La Durangueñidad: los
Tres Durangos[1]
Por Don Héctor Palencia Alonso
El Instituto de Cultura del Estado de
Durango, que tiene su sede en este recinto, fue creado por el actual Gobernador
Constitucional del Estado, abogado Ángel Sergio Guerrero Mier, para rescatar y
mantener vivos en la conciencia colectiva los valores de nuestra historia, que
hacen crecer esa fuerza unificadora que proviene de la tierra y del cielo de
los padres (terra patrum). Se trata de andar por un tiempo distinto, pero sin
perder esa tradición de cultura, que es como el hilo conductor de la historia.
Tres ciudades en el mundo llevan el nombre
de Durango, y ese nombre de raíces vascuences que significa tierra regada por
un río y rodeada de elevaciones montañosas, indica que los tres Durangos tienen
características geográficas muy parecidas. Además, hay lazos históricos y
espirituales. Es notable la vinculación entre el antiguo Durango, el de la
Provincia de Vizcaya, en España, y el Durango que fuera la capital de la
Provincia de la Nueva Vizcaya, en la Nueva España. El otro Durango, fundado en
el Estado de Colorado de los Estados Unidos en el año de 1880, ya figuraba
siglos antes de su declaratoria fundacional, como sitio de avanzada de la
extensa dominación española, y formó parte en lo político y en lo religioso de
nuestro Durango en tiempos de la Colonia. “Yo soy yo y mi circunstancia”,
escribió José Ortega y Gasset, esto es la interacción entre el hombre y su
ambiente ecológico y sociocultural. De aquí depende que lleguemos a entender no
sólo una biografía, sino una cultura.
En la historia de nuestra Patria Chica se
encuentra el quehacer ejemplar de numerosos vascongados. Y a propósito de la
visita de tan dignos representantes de los tres Durangos a este Instituto de
Cultura, considero oportuno y de justicia hacer un breve recorrido por el
origen de nuestro Durango, con la intención de rendir homenaje al joven capitán
vascongado Francisco de Ibarra, quien poco después de ser nombrado Gobernador
de la Provincia de la Nueva Vizcaya, funda esta ciudad de Durango, el ocho de
julio de 1563, dando comienzo a la portentosa aventura de la conquista del
Norte de la Nueva España, que es propiamente la segunda conquista de México.
Surge así una cultura desarrollada en particulares condiciones, por el
aislamiento del hombre en la inmensidad de la Provincia de la Nueva Vizcaya,
cuyo territorio hacia el norte carecía de límites geográficos conocidos.
Las
inmensidades norteñas estuvieron casi incomunicadas durante muchos años, y este
aislamiento produjo un modo particular de vida al hombre de Durango, a quien la
distancia le dio imagen interior. “Tierra adentro” se decía de aquel valuarte
que era Durango, levantado frente a los indígenas que aquí carecieron de la
asombrosa cultura que en otras regiones hiciera natural la fusión de las razas.
La incomunicación que gravitaba sobre el grupo hizo fluir la esencial ternura
de la solidaridad humana, de la cual el estatuto de hospitalidad se mantiene
todavía vivo entre nosotros, sin que los embates de la vida moderna consigan
borrarlo de estas latitudes, por las que parece que debía pasar el soplo de
todos los vientos sanos de la tierra.
Cuando se fundó la villa de Durango, las
llanuras norteñas que comienzan al traspasar el Trópico de Cáncer, unos cuantos
kilómetros debajo de Sombrerete. Eran como tierra de nadie. en la que
incursionaban los indios salvajes. Para dominar a los guerreros indígenas del
norte, no pudo utilizarse el arma de la diplomacia maquiavélica, que había
contribuido al triunfo de Hernán Cortés sobre el Imperio Azteca. Los indios del
norte combatían en grupos pequeños, por lo que era imposible para los virreyes
imponer algún tratado.
La sed de oro, la fe religiosa y el espíritu
caballeresco fueron la base psicológica de la efectividad de los
conquistadores. El enriquecimiento de los conquistadores siempre había sido,
durante la Edad Media, consecuencia natural de sus triunfos. Se consideraba una
injusticia del monarca que no otorgara “mercedes”, sobre todo si el costo de la
expedición no corría por su cuenta, sino que era aportado por los
expedicionarios mismos, como aconteció en México. El haber aportado persona,
espada y con frecuencia otros bienes, tales como caballo y dinero a la
organización de la campaña a cambio de una parte del botín, era un aliciente
constante. La expedición era, de hecho, una empresa en el sentido moderno de la
palabra, pues adoptaba una forma similar a la de una sociedad en “comandita”,
en la que cada uno era retribuido de acuerdo con su aportación y a las hazañas
que realizaba.
