lunes, 24 de noviembre de 2014

Reflexiones sobre Educación y Cultura Por Alberto Espinosa Orozco

Reflexión sobre Educación y Cultura
Por Alberto Espinosa Orozco


I. La Crisis
   Al entrar en el tercer milenio los anuncios del fin de toda una época histórica se hacen patentes, con sus signos ominosos, por todas partes. En efecto, estamos asistiendo al fin de la modernidad como concepción, figura e imagen del mundo. Los dolores intensa y extensamente concentrados y derramados de la Humanidad entra, expresados tanto en las obras artísticas y literarias como en las expresiones de la vida cotidiana, muestran o ponen de manifiesto la imposibilidad práctica y moral de seguir por el mismo camino, anunciando a la vez el parto, el alumbramiento de una nueva cultura de la libertad.
   Como nos recuerda Octavio Paz, la época moderna, periodo de la historia humana que se inicia en el siglo XVII y que ahora llega a su ocaso, es la primera conformación histórica que exalta el cambio y la heterogeneidad del tiempo convirtiéndolos en su fundamento. Pero el cambio, sin embargo, es la región de lo contingente: de la separación, de la diferencia y heterogeneidad, de la novedad y pluralidad, de la evolución y el desarrollo, de la revolución y el progreso, de la historia. Nombres que se condensan en uno: futuro –no el tiempo que es, sino el que todavía no es y está siempre a punto de ser. La modernidad se constituye así privilegiando el tiempo del futuro sobre el del pasado de las sociedades tradicionalistas, pero también sobre el presente –que es la única realidad realmente existente que tenemos, pues el pasado es una realidad petrificada y ausente, extinta, y el futura es una realidad en proyecto de ser, fantasmal e inatrapable, que propiamente todavía no es, que no es. Habría que agregar, sin embargo, que la cultura moderna ha tenido como su creación característica la nueva ciencia de la naturaleza física y el desarrollo de la tecnología –siendo en sus inicios post-renacentistas una cultura de la libertad hacia el bien, que liberó a la razón de la sumisión a autoridades de amplitud injustificada, permitiendo incuso una dilatación de la caridad.
   El proyecto de constituir una tradición moderna, una tradición de lo nuevo, ha resultado no sólo paradójico, contradictorio lógicamente, sino que en muchos casos ha desembocado abiertamente en una cultura de la perdición y el extravío espiritual, educativo y cultural. La tradición moderna se cifra en una crítica del pasado y de la tradición. Crítica disolvente cuyo intento es el fundar su tradición en la historia, en el cambio, en la heterogeneidad del tiempo. Su resultado: la contingencia y la arbitrariedad que hace al hombre un ser excéntrico de su propia naturaleza y esencia, desorbitándolo de los centros orientadores que le darían su plenitud y completo desarrollo, llevándolo a la cumbre de su posición intermediaria en el cosmos como el animal racional.
   En efecto, la condición dramática de la civilización occidental moderna radica en buscar su fundamento, no en el pasado ni en ningún principio inconmovible filosófico o religioso, sino en el cambio, en la heterogeneidad del tiempo histórico. La idea de un tiempo heterogéneo, finito e irreversible, a la vez siempre nuevo y a punto de formarse, indefectiblemente lo hace romper consigo mismo, dividiéndose y separándose, siendo siempre otro distinto –como si se tratara del festival carnavalesco de las máscaras o de las capas de una cebolla metafísica cuyas cortezas superpuestas no tienen en si mismas una sustancia central, un corazón o núcleo esencial. Así, resulta que cada minuto se presenta como único, como distinto y escindido de los demás, porque está separado de la unidad, constituyéndose el tiempo en una entidad del todo frágil, bautizada por el mismo Paz como “tradición de la ruptura“.
   Se trata, en efecto, de una tradición ambigua destinada a negarse a sí misma, constituyéndose a la larga como una cultura de la desorientación, de la zozobra y procelocidad: de una cultura insustancial y de la perdición extraviada en la angustia del devenir. Como recuerda el filósofo José Gaos, la sinrazón de la crisis actual radica así en el hecho de que los bienes culturales del pasado han dejado en parte de ser auténticamente presentes, verazmente atractivos, creídos con fe viva o solicitados en forma eficiente, mientras que los llamados a sustituirlos en esa parte aún no se perfilan con nitidez rotunda. Es necesario pensar, concebir y objetivar esos bienes y valores, rescatarlos del pasado para actualizarlos y hacerlos realmente presentes, sirviéndonos de ellos como faros marinos que nos orienten en la tormenta, como sitios sustantes, sustanciales y salvadores para el perdido, como tierra firme en que el náufrago de la modernidad pueda hincar la rodilla para descansar y salvarse. Articular, pues, una cultura de la salvación de las circunstancias moderno-contemporáneas que conservando su producto más puro, la libertad y los derechos individuales, pueda arribar a la libertad de realización del hombre en un sentido socialmente benéfico y favorable. En otro escorzo del mismo problema, la crisis de la sociedad moderna se concentra en su individualismo feroz, en cuyo furor fáustico o desmesura (hibris) se expande el radio de la propia libertad, a costa de romper los lazos de fraternidad con la comunidad, pero también con el prójimo, próximo y cercano. No queda entonces sino pensar en una cultura nueva, que fortifique los lazos de fraternidad entre los hombres y las comunidades, guiándose para ello en el rescate de las sustancias y las esencias del mundo del hombre y del mundo natural, correspondiendo esta tarea sobre todo al órgano cultural de las humanidades, pues a ellas compete específica y eminentemente el conocimiento y la realización de la libertad hacia el bien.

