Filosofía, Cultura y
Libertad
Por Alberto Espinosa Orozco
“Todo
es presencia,
todos
los siglos son este presente.”
Octavio Paz
I.- La Filosofía
La filosofía empieza siempre
con una pregunta, y con el esfuerzo de contestarla, de la forma: ¿qué es el tal
y cual? O más propiamente: ¿qué es ... lo que sea? ¡Lo que sea!
En todos nosotros,
especialmente en la etapa infantil de la vida, hay algo característico del
filósofo, pues en todos los niños hay algo de preguntón, de incurable sed de
saber, de verdadera hambre de conocimiento. ¿Qué es el tiempo?, ¿qué el agua?,
¿qué son las estrellas?, ¿por qué el canario canta tantas canciones?, ¿por qué
canta el canario? Las preguntas pueden continuar: ¿qué es el mundo?, ¿quién soy
yo?, ¿qué es el amor?, ¿qué la belleza?, ¿quien es Dios? Porque la filosofía,
entendida en su sentido clásico y tradicional, cuestiona, inquiere, pregunta
por todo, pretendiendo dar una respuesta sistemática, un lugar, a cada cosa en
el conjunto del todo. ¿Qué es lo que sea? En efecto, la filosofía es
capitalmente respuesta al lugar que cada cosa guarda en el conjunto de la
totalidad, no sólo del mundo, sino del ser.
O, dicho de otra forma, la
filosofía es concepto, teoría, definición –pero esencialmente es también
concepción del mundo y del ser... en su totalidad –incluso con sus parcelas
vacías o enfermas, lastadas de no ser. Así, su lenguaje propio es el lenguaje
discursivo de la teoría: el lenguaje sustantivo, ceñido claramente a
definiciones del lenguaje literal. Su herramienta básica, a la vez cepillo de
carpintero y martillo de herrero, no es otra que la definición, pues a la vez
que solidifica un punto, modela la forma
y al hacerlo la distingue de otras y las precisa.
¿Qué es sustancial,
esencialmente el hombre?.... se pregunta, por caso, la filosofía.
Tradicionalmente ha respondido con una definición: el hombre es
el animal racional. Porque la filosofía, para poder abarcar la totalidad, no
pregunta por los individuos singulares, sino por los conceptos, por las
especies, por los universales. No por la esencia o sustancia de este o aquel
hombre individual, sino por la sustancia o esencia del hombre en general, por
la naturaleza del hombre, por la sustancia de que están hechos todos los
individuos de la especie hombre, por el concepto del hombre.
Pensamiento esencial o de las
esencias, la filosofía se sirve de la definición para clarificar y precisar,
para distinguir la naturaleza o esencia de una especie. La
definición en forma, la forma de la definición, consta de dos partículas o
elementos, de dos átomos: apela al género próximo de una especie de
individuos y a lo que en ellos se diferencia
específicamente –donde lo propiamente deslindante, diferenciante,
definiente de la especie no es el género próximo, sino la específica diferencia
de la especie. Así, lo propiamente definiente del hombre no es su animalidad,
cuyo género lo aproxima e incluso lo llega metafóricamente a confundir o
emparentar con los animales, animalidad
que le es común al conjunto entero de los seres vivos, psíquicos o animados,
sino su racionalidad, su pensamiento y palabra –que le es específica o
exclusiva de su especie.
La filosofía no es historia en la medida en
que al responder despejando la cuestión sobre el verbo “es”, lo toma en su
sentido de lenguaje no narrativo, no existencial o no activo, sino en su
sentido sustancial o esencial. El hombre tomado en su sentido conceptual o
universal, en el sentido de todos los individuos de la especie “hombre”,
resulta ser sustancialmente el animal racional, el animal que tiene por esencia
y exclusiva suya la palabra, el habla –y la conversación a ella aneja. Por su
palabra, en efecto, el hombre es el animal social por excelencia, pues es la
palabra el órgano articulador por excelencia de sujetos con objetos: entre
nosotros y el día de mañana, entre nosotros y el pan que se hincha sobre la
mesa, entre nosotros y el campeonato de fútbol que empezará en dos semanas,
entre nosotros y lo pasado, entre nosotros y los espíritus benefactores y los
dioses, ente nosotros y Dios. Porque el lenguaje al representar el mundo en
figura, sin necesidad de experimentarlo o padecerlo directamente, da al hombre
un extraño y a la vez esencial poder a su especie: el de proyectar su realidad
y, hasta cierto punto, poder organizarla y modelarla, preverla e incluso
sucederla.
