuosos mantos de níveo lino, que llevan en sendas canastas las ofrendas de flores o de dorado trigo para el templo. Delante de ellas un grupo compacto de tres mujeres, de rostros morenos y rasgos autóctonos, van abriendo el paso por delante vestidas de grana.


   Los vestidos en volandas de todas ellas expresan un extraordinario dinamismo y estilización, tanto formal como cromática, expresivas de a velocidad de la carrera, guardando así mismo analogías con otras formas y ritmos de la naturaleza, de los que parecen participar: de olas y volcanes, de níveas cumbres y agudas montañas piramidales. Las holgadas vestimentas de todo el conjunto destacan tanto por sus esmeradas formas cinéticas, derivadas del movimiento y ritmo impreso por la marcha, como por sus complejas matizaciones policromas, dando todo ello a la representación la impresión de una especie de solemne vuelo ingrávido o de ligera gravedad alada. Escena de epifanía, pues, en que lo santo se manifiesta a la manera de centro, donde a la vez todo se detiene y se mueve con mucha rapidez (epicentro). 





    Destacan las posturas y gestos hieráticos, que reflejan el carácter de un pueblo y de una raza, cooperando también para hacer sentir al espectador el sentido latente de una nación de gentiles marcada con la aspiración de ser también pueblo de Dios, señal de un destino colectivo, sembrado de dificultades y de abrojos. Toda la escena se desarrolla entonces alrededor del cuadro sacro, cuyo marco, de virreinal y barraca factura, está tachonado con nueve o diez emblemas áureos. El icono central es la imagen de un hombre de formas imprecisas y de rasgos indeterminados, el cual camina, macilento y encorvado, afligido, transido de dolor y pesaroso, soportando una carga menos individual que colectiva, que alude a la pasión de Cristo -todo lo cual se expresa con una paleta restringida en ricas gamas minerales, saturadas de esmeralda y terracota. Su identidad, sin embargo, permanece rodeada de misterio, como un secreto, que al artista propone a la interpretación del contemplador. Acertijo inquietante precisamente por indefinido, el cual acaso obedece igual al “justo siervo del Señor” que al “dios desconocido”, cuya efigie fue visitada en Atenas por al apóstol Pablo. [5]


   En efecto, cuando San Pablo visitó Atenas observó, ardiéndole el alma, que sus ciudadanos, no obstante ser de lo más religiosos, estaban entregados a la idolatría –y todos, tanto atenienses como forasteros, entregados a escuchar y discutir la última novedad. Discutió en la sinagoga con los judíos, y en la Plaza Mayor con epicúreos y estoicos, de donde lo llevaron al Areópago para que explicara la nueva doctrina que andaba exponiendo, pues les anunciaba las buenas nuevas de Jesús y de su resurrección. Poniéndose de pié en medio del Areópago, les dijo que en la ciudad había visto un monumento con una inscripción que decía “Al Dios Desconocido”, el cual adoraban y honraban sin conocerle, diciéndoles que era el Dios que les anunciaba: el Dios que hizo al mundo y todas las cosas que hay en él; que es el Señor del cielo y de la tierra, que no habita en templos construidos por manos humanas, ni es sostenido por manos humanas como si necesitara algo, porque es Él quien da vida, respiración y alimento a todas las cosas; que de un solo hombre ha hecho a toda la raza de los hombres para que habiten sobre toda la faz de la tierra; determinando de antemano el orden de los tiempos y los límites de los países, para que busquen a Dios, que en realidad no está lejos de cada uno de nosotros, porque “en Él vivimos, nos movemos y somos” y que “somos de su linaje”, por lo que no debemos pensar como en los tiempos de ignorancia, que Él es semejante a ninguna figura hecha por el arte y la imaginación de los hombres; anunciando en cambio el arrepentimiento universal de todo el mundo, en tanto que ha fijado un día en que un hombre elegido por Él ha de juzgar al mundo conforme a justicia, haciendo que todos crean en Él por haberlo resucitado de entre los muertos. Unos se burlaron sobre la resurrección de los muertos, otros más no quisieron oírlo, pero algunos sin embargo se juntaron a Pablo, entre otros Dionisio el Areopagita y una mujer de nombre Dámaris.[6]   
