viernes, 19 de agosto de 2016

Las Siete Ciudades de Cíbola: Fray Marcos de Niza Por Alberto Espinosa Orozco

Las Siete Ciudades de Cíbola: Fray Marcos de Niza 
Por Alberto Espinosa Orozco






I
   La colonización española del Norte de México estuvo signada por la visión de los amplios horizontes en los que frecuentemente destellaba la luz incierta de la leyenda y el mito. El descubrimiento del Nuevo Mundo pronto despertó los sueños incubados por el Renacimiento europeo, alimentando los ignotos territorios americanos la viva imaginación de los colonizadores. Sus mentes regadas con el agua viva de las aventuras fantásticas relatadas en las “Historias de Caballería” (Amadis de Gaula, las Segas de Espalandián o la verídica Historia del Emperador Carlos V) pronto acuñaron una serie de mitos que despertaban sus expectativas quiméricas de gloria y tesoros fantásticos: el Dorado, el rey fabuloso que se bañaba en polvo de oro; la Ciudad de los Césares, situada en los confines de la Patagoniala Fuente de la Eterna Juventud, buscada afanosamente por Ponce de León; la Gran Quivira situada en las ilimitadas praderas de Norte América –también las Siete Ciudades de Cíbola, supuestamente localizadas al norte del territorio mexicano.
   Se debe a Nuño de Guzmán, primer presidente de la Audiencia de México, la difusión de la leyenda. Después de encauzar a Cortés y movido por la avidez de gloria acometió las primeras exploraciones del noreste mexicano, pronto convertidas en cruentas razias sembradas de depredación, crimen y robo. Apresado y deportado a España el auditor Nuño de Guzmán tuvo tiempo de esparcir antes la noticia de la existencia de una comarca en que se hallaban siete ciudades de imponderable riqueza. Tal relato tuvo como base la supuesta huida de siete obispos portugueses de la península ibérica tras la invasión árabe, quienes habrían fundado en las remotas tierras siete ciudades donde el oro corría como la miel. 
   La historia fue reforzada por el increíble Albar Núñez Cabeza de Vaca, quien pertenecía en el cargo de tesorero a la expedición fracasada de Pánfilo de Narváez muerto en las costas texanas luego del naufragio de su flota cuya armada española intentó la consumista de Florida en el año de 1527. Albar Núñez Cabeza de Vaca aparece en la ciudad de México después de haber estado en las tierras desconocidas realizando un viaje insólito al recorrer a pie miles de kilómetros con otros tres hombres, Andrés Dorantes, Alonso del Castillo y el esclavo Esteban, cruzando los ignotos territorios que van desde las costas de Florida hasta lo que es hoy el estado de Sonora y trayendo sorprendentes noticias de ciudades cuajadas de oro, plata y piedras preciosas portadas en sus atuendos por algunos indios vistos en su inusitada caminata.
   El fundamento de tales leyendas en tan antiguo como las más distantes tradiciones semíticas. En efecto, en el Génesis del Antiguo Testamento se habla del “Paraíso” terrenal o “Jardín de Edén”, en medio del cual crecían los árboles de la vida y de la ciencia del bien y del mal y donde tuvo comienzo la especie humana. Probablemente situado  en las tierras de Mesopotamia, del río que regaba el Jardín se repartían cuatro brazos; el Tigres y el Eúfrates y dos más de geografía incierta: el río Guijón que rodea al país de Cus y el río Pisón que rodea al país de Javilá (Cíbola) “donde hay oro. El oro de aquel país es fino. Allí se encuentra el bedelio (goma aromática) y el ónice.” (Génesis, 2. 10-12).[1] Los cuatro ríos no son sino las cuatro arterias vitales que definen las cuatro regiones del mundo; la última región del Nuevo Mundo apenas descubierta y por explorar tenía que ser el país de Javilá  o Cíbola. 