Cerremos una primera vuelta al
concepto de filosofía. Podría decirse que la filosofía es:
teoría, constitución del lenguaje en base a definiciones o lenguaje discursivo,
cuyo objeto es la totalidad del ser y de cada una de sus partes. La filosofía
en esencia es, en efecto, orden, armonía, arte, arquitecturación del ser. Por ello la filosofía es strictu sensu
el desarrollo sistemático, completo y cabal, de una definición –en el orden de
un conjunto sistemático de conceptos dominantes o de categorías.
Así, definir y hacer el desarrollo
completo, cabal, sistemático del concepto de “cultura”, o del concepto de
“libertad”, sería no menos que una teoría de la cultura o de la libertad, que
adjuntos a las definiciones de los conceptos dominantes de una era histórica
vendrían a señalarse como una filosofía de la cultura y de la libertad –como
sería el desarrollo teórico del concepto de la filosofía, una teoría de la
filosofía, y hasta una filosofía de la filosofía, como entre nosotros pergueñó
el filósofo español José Gaos en el extinto siglo XX.
Sin llegar a rozar siquiera
tan bastas pretensiones, el día de hoy he de conformarme con una respuesta
tímida a las preguntas: primero, ¿qué es cultura?; segundo, ¿qué es libertad?;
tercero, ¿qué es una cultura d la libertad? O, si se quiere, responder a la
pregunta vestida de figura prosopopéyica: ¿quién es la cultura y quien es la
libertad? Empezaré así por preguntarme a mi mismo y a ustedes que me escuchan,
por preguntarnos: ¿quienes son, pues, esas dos diosas paganas del artista, del
literato, del filósofo... y del hombre común... que también es el artista
mientas no pinta, el literato mientras no escribe y del filósofo mientras no
filósofa?
II Cultura y Educación: Tradición
En principio hay que empezar por distinguir dos conceptos que suelen
confundirse por estar sus objetos fuertemente relacionados: los conceptos de
“educación” y de “cultura”. La primera definición que se
ocurre de “educación” es: toda aquella expresión, mímica o verbal, articuladora
de situaciones de convivencia formativa. La educación se concibe
así como una “técnica”: como el procedimiento mediante el cual el estudiante o
educando en proceso formativo pueda lograr el desarrollo de sus
predisposiciones o aptitudes caracteriológicas, inscritas desde su nacimiento en
su naturaleza individual como cifra de su destino, ayudado para ello en el
camino por los tres procedimientos básicos de la técnica educativa: en primer
lugar los correspondientes a la familiarización de las formas y de los
contenidos culturales sociales en un momento dado de su historia; en segundo
puesto, las que se refieren a la asimilación y dominio de esos contenidos,
para; en tercer sitio pasar, en los grados más elevados del proceso educativo,
a la recreación de tal herencia cultural –todo ello enderezado, por supuesto,
en un sentido benéfico para el desenvolvimiento de la naturaleza humana y para
el conjunto de la sociedad. Porque si bien es cierto que la educación (educere)
es la vía para dejar salir, para lograr que se expresen en el iniciado sus
aptitudes, talentos o vocación singular, no lo es menos que tal proceso tiene
como cometido sustantivo que el estudiante se integre al grupo social del que
forma parte de una manera armónica y productiva, creativa y crítica incluso o
de manera recreativa con respecto de los contenidos tradicionales de la
sociedad a la que pertenece. La pertenencia al grupo social, especificado cada
vez con mayor rigor en comunidades epistemicazo o sapienciales, no es un
propósito menor del proceso educativo.
