XIII.-
La Revuelta de las Ideologías:
Dos
Razas en Pugna: los Hijos de las Tinieblas y los Hijos de la Luz
Por
Alberto Espinosa Orozco
XXXVIII
Hay así, esencialmente, dos clases de
hombres, de tipos humanos, o dos razas, dos pueblos antagónicos, en una
fundamental lucha de clases espiritual, que estaría en el cimiento mismo de la
moralidad. Las dos razas en oposición pueden figurarse mediante la analogía de
los dos hijos de Abraham: por un lado, el hijo de la esclava Agar, que
representa la Jerusalén terrestre, que es el hijo procreado según los deseos de
la carne, cuya raza es representada alegóricamente por el monte Sinaí. Por el otro, el hijo de la mujer libre, de la
hermosa Sara, que llamaba a su marido “mi señor”, imagen de la madre que
representa a la Jerusalén celeste, la de allá arriba, quien procreó según la
promesa del Espíritu a Abraham, cuya raza es representada por el monte Sinaí.
El hijo según la carne, sin embargo,
perseguía y molestaba al hijo según el espíritu. Ello debido a que en los
hombres carnales mana la mala cualidad colérica, y mana bajo la forma del
orgullo, que es la hinchazón del pan con levadura, pues la levadura hace
fermentar e hincha toda la masa. Es también la cualidad que hace a los hombres
estar como hechizados, están como fascinados por la carne para no obedecer a la
verdad (Gálatas 3.1). Hijos de la desobediencia, pues, que estando en la
ignorancia se conforman con las obras de concupiscencia.
Por el contrario, la raza de los hijos de
Abraham son así los hombres de fe –lo que incluye por tanto a los gentiles,
justificados por Dios por la fe. Se trata de los espirituales, de los no
carnales, cuya masa es sin levadura, pues ni se vanaglorian ni se envidian unos
a otros (Gálatas 5.26).
Los espirituales son el linaje elegido, es
el pueblo ganado, que ha salido de las tinieblas de los deseos de la carne que
batallan contra el alma a la plena luz
de la caridad y de la verdad, y que son como piedras vivas para edificar la
casa espiritual, que en tiene en Sión la piedra angular, principal, escogida y
preciosa, pues quien ella cree no será burlado o confundido (1ª Cata de Pedro
2.6).
Porque los espirituales son el pueblo de la
fe, rociados con la sangre de Nuestro Señor Jesucristo, el cual sana de los pecados por sus heridas y quien
al resucitar de entre los muertos, de acuerdo al dogma central de la metafísica
cristiana, da la esperanza de la salvación en el postrimero tiempo, que es la
promesa de su herencia para el hombre nuevo, reengendrado con gran
misericordia: la herencia de la Jerusalén celestial, que es inmarcesible y que
no puede contaminarse. Porque de los espirituales será la salvación, alcanzada
por medio de la fe, que es la salud de las almas, para quienes la vida tiene la
forma analógica de un viaje de peregrinación en la que su fe es puesta a prueba
en la aflicción y el temor de las diversas tentaciones, que es una prueba de
fuego como la que se hace con el oro, para la gloria y la honra –porque en el
día postrimero Dios juzgara a cada uno según sus obras. Porque no puede ser
Dios ser burlado: si alguien piensa de sí mismo que es algo no siendo nada, sólo
se engaña a sí mismo; porque lo que el hombre siembre eso mismo cosechará, si
siembra para la carne, segará de la carne corrupción; más si siembra para el
Espíritu cosechará en cambio vida eterna (Gálatas 6.3-8). Pero aún así, hay
quienes sembrado cizaña piensan que cosecharan trigo.
Camino de salvación, pues, que implica
deshacerse del hombre viejo, del hombre vulgar, pagano, desechando para ello
toda malicia, todo engaño, todo fingimiento, toda envidia, y toda maledicencia,
usando para ellos la libertad como siervos de Dios(1ª Cata de Pedro 2.1: 2.
