¿Cultura o Hipnosis?
Por Alberto Espinosa Orozco
“Se conducen despiertos
como gente dormida,
que mira cada uno su mundo
personal, mientras que la gente despierta
sólo tiene un mundo, que
les es común.”
Heráclito
I
En la
civilización moderna, materialista y mecánica, el espíritu y la cultura han
sido boicoteados por otras potencias que quisieran si no tomar su lugar cuando
menos suprimirla o desactivarla. La filosofía académica ha cedido, por
desgracia, a tal tentación al conceder la debilidad de la cultura, todo lo cual
se condensa en el dictum de Max
Scheler: “El espíritu es lo más valioso
pero lo menos potente; el instinto es lo menos valioso pero lo más potente”.
Pérdida de fe en el poder del espíritu y de sus agentes, que abre el paso al
vértigo de la voluntad de poderío, ciega para los valores y para el espíritu de
la humanidad en que aquellos encarnan. Consecuencia inevitable:
desbarrancamiento del hombre moderno en el afán de producir, motivado por la
idea del progreso –ese gran compinche del afán de consumo. Y del afán de
producir y por supuesto de consumir, salto mortal a una vida prácticamente en
todo irracional, en medio de cuyo abismo se abre la regresión del hombre a la
animalidad y a la desnaturalización, consecuentemente de su propia esencia o
naturaleza, patente en las filosofías de moda, epicúreas, cínicas, las cuales
en nuestras latitudes han tomado, por la especial conformación de nuestra
psicología, extraños atuendos, los cuales van desde el pelado hasta el pachuco,
pasando por toda una gama actoral de simuladores y farsantes, de gesticuladores
y cómicos de salón, los cuales se pasan la vida usando, y usufructuando,
prendas que les son por completo ajenas –ante lo cual no es extraño ver a una
serie de transformistas que han doblado su personalidad y psicología, doblez
que se desenvuelve en dos mundos que no tienen contacto real entre si, el mundo
de su ficción personal presidenciable, donde se auto adjudican una magnitud y
un valor sin fundamento objetivo alguno, y el de la cruda realidad de
gutierritos de café pensionados con alguna colección de pancholres y demás
bonitos mensuales que dan alguna consistencia a su cruel Disneylandia
imaginaria. Cultura subjetiva, es verdad, donde se vuelve ininteligible el modo
de vida, y por lo mismo difícilmente comunicable, al no estar sujeto a norma o
credo preestablecido alguno, y caracterizada por un positivismo primitivo cuyo
negativismo resentido filtra de los hechos y de las personas y por sistema
aquellos que no agreden radicalmente su particular fantasía personal sobre si
mismos, convirtiéndose así sus grupos de convivencia en verdearos guetos de la
ficción la beberecua y el irrespeto carnavalesco, aderezando sus costumbres
publicas y sociales, empero, con
ingredientes que resultan a la postre agriamente disolventes. Y así es
que van por la vigilia como quien anda dormido, hechizados, hipnotizados,
alienados entre los cometas centellantes de su propia fantasía individual,
rasgo al que hay que añadir otro: el de la frustración, manifestado en obras y
personalidades fermentadas, por completo faltas de verdadera solidaridad
humanista y de desarrollo. Psicologías, pues,
proclives a la histeria colectiva y que asemejan una colección de
tepalcates hundido entre la borrosa polvareda de sus irracionales modos de
actuar. A tales costumbres, marcadas por lo mismo con el sello de lo temporal,
de lo que es pero podría haber sido de otra manera, de lo contingente y
azaroso, sólo les seduce en realidad una
instancia: la historia, único carro transitorio en el que podrían subirse para
estar al lado de los vencedores –dejando por ello completamente a un lado la
cultura de tipo geométrico, objetivo, con jerarquías definidas, que repugna del
oportunismo al estar fundada en una tabla de valores rigurosa, eterna e
inconmovible.
II
Así, resulta
imprescindible la defensa de las culturas de tipo geométrico contra las
culturas de tipo histórico, la cultura de la gente despierta que tiene un solo
mundo que les es común. Contra las culturas de la gente adormecida por sus
deseos o aletargada por el consumo, las cuales resultan tan variopintas como
los gethos rurales y tan angustiosas e impenetrables como las posibilidades de
la angustia .