II. La Cultura
   La cultura mexicana  logró durante el pasado siglo XX constituir un nacionalismo poderoso. Nuestro nacionalismo cultural tuvo un sello peculiar que lo diferencia de los otros: no consistió tanto en un retorno romántico a un haber pasado o en un vuelta a doctrinas y formas culturales ya constituidas, sino que al ser impulsado por la negativa a todo falso valor,  rechazó tanto la enajenación en una cultura exterior como la enajenación en una herencia. Su principal logro tiene, pues, un carácter crítico y negativo: el descubrimiento de que una cultura que no responde a la vida es una cultura inauténtica. Desligada de la vida comunitaria que la produjo, la cultura inauténtica pretende imponerle a la sociedad sus propias exigencias, como un sistema de ideas que pretenden dominar a su productor, enajenando, dejando de expresar al hombre, para sojuzgarlo. El estado de enajenación se revela como ceguera ante los valores de personas y comunidades, donde se divorcia la vida espiritual de la cultura que se ha vuelto ajena. Sus signos son los de la imitación a crítica de culturas extranjeras, el paulatino olvido de la propia tradición, la moral convencional ciega a la injusticia, el culto externo a una ciencia inexistente, o el arte cursi o chabacano evocador de sentimientos imaginarios.
   La lucha contra el positivismo llevada a cabo por la generación del centenario rompió la cáscara asfixiante de tal cultura que impedía el brote de la nueva vida, que no correspondía a la realidad vivida del país, ni la reflejaba. Las doctrinas educativas y la producción cultural formaba una armadura que no se amoldaba a las necesidades espirituales de la sociedad, convirtiéndose en formas enajenantes. El movimiento espiritual que entonces se inicia se ahonda a lo largo de los cincuenta años posteriores (1910-1960), siendo en su fondo radical un intento de desenajenación espiritual, de descubrimiento del ser auténtico y de búsqueda de los orígenes (más que el indigenismo hipostasiado, el fecundo hispanoamericanismo de la unidad de las culturas), siguiendo etapas de interiorización crecientes.
   Sin embargo, después de la destrucción de las concepciones del mundo anteriores, no llegó a imponerse una nueva visión –las filosofías de Caso y Vasconcelos carecían del rigor necesario para llevarlo a cabo y, por tanto, carecieron de escuela. Al no lograr edificar una concepción del mundo adaptable a nuestra circunstancia, no pudo establecer una tabla de valores común, dejando a la educación pública sin una sólida orientación espiritual. Crisis que no es sólo nuestra, sino común  a la cultura occidental, enfrentar la cual no es tarea, no ya digamos de un hombre, sino de varias generaciones. La tarea de la cultura ha sido desde entonces así las del intento por incardinar nuestra cultura en las corrientes universales del pensamiento, pues nuestro nacionalismo claramente no se perfiló como un fin en sí mismo, sino como un medio para acceder a la universalidad sin imitaciones. Sólo tales doctrinas de carácter universalista podrían ofrecer sistemas racionales capaces de comprender con unidad el mundo, dado con ello sentido a la acción y de guiar con firmeza la educación colectiva. El nacionalismo cultural nos proveyó así de las herramientas que hacen posible la apropiación de una cultura universal, sin perder autenticidad.
   No queda pues sino repensar los marcos de una cultura de libertad hacia el bien. Imposible ver meramente en la cultura un haber heredado de signo positivo en todos los casos –por razón de la esencial dualidad de la naturaleza humana, susceptible de la dualidad del bien y del mal. Lo humano está partido desde la raíz de su ser en las posibilidades de lo bueno y de lo malo, escenificándose en él una lucha. La cultura, como todo lo humano, esta marcada también por este doble signo, que impregna toda acción y obra colectiva, toda gesta y creación de la Humanidad. La cultura puede ser, es de hecho en su inspiración y en su espíritu bondadosa, pero también puede cambiar de signo y pervertirse cuando mana de la voluntad de poder, de las soberbia y la codicia, del impulso de dominación. La escuela y la universidad, que va adoptando sus doctrinas rectoras y visiones del mundo de la cultura y sus obras, puede también volverse cárcel de la libertad de espíritu.
   Sin una dualidad de posibilidades no es concebible la libertad. De la cultura pasada sólo podemos rescatar aquello que consideremos bueno desde el punto de vista de los bienes que nos propongamos realizar en el futuro –pues valores y bienes tienen la peculiaridad de solidificarse en el presente como realizaciones acabadas en vista de alzarse potenciados sobre el horizonte futuro como ideales –que a su vez se encuentran en una renovación incesante. Tal renovación tiene como línea de continuidad y articuladora la unidad de lo que entendemos por hombre y por humano. Tal es la realidad de la naturaleza humana, constituida por una dualidad, dentro de cuya posibilidad la cultura debe entenderse en el sentido del ideal y de la realización de la libertad hacia el bien. Dentro del cuerpo de la cultura las ciencias llamadas humanidades tienen como competencia específica y eminente el conocimiento y realización de la libertad hacia el bien. A ellas compete encontrar los ideales, valores y bienes auténticamente presentes que escuchen el latido de las razones del corazón contemporáneo. Se requiere, pues, de institutos de cultura y de educación superior humanística que permitan a sus miembros consagrarse exclusivamente a su vocación en la dirección de la libertad hacia el bien, que permitan no sólo la investigación e instrucción de sus miembros, sino el ser plenamente educativas de sus participantes y, por acción de ellos, extenderse a todos los planos de la sociedad.
   Cultura y educación degenera a sus hijos cada vez que se cierra a la libertad hacia el bien. Ni puede negar la libertad, aunque sea en persecución del bien, ni puede imponer forzosamente un bien, ni puede consentir una libertad maléfica o malvada. Su camino recto sólo puede ser el de la libertad hacia el bien. Su tarea, la de rescatar, actualizar y rearticular los valores y bienes que requiere nuestra comunidad, los ideales auténticamente presentes que sean verazmente atractivos.
   El resultado de la cultura, popular o superior, no es sino el del hombre formado, libre y bondadoso, humilde y fraterno. Lo que justamente en la primera enseñanza se apunta como ideal en la expresión “hombre de bien“, "de provecho". Sin embargo, el hombre mismo y su expresión mímica y verbal, se presenta como un ser social. La cultura debe ser también el lugar de concierto y de armonía de una comunidad de la libertad hacia el bien.