   Por su parte, la imagen podría representar también a la figura del siervo entrevisto por Isaías, a ese personaje cargado de dolor, acongojado por las propias culpas y las del pueblo.[7] Porque el “siervo” del que habla el profeta igual representa a Jacob que es a la vez a un personaje colectivo: a Israel, o más exactamente al pueblo de Dios, al pueblo elegido. Personaje sufriente, lleno de dolor, identificado con Jacob, pero que representa simbólicamente a todo Israel, formado en contacto estrecho con Dios para que el mundo entienda que antes que Él no fue formado otro Dios –ni lo será después. Porque en la figura del siervo se manifiesta, en un doble sentido, la ley divina: por un lado, haciendo ver y sentir los profundos estragos causados por la rebeldía en el alma humana, por también en la tierra y en las ciudades, devastadas y devoradas por el fuego, y; por el otro, estableciendo la promesa de la liberación mesiánica del pueblo elegido, de su redención y su gradual y asombroso levantamiento. El siervo así simboliza tanto al hombre que no sigue la ley ni sigue los caminos del Señor, estando ciego y sordo, pero también al pueblo de Israel, despojado y entregado como castigo a sus saqueadores, que es cubierto de vergüenza por sus idolatrías. En su misericordia, sin embargo, Dios se acordará de Jacob, por ser honorable, y de aquellos que llevan el nombre de Dios, rescatándolos para el perdón de sus pecados y para su redención, luego de que comprendan, siendo ciegos con ojos y sordos con orejas, después de entregar a Jacob al anatema y a Israel a los ultrajes, que fuera del Santo de Israel no existe salvador, ni hay quien pueda salirse de su mano o escapar de su poder.
   La figura del hombre doliente resulta, así, en extremo paradójica, pues tiene el doble valor que se le atribuye a la palabra “anatema”: por un lado, de maldito, de no acepto, de desterrado o separado y condenado por la comunidad, de ser despreciable para el pueblo y esclavo de los déspotas (herem);  pero por el otro, de ofrendado: de ser apartado del uso ordinario por estar fuera de los límites por estar a su vez consagrado, como una cosa ofrecida a Dios. Porque el siervo del Señor, a la vez que sufre deshonra, exclusión y castigo por parte del mundo, encuentra su derecho en el Señor, estando ante sus lleno de honor, recibiendo su premio al estar junto a su Dios que, en cambio, destruirá a las naciones idólatras. Porque la misión del siervo o es otra que la dar testimonio de la gloria del señor, que despliega su fuerza contra sus enemigos cubriendo de vergüenza a los idólatras, y la de sacar a los cautivos de la cárcel, que es la caverna, trocando sus tinieblas en luz, haciendo así una alianza con el pueblo al mostrar la justicia de Dios, pues es contra el Señor contra quien pecamos. En el siervo, así, puede verse la tensión del hombre religioso, separado de Cristo por sus yerros pero en que sin embargo late a la vez el ferviente deseo de ofrecerse a Dios por el anhelo vehemente de salvación de su gente. Hombre tenido por azotado, herido y abatido por Dios, pero que en realidad llevó nuestras enfermedades y sufrió nuestros dolores, siendo herido por nuestras rebeldías, y gracias a cuyas yagas fuimos curados, pues Dios cargó en él el pecado de todos nosotros –del rebaño disgregado, disuelto, pues como ovejas descarriadas cada quien tomó su propio camino, y todas se perdieron. 

V
   La imagen en su conjunto hace así una doble alusión a la ofrenda (ofertorio), pero también a la fiesta religiosa de la procesión de penitencia, -que es todo lo contrario por tanto del carnaval. No se trata de una fiesta pagana, entendida como exceso y desperdicio ritual donde todo se permite todo, se invoca al caos y reina la licencia, y que es en el fondo revuelta y confusión, una súbita inmersión en la vida de lo informe, donde la sociedad se disuelve como órgano rígido de normas y principios. Porque negadora de sí misma, la sociedad entonces se burla de sus dioses, de sus principios, de sus leyes y de sus reyes, mezclándose el bien con el mal, el día con la noche y lo santo con lo maldito, donde todo cohabita y pierde forma para volver al amasijo primordial de los orígenes.