A partir del descubrimiento por Juan de
Tolsa de las ricas minas de Zacatecas, las que produjeron un torrente de plata
hacia España, casi simultáneamente a la muerte de Hernán Cortés, se creó la
llamada “aristocracia de la plata” por el propio Juan de Tolsa, Migue de
Ibarra, Baltasar Temiño de Bañuelos y Diego de Ibarra, quien fue el primer
Gobernador de Zacatecas y el decidido
impulsor de la conquista hacia el norte, tarea que encomendó a su sobrino de
dieciséis años de edad, Francisco de Ibarra, nombrado Capitán General y
Gobernador de la Provincia de la Nueva Vizcaya a la edad de veinticinco años, y
un año después fundador de Durango y Alcalde de esta Villa.
Monumento a Francisco de Ibarra en El Fuerte, Sinaloa
Al Valle del Guadiana en que se halla
enclavado Durango habían llegado dos expediciones en busca de oro y plata,
antes que la del fundador Francisco de Ibarra. El sanguinario Nuño de Guzmán,
Gobernado de Nueva Galicia, envió una expedición comandada por Cristóbal de
Oñate y José de Angulo, quienes descubrieron en 1533 el Valle de Durango, que
desde entonces se llama Guadiana, por su parecido con el lugar del mismo nombre
en España. Y en 1552, Ginés Vázquez de Mercado partió también de la Nueva
Galicia en busca de un legendario “cerro de plata en estado nativo”, que al
encontrarlo se llama desde esos días
Cerro del Mercado, el cual era uno de los mayores yacimientos del oro
del mundo.
Cuando Francisco de Ibarra fundó la Villa de
Durango en sitio inmediato existía ya la misión de San Juan Bautista, llamado
Analco por los indígenas, nombre de origen nahua que significa “más allá del agua”. Esta
misión fue el principio en la inmensidad del norte, de la obra inconmensurable
de los franciscanos caminantes, que difundieron el mensaje de amor de aquel San
Francisco, que hizo montón menospreciable de todas sus riquezas y fue por los
caminos cantando la luz del sol y la armónica fraternidad de todas las cosas. Un año
antes de la llegada de Francisco de Ibarra al Valle del Guadiana ya se
escuchaba en este lugar a los misioneros franciscanos que, envueltos en su
sayal de color ceniza y polvo semejante a la pluma de la alondra, predicaban el
más alto ideal que no puede ser olvidado.
El sacerdote y filósofo durangueño Nicolás
Hernández Izurieta escribió en latín su admirable Canto a Durango, del que
reproduzco una de las estrofas que habla de los primeros misioneros en la Nueva
Vizcaya:
¡Oh Juan de Tapia, oh Pedro Erspinareda,
Jerónimo de Mendoza, y tú Jacinto,
Diego de la Cadena, sois más claros
Que el sol entre esplendores¡
Francisco de Ibarra dedicó la villa que
el fundó a la Virgen de Uribarri, con la
advocación de la Asunción, nombre que tubo la primera iglesia de Durango,
España.
Y obra trascendente en la Nueva España y en
todo el Nuevo Mundo, la del gran vasco de Durango, Vizcaya, Fray Juan de
Zumárraga, cuyo nombre se asocia, desde aquel doce de diciembre de 1531, al del
indio Juan Diego, hoy San Juan Diego, en
la tradición guadalupana que es vínculo permanente en la historia de México. La
figura grandiosa de Fray Juan de Zumárraga merece especial recuerdo en este
día, porque su monumento en la ciudad de Durango, Vizcaya, es creación
magnífica del escultor Ignacio Azúnsolo, nacido en tierras de este Durango,
México.
Y precisamente en este lugar se encuentra el
busto de Ignacio Azúnsolo, como lo hemos hecho y lo seguiremos haciendo con la
obra de los grandes durangueños del arte: Silvestre Revueltas, Fanny Anitúa,
Ricardo Castro, Dolores del Río, Nelly Campobello y otros que han acrecentado
nuestro patrimonio de cultura y honor.
Las novelas de caballerías, tales como el Amadis
de Gaula y Las Sergas de Esplandián (1496-1510), tuvieron influencia en las hazañas de
algunos conquistadores. Hernán Cortés creyó encontrar en lo que hoy es Baja
California, el “Reino de Calafia” –de aquí el nombre de California- en el que,
según una de estas novelas, la bella reina Calafia vivía rodeada de Amazonas.