En efecto, cada ser humano
viene al llegar al mundo con un carácter en el que se han de ir expresando en
su desarrollo sus aptitudes y
predisposiciones anímicas respecto de los diferentes sectores de la
cultura, las cuales lo facultan para realizarse a sí mismo. Tales
predisposiciones y aptitudes se manifiestan desde temprana edad bajo la forma
de tendencias, inclinaciones y actitudes favorables. Lo que en un primer
momento puede revelarse como mera curiosidad, de tenerse las condiciones
favorables se expresa luego como un gustoso acercamiento a los diferentes
contenidos de la cultura, a los que suceden, si el proceso educativo es
fecundo, los procesos de familiarización
y asimilación, pasando posteriormente a los del dominio y recreación de las
formas y contenidos de la cultura- llegando para los llamados a ser genios a la
creación de otros, originales e inéditos.
La educación comprende así al proceso formativo por excelencia del ser
humano. Su criterio esencial puede fundirse en la fragua tan gustada por la filosofía
moderna: la de las expresiones, no sólo verbales, sino también mímicas. En
efecto, la educación es formación, proceso formativo, que tiene como técnica de
instrumentación a las expresiones lingüísticas, pero también corporales, en la
trasmisión de contenidos y conocimientos, de experiencias y vivencias respecto
del mundo en torno –todas ellas enderezadas en el sentido de la formación de la
persona. Así, por caso, las manualidad escolares tienen como función la
formación de las manos (de la coordinación motora fina, por ejemplo, pero
también de los ojos cuando se avanza hacia la enseñanza o el conocimiento de
las artes plásticas y la escultura), la literatura y el canto para la formación
de la boca y de la expresión verbal, la gimnasia y el deporte para la formación
del cuerpo, etc.
Por su parte, la “cultura”
podría definirse como: toda aquella expresión articuladora de situaciones de
convivencia con la herencia de conocimientos y destrezas, de
creencias, ideas e ideales, de normas y hábitos pertenecientes a una sociedad
determinada. Así, los grandes sectores de la cultura van de los usos y
costumbres socialmente instituidos a la política y la economía, de l moralidad
a la técnica y el arte a la filosofía y la ciencia, la metafísica y la
religión.
Así, si la anterior definición
de “educación” pone el acento, la diferencia especifica de éste proceso en el
concepto de “formación”, el concepto de “cultura” subraya el aspecto
tradicional, hereditario pues, de los bienes habidos por una sociedad en un
momento dado de su historicidad.
Sin embargo, como recuerda el Maestro Héctor
Palencia Alonso, habría que destacar
otra dimensión no menos importante de la cultura, que no sólo atiende a las
obras producidas por el hombre en general acendradamente en las cosas tocantes
al espíritu o acariciadas por éste, hasta abarcar a la especie humana en su
conjunto, como la suma, pues, de las creaciones humanas acumuladas en el
transcurso de su historia y hasta de su prehistoria; tampoco meramente a la
“vida culta” como un tipo o modo de vida de sujetos individuales; sino en el
sentido de una colectividad particular, de una comunidad históricamente dada,
en l interacción de sus grupos sociales constituyentes y su ambiente. Porque,
es verdad, cada región geográfica, diferencia a los nativos o arraigados por la
“forma” y la “fisonomía” de la cultura regional en un momento o época
histórica. La cultura entonces se entiende de manera intermedia y meridiana
como sistema de patrones de conducta aprendidos, característicos de los
miembros de una sociedad, la cual resulta ser así un producto de la invención
social –la cual es conservada, reproducida y trasmitida por medio de la
comunicación y el lenguaje. Don Héctor Palencia introduce con este término
medio de cultura regional el importante concepto del “provincialismo”, en el
sentido de una casa axiológica que se construyó y se trasmite –concepto de
máxima trascendencia porque sólo a través de él se puede exaltar el alma
nacional como una suma de coincidencias hecha a partir de la suma de las partes
que, como un rompecabezas, integran un todo patrio. Se trata del estilo de vida
colectivo de vida que caracteriza a cada región geográfica y que late aún en el
seno de las disímbolas provincias nacionales. La lentitud en el ritmo de la
vida del durangueño, debido a ser región minera, por caso un tono reposado a su
mismo centro urbano, destacándose la costumbre, ignota ya en las grandes urbes,
no sólo de la prontitud en la ayuda para el avencindado, signo inusitada
solidaridad por ser región agreste, no abundante en recursos, sino también del
cultivo en el hogar de aficiones artísticas, que van d la música y la lectura
reposada a las excelencias culinarias.