15). Formación de la conciencia, pues, que implica una transformación
religiosa, que al crucificar la carne y el mundo da lugar al hombre nuevo,
reengendrado, viviendo en justicia estando muerto para los pecados.
XXXIX
Al igual que al árbol se le conoce por sus
frutos y no por sus hojas, al hombre se le conoce no por sus dichos, sino por
sus obras. Vale por tanto la pena insistir en las obras inspiradas por cada uno
de los espíritus que se encuentran en pugna en la naturaleza humana y que,
según domine ella uno u otro, determinan su filiación al pueblo rebelde,
pagano, de los hombres viejos, carnales, hijos de la ira, o al pueblo santo
hijos de la fe. Criterio moral también, de cuño netamente religioso, que nos
advierte que vivir espiritualmente es ser continente, no haciendo lo que la
carne desea, pues la carne desea cosas contrarias al espíritu, mientras que el
espíritu desea cosas contrarias a la carne –por lo que el deseo de la carne y el espíritu se
oponen esencialmente entre sí, no siendo
posible así hacer todo lo que la carne desea, hacer todo lo que se
quiere, o lo que le venga a uno en gana, que es la norma de la contención o el
ser continente, razón de ser profunda y de fondo del ascetismo religioso
(Gálatas 5.17).
Las obras de la carne son aquellas donde
domina la mala cualidad de la naturaleza, y son bien conocidas: fornicación,
impureza, lascivia, idolatría, hechicería, enemistades, discordias,
rivalidades, arrebatos de cólera, pendencias, divisiones y facciones, envidias,
homicidios, borracheras, orgías y otras cosas parecías a esas, cosas que son
consideradas como pecados y a quienes las cometen, también llamados hijos de
desobediencia, son propiamente hablando los rebeldes religiosos. o los hijos de
Agar, no heredarán la tierra prometida, que es la Jerusalén celestial, que es
el reino de Dios (Gálatas 5. 19-21).
Tal sería la raza de los pueblos paganos, de
la estirpe de Caín, de Esaú, de guasón Ismael. También se les ha figurado como
hijos del malo, como hijos de la ira, nacidos de la mala cualidad de la
naturaleza silvestre, como hijos del mundo cuya semilla es mala, como lo es la
cizaña. Se trataría así de los hombres viejos, no renacidos, que no escuchan la
palabra de Dios porque no son de Dios, desatentos a la voz del pastor porque no
son de sus ovejas. Que se burlan de la palabra de Dios porque son vulgares
paganos. En una palabra, es el pueblo que está dormido, enyerbado, hechizado
para no aceptar la verdad, dejándose llevar por los deseos de la carne, por el
espíritu de la rebelión y que en su necio orgullo han despreciado a Dios.
Y al despreciar al Dios, al que es desde el
principio, indican que han sido vencidos por el maligno y aman al mundo y a las
cosas del mundo, indicando conversamente con ello que el amor de Dios no está
en ellos. Porque lo que está en el mundo es la concupiscencia de la carne y de
los ojos y soberbia de la vida, cosas que pasan y que no son del Padre, que no
permanecen, pues quienes las hacen no hacen la voluntad de Dios, pero quienes
las hacen permanecen por siempre (1ª Carta de Juan 2. 17). La ley de Dios está
así hecha para distinguir lo que el pecado y reprobarlo; no para los hombres
justos, sino para los impíos: para los injustos, para los criminales, para los
desobedientes, para los pecadores, para los malos y contaminados (profanos),
para los parricidas de padres y madres, para los homicidas, para los
fornicarios, para los que se contaminan con varones (afeminados), para los
embusteros (que son ladrones de hombres o ideólogos), para los mentirosos y los
perjuros, y para los que hacen cosas similares contrarias a la sana doctrina,
que cierta y que merece aceptación universal, absoluta. (1ª Carta a Timoteo 1.