II
   El entonces virrey Antonio de Mendoza acarició la idea de explorar los territorios del norte en busca de las ciudades míticas, nombrando para ello como jefe de la expedición al salamantino Francisco Vásquez de Coronado, quien por vía matrimonial había llegado al cargo de gobernador de Nueva Galicia, financiando entre ambos la expedición.
   Antes de ellos despacharon una primera partida exploratoria para confirmar las harto ambiguas noticias de las siete ciudades áureas. La comisión para penetrar el norte de la Nueva España fue ofrecida primero a Cabeza de Vaca, Dorantes y Castillo, quienes declinaron, aceptando en cambio el cuatro integrante de la prodigiosa marcha: Estebanico, apodado “el Negro” por ser su origen norteafricano y de tez bruna. El virrey autoriza la expedición el 20 de noviembre de 1538 por conducto del capitán Francisco Vásquez de Coronado, colocando al frente del destacamento de indios baquianos al culto y prestigioso fraile franciscano Marcos de Niza, el cual se revelaría como uno de los más célebres mentirosos de la historia, como nos recuerda el culto abogado Héctor Palencia Alonso.
   La expedición partió el 7 de marzo de 1539 de la Villa de San Miguel de Culiacán, no en plan de conquista, sino a título de “Misiones Puras” y encabezada por un eclesiástico llevando como instrumento el evangelio. En realidad se trataba de una avanzada con el objetivo de “encontrar una cosa grande de las que buscamos”.
   Es así como dio comienzo ex profeso la búsqueda de las míticas ciudades de oro. El fraile italiano Marcos de Niza mandó a Estebanico por delante de unas cuantas jornadas para remitir noticias de lo que fuera hallando mediante un curioso código constituido por el número y tamaño de las cruces que iba dejando en su camino en proporción a la magnitud de lo descubierto: “Que si la cosa fuese razonable, me enviase una cruz grande, de un palmo; si fuese cosa grande, la enviase de dos palmos; y si fuese una cosa mayor y mejor de la Nueva España, me enviase una gran cruz.” (La  Relación de Marcos de Niza)
   Cuando Niza encontró un cruz mayor refrendó sus esperanzas de que iba en recta dirección y al topar con indios adornados de joyas que reforzaron lo correcto al rastro al asegurarle que allende de los páramos existían ciudades abundantes en turquesas. Así fue, cuando un día apareció una cruz blanca de tamaño descomunal, inequívoca señal de que Estebanico había dado con  la primera Ciudad de Cíbola. Niza con su pequeño ejército de baquianos recorrieron optimistas las jornadas, encontrando en el camino nativos comerciantes que confirmaban la noticia de la riquísima ciudad donde los habitantes “andan ceñidos con cintas de turquesas”. Cuando llegaron al punto de encuentro con Estebanico hallaron a los indios que lo acompañaban con el semblante encajado de pesar, pues “el Negro” había sido muerto por los habitantes de la cuidad y ellos hacían de regreso sin lugar a convencimiento en contra.
   Contaron que Estebanico terminó por deschavetarse al liberarse de la subordinación a Niza, recomponiendo su atavío con adornos y reclamando por donde pasaba favores sexuales a las indias a más de exigir la deferencia propia a un ser divino. Con tamaño boato se presentó a las puertas de Cíbola, cuyo reyesuelo, no dejándose convencer de la divinidad del oscuro personaje, primero soportando su demanda de honores y pleitesías hasta que luego, colmando su paciencia, lo sometió a una especie de ordalia para probar su dicho y reprobándolo decidió el monarca ponerle término final
   Lo único sin duda cierto es que Estebanico estaba bien muerto y la escolta de indios de Niza se negaron en redondo a seguirlo, conspirando para matarlo si los presionaba un paso más. Niza, empero, haciéndose acompañar de algunos indios leales remontó algunas jornadas y atrevió a subir a un cerro cercano desde cuya cumbre avistó la ciudad, comprobando su magnificencia cuando con el estertor del sol alcanzó la cima. Cuando el sol exhalaba sus últimos rayos bruñendo el paisaje se deslizó sobre el la pátina caliente exacerbada por el ambiente caliginoso del desierto y acercándose al vacío le llegó una visión fascinante: delante de él contempló extasiado la presencia a la distancia de una ciudad de grandes edificios superpuestos toda ella refulgente de filos dorados: toda una ciudad recubierta de oro. Niza vio o creyó ver una ciudad inmensa, cuya población sería mayor que la ciudad de México. Bajando en éxtasis de la cima no tuvo de ver como al apagarse el sol tras el horizonte la ciudad recobraba su normal condición de simple barro.