Toda actividad humana, a excepción de las
meramente neurofisiológicas (la necesidad de comer, relacionarse social y
sexualmente, de abrigarse, los valores vitales primarios digamos) es elitista,
gremial, tribal o grupal por algún costado. Muchas de ellas requieren de un
largo y penoso proceso de iniciación y de difíciles pruebas a superar incluso
para ser admitido como arte del grupo. La cultura adquiere así un sentido
“elitista” mucho más riguroso, como cuando se habla de cultura pictórica,
musical, literaria, filosófica o espiritual.
Distingamos así entre “cultura” y “educación”
sirviéndonos de una imagen, de una metáfora: la cultura es el gran campo
labrantío de las creaciones humanas, de las que una sociedad participa teniendo
a la vez su parcela propia y cada individuo su propio huerto –y son sus
rizomas, sus flores y grandes árboles cultivados lo que la educación trasmite
al nuevo miembro del grupo, comunicándoselo para lograr formarlo, dándole las
herramientas para arquitecturar su morada interior -según los diversos modos y
modelos de la excelencia humana. Así, la cultura en una sociedad determinada
constituye un verdadero paisaje espiritual, siendo tarea de la educación dar
las bases, pero también las excelencias e incluso las florituras para que
individuo pueda labrar su huerto y edificar su morada interior (su moral), la casa del hombre en
armonía no menos con el entorno cultural que con el paisaje real o geográfico.
La educación es así un proceso no sujeto sólo a las agencias educativas, sino
que se lleva a cabo día a día mediante la trasmisión y comunicación de las
costumbres comprobadamente humanas y que alicientan al espíritu den una
comunidad. Así, la cultura de una
sociedad es como su paisaje espiritual, mientras que la educación es el arte de
hacer una morada en armonía con aquella atmósfera.
Cultura y educación, en efecto, van de la
mano. Porque si la educación es el proceso mediante el cual, la técnica no
menos que el arte, loa elementos mas reconocidos y experimentados de una
sociedad transmite a los nuevos miembros, haciéndonos degustar primero sus más
sazonados frutos. En efecto, la educación es el medio por el cual el educador
pone al educando los medios de enseñanza-aprendizaje, en situación de
familiarizarse con los frutos de la cultura, de asimilarlos también gradual u
ordenadamente, suponiendo que tales contenidos culturales han sido juzgados,
apreciados o reconocidos jerárquicamente como óptimos por las comunidades
sapienciales y científicas, aquilatados para ello en vista a las realizaciones
pasadas y presente no menos que futuras de la situación social histórica.
Es posible formarse en diferentes contenidos
culturales y en diferentes áreas de la cultura. Sin embargo la formación es
siempre la “formación del hombre” o la “formación humana” –cuyo fundamento
filosófico no puede estar sino en una antropología filosófica o teoría del
hombre, es decir, en el desarrollo de la definición del concepto hombre.
En tanto proceso de formación del hombre la
educación requiere, pues, para su logro feliz, pleno y maduro, tres diferentes
fundamentos, tres tierras par hacer su suelo firme:
I)
en primer
sitio requiere atender las
peculiaridades de predisposiciones y aptitudes de carácter individual del
estudiante;
II)
pero
también requiere de la libertad de acción y pensamiento, indispensable a la
naturaleza humana para poder esponjarse y expandirse, para poder también
dilatar en la asimilación y dominio de los contenidos culturales harmonizables
con su carácter;
III)
la
educación requiere como fundamento en tercer puesto y capitalmente de una
concepción clara de la naturaleza humana.
El hombre requiere como condición sine
qua non para su pleno desarrollo de la cultura y de la educación. Porque el
hombre, ser social por excelencia, no está ya dado. A diferencia de la
naturaleza animal marcada con un destino rígido dominado por el instinto, la
naturaleza humana es a la vez una naturaleza racional y estética, plástica, que
al otorgarse a sí misma la libertad requiere de continentes que le den forma y
de contenidos que le den sustancia, que la arquitecturen estéticamente –en un
sentido no solo propio a la sociedad, sino incuso bello, teniendo que
comprender el esfuerzo estético en la integración de la comunidad de que forma
parte.