9-10). Porque contrario a la prohibición es el mandato de guardar la fe y de
tener buena conciencia, cuyo fin es el amor fraterno y la caridad. Porque la
caridad y el amor proceden de un corazón puro y de una fe sincera.[1]
Hijos de rebelión, pues, cuyas obras son
inexcusables, porque al conocer lo que de Dios puede conocerse no le
glorificaron ni le han dado gracias.[2] Porque la humanidad en pecado se aleja de
Dios, pues la culpabilidad de los paganos estriba en tener la verdad presa en
la maldad, resultando una raza de hombres impíos e inicuos, irreligiosos e
injustos, ladrones y maledicentes, presas fáciles de la amargura, el enojo y la
ira -como aquellos frutos malos, como aquellos árboles que no dan fruto a su
tiempo y que, ya secos, serán entregado a las llamas. Por lo que no hay que
tener parte en las obras infructuosas de las tinieblas, sino que es mejor más
bien reprobarlas –y mejor que mejor vivir en la luz del Señor, porque el fruto
de el Espíritu es en bondad, justicia y verdad (Efesios 5. 9-11), siendo
fuertes en el Señor, vestidos de la armadura de Dios para poder resistir todas
las asechanzas del diablo –porque la lucha no es sólo con sangre y carne, sino
con principados, potestades, con los gobernadores de las tinieblas de este
siglo y con las malicias espirituales en los lugares altos (Efesios 6. 12).
Porque como riñe en la naturaleza la buena y
la mala cualidad, cuando la naturaleza dispone de un hombre culto e inteligente
dotado de bellas prendas, el demonio se presta a seducirlo con placeres
carnales, con la soberbia, la ampulosidad y el orgullo, con la apetencia de
riquezas o de poder, venciendo de tal forma la cualidad colérica sobre la
buena, creciendo de su sabiduría el error o la herejía que se burla de la
verdad, disponiendo en gran error en la tierra, que es justamente el estigma
que marca a las ideologías contemporáneas, derrengadas en el falso principio de
la cólera o en la moral hedonista de los placeres sensuales.[3]
XL
Por su parte, las obras del espíritu, que
nacen al librarse del yugo de la esclavitud, que es el pecado, son las obras de
la caridad. El hombre es así llamado a la libertad, no para servir al yugo de
la carne, usando a la libertad como pretexto (moral de la libertad
incondicional), sino para servirse los hermanos unos a otros, amando al prójimo
como a uno mismo –precepto en el que se cumple la ley (Gálatas 5.14) Porque en el hombre domina el espíritu de la
verdad o el espíritu del error, los cuales están en lucha en el hombre,
opuestos entre sí. El espíritu de error domina a los hijos de Caín, que hacen
pecado y no hacen justicia, y que no son de Dios, sino hijos del diablo. Porque
la figura de Caín es la del hijo del diablo, la simiente de los cainitas, quien
mató a su hermano Abel, porque sus obras eran malas y las de su hermano buenas.
Y así, el que está en pecado es del diablo, porque el diablo peca desde el
principio (1ª Epístola de San Juan 3.8).