   No se trata, pues, de la experiencia del desorden, donde se reúnen los elementos y los principios contradictorios para provocar un renacimiento, una pululación de vida por medio de la muerte, de la profanación ritual o de la misa negra. No es la fiesta del sacrilegio obligatorio, que suscita un renacer oscuro por medio de la orgía o del amor promiscuo, donde se violan las regulaciones y se libera al sujeto de sí mismo en una especie de operación cósmica de regresión a un estado indiferenciado y remoto de la creación, que no respeta el género, en la vuela a la primera materia remota (Hylé). No se trata de la fiesta laica, como las Saturnales, donde se entra a un orbe de abandono generalizado de pérdida de la identidad, a un torbellino disolvente que recuerda al estado prenatal y pre-social del hombre, a un mundo de jerarquías caprichosas y de reglas insospechadas, a la fuente de energía oscura que surge de la entraña de donde todo salió, en un retorno a un estado indeterminado de la libertad donde reina la confusión y cuyo objetivo es salir de sí, en el aullido, en el alarido o en el grito desgarrador del cuello, donde la fiesta se convierte en delirio o en disipación y el ser osco y escondido estalla, exhibiendo su intimidad llagada, en un una explosión estridente, suicida y perturbadora, o en el ritual de la embriaguez que se devora a sí misma, y que luego, como un fuego de artificio, explota a ras de tierra.
   Triste libertad, orgiástica y delirante, donde el frenesí de los sentidos lucha contra las normas, contra las leyes y lo concreto, para sumergirse en el río amorfo de lo sub-personal –que solo sobrepasa lo personal a fuerza de aniquilarlo en la multitud o de anular la identidad. Fiesta en donde al seguir el curso de las cosas, al no detenerse en las formas y en las normas, en la ley, se pasa insensible del esse al non esse, confundiendo la eternidad con la nada. Fiesta, ritual, magia negra, explorada por la heterodoxia moderna, donde se lleva cabo la confusión más grave de todas: aquella que buscando la Vida se precipita en el impulso vital, o que buscando la perduración del alma recae en el provenir meramente biológico, parecido al curso de las aguas que bajan al infierno o a la nada, arrojando al hombre a una vida sombría e insignificante –que, reversiblemente, no es guardada por las formas ni retenida en la memoria.
   No se trata así de la exploración del signo mágico, que explota para volverse pura fuerza inmanente, energía condesada a disposición del oficiante, no. Por el contrario, se trata de un acto de detención, de distinción de las formas, de respeto a las normas, que conducen al centro del ser, y que tocando la personalidad antropológica la vuelve potente para hacer fructificar los signos dentro de sus propios límites perfectos, bañados por la fuente trascedente de la justificación metafísica –todo lo cual es también un obstáculo al impulso vital ciego, orgiástico, y una limitación al mero porvenir psico-mental evasivo y amorfo.


VI
   La obra mural trata, por lo contrario, de la fiesta sacra, donde la sociedad comulga con el misterio, participando de otro orden que le supera; también para purificar sus culpas, por medio lo cual se fortalece. Tiempo que se abre al mundo de la participación con lo absoluto y donde la sociedad s1e reconoce a sí misma y donde se renuevan los valores religiosos que dan sentido a su vida colectiva. Porque la fiesta penitencial de la oblación es una costumbre popular caracterizada por un rasgo distintivo: ser una renuncia pública, un acto de expiación –en la cual va inscrita la oración, el rezo y el acto de contrición. Nada más diferente, pues, a la fiesta popular del carnaval, donde se aglomera la masa, o de la marcha de protesta, donde se manifiesta en la histeria colectiva.
   La obra retrata, así, una fiesta sacra del pueblo mexicano, profundamente religioso y aún ritual. Fiesta sacra que da la oportunidad de abandonar el tiempo lineal y sucesivo para entrar en el ámbito desconocido, donde se toca pasado y futuro, donde todo canta y donde todo comulga al abandonar el tiempo profano, para cobrar contacto con lo que “es” originariamente, con  ser absoluto y trascendente (esse). La fiesta, en efecto, suspende el tiempo en su carrera y hace un alto: detención y atención: acto de comunión y de cristalización de los antiguos poderes cósmicos, donde el hombre entra en contacto con lo secreto y con el misterio –y donde se da el contraste entre la pobreza regular del pueblo y la solemnidad de los vestidos, los atuendos, las danzas, los peinados y la abundancia de las ofrendas.