A la cultura
onírica (coloreada más que de tonos locales o de historia regional de meros
fragmentos biográficos) se opone por naturaleza la verdadera cultura: a la
cultura universal y a la cultura animi.
El rasgo definitorio de la verdadera cultura no es sólo ser una cultura de
verdad (formadora del hombre) sino ser una cultura de la verdad: una cultura
objetiva que participa de una misma realidad, de una misma orientación y
jerarquía de valores, ecuménica, única, universal. A su lado irremediablemente
brota, como la mala hierba, la pluralidad de las culturas históricas con sus
leyendas de café e infamias de alcoba. La cultura onírica da como resultado
creaciones amorfas de seres oscuros e introvertidos, retorcidos o macilentos,
cerrados y roídos por el diente del tedio, del aburrimiento o del
adoctrinamiento, pero que en el fondo no hacen sino mirar dentro de sí mismos,
ensimismados cada uno con el juguete de su mundo personal –como seres en el
fondo aislados, dominados por su fuerte vida impulsiva y orgánica, pero que
perciben y juzgan la realidad según criterios oníricos, que son los suyos y
únicamente los suyos.
Característica
de toda cultura histórica es el sueño como símbolo de aislamiento, de
coincidencia de los gruesos procesos orgánicos de trasformación y fermentación,
también de regresión al estado prenatal y embrionario. El poder del sueño
estriba, en efecto, en el retorno a la unidad biológica primordial, al estado
paradisíaco de la creación sin conciencia, o al estado en que la vida no estaba
separada de la conciencia, siendo por ello el símbolo máximo del recogimiento
interior, de la autonomía y de la creación. Es cierto asimismo que en el sueño
no existen propiamente ni libertad, ni drama, ni pecado –donde se es inocente
bestia angélica o ser sin bautismo, como quería Rimbaud. También lo es que la
hibernación y el sueño son experiencias estáticas o “en circuito cerrado” en
que hay máxima economía o donde la vida ni se desperdicia, ni se desborda, ni
se proyecta hacia fuera –siendo por ello para Occidente símbolo de pereza, de
tontería o de esterilidad espiritual. Dormir entonces significa privación,
pretender una vida regalada y hablar de oídas siguiendo el dictado de las
voces: de las convenciones históricas. Es entonces estar en el error y lejos de
la verdad , preso en el mundo rígido de
los ritos o de los juguetes de cuerda –mientras que la vita nuova significa salir
del sueño y de la muerte que implica por la virtud del amor. Porque el dormido
desea, que duda cabe, pero propiamente no quiere al quedar anulado el poder
actuante de la voluntad, y lo que desea no es amar, sino imperar –todo ello,
por supuesto, en un mundo de fantasmas.
La cultura de
la vida es por lo contrario otra cosa: es el orbe de los “grandes despiertos”,
de aquellos hombres que no reptan por
extraños y abigarrados pasadizos ni se aferran a su piedra con la angustia del
molusco, sino que confiados conducen por entre la selva oscura de las
apariencias hacia la luz del sol, donde existe un solo mundo, único y universal
que le es común. Es por ello cultura universal o formadora de seres abiertos y
extrovertidos, de mirada clara y siempre dispuesta a observar la misma luz y
que por ello comparten los mismos valores, las mismas costumbres, que viven las
mismas cosas y obedecen la misma ley,
por lo que son siempre de la misma manera, sustantes y consistentes. El hombre de la cultura
geométrica dirige por ello su mirada hacia fuera dando sentido a sus actos en
algo más que la expresión auténtica de su psiquismo aletargado, sino referido a
los otros. Tal mirada significa la ruptura con la muelle unidad embrionaria y
demandante, también la pérdida de la inconsciencia paradisíaca -siendo por ello
la única capaz de predecir los grandes eventos históricos.