III. La Educación
   Se han dado, y aún pueden darse, muchas definiciones de “educación“ que giran en torno al mismo concepto ideal. Así, la educación puede entenderse, podemos aproximarnos a su esencia, concibiéndola como el proceso o desarrollo de las aptitudes y de predisposiciones de carácter inscritas en la naturaleza del educando, en un sentido que sea benéfico para esa naturaleza humana y para el conjunto de la sociedad. La educación así entendida no sería sino el camino facilitado por la organización social para que el educando pueda realizarse a sí mismo, de manera libre, cumpliendo así con su destino humano. La educación se presenta así como el instrumento de la libertad de realización.
   En efecto, cada ser humano viene al llegar al mundo con determinadas inclinaciones, predisposiciones, aptitudes de carácter que lo predisponen para realizarse a sí mismo en los diferentes sectores de la cultura, hacia los cuales y desde temprana edad empieza a manifestar una tendencia o actitud favorable. Lo que en un primer momento se da como mera curiosidad o atracción, se revela con el tiempo como un acercamiento de familiarización con esos contenidos culturales, a los que suceden los procesos de asimilación de tales contenidos, y posteriormente los de recreación de los mismos –llegando incluso, para los vocados, para los llamados a ser genios, a la creación de obras originales, inéditas.
   La educación así es, en gran parte, el proceso por el cual una cultura trasmite a sus miembros los mejores conocimientos de una cultura, poniendo al educando en situación de familiarizarse con ellos y asimilarlos gradual y ordenadamente. Porque la educación es un proceso de enseñanza-aprendizaje de tales contenidos de la cultura juzgados y apreciados como buenos por una comunidad en vistas de sus realizaciones presentes y futuras.
   En este sentido se puede definir el acto educativo como el conjunto de todas las expresiones verbales que articulan una situación de convivencia formativa. Nos podemos formar en diferentes contenidos culturales, en diferentes áreas de la cultura. Sin embargo, el concepto de formación es más amplio y a la vez más específico, pues atiende a la noción de “formación humana“. La educación es, efectivamente, el proceso de formación del hombre –atendiendo a sus peculiaridades de aptitudes y predisposiciones de carácter, de acuerdo a la indispensable libertad de la naturaleza humana y a la no menos indispensable concepción de esa naturaleza. Porque el hombre no está ya dado. Su naturaleza, a diferencia de la naturaleza animal que esta gravada con un destino rígido, es una naturaleza plástica que es preciso formar al proyectarla sobre un horizonte temporal o histórico. Porque ser humano no es hecho fáctico de la naturaleza, sino que es una tarea, es hacerse hombre en medio de una cultura preexistente. La formación del hombre requiere así de dos cosas. Por un lado, de la trasmisión de los contenidos culturales óptimos articuladamente, o por medio de una tradición. Tradición, en efecto, es lo que se entrega, es el acto de entrega a la nueva generación de las creaciones y productos culturales que un grupo humano considera valiosas para la supervivencia y el logro de la plenitud de la vida colectiva. No es difícil saber cuál es la tradición auténtica de una cultura si atendemos al criterio de la memoria preservada por los sabios y hombres nobles de alta cultura, pero también de la cultura popular. La tradición es lo que salva del olvido, es lo memorable, lo digno de memoria colectiva, pues lo bueno es lo que no se pierde con el tiempo, es lo que perdura a pesar del tiempo: es el logos salvador del tiempo y de la historia. Por el otro lado, la formación del hombre requiere de algo más radical y necesario, dibujado en los productos y creaciones de esa tradición: de una fundamentación filosófica: es decir, de una imagen bien definida del hombre y una visión clara del mundo del hombre, de una visión del mundo concreta o apegada a las circunstancias autóctonas reales. Ni más ni menos, pues, que de toda una filosofía.
   Las instituciones humanas son instrumentos y órganos, a medias organismos de comunidades humanas, a medias artefactos eficientes de la técnica y la inventiva. En total, sin embargo, las instituciones están dirigidas hacia o tienen un fin, o son teleológicas. La finalidad es lo que debe definir la institución, determinándola de hecho desde su alumbramiento real, hasta su complexión y vida toda.  La finalidad propia y autóctona de las instituciones, requeridas e impuestas por las circunstancias de su nacimiento, desarrollo y eventual muerte, son las primeras que hay que determinar.
   El fin u objetivo de las instituciones educativas no puede ser sino doble. Por una parte especializar o especificar potencias radicales y generales que están en todos los hombres –como, por ejemplo, el pedagogo no es sino la especialización, la especificación de lo que en todo ser humano hay de maestro, de autoeducador y coeducador; el filósofo, la especialización de lo que en todo ser humano hay de poseedor, si no de autor, de una visión del mundo y de la vida. Por la otra, la función, el objetivo de la institución educativa es la de formar para la vida, para aprender a vivir. A trabajar y a vivir no se aprende pronto. Se requiere sobre todo del caso ejemplar, del ejemplo vital. A trabajar y a vivir se aprende solamente viendo trabajar y vivir a quien sabe hacerlo, empezando a trabajar y vivir bajo su dirección y corrección, insistiendo en ello hasta llegar el momento de poder seguir haciéndolo por propia cuenta, iniciativa y responsabilidad. Tal proceso encuentra su ideal en el pequeño grupo de alumnos alrededor del maestro, con el cual cursen la mayor parte de las materias de un plan de estudios, recreando con ello la auténtica comunidad educativa magistratorum et discipulorum.