En efecto, ser hombre no es un mero hecho
fáctico de la naturaleza, sino un hecho sobre-natural, cuya tarea de
constitución etapa solo montada sobre la naturaleza animal del hombre (género
próximo) la cual tiene que domeñar. El objeto de la educación es el de “hacerse
hombre”, en medio de una sociedad y una cultura preexistente, en medio de una
historia nacional y una biografía personal. O, dicho de otra manera, a
diferencia de la animal, la naturaleza humana consiste en estar gravada con un
destino histórico; en su su vida una proyección, maleable y plástica, que con
el tiempo se va haciendo, que se formando sobre un horizonte no menos temporal
e histórico. En este sentido el hombre no es, sino que es el ser que se va
deshaciendo y rehaciendo en cada uno de los puntos de us trayecto.
La formación plena del hombre requiere así
básicamente de dos aglutinantes minimos para asegurar su acción:
A) por un lado, de la trasmisión óptimamente
articulada de los contenidos culturales más lozanos y vivios de la tradición,
de la herencia cultural; tradición es por definición lo que debe ser donado. O
el acto de entrega a una nueva generación de las creencia , creaciones y
productos culturales que dan sentido e identidad a un grupo humano, el cual en
un momento dado de su historia los considera válidos para asegurar la
supervivencia del grupo así como la realización de la vida colectiva de un
pueblo, de una comunidad, de una nacionalidad, todo ello enmarcado dentro de un
estilo y una visión del mundo y del hombre característico de ese grupo.
B) Por el otro lado la plena formación del hombre
requiere que la tradición y la trasmisión de la herencia cultural sean
auténticas, que realmente respondan las
circunstancias reales, a la circunstancia autóctona del hombre y su comunidad.
Para decirlo entimemáticamente, los chiles rellenos se cocinan en Puebla,,,
porque en Durango no hay chiles rellenos. Aunque hay otros chiles
rearticulables a su manera del delicioso platillo.
Puede decirse, pues, que el vínculo o puente
entre cultura y educación es así la tradición: lo digno de memoria, lo que hay
que salvar del ruinoso olvido, lo que resiste al diente contingente del tiempo
y sus migajas y tiende a perdurar como un bien habido para la comunidad –pero
cuya estructura no es la de la lápida o el marmol, sino la del agua fluyente
que deja asimilarse, el río que se modificada y nos permite navegar en sus lomos,
el de la fuente cantarina que está en constante recreación, incluso en el fruto
nuevo y sorprendente que como una pitajaya de a kilo que ha de servirse en
nuevos platos.
III.- La Crisis: la Cultura Moderna
La cultura moderna fue en sus inicios post-renacentistas
una cultura de libertad hacia el bien –entendiendo por libertad, en una primera
instancia, el movimiento mero de dilatación, de expansión espiritual.
En efecto, desde su primera redacción en la
filosofía cartesiana la modernidad liberó a la razón de la sumisión a autoridades de amplitud injustificada, dando
con ello de la heteronimia de la tradición (religiosa, feudal y teológica) tenía
sujeta a la razón, a el escalón de la autonomía formal del carácter individual,
en la que el sujeto puede liberado de todo yugo al auto asumir un proyecto de
vida.
Sin embargo, a este primer logro de la
modernidad inmediatamente hay que agregar una segunda nota que caracteriza a
esa visión del mundo: la nueva Ciencia de la Naturaleza Física, pues tal
es la creación característica, el signo distintivo de la civilización
occidental moderna. La idea del dominio sobre la naturaleza, empero, lejos de
ser un conocimiento puro y meramente instrumental, desinteresado y neutral,
pronto se vio orientado hacia la voluntad de poderío, como expansión o dilatación sobre todo de la fuerza
motriz, de la fuerza vehicular utilizable por el hombre.
El resultado de la ciencia moderna hay que
buscarlo en sus fabulosas máquinas, las cuales tienen todas ellas una índole vehicular:
utensilios, artefactos, técnicas y procedimientos que permiten la aceleración
de los intercambios humanos; esto es, la posibilidad de recorrer el mismo
espacio en la menor cantidad de tiempo posible. Aviones, coches, cremalleras,
cierres, computadoras, televisión, lavadora, secadora, lavaplatos, industria y
arquitectura moderna así como las armas atómicas tienen todo en común una nota:
su índole de móviles en el espacio, cuyo sentido profundo es el dotar al cuerpo
humano o sus órganos de una eficiencia
de la que carecían normalmente o la de facilitar sus comunicaciones mediante
los vehículos o transportes.