   Contra el tiempo lineal y unidimensional de la convención mundana, el tiempo de la fiesta religiosa pone en concordancia el tiempo externo con el interno: la procesión externa recorre, en efecto, un camino iniciático interno, coordinándose con él, tocando a la intimidad de la persona, que se deshace para rehacerse en su relación con lo divino. Entrega, olvido de sí, de las nimiedades y afanes de día y de la rutina cotidiana, del egoísmo y las mezquinas ambiciones particulares, el hombre se rescata entonces en otro plano, llevándose a cabo una conversión que pasa de la vida primaria al nivel de espíritu –experiencia donde se visualiza también el destino colectivo de un grupo y, acaso, de una nación entera. La unidad del grupo se rescata entonces mediante el atisbo de algo que está más allá y que lo funda, a la vez orientándolo al entablar un diálogo simbólico con la divinidad. Solidarios de una misma pena, el grupo alcanza también una igual indulgencia, un imparcial y benéfico perdón por las faltas cometidas que corta toda rebeldía, que ahoga la blasfemia mascuzada entre los dientes, de saca del silencio o la apatía al pueblo para cambiar de signo, no en el disparate o el alarido, sino en el recogimiento interior que se coordina con lo sagrado y que comulga con los otros.
   Los sacrificios y las ofrendas sirven así para clamar a los santos patronos del pueblo o a los dioses ante la extinción del tiempo, ante la experiencia de una era que se agota, que termina, pues el tiempo muestra, por el costado de la corrupción, todo lo que hay de caducidad en este mundo. El tiempo entonces se enrolla y por un momento en la procesión todo lo que pertenece a este mundo desaparece. La gran apariencia cede,  se esfuma, se vuelve niebla y hálito de muerte que vuelve a la entraña ponzoñosa que lo encierra: es el tiempo que muere y por un intersticio abre la bocanada oxigenante al tiempo nuevo que empieza. El tiempo se convierte entonces en otro, es otra cosa: por una parte, actualidad pura; por la otra, repetición de una huella, impronta, tránsito por un cauce que abocarda en el ahora un pasado mítico. El espacio se desliga entonces también del resto del mundo, regido por leyes especiales, veredas raramente transitadas. Los peregrinos abandonan sus roles humanes habituales y su rango social y se trascienden en representantes vivos, los actos adquieren gravedad, las posiciones se vuelven hieráticas, teatrales, y todas las acciones cobran una solemnidad insospechada.
Porque el sentido de la fiesta religiosa de procesión y ofrenda entraña la revelación no sólo de la integración, participación y correspondencia del hombre a los ritmos cósmicos y a los infinitos espacios estrellados, sino más radicalmente la asimilación de la experiencia propiamente metafísica y profética de la secreta manifestación de la voluntad divina  en el ritmo de la historia universal.
    Experiencia de renovación del tiempo y de la vida que más que ser la conmemoración de una fecha es la reivindicación de una pausa, donde se da un renacimiento de la salud y la vida al entrar en la órbita de lo sagrado –todo lo cual exige cumplir con una serie de reglas que aíslan del tiempo profano mediante ritos penitenciales.


VII
   Desde la perspectiva metafísica cristiana el campo se seca, se marchita su flora, los animales mueren y el hombre sufre porque ha profanado la tierra con sus acciones, porque ha dejado de cumplir con la ley moral, porque ha desobedecido los mandamientos del Creador, violando con ello el pacto eterno. Entonces una maldición divina, que se expresa por medio de la sequía, hace sufrir a los habitantes de la tierra por sus trasgresiones. En la ciudad, por su desorden, se sufre de escases, de miseria, alcanzado la ruina moral la arquitectura misma, las casas desoladas, la ruina material. El hombre presiente entonces una verdad eterna, grande, como un templo: que es Dios el que concede el bienestar. El castigo: haber levantado altares paganos, haber rendido culto a la diosa madre y quemado inciensos en su honor. Herejía, culto a los ídolos, pecado de idolatría.


  La coherencia simbólica de la imagen se revela en todo lo que tiene de profundidad metafísica en las figuras que aparecen difusas en el segundo plano de la obra, a la manera de un choque entre las fuerzas de la luz y de las tinieblas, que secretamente combaten mientras se celebra el peregrinaje. Petroglifos, jeroglífos, suásticas, el signo de la cruz, de la  hélice, los ocultos anagramas que van apareciendo al recorrer la obra, cuyo conflicto nos habla de la oposición muerte-resurrección -pero también de los extremos polares o excéntricos que se oponen tangencialmente al centro donde reposa el ser, la vida y la verdad.


