Emilio
Carrasco Basools: Envolver y Desatar[1]
Por Alberto Espinosa Orozco
Seguramente la voluntad artística encuentra su figura más cumplida en la
imagen del pintor: la imagen que busca el pintor y que lo hace. Emilio Carrasco
encarna esa voluntad, esa actitud artística en un espacio siempre abierto, un
tiempo, en el cual cubrir la atmósfera con el manto de la interpretación, para
que no hiera su intemperie, franqueando la patencia del ser, de lo que está
pres-ente, para no quedar varados en su claustro de tinieblas y confusión, o
ciegos y ausentes en la concepción de su transparencia, de su concepto. La
imagen se vuelve entonces copa de aire, nube que contiene y que también
conserva, modelando una situación para
entregarnos su libre movimiento.
Quitando
la mordaza con que los objetos enmudecen de acidia, abstractos y ausentes en su
rutina de convención arbitraria, Carrasco desahoga su existencia, volviendo a
poner en juego su deseabilidad, la oscura y densa carnalidad de su señal,
proyectando la trasparencia del signo sobre la opacidad de la materia y
retornando a las cosas en el arduo viaje hacia el origen, hacia la concreción
del ser. Por ello su labor no es la de quien retrata identificando objetos,
sino la de aquel que sabe integrar las cosas haciéndolas respirables, hinchando
nuevamente la delgadez del mundo -que en su crudo despliegue explicativo aplana
sus perfiles convirtiéndose en ocioso mapa de sí mismo.
Para
reconocernos en las cosas, Emilio da cuerpo a la iluminación revelante con su
cuerpo y en torbellino de luz o en gotas de agua recupera la tradición y la
memoria de la imagen disuelta en la cristalina cascada de la fuga. De tal
manera el artista presta su voluntad y su carne para que en él hablen las cosas
y den cuenta de sus fines.
La
mano piensa y por el trabajo ata al tiempo asiéndolo a su impulso. Mano que
acaricia la duración, que busca en el instante su hermosura y lo detiene, lo
ensancha y lo prolonga sin ahogarlo y después lo deja libre. Emilio Carrasco
toma la fugacidad entre los dedos y, con qué ternura, la cuida para que no se
pierda. Primero busca su secreto, su escondida esencia permanente, como se
busca en la aventura la chispa repentina que nace del sueño, germina en la
memoria, y después se adivina acurrucándose en el aire. Después tensa músculos
y líneas para que ahí anide, para que no escape. Luego incendia lo que toca
para que la presión de lo decible, de lo visible, se consuma en su dinamismo,
alejándolo de la usurpación de lo dicho,
de lo visto, resistiéndose a la condena de una existencia estructural y
espuria. Y entonces su expedición deja la huellas de la mirada, de lo mirable.
Su búsqueda es lo de algo insituable, inencontrable en el espacio: de algo
inextenso más no por ello insignificante. Porque lo que se cumple en sus
cuadros no es una composición espacial, sino una unidad temporal, espiritual,
significativa. Y precisamente por ello puede decirse que su pintura no
encuentra: busca. Mas la búsqueda, lejos de ser errancia vagabunda, es ella
misma su aventura -a la vez que una invitación para llegar al puerto de nuestra
propia barca.
Lo
perdido estaba ahí desde antes, como estará después del viaje que toca la
invisibilidad que lo propulsa. Porque el ser es lo perdido, lo que justamente
por estar pres-ente no se distingue y que el pintor revela al salir a su
encuentro, orientándose en la busca y ser traspasado enteramente en la reunión.
Pero algo queda después de penetrar a ese venero: es el recuerdo, la impresión
de haber estado unido a lo que une, las guías de la ruta, escarpada o plácida,
por la que el artista atrevió el vislumbre: es la Relación, aquello en última
instancia estética no identificable ni codificable que tan solo se adivina, se
palpa en parte y se visita como totalidad compleja, inanalizable, en la que el
hombre entra como en una intimidad. Extrovertiendo su interioridad, intimando
la exterioridad. Es ese territorio donde se ata sin encadenar, donde se cobija
sin encapsular. Como una conversación en donde lo que reúne -lo ilimitado- pone
a la vez un límite impreciso y vago, en que la cercanía, como invocación,
cocina y hogar de los sentimientos, modela una forma en el espacio al trabes de
la duración.
El
viaje es la distancia. La aventura es la historia en que tardan en llegar las
cosas de lo que tenemos cerca. Lo que debe ser puesto en perspectiva, abriendo
sus paréntesis. Lugar en que las cosas vuelven a ser familiares y cercanas,
para no quedar ajenas al ritmo transitivo de la vida, y, simultáneamente,
duración en que se apaisan para no quedar prisioneras en el continente
bidimensional del espejo y sus suertes reflexivas. El pintor nos revela así el
secreto de las cosas sin nombrarlo, sin entregarlo -como reunión de la
naturaleza y las cosas con el hombre, del hombre con el hombre.