La metafísica subyacente a la cultura
moderna estriba en la opción, en el acto de la libertad de elegir acelerar la
velocidad de los movimientos del hombre y cuyo fundamento filosófico no puede
ser otro que el anhelo de hacer más cosas, de recorrer más espacio en el mismo
tiempo, o el mismo espacio en menos tiempo, el de la carrera –dejando por lo
mismo en bancarrota e inexplorada la otra opción posible del acto libre: el de
retardar la velocidad de los movimientos. Así, si el primer modelo es propio a
una cultura del vértigo, la segunda opción metafísica es pertinente a una
cultura de las pasiones. Me explicaré.
Octavio Paz ha visto el despliegue de esta
opción por la aceleración en el campo de la estética. La aceleración en la
velocidad en los movimientos de los hombres tuvo como consecuencia estética
exaltar por sobre todos el concepto del “cambio”, de lo heterogéneo y
diferente, convirtiéndolos en su fundamento. El gusto por el cambio y lo
heterogéneo la modernidad llamó congruentemente con un nombre ambiguo: le llamó
“futuro”, le llamó “mañana”. No la
valoración del tiempo que fue del clasicismo, mucho menos la pignoración del
tiempo presento que es el único que realmente es, sino el que todavía no es y
esta siempre a punto de ser o de no ser –hombre moderno en roce con la
frustración,. Suspendido en medio del ser y la nada.
La modernidad, en efecto, se construyó
privilegiando una parcela del tiempo, privilegiando en efecto la novedad y el
cambio, el tiempo del futuro sobre el tiempo del pasado de las sociedades
tradicionales – pero también sobre el presente que, viéndolo bien, es la única
realidad verdaderamente existente que tenemos. El pasado de hierro no tiene hoy
en verdad existencia, aunque su peculiar inexistencia no es la de un no ser
absoluto, al tener el hecho histórico ser hermano de la bruma de la
interpretación y de la roca de lo fijo e inamovible. Por un lado el pasado es
de riguroso hierro, al ser imposible que todo aquello que fue deje de haber
sido, presentado como un límite de la voluntad no digamos ya humana sino
incluso divina. El pasado tiene algo de ser: de un ser inmodificable y perpetuo
como el laberinto de piedra. Su castillo de roca tiene a la vez como única
geografía real las nubes intocables del recuerdo. Por su parte el futuro mismo
tampoco plenamente es, no teniendo por ello existencia real ninguna. Su
inexistencia sui genris tiene, empero, la realidad que habita a todo
proyección del ser –realidad de suyo fantasmal, dudoso laberinto de humo
inapropiable que propiamente todavía no es, que no es.
La modernidad, así, deslumbrada por el
proyecto de futuro, por el sueño del dominio de la naturaleza integra por medio
de la técnica mediante la nueva ciencia, alucinada por la posibilidad de
acelerar los movimientos del hombre haciéndolos más rápidos y eficientes (razón
instrumental), se dio al juego de intentar hacer más cosas en el mismo tiempo
hasta llegar a tocar las costas de lo excéntrico, abriendo así las puertas al
cambio y a lo heterogéneo, llegando ahora montado en las maquinas fabulosas y
delirantes istmos a su ocaso, mostrando todos los signos de la fatiga y de la
decadencia –y transformando su inicial opción de libertad hacia el bien en su
signo pervertido y contrario.
El proyecto en si mismo valioso de construir
una tradición moderna o una nueva tradición, bajo el escorzo acaso de un nuevo
clasicismo, desembocó con el tiempo en tales contradicciones lógicas y
paradojas que resultaron insostenibles para la crítica - -anomalías formales
que han terminado por arruinar su sistema en las manifestaciones flagrantes de
una cultura de la libertad hacia el mal, en una cultura de la perdición y el
extravió individual pero también colectivo de la libertad.