   Intento, pues, por cifrar los principios metafísicos fundamentales de la realidad, del mundo y del hombre, que se incorporan en la imagen, superponiéndose y volviéndose solidarios y dependientes de las figuras del primer plano, apareciendo intermitentemente, como difusos y luego revelados, bajo la forma de misteriosas presencias, ya de seres alados que resguardan a los peregrinos, ya como feroces potencias demoniacas que, ocultas, marchan en legión para extraviarlos –pues debajo de los pies de las samaritanas las calaveras y osamentas de las reses desecadas de pronto se convierten en figuras demoniacas que asechan a los peregrinos, como si se tratara de emisarios de Levitan, la serpiente tortuosa e huidiza, que traen consigo el hálito de Sehol.


VIII
   Así, lo que hay en la procesión es, en esencia, el esfuerzo colectivo de revivir el sentimiento religioso profundo, por sus dos costados: como experiencia conjunta de fe, esperanza y alegría (misterium fascinanas), y a la vez como experiencia de peligro, por las asechanzas, siempre presentes y perturbadoras, del demonio (misteriun terribilis). Por un lado, pues, la imagen de los peregrinos en su resistencia en la fe, que en conjunto pasan en la marcha sobre las tribulaciones y angustias, por sobre los peligros, el hambre y la persecución, al sentir que el Espíritu viene en auxilio de su debilidad, por vivir como es que intercede por los santos, por su amor a Dios, ayudándolos en todas las cosas para su bien y que al estar en armonía con Dios y ser llamados conforme a su plan los confirma como hijos y herederos suyo. Por el otro, la imagen esbozada de aquello que, de forma indeterminada, acosa al grupo de creyentes, a la manera más de una presión que de una presencia. Por último, expresión del rito de fertilidad de la naturaleza, en cuya experiencia de participación y homologación del ser humano en el cosmos se expresa la necesidad “religiosa” de volver al meollo de la vida rítmica de las estaciones del año y a la armonía con el Cosmos, considerado como algo eterno, como una totalidad en la que vive y reina el Señor y Creador de todas las cosas.
   Así, la obra, aunque no de gran formato, representa sin embargo la grandiosidad del tema, convirtiéndose la decoración mural en una figura: un esquema que condesa un número indeterminado de situaciones análogas, y donde los símbolos del mito y de la leyenda perforan a la vez el tiempo y la historia.



   Obra que atiende, pues, al despertar de la conciencia religiosa del pueblo, a ese sentimiento sui generis,  a la vez íntimamente personal y colectivo, que entraña la revelación de la grandeza y potencia del misterio. Despertar a la conciencia mítica, en efecto, donde se revela prístinamente que el hombre introduce con su estadía en el mundo, por medio de la potestad de su libertad autónoma, un desequilibrio ontológico. Misterio de la caída de hombre y del pecado original, cuyo sino trágico sólo puede ser revertido por obra de la fe, de la gracia y de la expiación de la culpa.
  La obra incorpora de tal forma una serie indeterminada de supersticiones, entendidas éstas en su sentido primordial: como aquello que se “contiene encima”, o que se “super están”; es decir, como aquello que ha sobrevivido, no a la manera de un mero documento concerniente a la vida de un grupo, que expresa sus usos y costumbres o que nos habla de la historia de una región, sino donde han pervivido esquemas más arcaicos y de otro nivel, en donde se refleja la intuición primordial de las normas universalmente válidas y que guardan, por tanto un carácter supratemporal. Se trata, pues, de rituales e ideas que permanecen por encima de la historia al ser preservadas como algo que sucede in illo tempore, que se construyen por tanto por encima del tiempo, como el recuerdo de un principio eternamente válido –y que igual toma la forma de una norma que el de un “símbolo”. Tales ritos se celebran en ocasiones cuando se está ante una experiencia terrible (una plaga, una peste, una sequía) que indica que Dios ha abandonado a su pueblo a las fuerzas enemigas. El Dios desaparece, se oculta, no favorece más al pueblo en razón de no cumplir con sus leyes, de haber roto con su pacto.[8]
   El cuadro se hace portavoz de una superstición, de un ritual, que no pretende ser útil a las causas profanas, meramente materialistas o utilitarias, no revelando por ello un origen puramente histórico o local, a ser estudiado por la sociología, el folklore o la historiografía. Se trata, más bien, de sondear lo que hay en tales ritos de fertilidad y vida, también lo que tienen en su simbolismo de coherencia metafísica.