En 1521 cayó Tenochtitlan y a raíz de ese
acontecimiento que marca el nacimiento de la Colonia, las leyendas españolas se
combinaron con las indígenas, para crear el mito de “Las Siete Ciudades de
Oro”, también llamadas “Cíbola”. Las crónicas aztecas, entre ellas la “Tira de
la Peregrinación”, hablaban de siete enormes cuevas, de donde provenía la rica
tribu nahua, y dicha historia hizo recordar a los conquistadores la de los
“Siete Obispos de Lisboa”, que se escaparon de la península ibérica en el siglo
VII, y según la creencia popular habían
construido siete ciudades de oro en las Islas del Mar de Occidente.
En 1536 tres españoles, Dorantes, Maldonado
y Alvar Núñez Cabeza de Baca, y un esclavo africano llamado Estebanico, todos
ellos sobrevivientes de un naufragio frente a las costas de Florida,
atravesaron en un largo recorrido a pie los territorios de Texas, Chihuahua,
Sonora y llegaron a Sinaloa, a Nueva Galicia y desde ahí a la capital de la
Nueva España. Con todas las formalidades aseguraron al Virrey Antonio de
Mendoza que cerca de Paquimé, el actual Casas Grandes en el estado de
Chihuahua, tuvieron noticias de ciudades de oro.
El franciscano Marcos de Niza, llevando al
esclavo Estebanico, encabezó la primera expedición en busca de Cíbola. Partió
de San Miguel de Culiacán en 1539 y al regresar declaró ante el Virrey haber
llegado hasta las inmediaciones de las “Siete Ciudades de Oro”.
A principios del año siguiente. En 1540, la
famosa expedición de Francisco Vázquez de Coronado, que fue también en busca de
Cíbola con cientos de jóvenes hidalgos a caballo, decenas de infantes,
ballesteros y arcabuceros, frailes, entre l}ellos Marcos de Niza, cañones de
bronce, cientos de bacas y bueyes y más de mil ovejas. Esta expedición buscó
Cíbola durante casi tres años, recorrió más de cuatro mil kilómetros y en
territorio de lo que hoy es Estados Unidos descubrió el Gran Cañón del Colorado.
Después de fundar Durango y de llevar a cabo
numerosas expediciones, en las que abrió minas, como las de Indé y Topia en el
hoy Estado de Durango, el Capitán Francisco de Ibarra fundó en el hoy Estado de
Sinaloa las poblaciones de San Juan el Fuerte, en 1564, y la Villa de San
Sebastián, actualmente Concordia, en 1566.
Este mismo año partió a la búsqueda de Cíbola por el camino de Vázquez
de Coronado y al igual que éste fracasó en la empresa.
Francisco de
Ibarra, llamado por Alejandro de Humboldt
el “Fénix de los Conquistadores”, partió en 1554 de Zacatecas, donde era
miembro de la “Aristocracia de la Plata”,
para crear la Provincia de la
Nueva Vizcaya, y gobernó las tierras por él
conquistadas hasta el año de 1577, en que murió a la edad de treinta y
ocho años, en el Mineral de Pánuco del hoy Estado de Sinaloa.
Son muchos los méritos del fundador de
Durango. “Sus expediciones fueron modélicas, especialmente en su comportamiento
con los nativos, usó más de la persuasión que de la fuerza”, escribe Iñaki
Zurralde Romero. La corrupción, término que los estadounidenses usaron antes
que nadie para indicar la falta de honradez de los funcionarios públicos, no se
encuentra en los inicios de la Nueva Vizcaya, al contrario de lo acontecido en
otras provincias o ciudades. Francisco de Ibarra puso, con los cimientos de
nuestra ciudad, el ejemplo del ejercicio del poder como servicio a la comunidad
y tuvo la emoción de identificarse con las gentes.
Con la amable evocación de Francisco de
Ibarra sean bienvenidos a nuestro Instituto de Cultura los representantes de
las tres ciudades hermanadas. Decía Miguel de Unamuno que la vida es una
esperanza que se está convirtiendo sin cesar en recuerdo que engendra a la vez
a la esperanza. Que esta hermosa relación se embellezca por el recuerdo y se
haga más intensa por el compartir de la esperanza.
[1] Discurso pronunciado en
enero del 2003 en el ICED ante el Sr.
Lic. José Rosas Aizpuru Torres,
Presidente Municipal de Durango, Doña María Pilar Ardanza Uribarren, Alcaldesa de Durango, España,
Mister John Gamble, Mayor de la ciudad de
Durango, Estado de Colorado, de Los Estados Unidos de América, y un
distinguido público que se dio cita para
celebrar la comunidad ideal, cosmopolita,
de tres ciudades distantes en el
espacio, pero unidas por la tradición y la palabra.
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