Dicho con una fórmula sibilina: en el amor a
la velocidad acelerada y al cambio la modernidad ha renegado incluso de las
mejores tradiciones sacadas de ella misma pues, al descreer de los principios
religiosos y las creencias modeladas por la tradición clásica, ha engendrando
incluso un nuevo demonismo latente en la naturaleza introyectando por virtud de
la libertad inconsciente y lastrada de animalidad y de penuria por el extravío
de las orientaciones de os sujetos.
En efecto, la dramática condición de la
civilización occidental moderna, que vio sus albores a inicios del siglo XVII y
que hoy llega a su ocaso, radica en su egologismo, que reniega de buscar su
fundamento en la roca sólida del pasado ni en ningún principio inconmovible
filosófico o religioso que no sea la conciencia, hundiéndose paulatinamente en
las arenas movedizas, ateas y afilosóficas del perpetuo cambio y la
heterogeneidad del tiempo histórico, volviendo al hombre en una fiera trabada con la caterva de los
oportunistas. Se trata, en el fondo de
la efímera consagración del tiempo inmanente como valor ametafísico: de la
no-trascendencia como moneda de cambio sin el apoyo imaginativo y religioso de
la “otra vida” o del “otro tiempo” -para el cual no hay promesa. La modernidad,
decía, ha dado a colación un tiempo insustancial y camaleónico, cuyo centro
angustiado, e incluso roído de desesperación, recuerda el festival carnavalesco
de las máscaras efímeras, o las capas de la alcachofa cuyas cortezas en sí
mismas no se refieren nunca a ninguna semilla o centro sustancial, sin núcleo o
corazón comunitario donde coordinar las orientaciones.
Tiempo frágil, pues, cuya única tradición ha
sido la abigarrada “tradición de la ruptura” -tradición ambigua destinada a
negarse a sí misma.
IV.- La Cultura Mexicana
Al entrar la humanidad en el tercer milenio
los anuncios del fin de toda una era histórica, la cultura moderna con su
imagen, figura y concepto del mundo, se expresan por todas partes en dolores
que acoso sean de parto intensa y extensamente concentrados y derramados sobre
la humanidad en relevo. Anuncios también acaso del arribo de una nueva cultura
de la libertad hacia el bien.
La llamada crisis de la modernidad acaso
radica radicalmente en que sus valores y bienes han dejado en parte de ser
auténticamente presentes, verazmente atractivos o creídos con fe viva o
solicitados de forma eficiente .mientras que los bienes y valores llamados a
sustituirlos todavía no se presentan en la claridad de su rotunda nitidez. La
historia ha conocido ya antes, como hoy, otros periodos de aguda confusión y
escepticismo, de desilusión y desencanto. Desórdenes anímicos que sobrevienen
cuando los valores vigente de una cultura vacilan o empiezan a ser sustituidos
por los valores nuevos que habrán de tomarles el relevo real en el tiempo.
Empero, en la muerte de la modernidad la
desilusión ha de ser sustituida por el entusiasmo del inicio, el cual no puede
expandirse hasta desarrollar cabalmente su idea o concepción del mundo cabal,
como otra filosofía de la madurez de la vida, que remplace a la filosofía
juvenil de la moderna, que se ha vuelto o senil o en el caso riesgosa
profundamente infantiloide, irresponsable y evefrénica –aunque levantando,
conservando y superando en otro nivel o en otro registro su momento de verdad.
En un sentido fuerte la crisis de la cultura
moderna es una crisis social, pues se concentra igual en el individualismo
feroz del solipsismo monadológico en cuyo furor fáustico o desmesura (hibris)
se da una patética regresión del hombre hacia la animalidad (género próximo,
pues consiste meramente en el imperativo de expandir el radio de la propia
libertad del sujeto... motivado por... la voluntad de dominio, por las razones
que aduce el fantasma romano del poderío del individuo –la cual, además de caer
en el vicio contrario del muégano del gregarismo esta destinada a romper
también con los lazos de fraternidad de la comunidad, rompiendo así las
relaciones de simpatía y axiológicas con el prójimo, con el próximo y el
cercano.