   La obra se desenvuelve así como la narración pictórica de la puesta en escena de drama cósmico, que de pronto toma la medida humana. Retrato, pues, de la escenificación de una procesión, no festiva, sin penitencial, en cuya carrera o marcha entran en juego las fuerzas del esse y del non esse, del ser y nada,  y cuyo objeto es el pedir a la divinidad perdón por las faltas cometidas para que interceda, poniendo con ello fin a un azote o una epidemia.
   El símbolo sólo tiene sentido cuando participa de la vida de una cultura, cuando es un lenguaje vivo y accesible a cada uno de nosotros; cuando es producto de la actividad mítica de una sociedad –que se abre como un libro iluminado para aquellos que entienden el símbolo, la vida se vuelve más rica, mas matizada, mas distinguida –cosa que al hombre moderno le parece estéril, indiferente y finalmente incomprensible, pues ha alterado profundamente sus relaciones con la naturaleza, en la ruptura del intrincado enlace de simpatías y de participación del hombre con el mundo. La naturaleza ha sido vista por el hombre moderno, en efecto, como un objeto inerte que sojuzgar y manipular por la voluntad de dominio que se expresa mediante la ciencia y la técnica. No más azoro y respeto ante lo sagrado cósmico, sino despojo y cálculo para los fines del laboratorio. No más el misterio y la fascinación: todo es conocido y develado. No hay misterio. Mentalidad positiva. Apresar las fuentes elementales de la energía… la técnica crea una naturaleza superpuesta, un segundo piso, una segunda naturaleza, fría, mecánica, funcional, que se acopla a la racionalidad del espíritu geométrico el cual modela un mundo artificial donde el hombre ya no se acopla a los ritmos de la naturaleza, sino a los ritmos de la máquina. El transformador de la materia mediante la técnica, es a su vez transformado por la máquina, transfiriendo con ello su propia libertad anárquica al mundo, a la fuerza cósmica que aumenta y que al volverse u autónoma crea el terror de  la naturaleza-máquina, de una naturaleza vuelta anárquica en un universo vuelto ambiguo, amorfo, que de nuevo alberga a los viejos demonios: la naturaleza transformada, por obra de la libertad anárquica e impía del hombre, en fuerza demoniaca, impactada e su raíz misma por la aceleración descontrolada del futuro  por las retrogradaciones espirituales del progreso y el culto hedonista al yo.  
   La obra mural “Ofertorio” del Maestro Guillermo Bravo Morán expresa así, de acuerdo a una narración dramática, llena de tensión, pero también de esperanza y de vida, el esfuerzo por rehabilitar en los significados su sentido original, el cual comienza al atender al ritmo de las estaciones, de los solsticios, de los equinoccios, de las fechas sacras, vistas como lo que realmente significan: fenómenos cósmicos que se experimentan biológica y sensiblemente, pues entrar en tales ritmos y solidarizarnos con el cosmos ayuda a elevarnos, a avanzar en un sentido espiritual y a trascendernos.





[1] Irene Arias Elenes nació en Mazatlán, Sinaloa, el 5 de abril de 1936. Realizó sus estudios de arte en la Escuela de Pintura y Escultura “La Esmeralda” y en el Taller de Grabado de Silva Santamaría, en La Ciudadela, donde se introdujo por primera vez en México, junto con el Taller Profesional de Grabado de “La Esmeralda” capitaneado por Ignacio Manrique, el arte abstracto o “no figurativo”. Posteriormente hiso estudios de postgrado en París, Francia, en la academia “La Grande Chaumiére”. Fue Musa del poeta comunista Efraín Huerta, quien le escribió “Versos para Irene Arias”. Hermana de la afamada poeta regional Olga Esther Arias Elenes, nacida en Toluca el 25 de octubre de 1923. Ambas hijas del general de división Jesús Arias Sánchez, quien fuera “Dorado” en el ejército de Pancho Villa, donde se le conocía como “EL Gallo”. Su madre era descendiente directa del general Guadalupe Victoria, primer presidente de México. Olga Arias radicó desde 1q935 en la ciudad de Durango y casó posteriormente con el acaudalado empresario Enrique Weber Lozoya. Posteriormente estudia en la Normal Superior del Estado, complementando sus estudios literarios con la poetiza Cuquita Guerrero Román, “Cardicuca”, y con el Lic. José Villaba, refugiado español. Fue directora del departamento de extensión universitaria en la UJED y por muchos años la jefa de la Dirección Cultural de la Casa de la Juventud, donde hiso sentir su carácter fuerte y decidido. La obra poética de Olga Arias, traducida a varios idiomas, consta de más de 20 títulos entre cuento, novela y poesía. Por su parte, su hermana Irene cuenta con más de 30 exposiciones individuales y 40 colectivas de 1959 a la fecha. Ver, María Rosa Fiscal, Historias de Vida (21 Mujeres de Durango), IMAC, Durango, México, 2012.    