En cambio quien está en el espíritu de la
verdad no peca; y espíritu de verdad está en el Hijo, y quien permanece en él
no peca y hace justicia -pero el que peca no ha conocido al espíritu de la
verdad, ni a Dios, ni al Hijo. Así, los que son simiente de Abraham, de Isaac,
de Jacob, son los que no hacen pecado, los que son hijos de Dios, y no hacen
pecado, porque su simiente mora en ellos
y están en su raíz y están en la luz. (1ª Epístola de San Juan 3.9-12). El que ama a su hermano es hijo de Dios y
está en la luz y no hay escándalo en él, porque Dios es luz y en él no hay
ninguna tiniebla -pero quien dice estar en la luz y no ama a su hermano está en
las tinieblas todavía y cegado por las tinieblas no sabe a dónde va, porque
quien no ama a su hermano está en la muerte y quien aborrece a su hermano es un
homicida y no tiene vida eterna permanente en sí, porque no está en el Hijo,
mientras quien está en el Hijo tiene vida eterna (1ª Epístola de San Juan
2.9-11; 5. 12).[4]
Porque el que ama conoce a Dios, porque Dios
es amor y el que mora en amor mora en
Dios y Dios en él; y no tiene temor, hecha fuera el temor, porque el que no es
perfecto en amor tiene temor, porque el temor tiene castigo (1ª Epístola de San
Juan 4.8; 4.16). Y de ahí el mandato, el deber, de que quien ama Dios ame
también a su hermano, porque si nos amamos los unos a los otros Dios está en
nosotros y en nosotros es perfecto su amor –porque nos da su espíritu,
conociendo que moramos en Él y Él en nosotros. Pues tal es el mandato: el
amarse los unos a los otros, porque el amor es de Dios. Si andamos en la luz,
como Dios está en la luz, tenemos comunicación y comunión unos con otros,
confesando nuestros pecados –y la sangre de Jesús nos limpia de todo pecado, de
toda maldad, y el que es fiel y justo nos perdona nuestros pecados –pero el que
dice tener comunión con Dios y anda en tinieblas miente, y miente también y se
engaña a si mismo quien dice no tener pecado, y no hay verdad en él (1ª
Epístola de San Juan 1.7-10).
Vivir espiritualmente tiene así una
condición negativa: no vivir haciendo lo que la carne desea –e inversamente,
vivir conforme a lo que la carne desea es no vivir espiritualmente. Las obras
del espíritu de mansedumbre son aquellas llevadas a cabo por el pueblo guiado
por la conciencia moral, cristiana, por el pueblo de la fe, siendo tarea
fundamental de la educación formar y fortalecer el desarrollo de tal
conciencia, no sólo como conciencia individual, sino como conciencia colectiva,
de una raza, de un pueblo, santo, escogido por Dios desde antes de la fundación
del mundo.
Las obras de los hijos de Abel, humilde y
temeroso de Dios, de la raza de Isaac y de Jacob, la raza de los hombres
piadosos, son aquellas que producen dulces frutos de fraternidad, de amor y paz
entre los hombres. Tales son las obras de la caridad, la alegría, la paz, la
paciencia, la benignidad, la bondad, la lealtad, la mansedumbre y la
continencia –cosas para la que no ley que pueda contravenirlas (Gálatas 5.
22-24). Obras cristianas, en una palabra, que florecen al tener los
espirituales a las pasiones, a las concupiscencias y al mundo, crucificados
–por lo que ellos también están crucificados para el mundo (Gálatas 6.14).
Hombres, pues, guidaos por el espíritu de mansedumbre, cuya regla es la paz y
la misericordia, y no desmayar haciendo el bien a todos –mayormente a los de la
familia de la fe (Gálatas 6. 10).
Se trata, en efectos de los hijos de
Abraham, de los hijos de la fe .en el que entran los gentiles, pues son
Justificados por Dios por la promesa del Espíritu por la fe en Jesucristo,
quien se dio a sí mismo en sacrificio para liberarnos del siglo malo y de la
generación de los adúlteros, también para por virtud de la fe llegar a ser un
solo cuerpo en Cristo. Que tal es la Iglesia, la raza de Abraham, los hijos de
Jacob, la Israel celeste, redimidos por el sacrifico de Cristo para ser
adoptados como hijos por el Padre, que pone su espíritu dentro de su corazón,
para reconocer a Dios y ser reconocidos por Él.
Raza del espíritu, podría decirse a la zaga
de Vasconcelos, escogida por Dios Padre antes de la fundación del mundo para
que en amor fuésemos santos y sin mancha delante de Él (Efesios 1.4). Así es
preciso para aquellos despojarse del hombre viejo, abandonando la pasada manera
de vivir, por ser tal hombre corrompido conforme a los deseos engañosos, con el
entendimiento entenebrecido, andando en la vanidad de su mente y ajenos a la
vida de Dios por la ignorancia que hay en ellos y por la dureza de su corazón;
preciso, pues, renovar el espíritu del entendimiento para vestirse del hombre
nuevo, creado conforme a Dios en justicia y en verdadera santidad (Efesios
4.24).