No es posible alterar los módulos vitales de
la existencia humana sin causar algún desbarajuste en su imagen histórica
completa. La modernidad se dio a la tarea de ensanchar el módulo de la vida
correspondiente a la edad juvenil, tiempo del goce y del experimento creador,
es verdad, pero también de la irresponsable apetencia del tiempo. La madurez,
que es propiamente la edad de las pasiones, requiere para su perfecta
florescencia de que algunos módulos vitales no se alteren en lo absoluto, dando
con ello cause a que las pasiones crezcan firmes y se fortalezcan a su tiempo.
Más que la aceleración, pues, requieren del retardo, de la maceración interior
que da a los frutos espirituales su perfecta plenitud. Filosofía, así, no del
vértigo y de la aceleración juvenil, de la distancia y el retardo, de la
lentitud en la cual las pasiones pueden vivirse con una consistencia
literalmente infinita. Época, pues, en la que no falte tiempo para todo, sino
en la que para todo sobre el tiempo y no haya un instante para nada –y cuyas
condiciones de posibilidad están inscritas en el suelo mismo de la querida
provincia mexicana.
No queda así, en la previsible alborada de la
nueva edad que se inicia, empezar por rearticular una filosofía de la salvación
de las circunstancias, de la libertad hacia el bien que, conservando el fruto
más puro de la filosofía moderno-contemporánea, que es el de la libertad y de
los derechos individuales, pueda subir un escalón más en la evolución del ser
humano. Arribar pues así a la meta en donde se prescribe un nuevo derecho: no
sólo a la autonomía formal del carácter (Hegel) sino sal derecho de la libertad
de realización de cada individuo y de cada comunidad: el derecho pues, de
llegar a ser lo que realmente se quiere, atendiendo el individuo y la sociedad
para ello a las características, a las aptitudes y predisposiciones carácter de
cada miembro del grupo –para que cada sujeto así realiza el destino inscrito en
su naturaleza, enderezado en un sentido benéfico para el mismo y la sociedad.
No queda entonces
sino impensar por sentar las bases de una comunidad de libertad hacia el bien,
que fortifique los lazos de hermandad y comunidad entre los hombres –guiándose
para ello del rescate filosófico de las esencias, de las sustancias y de las
diezmadas especies del mundo en torno, animal vegetal y mineral pero también
del mismo paisaje inanimado, no menos que de la naturaleza humana bien formada.
Esta tarea incube sobre todo al órgano constituido por las Humanidades
(Historia, Literatura y Filosofía), pues es acaso la verdaderamente única de su
competencia específica y de su conocimiento eminente de la realización de la
libertad humana hacia la dirección ascendente del bien.
Imposible tomar a la cultura como una
herencia de signo positivo en todos los casos .por el simple hecho de estar
partida la naturaleza humana en la raíz misma de sus ser por las posibilidades
de lo bueno y lo malo. La cultura está marcada también por s doble signo,
impregnando en uno u otro sentido toda obra o acción individual o colectiva,
toda creación y toda gesta de la humanidad.
La cultura que en su inspiración y espíritu
resulta bondadosa, como todo lo humano puede cambiar de signo, pervirtiéndose
cuando mana de la voluntad de poderío, cuando se hace cómplice de la soberbia o
de la dominación o de la codicia, cuando se abisma en el espejo abismado de
Narciso o cuando queda preso en el oscuro calabozo de la desesperación o
incendiada por los grilletes combustibles del resentimiento.
De la cultura pasada, clásica y moderna,
cabe rescatar aquello que consideremos bueno desde el punto de vista de los
bienes que nos propongamos realizar en el futuro –pues valores y bienes ideales
en el presente siempre estarán en renovación incesante, no siendo sino la sobra
anacrónica que arrojaran sobre el pasado las realizaciones futuras.
Tal rescate ha de tener como línea de
continuidad y como rasgo articulador la unidad de lo que se entiende por la voz
“hombre” por la vos “ser humano”. Se trata de la misma enseñanza dejada por
Alfonso Reyes y por José Vasconcelos: la convicción de que la cultura mexicana,
esa patria temporal e histórica, es la heredera legítima de todas la culturas
de occidente, y que como cultura cosmopolita de glorioso pasado prehispánico,
ha de realizar el anhelo de la nación: ser la cultura mexicana por su destino,
por sus predisposiciones a aptitudes de carácter, un modelo de la verdadera
cultura universal por venir.
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