[2] Los murales más recientes fueron pintados en La Casa de la Cultura, por Luis Sandoval, en la Biblioteca Pública del Calvario, por José Luis Ramírez y Patricia Aguirre, en la Escuela de Medicina por Elizabeth Linden y sus ayudantes alumnos de la EPEA. Se han decorado también varios bares y restaurantes con motivos murales, destacándose entre ellos el bar que está en los altos  de la calle de Venado y en el restaurante “El Alebrije”, en la Calle de Aquiles Serdán. Actualmente 10 murales más están siendo ejecutados en los edificios más emblemáticos de Durango por los pintores más destacados de la región.
[3] Tales experiencias religiosas colectivas tienen uno de sus máximos ejemplos en las procesiones a la gruta de Massabille, en Lourdes. Las procesiones han pervivido en España y en varios países de América de Sur, celebrándose sobre todo durante la Semana Santa. La escena del mural de Guillermo Bravo bien puede referirse a el ritual por el que la noche del 23 de abril, las flores recogidas en las iglesias son llevadas en procesión para esparcirlas por el campo, en la fiesta de San Jorge, patrono de la ciudad de Durango, procesión relacionada con “La fiesta de las enramadas”.
[4]  El “ofertorio” es propiamente el acto religioso de ofrecer una cosa, a la manera en que un sacerdote cristiano ofrece el pan y el vino en una mesa para consagrarlos, rezando una oración. Sin embargo es diferente al sacrificio de la misa o canon “eucarístico” (misterio de la eucaristía o penitencia salvífica, que va acompañado de sus respectivas oraciones litúrgicas). Se trata específicamente de los dones llevados por los fieles a la celebración de la misa en beneficio de la Iglesia y los pobres. Las ofrendas, también llamadas “sacrificios” o “dones”, son llevadas por los fieles al altar para la acción de “elevación” (anáfora), con el objeto de ser repartidos entre el altar y los pobres, quedando así la ofrenda santificada. Desde el Siglo XI la oblación en especie quedó sustituida por la donación de moneda, bajo el modelo de un disimulado pago de impuestos, en beneficio ya de la Iglesia de los Santos (tanto vivos como muertos). De la palabra “ofrenda” se deriva la palabra “oblea” y “hostia” (que es propiamente el animal de sacrificio o el cordero; ver Dtn, 3, 39; Lc, 22. 18; Sal. 25. 6 a 12 y 51. 4). Las oraciones que acompañan al “ofertorio” son suplicantes u oraciones de ofrenda y corresponden a las oraciones judías de la mesa (berakoth), a los dones de la tierra y del trabajo del hombre, ofrendados a Dios que es alabado por su bondad –acompañados en la liturgia renovada con el lavado de manos, y la bendición de los dones por el incienso. La tradición cuenta con más de 100 oraciones para tal ocasión (70 de ellas posteriores  a 1570). En una palabra, el ofertorio es el rito por el cual el pan o el vino se ofrecen a Dios, así como la santificación preparatoria de la sustancia del sacrificio ofrecido –tradición que es de hecho muy antigua, transformándose en el Evangelio en el pan y la sangre de Cristo, donde aparece formado ya como la gracia de la comunión.