IV. El Vínculo
   El vínculo entre educación y cultura se presenta así como complejo en grado sumo, por la cantidad de ingredientes esenciales que en tal relación interviene. Sin embargo, a manera de simplificación, puede decirse que el nexo entre cultura y educación es justamente la tradición, lo digno de memoria que resiste al tiempo y perdura como un bien habido, pero modificándose constantemente por vía de su asimilación, de su recreación, incluso de la creación de un producto nuevo que se deriva de aquellas como un nuevo fruto, como el nuevo vino que ha de ser vaciado, otra vez, en los nuevos odres.
   La cultura, entendida como un organismo de creaciones humanas elaboradas con el tiempo que determinan un estilo, un modelo de vida y una visión del hombre y el mundo, no es así sino el foro o la palestra pública a partir de la cual orientar y dar cauce a la educación al través de sus valores propuestos. No queda así sino partir de los valores naciones que han llegado a la universalidad de lo propiamente humano para articular, entre educación y cultura, un proyecto autóctono, en cada región y provincia, de libertad hacia el bien.  Ello no será posible si queda interrumpida la tradición, si la escuela mexicana se guía por la procelocidad de programas donde lo que se festina es la discontinuidad, o si la cultura, ámbito de mayor libertad, es reducida a condiciones de precariedad, de olvido de sus figuras clave, o ese azotada por el dogmatismo político en turno, relegándola al valle siempre estéril de la mera sobrevivencia.






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