XLI
De acuerdo a la doctrina cristiana la virtud
del alma es el conocimiento de Dios, porque el que conoce es bueno y piadoso.
Por lo contrario, el vicio del alma es la ignorancia de Dios, la enajenación de
Dios; una especie de ceguera consistente en ser indiferente al conocimiento de
los seres, de la naturaleza y del bien, que es el amor y la luz –ignorancia del
alma que es su la ceguera, que es vivir en las tinieblas y en el del alma
apertrechada en el desdén y la ignorancia de Dios (asebia). Ignorante de sí
misma, desconociendo su propia naturaleza, el alma se convierte entonces en
esclava de sus pasiones, amando más los cuerpos que al espíritu, sufriendo las
violentas sacudidas del cuerpo, siendo determinada por sus impulsos orgánicos o
llevando el cuerpo como una carga –no pudiendo así gobernarse, sino siendo
gobernada (heteronomía de la voluntad y pérdida de la libertad). Porque al ser
mancillada por las pasiones del cuerpo el alma es arrastrada hacia abajo y
queda separada de su verdadero yo, engendrando el olvido, que la vuelve mala,
dejando por tanto de participar de lo bello y de lo bueno.
El que se reconoce a sí mismo, quien toma el
camino del centro, se conocerá como hecho de luz y vida, de alma y
entendimiento, comprendiendo la naturaleza de los seres y conociendo la belleza
y la bondad de Dios, quien reina en el lugar abierto de la luz serena, en la
región sublime. Así, quien va hacia sí mismo va también hacia Dios, hacia la
luz y la vida. El fin del hombre que busca el intelecto es reconocerse a sí
mismo, y aprender a conocerse como hecho de luz o entendimiento y de alma y
vida inmortal. Es por ello que la inteligencia santa (Nous) está con los
buenos, puros, misericordiosos y piadosos –siendo propicios al Padre por vía
del amor celeste, al que dan gracias por medio de bendiciones e himnos con
afecto filial. La inteligencia lleva así en cierto modo a odiar los sentidos,
pues al conocer las operaciones de éstos en el cuerpo se llega a saber que son la fuente de las tentaciones
que acosan o asaltan -contando para ello, como de una defensa, con el Guardián de las Puertas, que cierra la
paso a las acciones malas o vergonzosas, ayudando a que las pasiones de los
sentidos no consumen sus efectos.
Por lo contrario el pecado, que es el vicio del alma, consiste en
instalarse como en el vacío, en la nada o en la indiferencia; llamado estado de
vacío neutral donde ni se participa del bien, ni se gusta de la inmortalidad,
que es indiferente a la belleza imperecedera y no comprende el Bien. Ignora,
así, que el principio del Bien (que es el Padre) es el querer bueno, el querer
la existencia libre de todas las cosas, siendo su señal distintiva ser
conocido, atrayendo el alma de los hombres para purificarlas y esencializarlas
–porque Dios no ignora al hombre, sino que lo conoce bien y quiere ser conocido
por él. El conocimiento de Dios, en efecto, es saludable para el hombre y sólo
en virtud de tal conocimiento el alma llega a ser buena.
Si en algo consiste el pecado es en la
transgresión de un orden, en el romper con un límite, en violar una norma de
aplicabilidad universal -o en romper o profanar algo sagrado: tanto en el orden
de las relaciones sociales del trabajo, de la familia o del matrimonio. La
experiencia del pecado, por todos conocida, consiste así en la de ir más allá
de algo, siendo en este sentido una verdadera experiencia metafísica: es tocar,
es penetrar, o ser penetrado, por el otro lado del espejo. Debilidad del alma
que, siendo tentada, succionada por el maligno encanto del mundo, movida por el
frenesí de la novedad o del instante, se sumerge en regiones prohibidas o
desconocidas, y cuya consecuencia más palpable es el sentimiento, terrible, de
la angustia o de la desesperación.