[5] También podría interpretarse como una figuración de Quetzalcóatl redivivo, quien vuelve de su milenario exilio, o como San Jorge, patrono del Valle del Guadiana. El tema de Quetzalcóatl, el sacerdote, héroe cultural y dios de los antiguos toltecas mexicanos que el monje Fray Servando Teresa de Mier (José Servando Teresa de Mier y Noriega y Guerra nació en Monterrey, Nuevo León, 18 de octubre de 1763 y murió en la Ciudad de México, 3 de diciembre de 1827, fue un fraile, sacerdote dominico, y escritor de numerosos tratados sobre filosofía política en el contexto de la independencia de México) identificara como el mismo Santo Tomás, fue un gran tema de sincretismo religioso y de búsqueda de la grandeza originaria del pueblo mexicano. El tema e Quetzalcóatl,  más que sólito en la escuela muralista, sería usado por el mismo Guillermo Bravo como símbolo de la nación en cuando menos otros dos murales suyos: en el Palacio de Zambrano y en la Posada San Jorge. Hay que recordar que la obra fue  pitada en la época en que el artista durangueño se encontraba bajo la tutela de José Chávez Morado,    quien por esos años decoraba la Albóndiga de Granaditas en Guanajuato (1955-1967)  –y quien apenas una década antes de la se encargara de la decoración mural de Ciudad Universitaria (Universidad Nacional Autónoma de México), en la que participaron también: Juan O´Gorman (en la Biblioteca Central, sobre una superficie de 4 mil metros cuadrados), David Alfaro Siquerios (en la Torre de Rectoría con los murales “La Universidad al Pueblo y el Pueblo a la Universidad: Para una cultura nuevohumanista de profundidad universal” donde utilizó por primera vez la técnica de los billboards; un mural sobre la sala del Consejo Universitario, inacabado, y; otro mural en un castado, con el “Nuevo Escudo Universitario”, localizado en el vestíbulo de la entrada),  a los que hay que sumar las obras de Diego Rivera: el mural del Estadio Olímpico, inacabado, y; la obra de Francisco Eppens, en la Facultad de Odontología y Medicina, con el famoso mascarón: “La Serpiente Quetzalcóatl”. Por su parte José Chávez Morado participó con tres obras: “La Conquista de la Energía” en el Auditorio Alfonso Caso de la Facultad de Ciencias; “El Retorno de Quetzalcóatl” en la Facultad de Arquitectura sobre un espejo de agua que se perdió, y; en la parte baja del mismo Auditorio Alfonso Caso, con la extraordinaria obra “Las fechas de la historia de México o el derecho a la cultura”. Lo que hay que destacar aquí es la importancia que daba Chávez Morada a la exploración de técnicas y materiales novedosos, desde el mosaico en vitro hasta la vinilita, que es una especie de acrílico, técnica ésta última que el maestro Guillermo Bravo exploró en diversas ocasiones en su propuesta de síntesis estética, constituyendo una suma de asimilaciones estéticas, estilísticas y técnicas, constituyendo por ello su obra un pilar dentro de la tercera hornada del Movimiento Muralista Mexicano.
[6] San Pablo, Hechos, 17, 16-34.
[7] Isaías, 53. 1-12. "¿Quién va a creer lo que hemos oído?
¿A quién ha revelado el Señor su poder?
El Señor quiso que su siervo
creciera como planta tierna
que hunde sus raíces en la tierra seca.
No tenía belleza ni esplendor,
su aspecto no tenía nada atrayente;
los hombres lo despreciaban y lo rechazaban.
Era un hombre lleno de dolor,
acostumbrado al sufrimiento.
Como a alguien que no merece ser visto,
lo despreciamos, no lo tuvimos en cuenta.
Y sin embargo él estaba cargado con nuestros sufrimientos,
estaba soportando nuestros propios dolores.
Nosotros pensamos que Dios lo había herido,
que lo había castigado y humillado.
Pero fue traspasado a causa de nuestra rebeldía,
fue atormentado a causa de nuestras maldades;
el castigo que sufrió nos trajo la paz,
por sus heridas alcanzamos la salud.
Todos nosotros nos perdimos como ovejas,
siguiendo cada uno su propio camino,
pero el Señor cargó sobre él la maldad de todos nosotros.
[8] Isaías 33 7 a 13. El país que se marchita y languidece porque en él ya no se tiene respeto por nadie, Dios la abandona, queda pelado como una estepa, los caminos desiertos, los planes de los hombres quedan reducidos a paja y a basura.




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