Piensa la mano lo que sucede entre el ojo y las cosas del mundo. Pero su
pensar es un pensar a tientas, es un idear tocando. Primero reflexiona y se
alimenta de nostalgia, después retoma las hebras sueltas del recuerdo y las
enhebra nuevamente en el flujo de la vida con sus nervios, trayendo el allá al
ahora y retornando a esa distancia, que de pronto se antoja indescifrable, en
que el sujeto y el objeto se hacen indiferenciados, sin solución de
continuidad, mutuamente relativos uno a otro: vistos el uno por el otro, el
otro en el uno.
Enfrentamiento
con lo sagrado, con la totalidad, que en un gesto reverente enjuga la mirada,
volviéndola indirecta, para guardarse de la fulminación de su patencia. Así,
sujeta el momento al liberarlo, tejiendo en el vai-ven de la evocación
inspirada, que de ida y vuelta es un solo movimiento, el mundo por el revés de
la trama. Forma y contenido son una sola cosa. Por ello y para situar su propia
perspectiva, el pintor se enfrenta a otras capas en que tiene que hundirse, a
las que tiene que regresar y salir, para dejar en el gesto, en el ademán
mímico, plasmadas las fuerzas misteriosas que visita en la opacidad misma del
misterio. De esta suerte, sus cuadros conocen los paisajes sombríos de la lucha
interior, pero también las tonalidades de los sentimientos armónicos que
participan de matizados ritmos.
Los
azules y los rojos, los marrones y toda la gama de los verdes, los barnices que
hacen aflorar la vida sensible, su expandirse y agostar, restringiendo
firmemente su paleta con la firmeza generosa de quien por conocer de los
matices ensancha suavemente su espectro. La tierra deja mirar, pasando de un
lienzo a otro, sus regiones de mayor comunión no menos que sus estados
inhospitalarios. A veces en un cuadro el campo se presenta simultáneamente
plácido y cruel, y, aunque no lo sabemos, nos figuramos adivinar sus sueños. El
cuerpo humano se presenta como una superación de planos que se vuelca,
tropezándose y superponiéndose en capas de tótems, mitos y figuras
antropo-históricas hasta llegar al párpado del ojo. En otras ocasiones la piel
femenina desplegándose hacia el cuerpo se vuelve vaporosa, esfumándose en la
contemplación de los ojos que la tocan, otras arde como una tea abismándose
ante la mano que la besa.
De
este modo Carrasco envuelve la realidad y la desata. El signo y su significado
se confunden en un organismo que respira conjuntamente con la vida. Edifica un
templo en el que la materia por dentro arde con la valoración de los símbolos.
No el regodeo en el sustrato determinado, sino la búsqueda de ese algo más que
se acaricia cuando se acaricia algo: la relación -porque la relación,
adivinable en la revelación, es el misterio. El mundo entonces no es un ¿que
es?, es un ¡que sea! El misterio no es una pregunta: es una enigma y una
celebración, una epifanía y un asombro.
Emilio Carrasco mira de lado
el medio de ese asombro. Lo frecuenta con la reverencia del artista, que es el
rito cotidiano de la inspiración y del trabajo, desviando la mirada al tomar el
esto por aquello, haciendo de esto aquello. La cualidad de su pintura, a
intermedios caminos que toman el relevo entre lo bello y lo verdadero (casi me
antevería a decir lo justo), está no en su valor de explicación, tampoco en el
gusto instintivo de la pura organización matérica, plástica o compositiva, sino
en que su pintura se entiende como se entienden las personas, como se comprende
una comunicación, un gesto. Esa fidelidad a lo comunicable es lo que da a la
pintura de Carrasco su carácter, simplemente porque todavía conserva la fe
fundada en la admiración y la memoria.
[1] Emilio Carrasco nace en la Ciudad de México en 1957. Estudia dibujo en
el taller del maestro Carlos Orozco Romero y en la UNAM (academia de San
Carlos). Cursó dibujo y pintura con el maestro Gilberto Aceves Navarro. En 1982
obtiene diplomado en dibujo por la Facultad de Bellas Artes de San Fernando en
Madrid, España. Desde 1978 expone su obra de manera individual y colectiva en
México y el extranjero. Desde 1981 se ha dedicado a la actividad docente y
académica. Su obra se encuentra en importantes museos y galerías de México y España.
info@galeriasirmavalerio.com . Emilio Carrasco Con todos los soles
Permanencia: Del 12 de Abril de 2014 al
31 de Mayo de 2014 Lugar: Irma Valerio Galerías
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