III
En el
espectro de la totalidad de la cultura, tanto la alta cultura como la cultura
artesanal, representan los puntos medios estabilizadores del conjunto, que le
dan vida y consistencia al todo orgánico, tensando polarmente el huevo de la
totalidad -geométricamente hablando- en
una doble campana de Gauss imaginaria, siendo ellas las constituyentes de las
comunidades sapienciales por excelencia. La prueba de su continuidad está dada
por la comunicación profunda y personal que se da entre los dos focos de la
elipse, entre los representantes individuales de los dos gremios: en el poeta
que se delecta oyendo la voz del pueblo; en el artesano que se recoge
contemplando las eternas catedrales de roca y tiempo o leyendo los cantos de las nubes.
En los
extremos absolutos del tal huevo geométrico representante de la especie humana
se encuentran las masas indiferenciadas de los hombres dormidos o aletargados
por el consumo, la estupidez, la ignorancia o la falsía, llevados a la huerta
por coyotes y zorras, por sicofantes y mistagogos de toda laya que se hacen
pasar por la “voz del pueblo”. Sin embargo la “voz del sueño” interesa al
pueblo tanto como la “Familia Peluche” o “Los Sánchez” que los caricaturizan,
el cual en realidad empero va pugnando por ingresar en el proceso educativo y
despertar del sopor de la materia. Cuando no, estallan oscuramente dentro las
sombras resentidas, intentando imponer por la traición o la fuerza ya su
abigarrado e ininteligible mundo personal, ya los grupos que consienten o
fomentan sus mezquinos intereses o sus dudosas tendencias particulares. No el
sueño plácido de la nube aventurera, sino el de la caída hacia atrás del evefrénico
en que se proyecta la tendencia regresiva de la vida a la abyección o la
quietud de lo larvario a lo momificado o a la arena -cuando no el pesado
empacho de la roca fuerte que, sin embargo, esta en su precipitación rodando
muerta. No el recogimiento de sí que pide la autonomía para la creación de la
gente despierta y de la edificación de
la persona, sino la dispersión de quien ajeno al amor por la verdad a la vez
desea con ligereza y teme con pesar descollar –pues no desea sólo el poder,
sino ser su imagen, y simultáneamente tiembla en la escena, despojado de la
armadura invisible de Marte en la que inconsciente soñaba sólo un mundo de
espectros, de fantasmas o de muertos.
Porque el
olvido de la tradición es también la desatención del peso de la realidad y de
la gravedad del que se entrega a los valores o del hombre de espíritu. La
cultura onírica quisiera así borrar el hilo de oro del alma y del espíritu que
sutura la contingencia de la Historia -para inventar otra historia: su historia
onírica. Pero esa historia estaría inevitablemente roída de olvido, cual el
queso gruyer roído por los roedores o carcomido de gusanos en sus horas
inconfesas.
Más allá de
lo típico o del color local, el peligro de la cultura onírica atenta hoy contra
la estabilidad de la cultura occidental misma, pues se trata del proyecto en
curso y forma de la “Aldea Global”, en el que cada uno es rey en su rincón,
aspirante a millonario, genio de cachucha no con que adornar la cabeza sino con
que sostener el sombrero, futuro premio novel ignoto en su mísero rincón del
cafetín rascuache -a costa de no contrastar su pobre embeleco náufrago con una
imagen fiel del mundo, con la realidad ecuménica, con la cultura universal.
IV
La humanidad
a atravesado en otras horas periodos de oscuridad y de tiniebla por ese
fenómeno de relativismo cultural, propiamente filisteo donde las cosas empiezan
a dejar de valer por su valor objetivo y empiezan a valer por ser
"mías". Principio de conveniencia que tras la máscara del nacionalismo,
incluso de lo universal, exalta lo característico y lo particular, lo que tiene
que ver con su estrecha persona, con sus intereses, con su fatuidad –con lo que se opone a la tradición.