El alma que se separa de sí misma, o que se
desconoce a sí misma, a la vez se fuga o se fragmenta y se refugia en la mudez
o en la vanidad, como una suerte de blindaje y de defensa que, en su extremismo
y/o excentricidad, se aferra desesperadamente a la garantía segura de su yo,
apertrechada en el cual no reconoce que es presa de los movimientos del alma
inferior, ni de su propio pecado –ya sea en alardes de cinismo, de narcisismo,
de ampulosidad o de orgullo; acuñando así un falso concepto de la libertad,
pensada como libertad contractual o como mero derecho de paso; es decir, como
un permiso para pensar o hacer que al ser sancionado desde fuera no implica
responsabilidad individual alguna, extendiendo en cambio una carta en blanco a
la secrecía; también endureciendo el corazón en el sentido de cerrarlo, para no
hablar, en no dar razones de ser –pero a precio de inaugurar con ello la cárcel
autocontenida del confinamiento, de la opacidad y la dureza de la orfandad, que
busca sólo en la nuda existenciariedad, o la expansión de su propia voluntad
(voluntarismo). Su contrario es la
visión lúcida, la conciencia del propio pecado, el entendimiento de la ley
moral y del reconocimiento y arrepentimiento de las faltas, que da como fruto
la verdadera libertad, ascendente y responsable.
El error estriba en amar el cuerpo, que es el
error del amor, del amor terrestre, del eros pandémico, porque entonces el alma
permanece en la oscuridad, errante, sufriendo el cuerpo en sus sentidos las
cosas de la muerte –pues la fuente de donde procede el cuerpo es la fría
humedad, el barro, que es en donde calma su sed la muerte; y es por tal falta
que hace errar al amor por lo que los que están en la muerte van hacia la
muerte. Es por ello que no oyen al intelecto y la razón por la que el intelecto
se aparta de los insensatos, de los malvados, de los viciosos, de los
envidiosos, de los codiciosos, de los homicidas e impíos, dejándolos ser
atravesados en sus sentidos por el aguijón de fuego del Genio Vengador, que
como una llama consume y tortura e impulsa a dirigir el deseo hacia apetencias
sin límite, peleando en las tinieblas, sin que nada pueda darle satisfacción,
sin poder abandonar por tanto el espíritu de engaño, las ilusiones del deseo,
la ostentación del mano con miras ambiciosas, la audacia impía y la temeridad
presuntuosa, los apetitos ilícitos que produce la riqueza y la mentira que
prepara las trampas.
XLII
Época de aguda, de profunda decadencia es la
nuestra, en la cual los hombres sufren la carga histórica de la pecaminosidad y
su presión generacional, todo lo cual afecta con fenómenos de adulteración a
los mismos productos de la cultura, los cuales al perder sus notas esenciales
se convierten en subproductos o caricaturas de sí mismos, corrompiendo y
afectando todo ello a la cultura misma en su conjunto (la secularización
desviada). De tal suerte, la educación y formación del alma humana se convierte
en adiestramiento; la libertad en permisión y esclavitud; la utopía en
adoctrinamiento; el socialismo en burocratismo; la filosofía en intimidación;
el arte en culto a lo feo; la originalidad en uniformidad –en todo lo cual
puede verse una retrogradación dl hombre hacia la esclavitud de las pasiones y
la animalidad. Y así, por razón del feroz inmanentismo contemporáneo, quedará
el hombre viudo de sus dioses, absteniéndose de toda práctica religiosa y de
todo acto de piedad, sin que nadie levante ya sus miradas al cielo
–prefiriéndose entonces las tinieblas a la luz, tomando al hombre impío como un sabio, al hombre piadoso como
un loco, el loco frenético como un valiente y al peor criminal como un hombre
de bien. Crisis contemporánea y nuestra en que el mundo mismo acusa los
estragos de la vejez, signado por la irreligión y el inmoralismo, donde la
religión del espíritu será vista como pura vanidad y motivo de risa,
cundiendo el desorden y la confusión
irracional de todos los bienes y donde el hombre mismo en masa desconocerá su
propia naturaleza, dando el espectáculo de seres sacados de su centro, de la
enajenación mental y de doblez, en toda una compleja sintomatología plagada de
profundos desequilibrios e inequívocos signos de confusión, degeneración, exasperación
e insatisfacción, donde el mismo amor natural entre los seres humanos se
enfriará y el hombre se encontrará luchando contra partes enfrentadas de sí
mismo o desconocerá el centro espiritual de sí mismo debido a su ignorancia de
la diferencia bien y del mal, ceguera no
comparable a no poder discernir lo blanco de lo negro o la luz de las
tinieblas.