III
   Regresó a México diciendo en todas partes haber descubierto el reino maravilloso de las ciudades de Cíbola, por más que el virrey le ordenó quedarse en silencio. Envió entonces el virrey de la Nueva España para la conquista del nuevo territorio a Francisco Vásquez de Coronado al frente de la más poderosa expedición jamás vista en México y llevando como guía a Marcos de Niza, quien había hecho la relación de cuanto había visto a Coronado, haciéndole jurar que cuanto decía era cierto. La expedición de Vásquez de Coronado partió así rumbo a la ciudad soñada con 300 hombres criollos y mestizos, 1, 000 indios, 1,500 caballos nacionales y armas hechas en la Nueva España, más un fraile mentiroso.
   A las venturosas noticias iniciales siguió la decepción ante la vista de la ciudad, que no era tal dorada, sino una miserable aldea de casas de abobe enlazadas por escaleras de madera, reconocido como el pueblo Zuñi en la actual Hawikuh de Nuevo México. Poco falto para a Marcos lo lincharan, pues el oro y las turquesas de Cíbola se trocó por yermos, míseros poblados y agotadores desiertos, quedando la figura de Marcos de Niza para la historia marcada por la impostura y como modelo de los engaños del deseo, que por conveniencia se precipita a tomar por reales lo que apenas son las apariencias. La orden franciscana en cambio robusteció el imperativo del progreso de la evangelización del norte, cundido por infieles por combatir, atenuando el barro de la mentira del fraile por el oro que entrañaba la difusión de la fe.
IV
   Empero el expediente de Niza no hizo sino enardecer la sed de riqueza y aguijar la ambición de gloria en los expedicionarios comandados por Vásquez de Coronado, aprovechando tal debilidad otro indio del grupo, de la tribu pawne, al cual apodaban “el Turco”, quien hábil para describir riquezas fantásticas los convenció de continuar la exploración. Así, buscaron inútilmente por dos años en las bastas llanuras de Texas  y de Arizona, orientándose por medio de tiros, señales de trompeta, hogueras y grandes huesos de bisonte amontonados, avanzando hasta descubrir los inmensos castillos de cinabrio cuyas murallas y torres imponentes forman lo que hoy conocemos como el Cañón del Colorado. La viva imaginación del indio sirvió de tal modo de carnada a los españoles, poniendo a la vez de manifiesto como un enemigo encubierto dentro de las propias filas es más peligroso que el combate directo contra un ejército declarado. También como la fantasía fue usada con sus velos por los indios mexicanos como arma de resistencia ante la penetración de los conquistadores.
   Por último hay que agregar que Vásquez de Coronado no soportó las contingencias adversas del viaje, sufriendo un ataque de locura, recuperando con el tiempo el juicio pero perdiendo en cambio el poder político y económico que había conquistado como gobernador de Nueva Galicia mientras que Marcos de Niza moría en el mayor de los descréditos. El dorado espejismo del desierto, igual que las aguas rejuvenecedoras y la gran Quiviria, sirvieron así para instruir a los indios en la cultura hispana por medio de los núcleos de desarrollo regional de las misiones, haciendo de aquel territorio desabrido un inexpugnable bastión del cristianismo que recuperaba para la ecúmene lo mucho perdido en aquel tiempo por la desbandada pagana triunfante por Europa. 





[1] En Isaías 43, 3-4 se habla del país de Cus: “Entregué a Egipto como rescate por ti,// a Cus y Sebá en tu lugar,// dado que eres precioso a mis ojos,// eres estimado, y yo te amo.” Cus y Sebá son dos regiones de África, al sur de Egipto; aunque no es una evocación histórica precisa, sino una alusión a pueblos lejanos. Y poco más adelante: “Los productos de Egipto,// el comercio de Cus// y los sebaítas, de elevada estatura,// vendrán a ti y tuyos serán.// Irán detrás de ti, encadenados,// ante ti se postrarán, suplicantes…” Isaías, 45, 14. Algunos señalan a Cus como el antiguo nombre de Etiopía, “pueblo de alta estatura y de piel brillante”, “una nación temida en todas partes, pueblo fuerte y altanero”, una nación “vigorosa y dominadora”. También la identifican con Egipto porque en tiempo de Isaías se encontraba bajo una dinastía etiope. Isaías, 18, 1-7. 





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