Universalidad de lo inferior, humanidad de lo más bajo, donde empieza a valer
lo que todos tienen, lo que no vale, incluso donde se valora lo execrable o lo
puramente existencial, lo que no dura, lo que no será tradición -pues eso es lo
que vale parra los incapaces, pretendiendo para lo temporal la categoría de lo
eterno. Cultura onírica, donde no hay grandeza posible, ni majestad o magnitud
espiritual que valga, ni centro de poder espiritual a que acogerse, ni verdad
ecuménica a que atenerse. –pues todo se resuelve en cuento biográfico, en
novela onírica o en componenda.. Donde vale menos la dorada memoria del león
muerto que el baboso hocico rabioso del perro vivo. Cultura de desmemoriados
que quisieran creer que el mundo empezó y terminará con ellos, grandioso
Génesis personalizado, año cero, Big-Bang que empezó a explotar en la hora de
su nacimiento.
Movimiento
que es sólo inercia de aceleración, caracterizable por su tendencia hacia los
esquemas abstractos y los automatismos psicológicos -saturados de insidias de
la mezquindad o de puyas de coprofílcos. Técnica de lo irreal, instrumentadora
del aspecto más oscuro del idealismo, de su tendencia mágica: de la creencia
que el hombre hace al mundo al hacer su pensamiento o su deseo, aunada a la
creencia de que nada está dado del exterior o que carece de significado. Se
trata del “hacerse ilusiones”, del mexicanismio “hacerse pato”, del voltear con
desdén hacia otro lado, del que en el fondo expresa la degradación de la
conciencia mágica, la cual sugiere que el hombre puede hacer y ser cualquier
cosa que desee mientras diimuladamente va por el mundo haciéndose pendejo.
Actividad popular y vulgar del idealismo que ante el fracaso concreto de la
conciencia mágica (no apropiarse el mundo ni hacerlo en su deseo o en su
pensamiento), se atrinchera en una pequeña parte del directorio del mundo en
donde poder imperar, en donde ser auténtico y hacer mil cosas por la fuerza de
su alma y de su mundo: es vivir, pues, en la “aldea global”.
La cultura
onírica está condenada a ser regional: a no trascender, a ser conformista.
Amenazada de parkinsonismo y de alzhéimer ese tipo de cultura, tan presta para
olvidar lo que no le conviene, es en el fondo la cultura de la convivencia-
-tan inconveniente generalmente a la sana convivencia. Es la cultura de
Spreenfield, sobreabundante en el Truismos y lugares comunes de Norteamerica, saturado por los masivas simplezas
de Macondo donde se habla de todo porque no pasa nada después de la piedra
fróa,. De la piedra de hielo de Melquiades; se trata de Comala, donde todo ha
pasado ya porque está muerto, o trascurre at
eternam en un impreciso Jalisco situado en el imperio del Mitlán, el panteón
Nahua. Es también la entraña animal de Durangehto, desde cuyo singular lomerío
se ve chaparra a toda la gente, divisada de soslayo y por debajo del hombro,
con la típica arrogancia de los dueños del viejo Rancho Chicom que fincan su
grandeza en la ignorancia. Cultura, pues, que no produce obras, siluetas
alargadas por el ocaso, que son las sombras de los hombres. Donde no hay
hombres, sino restos fragmentarios de un mundo onírico en ruinas o los cascajos
mascuzados con la dura amargura de lo efímero, de lo que no dura, y luego tóxicamente
espetados sobre sus sobras sin sentido. Más que cultura histórica, cultura
biográfica o cultura onírica, bitácoras del naufragio, de lo mejor olvidable,
de lo indigno de memoria –material de los sueños.
El problema
radical estriba en que sus convenientes convenciones tienden a deformar los
símbolos, a enfermarlos y pervertirlos para que encajen en su ficción, para que
se amolden a sus deseos. El bárbaro, en efecto, es el hombre que no entiende
religión, es el incapacitado para entender la ley, el que no puede comprender
la tradición, impotente para armonizarse con la naturaleza o el cosmos y que
reclama o se abroga para si el derecho de estar fuera de norma –seres de
excepción que cual modernos poetas malditos se dan a la licencia de las ligerezas del ser, que contraen el siroco de la levedad de la inmanencia, o que abiertamente se arrojan de barriga a la pura existencia bruta del libertinaje, a las indistinciones amnésicas de la vaguedad o a los avariciosos odios de no-ser.
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