[1]
[1] Que tal es también la buena milicia, dar el buen combate de la fe: hacer lo
que resulta agradable a Dios. Porque Dios es uno solo y es una sola su ley y su
misericordia, cosa que saben todos los hombres que llegan al conocimiento de la
verdad. Y lo que a Dios agrada es la oración, de petición y suplica y de acción
de gracias, vivir en piedad y honestidad, pues la piedad en todo aprovecha, y
ser hombres respetables e irreprensibles, sin hipocresía, no dados a las
borracheras, ajenos a la avaricia, a las sórdidas ganancias codiciosas y sin
orgullo –porque el amor al dinero es la raíz de todos los males, que descarría
a los hombres y los hace altaneros, llenando sus almas de profundas y dolorosas
heridas. (1a Carta a Timoteo 6. 9-10).
[2]
El argumento teología es el siguiente: que a pesar de que Dios es un Dios
invisible, sus atributos, así como su eterno poder y divinidad se han hecho
visibles a la inteligencia de los hombres, a sus criaturas, desde la creación
del mundo, por lo que su ignorancia resulta inexcusable. Su castigo: volverse
estúpidos en sus razonamientos, desmayados en sus discursos, siendo
entenebrecido su tonto corazón, pues diciéndose sabios se volvieron locos e
insensatos e idólatras, adorando no al Dios incorruptible y eterno, sino a
imágenes de hombres corruptibles o de animales y reptiles. Por lo que como
castigo Dios los entrega a las concupiscencias de sus corazones , a la impureza
y a la inmundicia, dejándolos abandonados a sus vergonzosas pasiones contra
natura, para que recibieran en su carne el premio de su error. Ignorantes de
Dios que no tuvieron a bien tener a Dios en sus pensamientos, Dios los abandonó
a las perversas inclinaciones de su entendimiento para hacer lo que no
conviene, lo que no se debe, lo que no aprovecha espiritualmente: entregándose
ellos mimos a toda iniquidad: a la envidia, al homicidio, a la discordia, al
engaño, a las malas costumbres, a la fornicación, a la maldad, a la avaricia, a
la discordia, a la malignidad; volviéndose murmuradores o chismosos,
aborrecedores de Dios, soberbios u orgullosos, altivos o jactanciosos,
injuriosos, desobedientes y rebeldes a sus padres, insensatos, desleales, sin
afecto natural o desamorados, implacables y sin misericordia y duros de corazón
–sabiendo sin embargo que los que hacen tales cosas son dignos de muerte o
irredentos. Romanos 1. 19-32.
Impenitentes que por su dureza de corazón no fueron inducidos a
arrepentimiento, a pesar de la bondad de Dios que, sin embargo, dará a cada
quien según sus obras; a los rebeldes a
la verdad, a los díscolos y contenciosos que obedecen a la mentira y son
dóciles a la injusticia, a los que juzgan haciendo las mismas cosas que
condenan, Dios pagará con ira e indignación; a los que perseveran haciendo
obras buenas, buscando gloria, honra e inmortalidad, pagara con la vida
eterna. Romanos 2. 1-9.
[3] Jacobo Boheme,
Op. Cit., Pág. 8.
[4]
El que tiene bienes y ve a su hermano en necesidad y le cierra su corazón,
muestra que el amor de Dios no permanece en él (1ª Epístola de San Juan 3.17).
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